viernes, 30 de abril de 2010

C'EST LA VIE (CONRADO SANCHEZ)

CAPITULO I

No debía haber venido —se dijo a sí misma. En ese instante Carlos se levantó de la mesa y se dirigió hacia la cocina brindándole una confidente mirada.
¡Por Dios Emma! ¡Levántate de la mesa y márchate antes de que sea demasiado tarde! —repetía en su interior. Pero sus piernas no obedecían a la razón, eran presa de quién sabe si el corazón o la pasión. No era propio de una cuarentona casada y con niños estar sentada en la mesa del apartamento de un compañero de trabajo, pero, ¿qué había de malo en ello?
Probablemente todo eran fantasías suyas. Carlos era un tipo especial. Un hombre de treinta y muchos, digamos que…del montón, con una media melena morena y muy, muy delgado. Pero lo importante no era su aspecto, lo importante eran su sencillez, su sensibilidad. Eso era lo que lo hacía especial. Sus conversaciones con él eran distintas. Eran casi como …“de mujer a mujer” —pensó. La entendía, la comprendía, la animaba, le hacía reir y nunca había tenido con él la sensación de que la acorralaba. Había visto en sus ojos, o había querido ver, como él la deseaba. ¿O era su deseo la que le hacía ver todo eso?
Su vida era una vida…feliz. Su marido era una estupenda persona al que sin duda quería con el alma; un tipo guapo, exitoso profesionalmente, y al que más de cuatro mujeres quisieran tener junto a ellas. Entregado por completo a su esposa y sus pequeños y sin embargo…Sin embargo Emma se sentía sola. No sola de compañía, sola de atención, de comprensión, de…Muchos días, recordaba con nostalgia, como él la había hecho sentir una princesa y ahora…
Emma, a sus cuarenta y…había empezado a sentir, casi de forma obsesiva, la necesidad de aprovechar la vida, de vivir la vida, de sentir la vida. Quizás, aquel episodio en que —aunque él lo negase—, Javier, su marido, tuviese aquel lío de faldas durante un viaje a Madrid, la había llevado a esta convicción, quizás...
Sin ser una top model, resultaba aún muy atractiva. Las continuas insinuaciones y alabanzas de amigos y compañeros de trabajo no hacían más que corroborarlo. De altura media, su melena rubia, sus acaramelados ojos y unos pechos desafiantes, no dejaban indiferente a casi nadie. Y su sonrisa, Emma siempre sonreía.
—¿Te gusta el chocolate verdad? —preguntó Carlos desde la cocina.
—¿Cómo…? Sí, si ..claro! —respondió Emma, como despertando de sus pensamientos. —No pasa nada Emma —se dijo a sí misma. —Un compañero de trabajo, con el que tienes una relación cordial, te invita a comer a su casa un viernes porque tú le has dicho que no tenías tiempo de ir a tu casa y volver al centro después a hacer unos encargos…lo más inocente del mundo. Carlos vive cerca del despacho y “sólo” has venido a comer y después te marcharás tranquilamente… Sirviéndose una copa de aquel buenísimo vino blanco intentó relajarse.
Carlos apareció de nuevo con una bandeja en el que se adivinaba una especie de bizcocho regado con chocolate caliente. El olor del chocolate inundó las sensaciones de Emma.
—La magia de este postre viene ahora —afirmó Carlos mirándola fijamente a los ojos.
—¿Magia? —preguntó Emma, entre curiosa e inquieta.
—Ja, ja, ja —rió Carlos. —Verás —dijo descorchando una botella que había traído junto al postre. —Se trata de una receta muy antigua, del norte, el bizcocho regado con el chocolate tiene una textura más bien seca, así que de lo que se trata es de tomarlo a la vez con este compuesto de hierbas que le da un toque especial.
—¿Pero…tendrá mucho alcohol, no? —preguntó Emma mientras lo miraba y sentía un irrefrenable deseo de abalanzarse sobre aquel tipo que siempre la hacía sentir como una reina. “Sentir” claro, esa era la palabra, durante toda la comida ella le había hablado de mil cosas y “sentía” que a él le importaban, “sentir”…
—¡Que va! —afirmó Carlos. De una forma casi instintiva, Carlos puso su dedo índice en el vasito en que había depositado el líquido y alzando la mano a la altura de la boca de Emma le dijo: —Toma prueba, ¿no me crees? Ja, ja, ja, ¿piensas que quiero emborracharte o qué?
Debo estar volviéndome loca —se dijo. Casi sin pensar Emma acercó su húmeda lengua al dedo de Carlos y probó tímidamente.
—Tenías razón, está bueno. ¿Así que no quieres emborracharme, no?
En ese instante Carlos la miró fijamente a los ojos, se levantó, se dirigió hacia ella y poniéndose a su espalda la cogió por los hombros. Ella notó como su aliento se acercaba a su cuello…La besó suavemente justo por debajo del lóbulo de su oreja, mientras sus manos acariciaban sus hombros y su cuello. Ella gritó hacia su interior. Un escalofrío le recorrió de abajo arriba la espalda cuando Carlos empezó a dar leves mordiscos alrededor de su cuello. Notó como sus pezones se endurecían como nunca lo habían hecho. Mientras seguía recorriendo su cuello con labios, dientes y lengua, Carlos deslizó una de sus manos entre sus pechos. El corazón le latía deprisa. Notó como aquella mano le acariciaba suavemente como una pluma primero, con energía después. Sin dejar de acariciarla Carlos hizo que se levantase y girándola hacia él la besó suavemente abrazándola fuertemente. En segundos sus labios y sus lenguas iniciaron un armonioso ritual que fue convirtiéndose en salvaje. Emma recorrió con sus manos la espalda de Carlos, con fuerza; sintió en el chocar de sus cuerpos toda la encendida virilidad de Carlos. Sin dejar de acariciarse, besarse, lamerse…se desnudaron, muy lentamente, eternamente. Emma se dejó caer suavemente en el amplio sofá tras la mesa. Carlos la siguió. Los rayos del sol de media tarde dibujaban la silueta de Carlos haciéndolo aún mas deseado. Situándose sobre ella, Carlos comenzó a lamer el cuerpo de Emma, mientras sus manos le sujetaban con fuerza por detrás de sus muslos. Poco a poco Carlos fue recorriendo con miles de pequeños besos primero los pechos, después el ombligo…Emma sentía como aquella boca la hacía estallar en mil pedazos, en millones de pedazos. Durante unos segundos se mantuvo absolutamente inmóvil, extasiada, sin necesidad alguna de bajar a la realidad. Carlos se tumbó junto a ella y empezó a acariciar suavemente su cabellera rubia, ella le miró sin verle… Fueron segundos, minutos o horas quizás las que Emma sintió esa sensación, no estaba sola… “sentía”. Se giró hacia Carlos, llevó con suma delicadeza una de sus manos hacia abajo y empezó a acariciar con suavidad el miembro que se le ofrecía arrogante, Carlos suspiró con fuerza apretándola contra él; Emma sintió como un torrente se apoderaba de ella, de nuevo su respiración se aceleraba, apartó su mano y manteniendo sus pechos deliberadamente a la altura de los labios de Carlos, se sentó literalmente sobre “él”. Ambos volaron apenas unos segundos, gritaron, sus cuerpos formaron un tenso arco justo antes de una explosión inenarrable, breve, apocalíptica…

CAPITULO II

Viernes, casi las nueve de la noche cuando Emma, con los nervios a punto de hacer estallar su cerebro en pedazos, entraba por la puerta de su casa. Al fondo del pasillo Javier, su marido, gritaba con Manel, el mayor de sus dos hijos, mientras el pequeño, Roger, lloraba.

—¡Manel!, con casi trece años deberías entender que tu hermano hay cosas que aún no comprende, ¿no crees?
—¡Estoy harto de ese enano!
—¡No le vuelvas a llamar enano!
—¡Es un imbécil! ¡No hace más que incordiarme!
—¡A tu cuarto ahora mismo!
—Pero…
—¡Manel, he dicho que a tu cuarto!
—¡Me cago en…—refunfuñó Manel por lo bajo.
—¿Qué has dicho?
—¡Nada! —contestó Manel tomando el camino hacia su cuarto y encontrándose de frente con Emma.
—¿Qué pasa? —preguntó Emma en tono conciliador abrazando a Manel.
—¡Eso es! —replicó Javier mientras cogía al pequeño Roger en brazos—¡Tú mímalo! ¡Después de que él no para de joder a su hermano!
—Vete a tu cuarto, ahora vendré —le susurró Emma a Manel. —Buenas noches cariño —prosiguió Emma dirigiéndose a Javier —Ya sabes como son los dos, sabes que Roger no es precisamente un santo…
Durante varios minutos, que a Emma le parecieron días, Javier insistió en que la educación de los niños era algo muy serio y que Manel debía entender que como mayor tenía que tener más paciencia con su hermano, y que…y que…El rumor de las afirmaciones de Javier seguían persiguiéndola mientras ella se dirigía hacia su dormitorio con una sola frase en su cerebro: ¿Cómo ha podido sucederme algo así?
—¿Te pasa algo? ¿Me estás escuchando? —le preguntó Javier con tono de reproche.
—No…no…no pasa nada, he tenido un día terrible en el trabajo y tengo un dolor de cabeza tremendo…Me voy a dar una ducha.
—¡Pues anda que yo! ¡Sólo me faltaban estos dos monstruos esta tarde! —replicó Javier. —Me arreglo y me marcho, ¿recuerdas que hoy tengo la cena del tenis verdad?
—Si…si claro…
Las sensaciones se agolpaban. Por un momento pensó que todo lo que recordaba de la tarde quizás no era más que una mala pasada de su mente. Sentada al borde de la bañera, sentía como su corazón se aceleraba.
Desde que había salido de casa de Carlos, sobre las seis, y durante casi dos horas, había estado en la cafetería del centro comercial reprochándose su acción y preparándose por si Javier notaba “algo”. Se había mirado mil veces en el espejo, eliminando, casi centímetro a centímetro, cualquier rastro que delatara su aventura. Se había maquillado y desmaquillado. Había examinado su ropa con la precisión del más audaz de los detectives. Lo había borrado todo. Todo excepto la imagen de Carlos en su cuello, en sus pechos, en su vientre…Todo excepto aquel nudo que le oprimía la garganta y amenazaba con hacerla estallar en cualquier momento.
Tras una ducha rápida, recogió toda la ropa y la puso a lavar casi con la cautela de quién traslada un cadáver. Después de despedirse de Javier pidió una pizza para cenar con los niños y una vez acostados se estiró en el sofá. De pronto sonó el móvil.
—¡Carlos, por Dios!, ¿ cómo se te ocurre llamarme a estas horas?
—Perdona, pero es que me he marchado de casa poco después que tú y me he olvidado el móvil; ahora he visto que tenía varías llamadas tuyas…
—Si, si, te he llamado porque quería decirte que…bueno que…en realidad esta tarde no ha pasado nada.
—Ah, si…claro, no ha pasado nada —contestó Carlos entristecido y disminuyendo el tono de su voz.
—Quiero que lo entiendas Carlos, no quiero que nos equivoquemos, es mejor así.
—De acuerdo Emma, si es lo quieres…
—Discúlpame Carlos, no estoy en mi mejor época, y esta tarde me he dejado llevar por la sinrazón. Soy una mujer felizmente casada y no sé bien que me ha sucedido, en cualquier caso gracias por entenderme. Por cierto, ha debido ser un tu casa que he perdido un pendiente, no tendría más importancia pero hace apenas una semana que me los regaló mi marido y…
—No he visto nada —contestó Carlos en un tono de voz aún menor que el anterior- pero no te preocupes, si lo encuentro el lunes te lo llevo al despacho.
—Gracias Carlos, buenas noches.
—Buenas noches Emma, un beso.

Después de colgar Carlos se llevó las manos a la cabeza. Durante toda la tarde había estado luchando entre un infernal sentimiento de culpa y una ilusión de quinceañero que ahora, Emma, con dos frases había destrozado literalmente. Nunca debí fijarme en ella —pensó—. ¿Pero acaso somos capaces de controlar el mundo? ¿Sentía ella más de lo que decía y sin embargo lo negaba? ¿Una mujer tan felizmente casada se entrega con la pasión que ella lo había hecho? —su cerebro se enzarzaba en una telaraña de preguntas sin respuesta y además le reprochaba:—“Apenas hace seis meses de la muerte de Olga y tú ya andas con otra”—“¡Olga era la mujer de mi vida pero murió! ¿acaso debo morir yo en vida? —se contestaba en gritos interiores—. Se dejó caer hacia atrás en el sofá, como intentando mitigar las sensaciones. Recordó a Olga, un noviazgo fugaz con trágico final. La conoció en París, el verano pasado. Todo fue muy rápido, se amaron hasta el alma; un alma sola eran; un alma que les duró apenas un año. Ella en París, el aquí, y un amor loco de ida y vuelta. Ilusiones truncadas victoria del tumor. Sueños rotos. Dolor. Macabra la vida. Ni siquiera le dio el tumor la oportunidad de que los padres de Carlos la vieran sonreir. Conocer a alguien el día de su funeral, sin palabras, victoria del tumor. Y ahora Emma. Seis meses después. ¡Sólo seis malditos meses después! Pero en realidad Carlos —se intentó grabar a fuego en el cerebro— “esta tarde no ha pasado nada”. Dos hilos de lágrimas recorrieron sus mejillas, agachó levemente la cabeza, abrió su mano izquierda, clavó fijamente su mirada sobre la blanca perla de aquel pendiente.

CAPITULO III

“Esta tarde no ha pasado nada”. Emma se aferró a esa idea como quien cierra los ojos con fuerza para anular una insoportable visión. Debía intentar dormir. Dormir, olvidar. Javier volvería tarde de la cena del tenis; esas cenas siempre acababan tarde y con alguna copa de más. Mañana sábado lo vería todo más claro, menos sombrío. Una voz, llegada quizás del mismo infierno, le recordó todo lo que había “sentido” con Carlos. Un remolino le removió las entrañas. La propia tensión la llevó allí donde nacen, y mueren, las pesadillas.
Entre sueños Emma notó como una mano se deslizaba suavemente por su espalda. Encogió el cuello hacia atrás en un escalofrío mientras Javier, su marido, le susurraba un “amor mío” al oído; la mano resbalaba hacia sus muslos delicadamente. Boca abajo, sintió el calor de los labios de él en su nuca. Entre caricias se fue despertando. Javier la giró suavemente y empezó a mordisquear suavemente sus pechos, su escote, arqueó su cuerpo, excitada buscó su boca y lo besó dulcemente primero, con fuerza después. Ambos se abrazaron y unieron, primero sus labios, después sus lenguas…Durante unos minutos sus dedos, sus manos, sus … dibujaron y recorrieron como fuego todos los rincones de sus cuerpos. Los alientos hirviendo como lava. Emma se hundió entre las piernas de Javier, él suspiraba, volaba. Con los ojos cerrados y absolutamente entregado a su diosa, acarició suavemente la melena rubia de Emma, que sentía como la respiración de Javier se sincronizaba con breves y enérgicos movimientos de cadera, vencido a sus caricias. Apretando con fuerza el miembro de Javier, subió serpenteando con su lengua hasta encontrar su boca, …le inundó con su lengua. —“Emma”— susurró Javier dejándola caer suavemente a un lado; se situó sobre ella, sus fuegos se aproximaron deseosos, se unieron con fuerza en un océano de olas de ida y vuelta…, Emma apretó fuerte sus manos a las caderas de Javier, como temiendo su retirada; Javier tomó con energía los muslos de Emma y lanzó toda su furia mientras veía como los ojos de Emma se perdían en la noche de los tiempos; el ardor se detuvo a contemplarlos …y un trueno los envolvió elevándolos por encima de sus propios cuerpos; …abatidos, sudorosos, extenuados, con la calma que sucede a la tempestad, se abrazaron, como el pétalo se abraza con la rosa.

—Te quiero como a mi vida Emma.
—Y yo a ti mi amor.

En pocos minutos Javier se sumió en un dulce sueño, mientras, Emma naufragaba a solas en su propio llanto. Y aquel pendiente…

CAPITULO IV

El sábado despertó misterioso. Las notas de una mágica canción, “Sharing the night together” de Dr. Hook, sonaban en el despertador. Eran las nueve de la mañana. Comprobó que Javier dormía plácidamente y se apresuró a parar la música a pesar de que aquella melodía le apasionaba.
En un vistazo rápido a la habitación comprobó como el tono pálido de la pared que tanto había lucido un par de años atrás, era realmente un pálido agotado; las cortinas quizás ya no colgaban, caían; la lámpara no iluminaba, deslumbraba…
“Anoche quisiste dormir para olvidar y te despiertas con más grises que blancos.” —Emma necesitas un café largo —pensó —y como por inercia puso rumbo a la cocina.
El día transcurrió como transcurren aquellos días en los que la vida es algo que se ve desde la platea. Emma intentó hacer una vida familiar “digamos” que normal, con aquellas cosas que hace una familia corriente un sábado. “Con aquellas malditas cosas repetidas de cada sábado” —pensó sin querer pensar. Las imágenes del día anterior iban y venían como potros sin control. De repente, al mirar a Javier, se imaginaba como encolerizado apresaba a los pequeños y corría gritando como un demente mientras ella los perseguía sin poder darles alcance.
“Anoche parecías otra cariño, has aprendido mucho últimamente…” le había susurrado lascivamente Javier hacia unos segundos. Su cerebro rememoraba las escenas de la noche anterior y le recordaba quien era el hombre al que ella veía durante todo aquel encuentro con su marido. Sintió como un latigazo recorría su espalda.
Una llamada al móvil la sacó de la pesadilla en la que llevaba todo el día sumergida.
—¡Emma!
—¿Qué dices Carlota?
—Bien ¿qué hacéis?
—Tú dirás…aquí de sofá, con Javier y los críos, después de comer…con ese sueño…
—Ya veo que como yo, ¡follando como una loca en la siesta del sábado! —gritó Carlota, al otro lado del teléfono, soltando una carcajada burlesca.
—Qué bruta eres, ¿estás sola verdad?
—Sola, sola…lo que se dice sola…—siguió divertida —Oscar ha ido a casa de su madre y yo aquí con mi amigo…¡a pilas! —volvió a gritar sin parar de reir.
—No cambiarás nunca joder. Y qué, ¿acaso me llamas para darme envidia?
—¡Claro! —prosiguió Carlota en el mismo tono. —Oye que no, ahora en serio, he hablado con Laura y hemos quedado para ir a cenar y después a tomar algo, por supuesto “sin mariditos” —haciendo servir un malévolo tono —¿Te apuntas?
—Creo que no estoy de humor…
—Eres una mustia, o es que tu amorcito¿no te deja, eh?
—Espera un momento boba. Javier — preguntó Emma dirigiéndose a su marido. —es Carlota, han quedado para cenar y me llama para que vaya, ¿qué te parece?
—Que peligro tiene la Carlotita esta —replicó Javier
—¡Javier que te va a oir! ¿Bueno qué, qué dices?
—Si mujer si, hacer lo que queráis, ¡al final lo vais a hacer igual!
—Está bien Carlota, ¿cómo quedamos?
—¡Bien por la mojigata! A las nueve en Granss ¿ok?
—Ok marquesa, hasta luego.

Ocho de la tarde. Desnuda, sentada frente al espejo. De fondo “Que tinguem sort” de LLuís LLach. Tras una ducha caliente que no ha conseguido sino hacer hervir más su mente, crema para suavizar la piel pero no los sentimientos, de nuevo un relámpago inunda su pensamiento, aquel pendiente…


Granss. Diez y media de la noche.

—Ya está, ya lo he soltado, no sé si lo queríais saber pero es lo que hay, y no hace falta que pongáis esa cara. —afirmó con rotundidad Emma.
—Vaya telita con la señora seria —replicó Carlota, acomodándose su larga melena morena y ajustándose su tremendo escote —unas llevamos la fama y otras…—remató cogiendo la copa de vino y llevándosela a la boca mientras movía sibilinamente la punta de la lengua.
—¿Y ahora que vas a hacer? —preguntó con candidez Laura, planchando con una mano una ligera arruga en su falda, y apartando de forma, entre coqueta e infantil, los rizos castaños que le tapaban sus pequeños y felinos ojos verdes.
—¿Que qué voy a hacer? Y yo qué sé —contestó Emma llevándose las manos a la cara y bajando el tono de voz infinitamente. —Yo quiero a Javier..
—¿Cómo que qué va a hacer? —dijo Carlota entrando de nuevo en escena. —De momento callar. No pretenderás que se lo diga a su marido ¿no? —preguntó mirando fijamente a Laura.
—No sé…pero creo que si está arrepentida quizás si se lo debería contar a Javier, él la quiere y seguro que la perdona.
—¡No te enteras de nada Laura! —replicó Carlota alzando los brazos en dirección a ella. ¿Qué coño va a tener que explicar? Si decide dejarlo todo por ese “maravilloso Carlos” ya veremos pero si no ¿para qué? ¿Para que la perdone? Que se perdone ella y en paz.
—Así que según tu Laura —continuó Emma pausadamente —debería decírselo a mi marido, ¿me puedes decir porqué?
—Creo que por una cuestión de honestidad, si no lo haces darás por sentado que la mentira forma parte de vuestra relación—contestó Laura a la vez que Carlota la miraba y señalando con el dedo índice su propia cabeza hacía ademán de que estaba totalmente loca.
—Emma y Laura, me vais a perdonar las dos —indicó Carlota ajustándose de nuevo el pronunciado escote —parece que el argumento de Laura va en defensa de la honestidad y por deducción de la “fidelidad”, bendita palabra. Responderme las dos, cuando os masturbáis, ¡si joder no pongáis esa cara! ¿pensáis en vuestros mariditos? —preguntó en un tono grotesco. —Veo que no tenéis ganas de contestar…¿y eso no es ser infiel? Porque, pregunto, si mientras estás allí “que te sales del calentón” y “dale que te pego”, apareciese ¡escucharme bien! el tipo que te estás imaginando bufffffff, quien de nosotras sería capaz de decir ¡atrás Satán! ¿quién?
—Eres increíble Carlota —le reprochó Laura.
—Ya, yo soy increíble, y tú eres una ingenua y esta una boba —replicó Carlota mirando a Emma. —Si efectivamente queremos creer en la fidelidad es porque queremos que nos sean fieles y eso nos obliga –al menos físicamente- a mantenernos apartadas de las “tentaciones”. Hasta ahí bien, “él que no toque a otra y yo no toco a otro” y felices, porque que creéis ¿que yo no amo con locura a Oscar? Pues sí, lo quiero hasta los huesos y ese es el pacto no escrito, “el no toca y yo no toco”, pero no me diréis que el camarero ese rubito no tiene un culín como para perder el oremus ¿no?. Así que Emma si sólo es un polvo, hazme caso y cállate.
Después del casi monólogo de Carlota las tres amigas se miraron fijamente y a continuación empezaron a reir mientras dirigían sus miradas hacia el “culín” del camarero rubito.
—Es un planteamiento razonable —comentó Emma interrumpiendo el espectáculo —además si hablamos de mentiras…podríamos decir que fingir un orgasmo también es mentir ¿no?
—¿Fingir un orgasmo? —espetó Laura con cara de sorpresa.
—No te digo siempre Laura, te digo alguna vez —aclaró Emma.
—¡No te digo yo que vive en otro planeta! —objetó de nuevo Carlota levantando las manos hacia el cielo como en señal de súplica. —Ahora no le digas que su marido “se toca”—prosiguió Carlota con un gesto inequívoco con su mano derecha — mientras mira películas porno y que no piensa precisamente en ella porque igual le da un” telele”.
—¡Carlota por favor! —le reprochó Emma.
—Déjala que diga Emma, en el fondo tiene razón, soy una ingenua. En cualquier caso creo en el amor y entiendo que los instintos nos puedan digamos que “invitar” a estar con otras personas que nos atraen físicamente. Yo si me veo capaz de gritar “atrás Satán”.
—Ayer —interrumpió Emma —pasó algo más de lo que os he contado…
Laura y Carlota le dirigieron una mirada con el alma en un hilo…
—Carlos me ha enviado varios mensajes durante todo el día en un tono muy tierno…creo que se está enamorando.
—¿Sólo lo crees? —replicó Carlota —mirándola fijamente y dando a su pregunta un tono de incredulidad —¿Y qué has hecho tú?, ¿que le has contestado? ¿No estarás enamorándote también?
Carlota miró primero a Laura, después a Carlota. Bajó la vista pensativa. —No sé que está pasando, os lo juro…justo antes de salir de casa he recibido el último de sus mensajes y le he contestado con uno que literalmente decía “déjame en paz por favor”.
—¿Y? —preguntó Laura con la candidez que la caracterizaba.
En ese preciso instante un sonido agudo hizo que Emma sintiese como un helor en la sangre. Comprobó con temor como Carlos le remitía un nuevo mensaje. Con el alma encogida se dispuso a abrirlo.
“Querida Emma, parece que definitivamente no quieres saber nada de mi, debí imaginarme que no era para ti más que un juguete que podías romper a tu antojo. Supongo que a tu marido le interesará saber porqué tu precioso pendiente está aquí, junto a mi almohada”.
Los focos de la zona restaurant de Granss se hicieron más tenues mientras se iluminaba levemente la franja destinada a pub, las notas de “On Broadway” de Georges Benson sonaban de fondo.


CAPITULO V

Domingo, once de la noche.

Emma enciende un cigarrillo mientras sus ojos se pierden en el infinito bosque en que se convierte el fondo frondoso de su pequeño jardín.

Lejana, la banda sonora de “Amelie”. La luna, serena, escucha atentamente sus pensamientos.

El pasado viernes viví un sueño, durante algunos momentos de este fin de semana acaso una pesadilla.
No ha sido fácil tomar una decisión. La pregunta clave era saber si me estaba enamorando de “él”, o de lo que “sentía con él”. La respuesta ha aparecido como aparece el alba. No en vano “sentir” es el fin último en esta vida. Y con él “siento”, “vibro”, “estallo”, “vivo”… la diferencia, y ahí está para mi la respuesta es que, las sensaciones son “con él”, luego no están en “él”, porque, probablemente, no estén en nadie sino en nosotros mismos.
Acabamos de hablar y le he perdonado su ataque de pánico. Mañana me entregará el pendiente. En los próximos días, meses, años quizás… nos entregaremos en cuerpo y alma de forma esporádica, furtivamente, en secreto… Intentando que el fuego no se apague, o al menos que su llama muera de forma más pausada…
¿Cuánto tiempo duraría la magia si huyera con él al fin del mundo?
¿Cuánto tiempo tardaría yo como princesa en perder el interés por ese príncipe?
Al fin y al cabo yo también tenía un príncipe y ahora…
Por otro lado está la gran diferencia entre la mujer y la madre. La mujer puede volverse loca y escalar los muros de la pasión hasta conquistar su cima, pero la madre… La madre tiene otros muros que conquistar, muros inexpugnables. En ocasiones, en muchas ocasiones, la condición de madre castra la libertad de la mujer que lleva dentro. Como mujer soy libre, como madre no. C’est la vie, y como versa la letra de aquella canción de Serrat: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.
Este es uno de los posibles finales para esta triste historia, y el único que yo, como mujer, me atrevo a vivir.
Perhaps love, versionada por John Denver sonaba de fondo cuando Javier, saliendo al jardín, susurró cariñosamente a Emma:
—“¿Baila princesa?”

martes, 27 de abril de 2010

"El mejor amigo de Lucy"

Hasta el día de hoy, Luis no ha sido realmente consciente de la magnitud de su problema. Llega a los bajos de un gran rascacielos vestido con uno de sus trajes favoritos, una especie de imitación de Giorgio Armani.. Aparca la bicicleta con cierta diligencia mirando de un costado al otro de la avenida. Baja por la rampa del parking y se desliza entre los coches algo agazapado, hasta llegar a una puerta metálica. Más relajado, se reordena su caótica cabellera con la ayuda de algo de saliva, mientras llama el ascensor. El leve sonido de una campanilla anuncia la apertura de las puertas que descubren a una chica con un escote vertiginoso. Tras presionar una de las teclas, Luis saca el móvil de la chaqueta y marca un número.
- Marta, haga pasar a los directivos a la sala de reuniones –agravando el tono de su voz-, estoy llegando.
El ascensor se detiene en la planta sexta. La chica se despide dando a Luis los buenos días. Él baja en la octava. Entra en una sala y ocupa uno de los escritorios. Se coloca unos auriculares lanzando un largo suspiro.
- Buenos días, mi nombre es Luis Rodríguez. ¿En qué puedo ayudarle?
- Verá, ¡hace ya cinco meses que contraté la línea ADSL y todavía no puedo conectarme a Internet!
- Bien, facilíteme su DNI. Le abriré un expediente sobre la incidencia.
- ¡Ya estoy hasta los cojones! Siempre me decís lo mismo. Ya es mi sexta llamada. ¡Lo que quiero es que me envíe un técnico inmediatamente!
- Bshh, bshh, bshh. Disculpe, creo que hay interferencias. No le recibo bien…
Luis cuelga algo aliviado. Y así se suceden las interminables nueve horas de su jornada laboral. Entre llamada y llamada se imagina cenando con Lucy bajo la cándida luz de unas velas, acompañados por un buen vino y un enorme “chuletón” de ternera. Sale del trabajo sonriente, fantaseando aún con la cena y se dirige al cajero más próximo, que para su sorpresa, tan sólo le escupe una notificación que desdibuja su sonrisa. No se explica cómo le ha durado tan poco el mini préstamo que solicitó hace unos meses. La verdad es que no se ha privado de nada, cada deseo de Lucy han sido órdenes para él. Desde que empezaron a vivir juntos, quiso que se sintiese como una reina, que jamás le faltase nada. Pero como más le daba, más caprichosa se volvía y con su modesto salario no podía asumirlo. Sale del cajero cabizbajo. Decide pasarse por la carnicería a ver qué puede hacer con lo que lleva en metálico.
Al llegar a casa se extraña de que Lucy no venga a recibirlo como acostumbra. La llama, pero no recibe ninguna respuesta. Cuando accede al salón descubre a Lucy aposentada en su sillón con el mando bajo su pata delantera, totalmente erguida, luciendo esas manchas negras que se extienden sobre su blanco pelaje del que se siente tan orgullosa. Luis la mira atónito. No puede creer lo que ven sus ojos. Ese es su sillón, ella ya tiene el suyo que por cierto le costó un ojo de la cara. La situación ha llegado demasiado lejos, se dice a sí mismo mientras se acerca a ella emitiendo una especie de sonidos guturales que intentan pedirle educadamente que le ceda su sitio. Ella le devuelve esa mirada altiva tan suya, que deja a Luis fuera de combate. Intenta recuperar el mando, pero ella se le adelanta desplazándolo con un sigiloso movimiento de su pata. Luis se detiene cabizbajo, intentando pensar una nueva estrategia. Abre la bolsa de la carnicería y saca un “chuletón” de carne. Lo deposita en uno de los platos de Lucy, cerca de la puerta que da a la cocina. Ella lo mira dibujando una sonrisa cínica. Luis baja la mirada, la ha infravalorado, ella no es tan estúpida como para ceder su nueva condición de poder a un precio tan bajo. Resignado, toma el sillón aterciopelado de Lucy y se acomoda a su vera. Se queda mirando fijamente el televisor sin percatarse de lo que se está retransmitiendo. Todavía no entiende como han llegado hasta tal punto. Constriñe los ojos con aire pensativo. Ya no recuerda exactamente en qué momento comenzaron a volverse las tornas. Tampoco recuerda cómo era su vida antes de que Lucy entrara en ella. Sólo tiene la imagen del día que la vio por primera vez. Vagaba solitario, un día gris, por las calles de la ciudad cuando pasó por la tienda de animales. Ella estaba ahí, luciendo su hermosa cabellera totalmente erguida y con la mirada altiva. Luis supo en ese instante que era ella lo que le llenaría su profundo vacío, y la conseguiría costase lo que le costase. Y la verdad es que no se imaginaba que le costaría tanto porque aún no sabía que era un perro de raza muy valorado. Pero en ese momento no le importó. Esos días fueron los más maravillosos de su vida. Paseando por el parque, todas las mujeres qué antes ni se percataban de su presencia ahora se volvían para mirarle. Cuando Lucy se paraba a jugar con otro perro, él tenía la excusa perfecta para entablar una conversación con su dueño o, todavía mejor, con su dueña. Definitivamente sus días de soledad se habían terminado. Y todo gracias a Lucy. Tal era su devoción, que no le dio importancia al hecho de que empezara a tirar de la correa con tanta intensidad que era ella quien lo arrastraba. Ella decidía cuanto duraban sus conversaciones con los demás transeúntes, y algunas veces ni le dejaba tiempo para sacar la cartera y comprar el periódico. Llegó hasta tal punto en que era ella quién decidía cuándo salían a pasear, posando sobre su mano la empuñadura de la correa. Pero nunca lo tomó a mal, más bien se sentía orgulloso de que su pequeña tuviera iniciativa y no fuera un simple perro estúpido.
El estómago de Luis emite una especie de ronroneo. Se levanta y se dirige a la cocina. En la nevera sólo encuentra unas albóndigas de su madre algo florecidas. Cierra la nevera y se dice “¡Que coño!” mientras vuelve al salón. Se agacha y recupera el “chuletón” del plato de Lucy. Ella se levanta del sillón y se dirige al perchero. Da un brinco y agarra su correa entre los dientes. Se asoma por la ventana con la mirada amenazante. Luis baja los hombros y le coloca el plato junto al sillón. Vuelve a la cocina y rebusca entre los armarios, pero no encuentra nada comestible. Detrás de la puerta, ve una bolsa de pienso entreabierta. Cabizbajo, se pone dos puñados en un bol, que rellena después con un poco de leche.
- Tal vez debería volver a terapia -se dice.