sábado, 12 de julio de 2008

El fantasma de Yetser

Por Ángela Alonso Amador

Una joven de ojos verdes oteaba la comarca desde su ventana. Enojada, su madre le ordenó que corriera las cortinas y no se atreviera a tocarlas hasta que ella y su padre regresaran de su jornada en la granja. Ilith asintió con desgana. Aquella barraca en lo alto de la colina había sido todo su mundo desde que alcanzaba a recordar y nunca había cuestionado la decisión de sus padres de ocultarla allí, pero el deseo de traspasar el umbral de aquella puerta iba intensificándose con su juventud.

Décadas atrás, Yetser había sido uno de los reinos más prolíferos del viejo continente pero la muerte de Beth, la esposa del emperador, convirtió a aquella en una tierra gris y fría donde la belleza podía pagarse con la muerte. Ilith no era la única muchacha que vivía entre sombras. Numerosas historias de jóvenes degolladas y quemadas en la hoguera retumbaban en los oídos de muchas que, temerosas de engrosar esa lista maldita, se veían forzadas a cortarse el pelo al cero y cubrir su cuerpo con vestidos deslucidos y sin forma.

Las viejas de la comarca gustaban de relatar a los niños el esplendoroso pasado de Yetser y cómo había llegado a convertirse en la afligida tierra que ellos conocían. Atem, el emperador de Yetser, era un muchacho alegre y aguerrido en el que su padre había abdicado convencido de su buen hacer, inteligencia y bondad. Cuando contaba con 17 años y, ya en el poder, Atem se enamoró de una misteriosa plebeya nacida en la comarca. Sus cabellos eran rojos y serpenteantes como la sangre que más tarde se derramaría en su memoria. Sus ojos, tan verdes como los campos que entonces parecían extenderse hasta el infinito y sus vaporosas prendas dejaban entrever un cuerpo nacido para el deleite de su amante. Su nombre, Beth. El matrimonio apenas había disfrutado de varios meses de convivencia, cuando las obligaciones de Atem para con su pueblo le obligaron a ausentarse durante largas temporadas para fortalecer los lazos comerciales con los reinos colindantes. La melancolía y soledad pronto hicieron mella en Beth, hasta tal punto que su salud se vio afectada. Sus doncellas se desvivían por alentar su interés en el mundo exterior y la acompañaban mañana y tarde a dar paseos, confeccionaban los más elegantes vestidos de seda para ella, ungían su piel con ungüentos perfumados, pero todo era inútil. Preocupadas por los extraños dolores que padecía, un mensajero fue a avisar al emperador de su estado. Éste no tardó en regresar al castillo acompañado por un médico de renombre. Pero al llegar, Beth ya había muerto.

Cuentan que Atem pasó dos días abrazado a su cadáver y que todos los habitantes acudieron al entierro portando ofrendas como muestra de respeto. Tan intenso fue el dolor sentido por el emperador, que la locura se adueñó de su alma y promulgó un decreto por el cual todo habitante estaba obligado a permanecer de luto hasta el fin de sus días. Toda muestra pública de júbilo sería condenada con la muerte, toda muestra de belleza y color sería eliminada y, por ello, las casas serían pintadas de gris, las gentes vestirían a todas horas ropas oscuras, las mujeres se raparían el pelo al cero y no volverían a perfumarse ni maquillarse jamás. Toda fiesta sería retirada del calendario y toda celebración prohibida, bautizos y bodas incluidos. La juventud pasaba a ser considerada una enfermedad y su antídoto, los trabajos forzados. Y Beth sería un nombre sagrado e innombrable.

Tal fue su obsesión por que el pueblo compartiera su miseria que ordenó a su séquito inspeccionar casa por casa para asegurarse de que todos cumplieran su decreto. Las casas fueron pintadas de gris; las ropas de color, las flores y la hierba, quemadas; y las cabezas de las mujeres y niñas, rapadas. Aquellas que se resistieron a perder su cabellera, sus productos de belleza o vestidos fueron degolladas sin piedad o quemadas junto con sus posesiones. Durante aquellos días, ni siquiera el cielo lució su habitual color azul, intoxicado con el gris procedente de las hogueras y Atem se granjeó para la eternidad el odio de sus súbditos.
Ilith guardaba un inquietante parecido con la difunta Beth y, conscientes de ello, sus padres decidieron mantenerla alejada de las miradas de los vecinos desde muy pequeña, pues, aún con la cabeza rapada el parecido era incuestionable. Por ese motivo, habían decidido mudarse a la destartalada barraca en lo alto de la colina. Sin embargo, ajena a sus preocupaciones, Ilith aprovechaba la menor ausencia de sus padres para correr las cortinas de la casa y disfrutar de las caricias del Sol.

Una mañana, un grupo de cazadores repararon en aquella musa despreocupada que peinaba sus cabellos tras la ventana y creyeron ver en ella al fantasma de la añorada Beth. Pronto corrió la voz entre las gentes de la comarca de que Beth vivía en lo alto de la colina. El rumor no tardó en llegar a oídos del emperador, quien, tan enamorado de su difunta esposa como seguía, no tardó en enviar allí a varios de sus hombres de confianza para comprobar qué había de cierto en aquellas habladurías. Cuando éstos regresaron días más tarde confirmando la asombrosa semejanza, Atem se convenció de que Beth había regresado de entre los muertos para salvar al muy desmejorado reino de Yetser y a sí mismo. Ansioso por poseerla de nuevo, anunció a sus hombres su intención de dirigirse él mismo hacia la colina para pedir su mano. Éstos, sin embargo, le disuadieron de embarcarse en semejante empresa, puesto que la misteriosa dama vivía con sus protectores padres, quienes la mantenían encerrada en aquella modesta choza mientras se ganaban el jornal en una granja distante. Mas el emperador no aceptaba un no por respuesta y, tan acostumbrado como estaba a acabar con vidas de inocentes, les ordenó regresar a la colina al amanecer para asesinar a los padres de la joven en su camino al trabajo y traerle a la reencarnación de su amada sana y salva.

Cuentan que al verla, Atem cayó al suelo de rodillas y de sus labios brotaron tantos balbuceos incomprensibles como lágrimas de sus ojos. Ilith le observó perpleja y no supo más que dedicarle tímidas sonrisas. Durante sus primeras semanas en el castillo, ésta alternó su fascinación por las lujosas atenciones que el emperador le procuraba con insistentes súplicas por ver a sus progenitores, de quienes había sido separada tan repentinamente. Atem la persuadió de que sus padres estaban ahora bajo su protección y habían sido trasladados a un pequeño castillo de otra comarca donde no tendrían que trabajar nunca más. La joven no supo más que agradecérselo y así, día a día, el emperador se fue ganando su cariño hasta que, al fin, contrajeron matrimonio. La ausencia de sus padres en el festín empañó levemente la felicidad de la novia, pero su inocencia y amor creciente por el emperador le hicieron creer a pies juntillas sus endebles pretextos.

Gracias a Ilith, las leyes promulgadas tras la muerte de Beth fueron abolidas y, desde entonces, contó con la adoración de las gentes de Yetser. La hierba volvió a crecer en los campos más verde y alta que antes. Los colores volvieron a inundar las calles y casas del reino y sus habitantes, a celebrar fiestas y ceremonias. Las mujeres recuperaron sus prendas ceñidas y alegres, sus perfumes y ungüentos y dejaron crecer sus cabelleras, recuperando así la feminidad y juventud perdidas. También gracias a Ilith, Atem recobró ilusiones perdidas y todos reconocieron en él al hombre enamorado que un día gobernó el reino con tacto y cordura. Sin embargo, la desconfianza de sus súbditos permaneció intacta, tal había sido el daño provocado por su anterior locura.

La nueva emperatriz consorte gustaba de pasar tiempo con sus doncellas, especialmente con Orli, una joven trabajadora y pizpireta con la que había trabado una gran amistad. A menudo la acompañaba mientras ésta se ocupaba de las tareas diarias y conversaban sobre los temas más diversos. Fue durante de uno de los tediosos viajes de negocios del emperador cuando Ilith descubrió la aterradora verdad que el emperador le había ocultado. Orli se disponía a hacer la colada cuando descubrió un bulto en una de las casacas del señor. Era un viejo reloj de bolsillo en cuya tapa de plata ennegrecida podía leerse T.L.M. Orli bromeó acerca de la naturaleza descuidada del género masculino mientras entregaba el objeto a su dueña. Ilith acarició las iniciales con la yema de sus dedos y lloró desconsolada. Aquel era el modesto reloj que su padre atesoraba y llevaba consigo a todas horas, heredado generación tras generación. Devastada, se maldijo por haber sido tan cándida y confiada. Sus padres no vivían en ningún castillo lejano ni en ningún otra parte y ella se había casado con su asesino.

La noche en que Atem regresó al castillo, sólo Ilith y Orli sabían que aquella sería su última cena. Ante el generoso despliegue de manjares servidos en la mesa, el emperador degustó complacido cada uno de los platos, todos ellos preparados con miríadas de especias para forzarle a beber de aquel vino envenenado. Tras el banquete, le acompañó hasta su dormitorio, donde éste se desplomó sobre la cama para nunca más despertar.

Ilith y Orli nunca comentaron lo sucedido y el día en que enterraron al emperador, las gentes de Yetser contuvieron su satisfacción por respeto a su viuda, sin saber, que ella era quien más se alegraba de su muerte.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta la sencillez con la que escribes. El cuento me ha atrapado desde el primer momento y es muy ameno de leer.
Me gusta la parte en la que el emperador ordena a todo el pueblo a estar de luto como él. A veces, nos pasa en la vida, que cuando nos sentimos mal, la felicidad de los demás nos duele.