sábado, 28 de febrero de 2009

EL PORTERO

EL PORTERO

El presidente de la Escuela de Fútbol lo anunció por sorpresa la víspera del acontecimiento: los alumnos de 5 años jugarían un partido exhibición que abriría la competición interescuelas de los dos días siguientes. Sería su primer partido. El entrenador intentó instruirles, precipitadamente, en algunas reglas básicas del fútbol, pero pronto desistió. El primer año es para tomar contacto con el balón, de goma espuma, y divertirse. No sabían sacar de banda, todos eran porteros, todos eran delanteros, todos eran defensas, no tenían ni idea de lo que el árbitro podía pitar, y para colmo no sabían ni colocarse en el campo, ninguno tenía una posición definida, donde iba el balón corrían todos detrás. Eligió como portero al más alto y a los demás les dijo:-¡¡¡¡ todos arriba a meter goles!!!!!!! No podía hacer otra cosa.
El equipo contrario se situó en el campo como si se tratara de las piezas de un ajedrez. No era su primer partido, estaba claro. El árbitro hizo sonar el silbato. Atropelladamente, salieron los locales en tromba hacia el balón, todos, no quedó ninguno en su sitio, incluso se daban patadas y empujones entre ellos por coger el balón. Entre tanto desconcierto, los rivales no tenían que esforzarse demasiado, dos pases y chutaban a gol, burlando a un desesperado portero que no acertaba a parar nada. Con el marcador de su equipo a cero, y encajado el último tanto, el cancerbero presa del llanto corrió hacia donde estaban sus padres. Presente la imagen del portero goleado huyendo y sus amigos desolados acabó el fatídico primer tiempo, 0-14 ganando el equipo visitante.
Durante los diez minutos que duró el descanso el entrenador insistía airadamente que había que meter un gol, que todos, familia, amigos, vecinos, los estaba viendo y esperaban ese gol. Quería un gol, ya.
Pero ocurrió algo que nadie advirtió. El presidente no estaba dispuesto a que la humillación fuera histórica, y para evitarlo, se le ocurrió una gran idea. Le dijo al portero de la categoría prebenjamin, de 7 años, que se colocara en la portería, confiando en que nadie repararía en que era mayor. Justo en el momento en que el árbitro depositó el balón en el lugar del saque el nuevo portero se situaba bajo los palos.
Daba comienzo la segunda parte. En el círculo central estaban los dos niños encargados de hacer el saque, con una idea: marcar. Sonó el pitido, piiiiiiiiiii y en un arrebato de furia uno de los niños agarró el balón y sin pararse a pensar en nada más se enfiló raudo y veloz hacia la portería. No dejaría que le alcanzaran, no se lo quitarían, ciego de vanidad infantil y mirando la portería fijamente, siguió corriendo a trompicones sin escuchar los gritos que vociferaban sus compañeros, sin mirar a nadie que le pudiera distraer de su objetivo, ni ver al presidente echarse las manos a la cabeza. Fueron segundos lo que duró aquella carrera y cuando se encontró frente al portero, desconcertado y moviendo las manos, supo que solo le quedaba empujar el balón y dejarlo sentado, vencido y goleado. Rozó el poste, el balón se precipitó al fondo de la red, y el goleador se tiró de rodillas al césped, con los brazos abiertos y mirando al cielo, como tantas veces había visto en los partidos de la tele, esperando el reconocimiento de sus compañeros que le abrazarían como locos y los gritos del público. Menuda gesta.
¡¡¡¡¡¡¡¡ MUY BIEN, MUY BIEN, PERO LA PRÓXIMA VEZ EN LA OTRA PORTERIA, TONTO¡¡¡¡¡¡
El portero le estaba gritando muy enfadado. El goleador no comprendía lo que le estaba diciendo, ¿ Quién era ese chiflado que le gritaba? ¿Qué era su portero? ¿Gol en propia puerta? ¡¡¡ Pero si no lo había visto nunca!!! ¿Cómo podía ser?. ¿ Qué tontería era aquella? Miró al entrenador, a sus compañeros, a los rivales, no podía ser verdad,¡¡ era de su equipo ¡!. ¿Quién le puso a él?.
Sus compañeros tampoco conocían al portero, nadie se había enterado del cambio. Era para la otra portería. El tanto subió al marcador, 0-15.
Aquel día marcó su único gol, nunca volvería a hacerlo. Le pidió al entrenador ser el portero del equipo para los siguientes partidos, y lo fue, acaso pensó que así no se volvería a equivocar.
Y aunque han pasado bastantes años, todavía cuando alguien le recuerda al chico la tremenda galopada que se dio para meter un gol en propia puerta, él sigue defendiéndose porqué aquel no era su portero.

Marien

viernes, 27 de febrero de 2009

El ladrón

Mar Solana

Haciendo gala de una presteza inaudita en ella, planeó. Más bien levitó, si uno lo observaba desde lejos, durante apenas unas décimas de segundo sobre los cuatro escalones metálicos del autobús. Se abalanzó sobre aquel que creía su presa. Cogiéndole por las curtidas solapas de lo que parecía un abrigo de piel, le espetó─: ¡devuélveme lo que me has quitado en el autobús, desgraciado!─ Algunas personas que pasaban por allí, las que esperaban en la parada y todas las que iban apeándose del autobús, se arremolinaron, expectantes, alrededor de la extraña y a la vez, cómica pareja.Era una mujer muy joven, delgada como el tallo de una flor. Tenía el pelo castaño con irisaciones de color granate. Su mirada, perdida y vidriosa, se enfocaba a través de unos ojos verdes que con la indolencia que pesa sobre una vida plagada de pesar y despropósitos, se habían negado ya a refulgir. ─ ¡Qué me des ahora mismo lo que me has quitado, sé que has sido tú, ibas a mi lado sin perder un detalle sobre mí durante todo el viaje!─ le volvió a interpelar con exasperación y sin dejar de zarandearle─. Sintió, a pesar de la presión de sus puños contrariados, apretados en las solapas del interfecto, la suavidad característica de una buena piel y pensó: “¡Guau!, ¡menudo abriguito para un chorizo de poca monta…creo que aquí algo no va bien!”Mientras, un viscoso hilillo de baba se deslizaba, patético, por una de las comisuras del zarandeado. Con la lengua extendida fuera de la boca cual persiana granate y gelatinosa, jadeaba sin descanso. Sus grandes fauces exhalaban un aliento espeso y pútrido. Unos ojos negros como el carbón y redondos como pelotas se clavaron suplicantes en los de ella. Intentó zafarse de aquellos puños iracundos haciendo unos extraños aspavientos con unos delgados y peludos brazos. Los movía sin control alguno, a modo de convulsiones desesperadas. Una especie de gruñido lastimero se escapó de su boca como única respuesta hasta el momento.─No me vas a dar lo que me has quitado, ¿verdad?─ le dijo un poco más calmada, pero sin soltar aún aquellas peludas y extrañas solapas─ ¿Estás jugando conmigo?, ¿acaso me estás suplicando? ¡Maldita sea, dime algo, aunque sea para mentirme o para defender tu estima, si es que tú tienes de eso!Las personas que habían cerrado el círculo a modo de improvisados espectadores callejeros, se reían y se dedicaban unos a otros miradas cómplices y burlonas. Cuchicheaban entre sí, juntaban sus palmas como en un aplauso sin terminar y volvían su atención y sus miradas, de nuevo, hacia ese extraño y divertido incidente callejero.De repente, alguien se precipitó hacía el círculo haciendo aspavientos y profiriendo imprecaciones. Era una mujer de algo más de cincuenta años, de formas compactas y con el pelo color ceniza. Estaba furiosa. En su mano derecha llevaba algo que se asemejaba a una correa y que movía en el aire al mismo tiempo que gesticulaba impetuosamente, casi hasta el paroxismo y gritaba─: ¡pero que hace esta chalada, seguro que está borracha! ¿Qué mierda es esta?─ vociferó la mujer a medida que se iba acercando, abriéndose paso entre los curiosos.─ ¡Eh, abuela, sin insultar, menuda boca y vaya ejemplo! Sólo estoy reclamando lo que es mío, ¿vale?─ dijo ella alargando un poco la última vocal en un intento de resultar irónica, o tal vez sensata. Aunque en realidad estaba muy frustrada y enormemente contrariada con todo aquello. Su cartera seguía sin aparecer.─ ¿Y cree usted, señorita, que puede reclamar lo que es suyo a un pobre perro? ¡Vamos, déjelo en paz de una vez, está usted sonada amiga!, ¿no ve que a pesar de su tamaño ha conseguido asustarlo?─ y suavemente cogió a su perro, le enganchó de nuevo la correa al cuello, no sin antes dedicarle unas palabras cariñosas y unos mimos para intentar calmar al pobre animal, un Dogo alemán que parecía de lo más pacífico y entrañable. Un Gran Danés, ahora asustado y huidizo. La mujer, visiblemente más calmada, se alejó de allí con un perro ahora cabizbajo y de caminar incierto. El resto de público que se había congregado allí para disfrutar de aquella súbita pantomima, fue también abriendo el círculo y despejando aquel lugar de humos reconcentrados y ruidos estridentes. Algunos se llevaban su dedo índice a la sien y lo giraban. Otros fruncían los labios y entrecerraban sus ojos en un gesto que contenía desdén y lástima, al mismo tiempo, por aquella joven.
Ella titubeó y dirigió a su público una mirada huidiza, tímida y avergonzada, sin dar crédito o entender todavía lo que le acababa de suceder. Intentó dar alguna clase de explicación a los que todavía se encontraban por allí, pero sus labios y su mente sólo alcanzaron a proferir unas frases entrecortadas e inconexas.
“En este mundo tan extraño que entre todos estamos ayudando a construir ya nada es lo que parece y todo parece nada. Tranquilizantes y alcohol: ¡menudo cóctel funesto!” pensó mientras se alejaba de allí, mareada y confusa, como si acabara de despertar de un sueño. Ignoraba que su monedero se encontraba en el bolsillo derecho de sus gastados y descoloridos pantalones vaqueros.

Villalba, 26 de febrero de 2009.

jueves, 26 de febrero de 2009

La Dama de Honor

Sentí que alguien estaba detrás de mí, muy pegado, respirándome en el cogote. Podía ser cualquiera de la pandilla: era la primera noche de las fiestas del pueblo y ahí estaba yo, con ellos, sorbiendo cubatas de Ballantines en el solar del Moro y defendiendo a muerte la política de fichajes del Real Madrid para la nueva temporada, mientras el amanecer arañaba el cielo negro allá a lo lejos, por donde las norias y las montañas rusas.

Me giré, condescendiente. Un tío con media cara negra me estudiaba de arriba a abajo. Sus ojos rabiaban de odio. En la mano derecha, grande como una hoja de palmera, su vaso de litro de cerveza parecía una tacita de la Tetería Aladino. El olor de su aliento era de los que dejaban el suelo de la cocina pleno de cucarachas panza arriba.

Era Rafa el Caretas. Lo conocía de vista, cómo no. Tenía una mancha de nacimiento que le coloreaba negra la mitad izquierda de la cara, el pobre. ¡Su madre, que se le antojó un negro!, había dicho una vez un gracioso. Nunca había hablado con el Caretas, no tenía ni idea de lo que querría en ese momento y tampoco me moría de ganas por averiguarlo. Me giré de vuelta a mi alegre piña de colegas achispados.

Unos dedos gordos como plátanos se posaron en mi hombro.

«Eh, tú.»

Me di la vuelta otra vez. Para mi desgracia, el Caretas continuaba ahí.

«¿Qué pasa? ¿Qué miras, subnormal?», me preguntó con una voz que, a su lado, las melodías de sintetizador del equipo del Moro sonaban como burbujitas de envoltorio de plástico al ser explotadas con el pulgar. «¿Mi mancha negra? ¿Que te da asco o qué?»

«No», dije.

«¿Qué tal te parecería tener tu otra?», bramó, agitando un puño rocoso frente a mi cara. «¿Te mola la idea?»

«No», repetí, corto de sinónimos.

Los ojos del Caretas echaban chispas como dos huevos en una sartén. El que estaba en la zona de sombra parecía más grande, más enloquecido y surcado por hilos de sangre más gruesos que el otro. El vaso de plástico explotó en su mano derecha dejando paso a un segundo puño, que se alzó amenazador entre burbujeantes ríos de cerveza y espuma.

Alguien gritó: «Ya está armándola, el Caretas».

Di un paso atrás. El Caretas, uno adelante. Yo, otro atrás y él ya planeaba seguirme, cuando unas convulsiones lo sacudieron y lo ablandaron como a un petit suisse. La mitad blanca de su rostro se volvió más blanca, lunar. En un segundo me estaba vomitando encima, luego alrededor y los chorros finales se los quedaron sus vaqueros Leavi’s.

Cayó inconsciente al suelo, sobre un charco color lila.

A mi espalda mis amigos lloraban de risa. Un océano de rostros se giró hacia mí y hacia lo que quedaba del Caretas, y, de entre ellos, una persona, la chica elegida Dama de Honor de las fiestas de Villapeñas, se le acercó en su vestido de plata, talle de sirena, tirabuzones soleados, playas de Cancún en sus ojos, y le dijo entre sollozos: «No es por ti, Rafa, no es por tu cara, el problema soy yo, lo siento, de verdad que lo siento, te lo ruego, perdóname.»

Esteban Muñoz
Escritura Creativa

Ídolos voladores (micro-relato)

Entusiasmados por su próxima metamorfosis se encontraban dos gusanos de seda tejiendo cada uno su capullo. Después de un largo rato de trabajo decidieron tomarse un descanso sobre una hoja cercana, de un verde radiante, todavía húmeda a causa del rocío.
Mientras contemplaban con calma el campo en abril, a punto de estallar en mil tonalidades, apareció un grupo de mariposas revoloteando, coloreando la primaveral estampa con destellos relucientes.
Los dos gusanos las observaban y las admiraban:
- Fíjate, dentro de muy poco seremos como ellas. Nuestro soso color se convertirá en alegre adorno de nuestra casa.
Las mariposas brincaban de una flor a otra, danzando, flotando con sus alas siempre en movimiento.
- Sí, y nuestra casa será cualquier sitio porque iremos volando donde queramos ir.
- Y seremos ágiles, amigo, ya no nos arrastraremos.
- Y seremos bellos, como bello será nuestro nombre.
- Y seremos por fin dichosos, dos mariposas felices surcando el valle de amapola en amapola.
Los gusanos de seda suspiraron, emocionados ante su futuro.

Con más ganas y fuerzas renovadas, retomaron su tarea tejiendo seda y no vieron como, rápido y silencioso, un atrapamariposas se llevó de una sola vez a todo su adorado grupo de ídolos voladores.

Judi Cuevas

sábado, 21 de febrero de 2009

OBAMA Y LOS ESPIRITUS

(Basado en hechos reales)

Era martes. Martes, 20 de enero de 2009.
En mi oficina yo no sé qué ocurre pero los martes son especialmente pesados. Las reclamaciones se multiplican, el goteo constante de gente no cesa y el teléfono suena sin parar. Las quejas se amontonan a la puerta de nuestro despacho. Con el pasar de las horas los ruidos y los gritos van en aumento hasta inundar los oídos y las cabezas de los compañeros. Y además está ese olor nauseabundo a clientes sudados transpirando enfado y rabia.

A mitad tarde mientras descansábamos sorbiendo varios refrescos alguien comentó que era el día de la investidura de Obama. Barack Obama. El primer presidente negro de los Estados Unidos de América. Nunca antes alguien de color había dirigido el imperio más poderoso del mundo. Tras una nefasta gestión del presidente saliente el optimismo ante una nueva administración se había adueñado de la gente. Totalmente agotada y abatida me fui a casa. Al llegar me dí una ducha, me dirigí a la cocina para preparar la comida del día siguiente y encendí la televisión. Cogí algunas verduras de la nevera y las dejé en la encimera. El telediario empezaba. Abandoné las hortalizas y me planté delante de la tele para ver el momento histórico que se acababa de vivir a miles de kilómetros de mi casa.

El público presente en Washington lloraba de ilusión. Cantaban el himno americano con visible emoción y la mano en el pecho. Muchos con los ojos cerrados y levantando la cabeza al cielo. La música envolvía el ambiente. La multitud entera respiraba felicidad y sobre todo, esperanza. ¿Cómo un sólo hombre es capaz de levantar tales sentimientos? Y eso que su reinado todavía no había comenzado. O quizá por eso.

‘Ya tendrá tiempo de decepcionarnos’, pregonaban algunos periódicos desde hacía días. Las expectativas que Obama había despertado en todo el mundo iban a ser difíciles de satisfacer. Pero él seguía con su Yes, we can. Y había que reconocer que una ola de ánimo y aliento se había propagado desde su candidatura a la presidencia. Parecía como si todos los problemas fueran a ser resueltos por este hawaiano de familia multiracial.

Tras un cuarto de hora mirando cómo el hombre más poderoso de la Tierra se quedaba en blanco a mitad juramento, me dispuse a lavar y pelas las legumbres. Ajustándome el áspero y sucio delantal, giré la cabeza y observé estupefacta cómo uno de los nabos que había dejado quince minutos antes no paraba de balancearse sobre sí mismo.

Instintivamente abrí mucho los ojos y entonces el nabo se paró en seco. No daba crédito. ¡Era imposible! Allí no había nadie más ¿O sí? ¿Qué estaba ocurriendo? Me quedé petrificada en medio de la cocina sin saber qué hacer. En estos casos lo normal es sentir un terror espantoso que te recorre el cuerpo como una legión de hormigas carnívoras a punto de devorarte pero, extrañamente, yo no tenía miedo. Todo lo contrario. Tras unos instantes de incredulidad y como si me hubieran cubierto con una manta muy suave me invadió una agradable sensación de calidez. Sonreí alegremente pues estaba claro que a los espíritus de mi casa también les gustaba Obama.

Leonor. Ejercicio sobre los cinco sentidos

viernes, 20 de febrero de 2009

LOS SERES OBNUBILOSOS POR MAR SOLANA

LOS SERES OBNUBILOSOS

Por Mar Solana

Era un día de finales de verano. Algunas nubes surcaban el cielo, iban y venían pidiendo, mientras tanto, permiso al sol para descargar algo de agua sobre la tierra seca y ajada por el incesante calentamiento del estío. Y aunque todavía hacía algo de calor, ya no incidía sobre las testas como sol de agosto en plena canícula.

Caminaba contando los adoquines y echando una ojeada de vez en cuando y como de soslayo a las vías del tren, a su derecha, rodeadas de pinos y encinas y desprendiendo ese característico olor a retama quemada.
Caminaba distraído, sumido en sus pensamientos obsesivos que le remitían una y otra vez a aquellas tareas prosaicas que debía concluir porque de otra manera amenazaban con convertirse en un pesado y molesto grano.

Levantó la vista del suelo y al dirigir la mirada al frente, observó cómo una persona con paso inseguro pero a la vez confiado se acercaba hacia él.
Era muy extraño, ya que a medida que sus pasos se iban acercando cada vez más, pudo ver, esta vez con algo más de detenimiento, como esta persona no se parecía a ninguna en particular y sin embargo, albergaba los rasgos de casi todas las personas que él conocía y recordaba. Era como si en un mismo semblante estuvieran contenidos otros muchos, pero todos ellos indefinidos y sin acabar de perfilar. Un semblante inacabado unido a un porte disperso e irregular.
Sin llegar a parecerle una presencia extraterrestre, su fisonomía evocaba, en todo caso, extrañas sensaciones.
Pensando que pasaría a su lado, sin más y seguiría su camino, intentó encontrar sus ojos, captar más cosas de ese ser que parecía una persona y todas a la vez, por su mirada.
De repente y para su sorpresa, el extraño ser se detuvo delante de él. Ahora pudo ver como sus ojos parecían normales, sin embargo su mirada estaba allí y en muchas otras partes a la vez, proyectando miles de extrañas imágenes en forma de destellos intermitentes.

- Hola, soy un ser obnubiloso, y tú ¿quién eres tú?, ¿estás aquí?

Abrumado no tanto por sus preguntas sino por el hecho de que le estuviera hablando a él, se quedó algo bloqueado y sin salir todavía de su asombro, contestó:

- Yo… yo soy… pues (…) yo soy un Yo, quiero decir, un ser terrenal- le contestó a aquel ser, quizás intentando ser preciso con su respuesta.
Y sí, estoy aquí, como tú ¿no?

- ¿cómo quién?, ¿cómo quién?- repetía el ser como si fuera su eco. Los seres obnubilosos- continuó diciendo- estamos aquí y en muchas partes a la vez. Esto es esto y también lo demás. Queremos decir cosas, pero en realidad nunca decimos nada. Parecemos amigos pero no somos amigos de nadie. Nuestro discurso parece rico y grandilocuente pero también es pobre y vacío. Hacemos muchas cosas al tiempo pero en verdad, nunca hacemos nada. Nuestros pensamientos son unos tentáculos que se esparcen, ora aquí, ora allá, a diestro y a siniestro, pero nunca concretan nada, ni enseñan nada.
Albergamos siglos y siglos de sabiduría que, de repente, puede quedar derretida como mantequilla al fuego o esparcida en granos como azucarillo en agua.
No sabemos lo que significa un compromiso o amar a alguien. Sin embargo, queremos a todo el mundo y a nadie a la vez.
Cada mañana, para poder seguir aquí, entre vosotros, debemos darnos un buen baño de flores secas y dispersión.

- Pero… ¿cuánto… qué quieres decir con eso de entre vosotros? ¿No sois de aquí?- le espetó él, verdaderamente obnubilado por su extraño, por definirlo de alguna manera, discurso.

-Somos seres obnubilosos, somos de aquí y de todas partes a la vez. Un día llegamos aunque en realidad, estamos siempre viniendo. Si un ser obnubiloso te toca tu antebrazo izquierdo, serás ya uno de ellos…- le contestó alargando hacia él lo que parecían dedos como tentáculos, pero al mismo tiempo podrían ser como botones de semillas, eran varios dedos y muchos a la vez, era muy desconcertante, la verdad.

Sin embargo y a pesar de lo inaudito de aquella situación, sacó fuerzas de flaqueza y superando todo su miedo y la confusión de aquel momento, se acercó un poco más a aquel extraño ser y desplegando toda su bizarría le tendió su mano con firmeza al tiempo que le decía:

- te ofrezco mi mano con sus cinco dedos en señal de amistad y porque reconozco una parte de mí en ti, podemos ser amigos si quieres, conocernos mejor. Sin embargo, no puedes obligarme a ser cómo eres tú. El amor y la amistad no conocen presiones pues se basan en la libertad de elección de cada uno de nosotros.

Turbado ante aquellas palabras, aquel ser pareció esbozar una sutil y breve sonrisa, aunque también parecía una mueca de enfado o incluso, un gesto que contenía la mayor de las indiferencias. Y con sus extraños ojos que ahora parecían querer encontrar los de él para despedirse y sin embargo, seguían mirando en todas direcciones, aquel insólito ser continuó su camino con paso decidido e inestable a la vez.
Él se quedó allí, observando como aquel incierto ser se alejaba de su lado, pensando sobre todo lo que había pasado y sintiéndose satisfecho con su condición terrenal y feliz porque seguía siendo un Yo, a veces algo obnubiloso, pero certero y constante.

Collado Villalba, 21 de septiembre de 2008

jueves, 19 de febrero de 2009

El Maestro mudo y el Maestro que se quedó sin palabras

El viejo monje entró en el monasterio. Le recibió un joven que, después de dedicarle la correspondiente reverencia, le acompañó hasta el patio donde le esperaba el Maestro Lub Seng. El anciano había recorrido un largo camino para visitar, después de más de 30 años, a su compañero de la infancia. Éste, Lub Seng, había llegado a convertirse en el sabio más respetado de toda la región a pesar de que era mudo.

Al verse, primero se saludaron respetuosamente y a continuació se abrazaron con gran alegría. Los dos tomaron asiento cerca de la fuente que ocupaba justo el centro del gran patio. Durante unos instantes se hizo el silencio, roto sólo por el murmullo del agua.

- Mi querido y venerable Lub Seng. Todavía recuerdo los juegos que como niños compartimos, además de las juiciosas palabras que nos dedicaba nuestro Maestro. Ahora somos tú y yo los que tenemos discípulos.
Lub Seng sonrió y asintió.
- En aquella época eras un joven sediento de saber, siempre con tus preguntas, hasta el punto que muchas veces ni siquiera nuestro Maestro te contestaba porque le importunabas. Varios años después de nuestra separación, llegó hasta mí la noticia de que habías perdido el habla y aunque sentí pesar por ti, porque tú siempre tenías mucho que decir, supe que tu silencio perpetuo tenía algún motivo y ahora ¡ya sé cuál es! Lub Seng, ¡eres el Maestro más admirado y considerado a pesar de tu mutismo!
Lub Seng alzó la vista y los rayos del sol iluminaron su rostro.
- A menudo, mis discípulos me ponen en verdaderos aprietos, tal y como tú mismo hacías con nuestro mentor y es ahora cuando le comprendo: escoger las precisas palabras para que éstas hagan que alguien llegue a la verdadera comprensión, ¡ardua tarea nos ha sido encomendada!
Lub Seng se levantó, dio unos pasos, se quitó las sandalias y después de meter los pies en el agua de la fuente se quedó quieto allí mismo mirando a los ojos a su compañero, que tanta distancia había recorrido para saber el secreto de su sabiduría, abrió la boca y dijo:
- Mi querido y venerable amigo. ¿No son a caso las palabras los límites de la expresión del espíritu? ¿No encierran a caso el significado de todo, echándolo a volar habiendo antes desplumado sus alas? ¿Quieres hacerle comprender a alguien lo que es el agua? Entonces haz como yo y mete tus pies descalzos aquí. Muéstraselo, llévale hasta la fuente. Hermano, yo no soy mudo, tan solo nada puede ser realmente explicado mediante palabras.
- Pero Lub Seng, ¡no doy crédito! ¿Cómo puede ser que sin decir nada seas el Maestro más respetado?
- Porque nadie me escucha pero todos me observan. Si pretendes ser un buen maestro, entonces deberías prestar más atención a tus actos y no tanto a tus palabras.

Y de nuevo se hizo el silencio entre el Maestro mudo y el Maestro que se quedó sin palabras.

Judi Cuevas

miércoles, 18 de febrero de 2009

EL HOMBRE SIN DEDOS

T. Vaquerizo - Taller de escritura creativa

El primer dedo se le cayó cuando murió su padre. Fue extraño. El pulgar de su mano izquierda hizo “crack” y se le cayó al suelo. Sin dolor. Sin sangre. En su lugar un muñón redondeado, de color rosa. Se asustó, pero con el disgusto por la muerte de su padre, los preparativos y el papeleo del entierro no quiso darle mayor importancia al asunto, guardó el dedo en un cajón y siguió con su vida normal. Nadie pareció darse cuenta. Desde que se había separado de su mujer vivía solo. En el trabajo no se relacionaba mucho con nadie. Era informático pero tenía despacho propio, apenas salía de él durante el día. Como mucho para tomar un café en la máquina del pasillo.

El segundo dedo se le cayó cuando su mejor y único amigo de verdad, su amigo de toda la vida, su amigo del alma, le hizo aquella putada… le metió en un buen lío. Andaba metido en asuntos poco claros, apuestas, deudas de juego y había utilizado su nombre para algunos negocios ilegales. Se enteró cuando recibió amenazas telefónicas. Unos matones que decían que les debía dinero. Tuvieron una buena bronca, se dijeron todas esas cosas que uno se guarda dentro pero que al final acaban escapando sin remedio. El caso es que otro dedo hizo “crack”, y fue el índice de la mano izquierda. Al igual que la vez anterior no hubo dolor, ni sangre, ni siquiera herida, en lugar de dedo tenía un muñón sano y totalmente curado. Esta vez sintió pánico, a pesar de que era un hombre tranquilo. Cogió sus dos dedos y decidió ir al médico, pero no le creyeron. Le echaron pensando que les estaba tomando el pelo. “A nadie se le caen los dedos así como así, y encima dejando un muñón perfecto. Perdone usted pero aquí no tenemos tiempo para bromas”. El hombre no entendía nada, pero intentó continuar con su vida.

Cuando su único hijo fue atropellado por un coche a la salida del colegio, se le cayeron tres dedos de golpe. Sí, los últimos tres dedos de la mano izquierda. Pero era tanto el dolor que ni siquiera se molestó en guardar los dedos, los tiró a la basura y empezó a llevar guantes aprovechando que era invierno, bueno, más bien manoplas. La vida resultaba complicada teniendo solo dedos en la mano derecha, pero sabía que tenía que seguir adelante. Ya no podía conducir, así que ahora iba a trabajar en autobús, y procuraba que nadie en el trabajo se percatara de su extraña situación.

Su exmujer apareció semanas después por su oficina y le dijo que volvía a casarse, que tenía que rehacer su vida tras la muerte del hijo común. El hombre aguantó la compostura y la escuchó. Siempre había pensado que volverían a vivir juntos, que era una separación pasajera, al fin y al cabo solo estaban separados, no divorciados. Pensó que la muerte del niño les uniría, pero no. Se casaba de nuevo. Se casaba con su amigo, el que había utilizado su nombre para asuntos turbios. Cuando salió del trabajo se puso sus manoplas de nuevo, pero antes de llegar a casa lo notó. Dos dedos se desprendían, esta vez de su mano derecha. Su mano derecha. Era informático, había conseguido adaptarse y podía trabajar sin dedos en la mano izquierda, pero por favor, no podía quedarse sin dedos en la mano derecha. Llegó a casa y tal y como temía, al quitarse la manopla, pulgar e índice cayeron al suelo. En orden, pensó, caen en orden, como ocurrió con la mano izquierda. Se sentó en el suelo y empezó a llorar. Cada vez era más complicado realizar tareas que en otro tiempo eran sencillas.

Al día siguiente fue a trabajar pero casi no podía teclear, casi no podía hacer las operaciones más simples. Y cometió un error fatal. Y descubrieron que solo le quedaban tres dedos. Y le echaron del trabajo. De la empresa donde llevaba 12 años trabajando. La empresa a la que había dedicado su vida. No le dio tiempo a salir del despacho de su jefe. Se le cayeron dos dedos al suelo. El jefazo empezó a gritar horrorizado. El hombre, sin saber qué hacer, salió corriendo, dejando sus dedos atrás, sobre el parquet inmaculado del enorme despacho. Corrió y corrió y corrió. Ni siquiera podía coger el autobús, no podía validar el ticket. Lo pensó y se echó a llorar mientras paraba para tomar un poco de aire. El resto del camino lo hizo andando, a paso rápido, mientras moqueaba y lloraba, pero ni siquiera podía sonarse la nariz. Exhausto llegó hasta su casa. Solo le quedaba un dedo, ¿cómo iba a abrir la puerta de su apartamento? El portal estaba abierto. Cuando subió las escaleras y llegó a su puerta descubrió a dos matones esperándole. Uno de ellos le puso una navaja al cuello: “Danos el dinero que nos debes o te cortamos los dedos, uno a uno”. El hombre comenzó a reír a carcajadas mientras les enseñaba su único dedo, reía y lloraba al mismo tiempo… comprendió que las cosas que quería en la vida, las cosas que realmente le importaban, podían contarse con los dedos de las manos.

domingo, 15 de febrero de 2009

La carta

Por Cintia Castelló.
Ejercicio de Subperspectiva cerrada. Escritura Creativa.


La carta está en peligro. Las nuevas tecnologías ponen a ésta en recesión, constituyendo una seria amenaza al componente romántico de la misma. Aunque jamás podrá sustituirse su carisma, su poder, el peso de su tradición, el componente personal, nostálgico y bohemio que supone plasmar en papel lo que fluye de nuestra mente.

Todo empieza con una simple y sencilla hoja en blanco. Pluma en mano, y mensaje todavía abstracto en nuestro pensamiento. La idea está fecundada, sabemos el mensaje que queremos transmitir. Pero hay que darle forma. Mimamos la letra y perfilamos el mensaje. Remitente y destinatario definidos. Redactamos el saludo, el cuerpo de la carta, y nos despedimos. Fecha y firma. Metemos la carta dentro de un sobre, y escribimos en el reverso y el anverso los datos para que el mensaje llegue a su destino. Acudimos a correos, compramos un sello y la lanzamos en el buzón.

La carta se zambulle en un mar de mensajes y letras. Puede contener sentimientos, vivencias, relatos, memorias, noticias o emociones. La carta tiene la virtud de transportar de aquí a allí lo que queremos decir y como lo queremos decir. La escribimos con ilusión, la mandamos con esperanza y la recibimos con expectación. La carta vuela, fluye, flota en la nada. Recorre mares y océanos. Pueblos y ciudades. El mensaje es lanzado al infinito, al todo, al universo. Sólo el autor y quien está ahí arriba sabe lo que pone la carta. El mensaje forma parte del mundo. No es nuestro hasta que no está en nuestro buzón.

Y se acerca. Se acerca a su destino. La vibración de su presencia se hace notar. El destinatario siente su llegada. “Me tengo que marchar. Estoy esperando noticias de Martín”. Y llega a casa. Mira el buzón. El cartero dejó algo. Dentro hay un sobre con el remite que esperaba. Hay noticias.

Coge la carta, y se la guarda en el bolso. Quiere leerla tranquilamente en su habitación. Se prepara un té caliente, y le añade una cucharada de miel, para endulzar la lectura. Sube al cuarto, coge una manta y se sienta en la cama. Caliente y cómoda, al fin saca la carta. Huele el sobre. Huele a él. Esa carta le trae su presencia. Da un sorbo de té, y respira profundamente. La abre y tan solo leer “Mi amada Laura” sus ojos se convierten en vidrio cristalino. La carta no es una hoja de papel, es un símbolo. Es él. Es su corazón. Laura se sumerge en la lectura. Le siente allí con ella, está con ella. Sus almas están unidas por un hilo invisible, en forma de letras y mensaje. Su letra, le acerca a él, a su presencia impalpable, imaginaria, irreal.

Cuando termina de leer la carta se tiende a llorar en su cama. La abraza. Le abraza a él. Siente nostalgia, aflicción por su ausencia. Él está allí a su lado. Casi podría decirse que puede sentir sus labios.

La carta le hace soñar. Un texto escrito por él, llena de palabras con sentido, mantiene viva la llama del amor, la ilusión, la esperanza de un futuro compartido, carente de distancias.

Latidos

Latidos (sub-perspectiva)



El enjambre de deseos inmortales resbaló como una caricia desde sus labios. Cupido vertió ese suspiro en su saeta más valiosa, la flecha de la eternidad, y tensó su arco. Al soltar la cuerda, un haz de polvo rutilante cruzó el cielo, dejando a su paso miríadas de estrellas, hilvanando el tiempo y el espacio.

Se precipitó sobre la tierra de los mortales. A su paso, un manto de brillantes caricias despertó a la luna adormecida, que suspiró enamorada y pálida. Los océanos quedaron prendados y comenzaron a mecerse hacia el horizonte, tratando de alcanzarla.

Atravesó las nubes, que lanzaron millones de besos sobre aquellos destellos benditos. Pero el haz siguió su camino, y al llevarse consigo su magia, aquellos besos furtivos se convirtieron en los besos que no damos, cayendo sobre mares y campos en forma de lágrimas. Nació así la cara amarga del amor.

Como una exhalación, resbaló sobre las cumbres más altas, dejando tras de sí una estela blanca y fría. El desamor se vertió en los glaciares, que arrastraban su pena por las cordilleras de la soledad. Pero al cruzar los valles esmeralda, la roca se derritió de placer, y el rocío perló las briznas de hierba fresca, primigenia. El aire se tornó fragante, deshecho en notas de tierra mojada, cereales y miel, azahar y jazmín… Y brotaron rosas rojas y azaleas, que ofrecieron al mundo el néctar de la pasión y el romance.

En su trayecto, recorrió varios bosques de corazones rotos, solos en los llanos del abandono. Pero cuando el cenagal del resentimiento parecía no tener fin, y haber derrotado su vuelo, llegó al jardín de la esperanza. Cobró impulso de nuevo y voló hacia el crepúsculo, hacia el fin de los tiempos.

Viajó a través de las llanuras de los sentidos, y allí tuvo oportunidad de susurrar en el alma del hombre infinitas ocasiones. Pero el corazón humano es con frecuencia demasiado pequeño, menguado para caber en las mazmorras del miedo. Un blanco minúsculo para un sentimiento tan arrollador. Por suerte, la punta de aquella saeta estaba hecha de destino, y algunos afortunados recibieron el hechizo eterno. Hoy se les recuerda en leyendas y música, en relatos y pinturas, pues cuanto esa flecha logra tocar se perpetúa en los años.

Ahora ha traspasado los límites del tiempo, la materia y la fe, y ha llegado hasta aquí, franqueando las puertas de este amanecer. Y yo miro al infinito, sintiendo renacer el día, y sólo deseo que nos haya herido a los dos.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa

sábado, 14 de febrero de 2009

UN PERRO CIEGO

UNO

Tengo veinte años. He llegado a viejo. Para un perro que ha vivido en la pobreza desde que nació, estos veinte años han sido una eternidad. De los de mi familia, sólo yo he sido longevo; ninguno de mis hermanos ni de mis hijos alcanzó los tres años.

Mi amo me adoptó el año en que nací, y desde entonces siempre hemos estado juntos, compartiendo techo, comida, alegrías escasas y privaciones. Hasta no hace mucho, le acompañaba cuando salía a cazar o cuando bajaba al pueblo. Pero ahora, la fatiga y el dolor ahogan mi cuerpo renqueante; ya no soy capaz de correr, mi ceguera apenas me deja distinguir las figuras a la luz del sol, y mi amo tiene que triturarme la comida para que me la pueda comer. Mi pelo, antaño sano y espeso, se ha vuelto ralo y apagado, y mi figura es triste y escuchimizada.

Mi amo es un hombre mayor, seco de carnes, y pelo cano y escaso. Tiene la piel arrugada, ajada por años de trabajo al viento y al sol. Vive conmigo lejos del pueblo, arriba en el monte, sin más cobijo que una casita de paredes de piedra, y sin más sustento que el que le da un huerto, algún queso de cabra que le traen los pastores, y la caza y la leña de un bosque cercano.

Abandonó su hogar en el pueblo hace años, cansado de soportar amenazas y extorsiones. El señor Cruz, el cacique de la zona, controla cuanto allí se hace y se deshace; cualquier pacto o contrato requiere su aprobación, previo pago de un tributo que él mismo fija. No hay vendedor o viajante que no sufra la periódica visita de sus sicarios, y pobre del que se atreva a discutir la cuota de la recaudación que irá a manos del señor Cruz. Incluso los matrimonios y los testamentos deben contar con su aquiescencia.

La alcaldía del pueblo también es propiedad de Cruz. Hace muchos años, el último alcalde que merecía ese nombre quiso poner coto a los desmanes de sus sicarios. Pero cuentan que aquel alcalde desapareció una noche sin que nadie se atreva a explicar cómo. Desde entonces, su despacho lo ocupa quien decide Cruz.

Cuando me adoptó, mi amo ya vivía en el monte. Me llamó Julián. También se llamaba así su hermano mayor, que en su juventud tuvo que huir muy lejos a causa de las amenazas de Cruz. No del Cruz de ahora, sino de su difunto padre. Dicen que Cruz padre era mucho peor que el hijo; que llegó de no se sabe dónde, y que se hizo poderoso cometiendo crímenes horrendos, vertiendo sangre de inocentes, estafando, mintiendo y sobornando, y que ahora sólo puede estar ardiendo en el infierno. Algunos cuentan que Cruz hijo no es tan cruel, que sólo utiliza la violencia para que la gente no se salga de la ley que impuso su padre, y para no perder la herencia frente a los que quieren ocupar su puesto.

Pero eso es sólo lo que algunos cuentan. Esta mañana mi amo ha tenido que bajar a las cercanías del pueblo, para intentar reunir algo de ropa y comida antes de que la estación cambie y llegue el frío. Cuando venía de vuelta, se ha atrevido a increpar en público a unos sicarios de Cruz que estaban vejando en público a un aldeano.


DOS

Tranquilo, Julián, tranquilo…

El que me habla es mi amo. El desliz de esta mañana no podía quedar impune, y ahora se encuentra de pie, armado con un palo a la puerta de su casa, en noche cerrada, frente a los mismos sicarios de Cruz que hace horas se atrevió a increpar. Mi amo sólo quiere que tengamos la fiesta en paz, que esta gente que le ha hecho brincar de la cama se vaya por donde ha venido, y que nosotros podamos volver a dormir. Nada más.

Los hemos oído venir de lejos, y, antes de que llegaran a nuestra casa, mi amo se ha levantado, se ha armado con el palo, y ha salido a recibirlos a la puerta. Cuando han llegado, los matones han callado por un momento, sorprendidos de que el viejo estuviera despierto y dándoles la cara. Aunque no lo admitirán jamás, ha sido algo que les ha merecido respeto. Pero les ha costado poco superar la sorpresa, y ahora sus amenazas y sus gritos resuenan por todo el páramo que rodea la casa.

Mientras, mi amo me pasa la mano por el cuello, sujetándome con fuerza; teme que si yo hago un gesto agresivo las cosas se precipiten. Pero lo cierto es que su esfuerzo por contenerme es innecesario, mis veinte años de vida de perro me pesan demasiado, y apenas encuentro fuerzas para gruñir a los intrusos, que poco parecen preocuparse por mí.

Pero mis achaques y mi ceguera no me impiden darme cuenta de lo que está pasando. Después de todo, aún conservo mi olfato y mi oído, y las voces amenazantes que oigo pertenecen a tres hombres jóvenes, que no traen el olor a tierra y a hierba de la gente del campo, sino que apestan a tabaco y alcohol, como todos los juerguistas del pueblo. Frente a ellos, mi amo aguanta el tipo, muy tenso, sin blandir el palo que lleva en la mano; las pocas palabras que pronuncia le salen en voz baja pero firme, como si le salieran del fondo del estómago. No les insulta, no les amenaza, no hace amago de tener miedo. Su serenidad se va imponiendo, y la euforia del alcohol de los otros se apaga bajo el frío y el viento que siempre sopla en el monte, lejos del pueblo, lejos de sus casas.


TRES

Poco antes de amanecer, mi amo se levanta de la cama por segunda vez en pocas horas. Cuando aún quedaba un buen rato para que el sol saliera, ha hecho pasar dentro de su casa a los tres chavales borrachos que esta noche pasada le han despertado a gritos. Se han sentado al calor de la chimenea, y entre llantos y súplicas de perdón le han contado sus penas y sus remordimientos por tener que cumplir las órdenes del señor Cruz. Ahora están los tres durmiendo acurrucados en el suelo al calor de la lumbre, entre ronquidos y olor de garrafón. Mi amo recoge tres pedazos de leña y los echa para reanimar el fuego que está a punto de extinguirse. Va a preparar una infusión de hierbas que él conoce, gran remedio contra la resaca.

Rubén Bermejo.

Una partícula de luz (Microrelato)

Una partícula de luz nace de una pequeña estrella, zambulléndose llena de energía entre los océanos vacíos que separan los cuerpos celestes. Esquiva millones de restos de polvo, mil asteroides, se retuerce al bordear la enorme boca de un hambriento agujero, más que oscuro, negro; ignora los tenues y coloridos velos de diez nebulosas, adelanta a un cometa, esquiva el faro de un púlsar, no se deja deslumbrar por una supernova, evita el abrazo de algún planeta gigantesco, pero árido; por fin cruza un último mar de negrura y tiempo para, ya cansada, deslizarse sobre el hielo de los anillos de Saturno y, de la mano de la luz de la luna, alcanzar la Tierra, abandonando el cielo para caer en el paraíso y morir feliz, fundida un instante con el reflejo de la mirada de la pequeña Ana.


por Joan Villora Jofré

Ejercicio con Subestructura del taller de Escritura Creativa

648 caracteres sin espacios; 786 caracteres con espacios

jueves, 12 de febrero de 2009

PREMIO DE NOVELA BREVE


PREMIO DE NOVELA BREVE

JUAN MARCH CENCILLO

XVII ª edición


BASES


1) La Fundación Bartolomé March convoca la XVII edición del premio Juan March Cencillo de novela breve, dotado con 12.000 euros. El premio y su dotación son indivisibles.



2) Las obras presentadas deben ser originales e inéditas, con una extensión de 75 a 110 folios tamaño DIN-A4 (máximo 30 líneas por folio y cuerpo 12) encuadernados, mecanografiados a doble espacio y por una sola cara. Pueden estar escritas en cualquiera de las dos lenguas oficiales de la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares (castellano y catalán ).



3) Deberán presentarse tres copias de la obra antes del 1 de mayo del 2009. Además del título, en portada debe constar el nombre, apellidos, NIF, dirección y teléfono del autor. Si se desea mantener el anonimato, podrán enviarse los datos personales en plica cerrada adjunta.



4) El jurado no podrá declarar desierto el premio.



5) La obra premiada será publicada por la Editorial Pretextos y la Fundación Bartolomé March.



6) El primer jueves de agosto se hará público el fallo del premio.



7) La Fundación no mantendrá correspondencia sobre los originales presentados.



8) Los originales no premiados podrán retirarse de la sede de la Fundación durante los siguientes 40 días a la comunicación pública del fallo.



9) La presentación al premio Juan March Cencillo de novela breve supone la aceptación de estas bases.



Palma, 2 de enero de 2009











Palau Reial, 18 07001 Palma de Mallorca España Teléfono 0034 971 711122 Fax 0034 971 725803 secretaria@fundbmarch.es www.fundbmarch.es



PREMIOS DE NOVELA BREVE

JUAN MARCH CENCILLO


1993 Alfredo Taján El salvaje de Borneo

1994 Fernando Quiñones Vueltas sin fecha

1995 Zoé Valdés La hija del embajador

1996 José Luis de Juan El apicultor de Bonaparte

1997 Pablo González Cuesta Experto en silencios

1998 Mariano Villegas Vidal Una gesta primaria

1999 Julio Ortega Habanera

2000 Juan Pedro Quiñonero Anales del Alba

2001 Carlos Trías El ausente

2002 Felipe Hernández Dunas

2003 Pedro Merino Quinta de la Caridad

2004 Antonio Palerm Josep Pla i el quadern perdut

2005 Jaime Begazo Los testigos

2006 Andrés Mencía Fuera de campo

2007 Miguel Dalmau. El reloj de Hitler

2008 Lorenzo Luengo. El quinto peregrino.

martes, 10 de febrero de 2009

Binomio fantástico (pañal-resumen)

Carolina nació un domingo a las once de la noche del mes de junio. Una noche templada, con un cielo sereno repleto de estrellas. Fue un parto fácil, sin complicaciones. Su lenguaje fue un llanto tímido, casi imperceptible. Su diminuto cuerpo desnudo se agitaba con movimientos libres de presión que duraron poco hasta que le colocaron su primer pañal.

Había luna llena. Desde la ventana de la habitación se podían contemplar las olas romperse en “Estrellita de mar”, la barca de pesca de su padre, abandonada en la orilla precipitadamente para la ocasión.

Hasta los seis años su única tarea fue jugar. Se divertía con cualquier cosa, pero principalmente le gustaba utilizar los botes que ya no servían en la cocina de mamá para llenarlos de arena y descargarlos seguidamente en el corral de su abuela donde las gallinas se rebozaban en ella a su antojo.

Los años que siguieron fueron los más felices de su vida. Durante el día acudía a la escuela del pueblo, junto con otros siete niños. Allí aprendió lo que necesitaba para salir adelante en la vida como le decía su padre, escribir y contar.

Por las mañanas, antes de ir a la escuela, salía corriendo hacia la playa, se sentaba en la arena y esperaba. Esperaba lo que hiciera falta, hasta que podía divisar a lo lejos la barca de su padre que junto con su abuelo salían cada noche a faenar. Después les ayudaba a descargar el pescado, a transportarlo en sus respectivas cajas, para más tarde ponerlo a la venta. Esos eran los mejores momentos del día. Adoraba el olor del mar, disfrutaba de la música que componían las olas cuando llegaban a la orilla, sus ojos se perdían en el horizonte y dejaba volar su imaginación.

Una mañana de un frio otoño no regresaron. Dos días más tarde sus cuerpos fueron arrastrados hasta las rocas de una localidad vecina. Fueron largos meses llenos de tristeza y de luto en la familia.

No había comida para todos. Carolina y su madre se trasladaron a la gran ciudad, a casa de su tía Emilia. Fueron años difíciles pero emocionantes. Logró encontrar un buen trabajo en un puesto de pescadería del mercado del barrio. Por las noches acudía a un centro de estudios y después de muchos sacrificios consiguió convertirse en enfermera.

Durante su tiempo libre prestó asistencia a colectivos marginados. Participaba en multitud de actividades y se implicaba en diversos proyectos solidarios. Viajó por varios países del tercer mundo aportando su energía, involucrándose en todos y cada uno de sus objetivos.

Ante tantos momentos de miseria y desesperación que presenció durante un largo recorrido de su vida, su complicidad con todos ellos fue la máxima que se puede esperar de un ser humano. Su salud se iba extinguiendo con los años hasta que una corta enfermedad pudo con su inmunidad.

Los últimos días de su existencia los pasó en la habitación de un hospital comarcal, donde debido a su incontinencia urinaria le cambiaban los pañales tres veces al día. Postrada en su lecho y con una mente lúcida hacía un breve resumen de su vida. Se acordaba de “Estrellita de mar” avanzando con los remos al ritmo de las olas, del rostro feliz de su padre cada vez que la veía esperándole en la playa, de su casa, de su habitación con vistas al mar.


Milagros Herrero

Mundus y Zapatín

MUNDUS Y ZAPATIN,
por Cintia Castelló

La vida en aquella habitación era simple y llanamente monótona y aburrida. Jorge era un desastre, no tenía el menor sentido del orden ni el menor respeto por los objetos y juguetes propios. Su madre ya había desistido de tal ardua tarea. Le era más fácil coser toda una mantelería a punto de cruz, que intentar conseguir que su hijo en plena etapa adolescente (la edad del pavo como llamarían algunos) ordenara, o si eso fuera mucho pedir, ventilara la habitación.

Los seres que allí habitaban, vivían en un estado de letargo permanente y de semi-asfixia. Todo era un completo caos. Calcetines por el suelo, la cama siempre deshecha, hojas esparcidas por el escritorio, los mandos de la Play 2 tirados por el suelo, el envoltorio de las Matunano en el cajón primero, un cenicero con chicles incrustados y endurecidos por el paso del tiempo, un vaso de agua estancada lleno de burbujas, cajones abiertos y muchas bolas de polvo por doquier... entre otras muchas cosas.

Mundus era el mapamundi que habitaba una de las estanterías en la cual Jorge tenía todo el material que supuestamente debería ayudarle a realizar las tareas escolares. Pero el pobre estaba más aburrido que una ostra. Su posición inclinada y estática, desde la cual se veía siempre la misma parte del mundo (Europa, África y parte de Oriente próximo) no variaban nunca. Él sólo hacía que pensar: “Qué lastima de mi!” “Que desperdicio de vida!” Tantos años estudiando geografia, tantos viajes, trabajos, estudios de campo para obtener un título y acabar como elemento decorativo...” “Desearía vivir otra vida”.

Su mayor frustración era no ser el instrumento de trabajo de un geógrafo, o el motor de viajes e ilusiones de Willie Fog, o el medio de aprendizaje de centenares de alumnos en una escuela... no.... tan solo servia para lo mismo que sirve un florero. Ya no aspiraba a ser pieza de un museo de historia, pero su vida no podía tener tan triste destino.

Por allí andaba Cordoncín, un viejo compañero de habitación que se encontraba en situación similar. Pero su historia era diferente. Él había sido adquirido en una tienda de calzado deportivo. Él era el cordón de las Nike que Jorge, de tanto jugar a fútbol, acabó rompiendo. Y no tuvo mejor suerte que Mundus. Acabó siendo otra pieza de museo de “Jorge’s room”. Porque Cordoncín llevaba semanas tirado por el suelo sin ser reparado, reemplazado o desechado? Buena pregunta. Pregúntenselo a Jorge.

Un buen día, el muchacho se fue de viaje de fin de curso a Londres por unos días, con sus compañeros del instituto. Los habitantes de Jorge’s room no sabían si reír o llorar. Aburrimiento o diversión? Tristeza o alegría? Libertad o represión? Después que el adolescente cerrara la puerta de un portazo, y de un largo silencio... Mundus llamó a su amigo:

- Cordoncín! Estas ahí?
- Sí! Aquí sigo! Por desgracia...
- Me resigno a pasar más días en esta situación. Quiero cambiar de vida. Se te ocurre algo?
- Yo tampoco puedo más. Déjame pensar.
- Me gustaría que me bajaras de esta maldita y aburrida estantería....

Cordoncín utilizó su ingenio. Llamó a sus viejos camaradas: Cordón 1, Cordón 2 y Cordón 3. Sabía que ellos no les fallaraían. Los amigos estaban para eso. Cordondín y sus amigos se ataron entre sí con fuertes nudos. Como podían rescatar ahora a Mundus? Se ataron a la silla de ruedas del escritorio (cual kamikaces). Estiraron y estiraron hasta que consiguieron desplazarla. Una vez ésta fue situada en frente de la estantería... Misión 1: Subir al asiento (se entiende por asiento lugar donde se coloca el culo). Misión 2: Subir a la parte superior del respaldo. Misión 3: Último esfuerzo y ya estamos en la estantería.



Una vez allí...

- Mundus, ya estamos aquí mis amigos y yo. Estas listo para tu cambio de vida?
- Síiiiiii.
- Nosotros nos ataremos a la base que te sujeta, estiraremos y tu caerás al vacío. Has visto alguna vez a alguna persona hacer puenting? Pues algo así sucederá. No podemos asegurarte si te estrellarás o no contra el suelo. Lo sentimos...pero no somos especialistas salvavidas.
- Mmmmmmm. Antes que me heche atrás... estirar!
- 3....2....1.... Ya!!

Y Mundus fue directo al suelo. Brrrrruuuuuummmmm! Menudo estallido se oyó! La madre de Jorge, al oir aquel estrepitoso ruido, corrió a la habitación, abrió la puerta y vió el desastre. El mapamundi estaba hecho añicos.

- Vaya... Jorge es terrible. Mira que atar con una cuerda al mapamundi! Esto solo se le puede ocurrir a él. No habrá manera de arreglarlo.

Fue directa a la cocina y volvió con una escoba y un recogedor. Cordoncín, Mundus y los tres cordones... fueron todos a la basura.

- Esto sí es vida! – suspiraron.
- Al fin tan ansiado momento, llegó a mi vida- anunció Mundus. Jamás volveré a estar encerrado en esa habitación.

Allí se inició una nueva vida para ellos. Queréis saber donde fueron a parar? Mejor os lo explico en el próximo relato.

domingo, 8 de febrero de 2009

Mala hierba

Dicen que mala hierba nunca muere. Vana esperanza, chico, ya tienes la soga al cuello. No alimentes ilusiones, tus días se han acabado, dicen esas miradas fijas en tu mirada. Por un buen puñado de dólares, te dieron caza cuando bajaste la guardia. No les gusta que cabalgues libre y forjes tu leyenda pueblo tras pueblo. ¿Cuántos días pensabas que te quedaban? ¿Cuántas balas de libertad en tu cargador? ¿Cuántas millas de soledad en tus alforjas? No pierdas el tiempo, chico. Tus amores de noches furtivas no vendrán a salvarte. Han tenido trabajo extra esta noche y ahora ni se atreven a mirarte, ocultas tras las cortinas de sus alcobas. El alcohol barato y mal destilado ha evaporado tu nombre y tu rostro de la memoria de quienes te cobijaron. Olvídate, chico. No hay luz ni taquígrafos que dejen constancia de tu pasado. No jugarán los niños a ser tú, porque otros juegos ocupan ya su imaginación. Tu leyenda se extinguirá tan rápido como lo que se tarda en segar un campo. No sueñes en la gloria, porque esta soga te va a despertar. "Hijo, ¿quieres decir tus últimas palabras?", te ofrecerá un alma caritativa. El verdugo apretará el nudo alrededor de tu cuello. Y tú dirás: "Sí, padre, sólo decir que mala hierba nunca muere. Y que están robando el banco". "Al ladrón, al ladrón", gritará alguien desde la puerta de la sucursal bancaria. Y saldremos todos corriendo tras el ladrón. Te liberarás de la soga, abandonarás el cadalso por tu propio pie y volverás a cabalgar dejando tu semilla de libertad, ahí por donde pases.

Ignasi Raventós

LA EPIFANIA

LA EPIFANÍA
Alicia Sánchez Martínez

“Fluir ––pensó Zeus––, lo que debo hacer es fluir, no forzar la situación, dejar que el cosmos decida por mí...” Y repitiendo mentalmente ese mantra inventado, se dejó llevar a la habitación de Epífani, arrastrando los pies sobre las baldosas oscilantes de su piso antiguo, convencido de que aquella mujer era su Karma, su destino prefijado por quién sabe qué dios.
“Ves hacia la montaña, como Mahoma–– le había dicho su maestro––. Tu destino es la montaña”. “¿Qué montaña? ––le preguntó Zeus––”. “Lo sabrás cuando la veas ––le contestó el gurú––. La montaña es tu destino, la fuente de tu felicidad”. La montaña. ¿Se refería a una montaña real, como la del Tibidabo o la de Montjuic? No, no podía ser tan evidente. Si algo había aprendido en sus cinco años de yoga, meditación trascendental y TRNI (técnicas para recuperar el niño interior) era que la verdad siempre se esconde tras los velos de lo cotidiano. Decidió relajarse y esperar. Sabía que hasta que no fuera testigo de aquella revelación, su alma no conseguiría combatir el desasosiego que sentía prácticamente desde que tenía uso de razón.
Pero el tiempo pasaba y la revelación no aparecía. La paciencia se le agotaba y la montaña se convirtió en una obsesión. Por eso, cuando vio a Epífani en aquel bar, sola y algo borracha, supo al momento que aquella era la señal. Epífani era su montaña y su destino era ir hacia su encuentro. Se dejó llevar y, una vez en casa de ella, tuvo lugar el milagro. La montaña se le apareció y Zeus, por fin, encontró la serenidad que tanto había estado buscando.
Epífani no dudó. Hacía muchos años que buscaba una ocasión así y por fin la había encontrado. Había oído decir que muchos hombres sentían un morbo especial por personas como ella, pero no había tenido la suerte de encontrarse nunca con ninguno, ni siquiera en los chats de Internet. Zeus no era gran cosa, pero era un hombre y con eso le bastaba. Por eso, cuando le dijo que su destino estaba ligado a ella (o algo por el estilo) vio el cielo abierto. Había ligado, por primera vez en su vida. Pagó la consumición y le invitó a su casa y, para su sorpresa Zeus aceptó. Así de fácil. Después de tantos años de espera, tenía la oportunidad de perder su virginidad.
Una vez en casa, Epífani esperó a que él tomara la iniciativa, pero Zeus no se movía. De pie, en el centro de dormitorio, parecía desconcertado, como si esperara órdenes. Temió que se hubiera echado atrás y decidió entrar rápidamente en acción. Cuando se quitó la blusa, su enorme joroba emergió luminosa sobre su espalda, desafiante entre los tirantes del sujetador. La repentina visión de aquella protuberancia pareció ejercer en Zeus un extraño efecto. El joven admirador se arrodilló al momento, con las manos juntas, como si rezara. Ante el desconcierto de Epífani, empezó a llorar, conmovido, musitando palabras como “montaña” o “revelación”.
––¿Me dejas tocarla? ––le preguntó Zeus––.
––¿El qué? ¿La joroba? ––le contestó Epífani, totalmente desorientada––. Sí claro pero... ¿me harás algo más?
––Haré todo lo que tú me digas.
Y Epífani sonrió. Aquel era su día de suerte.

sábado, 7 de febrero de 2009

En el Fondo del Hueso (capítulo segundo)

(Dedicado a todos aquellos que seguían el relato original, con afecto)





El cuerpo sin vida de Alessia aún estaba caliente cuando Cosme I de Médici entró en la habitación, acompañado del médico y de tres criados. El espantoso rigor mortis de la muchacha les sobrecogió a todos con una fuerza arrolladora. “Ha sido envenenada, eso es evidente”, masculló el doctor apenas se acercó al lecho. “Pero para saber más necesitaré realizar un examen riguroso”. “Por supuesto” respondió el GranDuque con una sobriedad que apenas ocultaba su dolor. “¿Qué hacemos, mi señor?” inquirió uno de los criados. “Llevadla a donde el doctor os indique, y ayudadle si ese es su deseo. Pero primero dejadnos solos un momento”. Cuando los criados salieron, el médico miró al GranDuque con preocupación: “No necesitamos una investigación para saber quiénes son los responsables, imagino”. “Lamentablemente no, pero lo haremos. Quiero saberlo todo, Césare. Averigua qué ha pasado aquí, y la mano de quién ha acabado con mi prima” contestó Cosme I, con la mirada perdida en la ventana, por la que miraba sin ver los preciosos jardines traseros del Palazzo. Leyendo en su rostro con nitidez, el doctor recogió sus cosas “Os dejo un instante con ella. Estaré fuera”. Apenas se cerró la puerta, se acercó a la cama, y recogió entre sus brazos el cuerpo de la muchacha, que comenzaba a estar rígido. Mesó sus cabellos morenos, y acarició con el dorso de la mano el rostro contraído. El nudo que atenazaba su estómago se hizo más férreo, y lloró. “Tú también… Dios, tú también… Perdóname Alessia. La fatalidad se ha cruzado en tu camino, pero no tendría que haber sido así. Es culpa nuestra. Nuestra y de ellos. Fracasamos como hombres y como políticos. No somos capaces de ver la cara positiva de la ambición, y nos atacamos unos a otros en pos de objetivos que creemos elevados, en vez de ayudarnos a ser mejores. Lo siento Alessia, un inocente no debería pagar por ello”. Salió de la habitación murmurando “esto no debe seguir así”. Césare le miró extrañado. Mientras se retiraba, miró al médico, suplicante: “Utiliza todo tu ingenio, amigo. No quiero que la familia la vea así”. Y desapareció por un corredor lateral.

Llevaba horas encerrado en su despacho, con un busto de Marco Aurelio entre sus manos, acariciando el frio mármol sin darse cuenta. Llamaron a la puerta, y sin esperar respuesta, el médico asomó la cabeza. “¿Señor? Deberíamos hablar”. “Enseguida salgo, Césare”. La puerta volvió a cerrarse. El GranDuque miró unos segundos más los ojos de aquella roca casi viva, y por un momento se sintió igual de gélido e inanimado. Se sentó en su mesa, tomó un pliegue de papel y la pluma de ganso:

Estimado señor:

En virtud de los graves acontecimientos sucedidos recientemente, os escribo esta carta. Sé que nuestras posiciones están enfrentadas, pero creo que hemos visto ya demasiada sangre derramada por nada.

Quisiera reunirme con vos en terreno neutral. Creo que es nuestro deber de cristianos empezar a hablar de paz, y negociar un acuerdo que termine definitivamente con este sinsentido.

Esperaré vuestras nuevas desde la esperanza de que tal cosa es aún posible.

Con buena voluntad, se os saluda desde Toscana.

Salió del despacho irradiando preocupación, y mandó llamar a un hombre. “Tenéis una misión, Paolo. Llevad esta carta a Venecia y hacedla llegar a la Hermandad Púrpura, a su “guía espiritual”. Huelga comentar que se trata de un asunto de máximo secreto”. “Sé que no soy Carlo mi señor, pero trataré de no decepcionaros”. “No lo haréis, estoy seguro. Id solo, y no llaméis la atención”.
Mientras Paolo partía del Palazzo, miró someramente el papel doblado que le haba sido confiado. Ni membrete, ni sello. Un documento totalmente anónimo.
El GranDuque fue en busca del médico. “Señor, hay algo que debo comentaros. Tras examinar a vuestra prima, he llegado a una conclusión sorprendente. Es indudable que ha sido envenenada con un tóxico de efecto rápido y feroz. La cuestión es que todos los venenos que actúan tan deprisa han de ser inyectados, y este ha sido ingerido. Se trata de algo desconocido. Los venecianos no juegan, no se detienen ante nada. Creo que tienen expertos en muchos campos. Están apostando muy fuerte y son implacables señor… Hace muchos años que nos han declarado una guerra encubierta. Deberíamos plantearnos el…”. “Deja esas consideraciones para mi, Césare. Yo soy quien gobierna en Toscana” cortó el GranDuque con sequedad, intuyendo el belicoso consejo que iba a escuchar. Se hizo un silencio incómodo. “Lo siento, no pretendía hablarte así” se disculpó a los pocos segundos. “Pero no traeré guerra a mi pueblo si hay otras alternativas. Esto puede resolverse de otra manera.” “Disculpad mi osadía señor…” “No discutamos Césare. Necesito que me ayudes a preparar los responsos por Alessia. Y busca el cuerpo de Carlo. También él merece que le honremos cristianamente”.



Venus notó un vacío haciéndose hueco en sus entrañas. En pocos segundos se sintió destemplada, y fue escurriéndose apoyada en la pared, hasta que quedó hecha un ovillo en aquel rincón. Con sus manos sobre el rostro contraído, en una mueca de dolor inconsolable, derramaba su llanto abiertamente. “… un criado del Palazzo me lo ha dicho ahora mismo. Sucedió anteayer, de madrugada…” trataba de explicar su padre. Pero ella no escuchaba. Recordaba cómo había conocido a aquel niño tantos años atrás. Él pertenecía a la clase más alta, y ella sólo era la hija de un artista. Pero los juegos de niños por los jardines se habían ido transformando en pequeños coqueteos, en juegos de seducción, y ninguno de los dos pudo negar que se querían. Llevaban 3 años viéndose a escondidas, compartiendo secretos, miradas, caricias, besándose en la noche con inmenso amor. Era consciente de que su posición le mantenía muy ocupado, y siempre lo asumió, aunque con la angustia contenida de quien añora a sus ser más querido. Pero él siempre le daba mucho más de lo que ella perdía cada vez que se separaban. Hacía pocas semanas que habían rubricado su compromiso eterno, entregándose el uno al otro por vez primera, sin reservas. Incluso su padre, una de las pocas personas al tanto de la situación, había tallado en madera un pequeño busto del muchacho, para que siempre le tuviera cerca. Y de pronto eso era lo único que quedaba de él, un pedazo de roble, un recuerdo lejano de lo que es la felicidad…
Su padre hacía rato que había callado. Se agachó y se sentó junto a ella. “No sé qué puede decirle un padre a una hija en una situación así. Sé cuánto le querías…”. “Ambos nos queríamos babbo” contestó ella con un hilo de voz, que las lágrimas quebraron. La abrazó. “Llora cariño, que las lágrimas son el único patrimonio de un alma dolida… Llora, o tu corazón se ahogará en ellas…”
Rato después de que la habitación quedara en silencio, Venus miró a su padre con ojos enrojecidos: “¿Como sucedió, babbo? Necesito saberlo. Necesito saber que la muerte de Carlo tiene algún sentido”. “No sé más hija, en cuanto me he enterado he corrido a decírtelo. No quería que te enteraras por un rumor”. La joven leyó en los ojos de su padre una oleada de angustia. Este no pudo sostener su mirada, y giró la cabeza. “¿Qué sucede babbino?”. “Que eso no es todo hija”. “Qué quieres decir…” trató de preguntar ella con el miedo y la incertidumbre en la voz. Su padre tomó aire, pero lo soltó de nuevo, tembloroso. ¿Babbo? insistió ella. “Cariño – comenzó el hombre, tomando la mano de su hija – desde que murió mamá no te decía cosas tan tristes. Quiero que sepas que siempre estaré contigo, que no te dejaré sola…”. “Por favor babbo, qué más sucede…”. El hombre miró hacia el suelo, consciente de lo que la chica iba a sentir. “Alessia, la hermana de Carlo, falleció ayer por la tarde, tampoco sé cómo”. Y el mundo que Venus conocía se vino abajo como una lluvia de hojas secas, pisoteadas y crujientes.
Cuando estuvo lo bastante calmada, se incorporó decidida y se cubrió la cabeza con su viejo griñón. Con su raida capa sobre los hombros se dirigió a la puerta. “¿A dónde vas, hija?” le preguntó aquel envejecido hombre. “Al Palazzo. Mi amor ha muerto, mi amiga y confidente ha muerto. Necesito saber qué ha pasado”. “No habrá nadie relevante Venus, en poco rato tendrán lugar los entierros. Además, te pondrías en evidencia, y traicionarías su memoria, hija!”. “Voy a averiguar qué ha pasado, ahora ya nada importa” dijo ella. Se detuvo en el humbral: “No te preocupes babo, estré bien”. Y se fue.
Los entierros de las familias nobles y ricas solían ser privados, pero los Médici oficiaban una misa en la basílica de San Lorenzo antes. Quizá el Palazzo estuviera desierto, pero en la iglesia estarían todos, nobleza y pueblo. Así que se encaminó presurosa, ignorando un atardecer que ya nada le aportaba. Cuando llegó a las puertas de la basílica, una multitud se agolpaba delante. El templo estaba repleto, y la guardia no dejaba entrar a nadie más. Nadie en la nave central escuchó los ruegos de una muchacha, desesperada por poder darle su adiós al primo del GranDuque. Ante la imposibilidad de acceder, decidió esperar cerca de la entrada a que concluyera la ceremonia. La guardia comenzó a abrir un pasillo para que la nobleza saliera, y pronto, de entre el séquito que desfilaba con pesadumbre, se empezaron a distinguir las caras más conocidas de la ciudad. Cuando Venus vio al médico de los Médici, conocido de su padre, llamó su atención discretamente. “Signore Césare, prego, necesito hablar con vos”. El doctor la miró tratando de recordar su rostro, hasta que la identificó. “Hoy es un día dramático jovencita, pide una cita mañana en el Palazzo”. “Pero es que necesito hablar con vos unos minutos…” insistió enfatizando la necesidad. “Venus, esto es un entierro… Ha sido un día duro, espera a mañana”. “Tiene que ver con Carlo y con Alessia, don Césare” volvió a insistir. La expresión del hombre se tornó más serena, y una chispa de curiosidad se prendió en su mirada. “Está bien. Acude al camposanto en dos horas. Nos encontraremos allí”. “Grazze mile, allí estaré”. La muchacha partió directamente al cementerio. Césare se acercó al gobernante unos minutos más tarde. “¿Quién era esa chica?” preguntó este. “La hija de un escultor, un conocido de mi familia. Quiere hablar conmigo sobre vuestros primos fallecidos”. El GranDuque meditó un momento. “¿Crees que puede tener información?”. “En estos días cualquiera puede ser un espía o un confidente, mi señor. No perdemos nada por escucharla”. “De todos modos se cauto – desconfió Cosme I – Puede que sea una espía o una confidente, pero no olvides que puede servir a la Hermandad Púrpura”.

Ya había caído la noche, y Venus miraba las estrellas junto al Arno. Su cuerpo estaba allí, pero su mente estaba muy lejos. Todo cuanto había averiguado es que a Carlo lo asesinaron unos ladrones, y que Alessia murió mientras dormía. Pero nada de eso la convencía. Además, a Filippo el bibliotecario también lo habían matado. Demasiada sangre en poco tiempo, y toda vertida en el entorno del GranDuque. Sospechoso. Sabía que le costaría mucho, pero estaba dispuesta a llegar hasta el final. Necesitaba entender.

“Nada nuevo, mi señor. La chica de esta tarde ha dicho ser amiga de vuestra prima fallecida. Quería saber lo sucedido” explicaba Césare al calor de la chimenea. El GranDuque sirvió dos vinos. “¿Y qué le has ofrecido como explicación?” preguntó. “Una emboscada y una muerte natural. No me ha creído, pero no averiguará más, me ocuparé de ello”. Bebieron el vino mientras miraban hechizados la crepitante danza de las llamas, y sentían su calor en el rostro, la única tibieza que había tenido el día. “Ruego que me disculpéis, señor. Quisiera retirarme. Ha sido una jornada agotadora”. “Por supuesto. Descansa Césare. Sospecho que las próximas semanas serán aún más duras”. Sin alcanzar a entender, comenzó a retirarse. Cuando abría la puerta del salón, el médico se giró de nuevo hacia su soberano: “Siento no haber encontrado el cuerpo de vuestro primo. Sólo se ha hallado un rastro de sangre que cuesta interpretar”. “Ha de reposar junto a su hermana, lo habría querido así”. “Lo encontraremos, mi señor”, apuntilló desde el quicio de la puerta.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa

Una historia verdadera

Mi tía Carmen llevaba toda su vida queriendo ir al santuario de Lourdes, pero tuvo que esperar más de sesenta años para conseguirlo. Lo que ella no llegaría a saber nunca y nosotros no supimos hasta el mismo día de su muerte es que aquella esperada visita tenía un fin muy concreto.

Siempre había sido muy devota. No en vano, había nacido y pasado toda su vida en Zaragoza, donde la devoción por la virgen del Pilar es más que conocida. Devoción que, sin duda, le vino no sólo por su educación en un colegio religioso, sino también inculcada por su padre, quien trabajó toda su vida con las monjas del Pilar abasteciéndolas de los productos necesarios para su alimentación. Y, aunque él también era muy católico, de vez en cuando, de camino a casa, le acompañaba alguna que otra merluza extraviada.

Carmen fue una mujer de fe, aunque su definición de fe era muy curiosa. Ella sostenía que la fe era melocotón en almíbar, porque decía que cuando compras una lata esperas que al abrirla su contenido sea melocotón en almíbar y no otro. Ese, para ella, era un acto de fe.

La vida de Carmen transcurrió en el cuidado de su marido y sus tres hijas y eso le impidió durante años encontrar el momento para hacer el viaje de su vida: ir a Lourdes y visitar a la virgen. Aquel día llegó. Ya había cumplido los sesenta y casi no veía, pero eso no le había quitado la ilusión de ver cumplido su sueño.

Fue a Lourdes y allí, a pesar de su poca vista, cuando entró en la oscura cueva que alberga la imagen de la virgen, vió brillar en el suelo una medalla de oro. Se agachó, la cogió y se la metió en el bolsillo sin pensarlo dos veces. La visita duró un solo día, pero ella se vio más que recompensada. A su regreso a Zaragoza se colgó la medalla del cuello, donde permanecería hasta el día de su muerte, pocos años después.

Al llegar al tanatorio el día en que Carmen murió, una de mis primas me llevó aparte con la excusa de enseñarme algo.

-Mira ésto- me dijo con voz temblorosa, alargando su mano y depositando torpemente en la mía una medalla.

-¿Recuerdas que mi madre encontró una medalla en Lourdes?- me preguntó.

No lo había olvidado. Y al contacto con mi mano creí sentir el calor del cuerpo de mi tía en aquella medalla, mientras un escalofrío recorría todo mi cuerpo. Por unos instantes me quedé mirando fijamente la imagen de la virgen de Lourdes, sin reaccionar.

-Dale la vuelta- me requirió su hija, impacientemente.

No podía creer lo que estaba viendo. En la medalla estaba inscrito el nombre de Carmen.

-!Es el nombre de tu madre!- le dije sobresaltado.

-Eso no es todo. Fíjate en la fecha- me ordenó nerviosa, esperando mi reacción.

Miré la fecha y me di cuenta de que coincidía con el día y el mes en que mi tía Carmen había muerto.

Le devolví la medalla. Ahora el que temblaba era yo.


Mariano Salvadó (Curso Escritura Creativa)

miércoles, 4 de febrero de 2009

Un Nazi Intelectual

- ¡Alto! ¡Acerquen la nave para el abordaje y no intenten ninguna maniobra o abriremos fuego!

Al oír estas palabras, el temor a un error o una desinteligencia en la operación montada me llenó de terror. ¿Me había equivocado al escapar? Terminaría mis días bajo el fuego de la metralla?
Quién capitaneaba la nave respondió rápido y en perfecto inglés, que un jerarca nazi, que estaba a bordo, se entregaría a las autoridades y que la operación había sido acordada con los más altos niveles del gobierno de Gran Bretaña.

Todo comenzó en Viena, invierno de 1907, el frío apenas permitía mover las manos, pero el deseo de pintar hacía que me olvidara y cojiera los pinceles y mezclara colores casi confundiéndome con la primavera.
A mi lado pintaba Adolfo, que estaba intentando ingresar a la Academia de Bellas Artes, donde había sido rechazado dos años antes. Era una persona extraña, solitaria, pero con ideas que me atraían. Mis estudios en filosofía me permitían discutir con él sobre la condición humana, la sociedad, el destino de la humanidad, los derechos del hombre….
A partir de la pintura y las tertulias que montábamos tras una taza de té bien caliente, que permitía desentumecer los huesos, fue naciendo nuestra amistad.

Los años pasaron, me recibí de Licenciado en Filosofía y marché a doctorarme en Munich. Adolfo vivía en esa ciudad desde que decidió partir de Viena por no haber aprobado por segunda vez el ingreso a Bellas Artes. Me reencontré con él, recordamos viejos tiempos de miserias y necesidades. La amistad fue creciendo con el trato permanente.
Su figura política crecía rápidamente, su habilidad para tejer alianzas y su capacidad de oratoria lo proyectaban como futuro dirigente de Alemania. Un día entre té y té, siempre fue un amante del té, me convocó a integrarme a sus filas. No dudé y me enrolé en el movimiento Nacional Socialista. Mi formación católica y mis ideales de un mundo mejor, en especial para los pobres, hicieron que me encandilara con esa doctrina y creyera que podría ser una solución para los males que aquejaban a la sociedad y un freno a la marea roja y atea que avanzaba sobre Europa.

Fui durante varios años una de las personas de confianza de su entorno, pero a medida que el movimiento crecía y Adolfo conseguía más poder, mis dudas se agrandaban respecto al fin último de sus ideales.

Mis vinculaciones con el mundo intelectual y la Iglesia, permitían mantener en cierto equilibrio las relaciones del partido con estos sectores. Pero con el paso de los años, el aumento desmedido de poder y las acciones despóticas de Adolfo, hicieron mella en estas relaciones y comencé a ser visto con recelo en ambos sectores.

Mi incomodidad y disconformidad iban en aumento. Cuando se inició la persecución a los judíos, mis ideales respecto al partido comenzaron a tener un cuestionamiento interno mucho más profundo. La idea de discutir estas acciones con Adolfo me aterrorizaba, sabía que de hacerlo sería hombre muerto.

Llegó la invasión a gran parte de Europa. El ambiente en Berlín era cada día más irrespirable y comencé a planear mi fuga. La llamé así pues no había alternativa para el entorno de Hitler, fidelidad al líder o muerte.

Me llevó varios meses planificar ni huida. Recurrí a relaciones que me había dado la cercanía al poder y a maquinar un sinnúmero de alternativas. Finalmente decidí tomar unos días de descanso en la costa francesa, con la aprobación de Adolfo. Había acordado con gente de la resistencia mi ida a Inglaterra. Sabía que no sería recibido como un héroe, pero era la única alternativa viable, que tenía alguna probabilidad de éxito.

Una noche de julio de 1940, subí a una pequeña nave, cuyo capitán era de la resistencia francesa y partimos en dirección al sur de Gran Bretaña.

No he muerto. Sobreviví al abordaje. Mi situación se aclaró en un par de horas, luego que el oficial a cargo de la nave inglesa hablara con el comando central.

Fui tratado como un nazi disidente y estuve en prisión hasta dos años después de finalizada la guerra. Fui indultado por no tener cargos en mi contra y al salir de la cárcel pude incorporarme a la sociedad. Inicialmente trabajé en la reconstrucción de Londres, posteriormente, gracias a un ex compañero de estudios que se había radicado en Londres a comienzos de 1930, pude volver a los claustros donde imparto clases de filosofía.

Había perdido 20 años de mi vida por un ideal que terminó siendo una historia de terror. Los 7 años en la cárcel me han permitido reflexionar, no sin dolor, de todo aquello que quedó en el camino…..
mi familia destruida, mis amigos de muchos años muertos o desaparecidos, mi casa, mis mascotas, mis libros y una lista tan extensa de lugares, afectos y pequeños detalles que no logro terminar de enumerar.
He vuelto a los orígenes, a mis clases y mis libros, de donde quizá nunca debí salir. Hoy más que los ideales de una sociedad justa y equitativa, defiendo los ideales del hombre, su libertad y el derecho a vivir en paz, que son la base de la sociedad que soñé.

Londres, 15 de septiembre de 1950.

Plumero y Galaxia

Nada hacía pensar que aquella mañana iba a ser distinta que otras, Francisca se despertó y, sin abrir los ojos, esperó a que las cosas volvieran a ordenarse lentamente en su cabeza. Poco a poco fue recobrando la conciencia, los recuerdos volvían y Francisca dejó que se ordenaran y recompusieran su realidad, abrió los ojos, giró la cabeza hacia la izquierda y allí estaba la otra mitad de la cama perfectamente hecha.

Se levantó despacio, el dolor en las articulaciones le recordó que 76 años no pasan en vano, preparó el café, encendió un telediario que vomitaba noticias sobre desastres naturales, crisis, conflictos étnicos y fracasos diplomáticos que ocurrían lejos, muy lejos de aquél pueblo encajonado entre la ría y la montaña, y al que sólo podía accederse por medio de una estrecha y sinuosa carretera.

Dejó el montón de cartas en una punta de la mesa y, aunque más no fuera por no cambiar de hábitos empezó con las tareas. Primero el dormitorio, plumero en mano fue repasando de arriba a bajo y de adentro hacia afuera las figuras de porcelana, los portarretratos ovalados con fotos de un pasado siempre mejor, la lámpara colgante de gotas de cristal ya amarillento por el tabaco y los años.

El tabaco y los años... nunca quedaría claro si fueron los sesenta cigarrilos diarios o los cuarenta años respirando el polvo de mineral de hierro de la antigua fábrica de cemento, el caso es que Luis ya no dormía a su izquierda desde hacía varios meses.

Salió por un pasillo de paredes empapeladas y cargadas de adornos. El polvo volaba y las partículas brillaban al cruzar los rayos de sol que se colaban por la ventana entreabierta, luego el cuarto de invitados, intacto desde hacía más de 30 años. Primero fue para los niños, pero con el tiempo y en voz baja la pequeña habitación fue cambiando de nombre y de destino.

De vuelta en la cocina Francisca echó un vistazo, todo estaba tal y como a Luis le hubiera gustado encontrarlo al llegar, era lunes, así que tocaba ir al mercado, revisó la nevera de forma automática, ya que compraría lo mismo que cada lunes en los mismos puestos del mismo mercado.

De pronto algo llamó su atención, allí, encima de la mesa y entre el montón de cartas vio un sobre manuscrito con un montón de sellos... y venía a su nombre: Dña. Francisca Domínguez Patiño. Giró el sobre intrigada: Rte.: Don Carlos Américo Soler Domínguez, calle Fray Juan de Torquemada Nº 48, 06800 México D.F.

Abrió el sobre con curiosidad, segura de que se trataba de un error, pero venía a su nombre y estaba en su buzón, así que no estaba cometiendo delito alguno, ¿pero México?, seguro que en el telediario alguna vez había oído hablar de México y seguro que era un lugar extraño y peligroso.

Del sobre salieron dos hojas perfectamente manuscritas, con una caligrafía pareja como la de una maestra, también unas cuantas fotos antiguas y algunas más recientes a juzgar por el color y el brillo del papel.

Leyó las dos hojas con toda la velocidad y comprensión que le permitían sus tres años de escuela, cuando las hubo acabado cogió la foto más grande con las manos sudadas y aun temblorosas, era una panorámica hecha desde una pequeña altura desde donde se veía una antigua casa de piedra con su hórreo de seis pegollos, su quinta de árboles frutales y el pozo de agua... más allá la ría y más allá la montaña. Levantó la vista hacia la ventana y allí la vio, esta vez con todos los colores de aquella mañana de marzo, la antigua casa de piedra ahora invadida por la maleza, el pozo, la ría, la montaña.

Volvió al principio de la lectura y esta vez fue más despacio, deteniéndose en cada nombre, en cada fecha, dejando que los recuerdos volvieran cada vez más claros.

–Mire que ponerle Américo a una criatura, exclamó, y su voz, su propia voz se le hizo extraña rebotando por las paredes de su propia casa, su casa, la casa donde había pasado los últimos cuarenta y siete años y que había construido junto a Luis en lo más alto del terreno después que en el invierno del '54 la ría subiera tanto que la obligó a pasar casi tres meses durmiendo en el hórreo junto a la tía Adelina y al tío Vicente.

Habían pasado 50 años desde aquél invierno, Francisca se estremeció, por primera vez en 76 años comprendió que lo que le quedaba por vivir era mucho menos de lo que había vivido, sintió que la vida aun se agitaba nerviosa, que le pedía salir fuera, que quería saber qué había más allá de esa montaña y más allá. ¿Y luego qué? ¿Y quién escribía esas cartas inútiles que cada mes llegaban del banco? ¿Y cómo vivía el hombre que cada mañana desayunaba desastres en el telediario? ¿Y dónde acababa la carretera estrecha y sinuosa?

–¿Y por qué yo?, se preguntó mirando las fotos.

–¿ Y por qué no...?

Pensó que las dos antiguas maletas de cartón prensado y bordes de madera no serían suficientes para meter todo lo que necesitaba, pero aun quedaba sitio y ya no quedaba nada importante que llevar. El taxi hacía más de diez minutos que esperaba, miró a su alrededor, todo estaba limpio y en su sitio, tal y como a Luis le hubiera gustado encontrarlo al llegar. Luis –pensó–, descolgó el viejo portarretratos con la foto de la boda y el polvo volvió a arremolinarse caótico y brillante entre los últimos rayos de sol.

El silencio sonó tras el portazo, el pueblo fue haciéndose cada vez más pequeño y la carretera cada vez más ancha, la noche se cerró, todo era nuevo y sin embargo nada había cambiado, el mundo seguía girando en la periferia de aquella galaxia en espiral barrado por un camino de estrellas, con los ojos perdidos en el recuerdo sonaron en su cabeza las palabras del tío Vicente cuando subían al techo del hórreo las noches sin luna a ver el cielo: "...y eso que parece leche derramada son estrellas que guían al peregrino en el Camino de la Plata, y recuerda hija, cada camino es un camino, ninguno es igual a otro y nadie puede caminar el nuestro."

Pablo

lunes, 2 de febrero de 2009

Oído en línea

A muchos quilómetros de aquí (y según dicen algunos, en otra dimensión) existe el Universo de los Sentidos. En él, en un planeta muy parecido a la Tierra, conviven millones de sentidos repartidos en cinco razas: tacto, olfato, vista, gusto y oído. Pese a ser muy parecidos, cada uno de los habitantes del Planeta Sentido (que así se llamaba el lugar) se diferenciaba por su forma. De esta manera el sentido del tacto se caracterizaba por tener forma de mano, el del olfato por tenerla de nariz, la vista de ojo, el gusto de boca y el oído, como no, de oreja. En el Planeta Sentido se dan miles de buenas historias cada año, pero hoy os voy a contar una, tal y como se la contó su abuela a mi tía oreja y ella a mí.
Corría la década de los ochenta cuando Juana Orejota tuvo una brillante idea que iba a cambiar su vida. Iba a fundar una nueva empresa llamada “Oído en línea”. Debido a su psicología, los sentidos eran de carácter reprimido y deprimido. Las narices acostumbraban a llorar y moquear por cualquier cosa; los ojos, al tener una visión más detallada de su mundo, no podían evitar sentirse abrumados; el tacto era sensible por naturaleza; al gusto, por su parte, le gustaba mucho hablar, tratando de esconder sus problemas…
Y el oído, ay señoras y señores, el oído era completamente diferente al resto de los sentidos. Mientras que gusto, tacto, olfato y vista eran tremendamente egocéntricos, el oído era completamente altruista, capaz de escuchar a cualquiera durante horas y, debido a su gran experiencia, dar los mejores consejos.
Fue esto lo que llevó a Juana Orejota a crear el “Oído en línea”. Creyó que si creaba una línea telefónica de pago, podría ganarse bien la vida escuchando los problemas de los demás (sobre todo con el sentido del gusto, aquellas bocas sufrían una verborrea que podían hacerle rica). Cuando su marido, Nacho Pico de Oro le dijo que para qué iban a llamarla a ella si ya existía el “Oído de la Esperanza”, Juana le replicó con rapidez. “Porque ellos sólo escuchan, yo haré un seguimiento personalizado de mis clientes, les llamaré para seguir sus casos y les solucionaré todos sus problemas ¡Deja de ser tan pesimista Nacho! Bah, nunca me entenderás, sólo eres una boca…”. Las palabras de Juana eran muy duras, pero es que su matrimonio pasaba un bache.
Se habían casado dos años antes (lo cual creó las críticas de muchos, pese a vivir en tiempos modernos, muchos no aprobaban las relaciones entre sentidos). Tal y como había predicho su madre, parecía que su matrimonio estaba destinado al fracaso. Las discusiones ocasionales pasaron a ser gritos y reproches casi diarios. Esa fue otra de las razones que llevaron a Juana a crear “Oído en línea”, creyó que si solucionaba los problemas financieros de la pareja, quizá dejarían de pelearse.
Siendo así, Juana se puso manos a la obra. El primer paso fue buscar a alguien que invirtiera en el negocio. El elegido fue Esteban Napias, una nariz con buen olfato para los negocios. Cuando Juana le explicó su idea, Esteban se olió que aquello podía funcionar y le dejó el dinero que quería.
Cuando Juana juntó todo lo necesario montó una oficina en su casa. Un teléfono con un buen auricular para no perderse un detalle de lo que le contaran, papel y lápiz para tomar datos y un archivador para tener controlados a sus clientes. Lo único que faltaba era un buen anuncio en el periódico. “Oído en línea. Tú habla, yo te escucharé. Te espero en el teléfono…” rezaba la publicidad publicada en un rinconcito de un periódico de tirada local.
Pese a que al negocio le costó arrancar, la cosa empezó a funcionar al cabo de unos meses. El boca a boca funcionó de maravilla y muchos fueron los que se sorprendieron de “Esa oreja que solucionaba todos los problemas”. Pronto todas las preocupaciones monetarias de Juana y Nacho desaparecieron, pero no así las personales.
Conforme más crecía “Oído en línea” más se alejaba la pareja. Juana se pasaba largas horas escuchando los problemas de los demás, en muchas ocasiones hasta altas horas de la madrugada. Pero cuando Nacho intentaba hablar con ella o discutir sobre algún asunto, Juana contestaba con un seco “Ahora no, alguien me necesita”. Llegó un momento en que Juana empezó a casi ni parar para comer o dormir. Adelgazó tanto que toda ella era cartílago. Finalmente, un día, tras un mes de ser ignorado por completo por su esposa, Nacho abandonó a Juana Orejota el día del tercer aniversario de su boda. “Es más fácil escuchar los problemas de los demás que afrontar los propios” dijo Nacho poco antes de dar un portazo en lo que hasta hacía poco era su hogar. Juana ni lo escuchó, estaba demasiado preocupada hablando con una vista que se quejaba que marido había mirado un ojo que no era ella. Juana notó la ausencia de Nacho cuando la basura empezó a acumularse en la cocina y la comida escaseó en la nevera. “Tanto da” dijo, “Así no obstruirá mi Oído en Línea”. Siendo así, Juana contrató gente para que limpiara su casa y le trajera comida, así no tenía que dejar el “Oído en Línea” en ningún momento. Poco tardó trabajar veinticuatro horas al día, aún así, nunca quiso fichar a nadie para que la sustituyera. Pero todo lo era igual, ella era feliz ayudando a los demás, o creía serlo…
El día en que se cumplieron diez años del nacimiento de “Oído en Línea”, Juana recibió una llamada. Se trataba de alguien que, por los avatares de la vida, lo había abandonado todo por su trabajo y que había perdido a todos los suyos. Juana, en un alarde de inconsciente falsedad le aconsejó que necesitaba encontrar un equilibrio entre trabajo y familia, que si no para qué tanto esfuerzo. “Temo que no esté a tiempo” le dijo la clienta, “Siempre se está a tiempo de arreglar los errores… si uno quiere” le contestó Juana Orejota. “Claro, si uno quiere” dijo la clienta soltando una risita. “Bueno chica” espetó Juana “¿Podrías darme tu nombre? Es para la ficha”. “¿Mi nombre?” dijo la clienta soltando una carcajada “¿Acaso no lo sabes ya? Me llamo Juana. Juana Orejota”.

Francesc Martínez

Paraguas&volcán

El piso situado en la segunda planta de un inmueble ubicado en el centro moderno de la ciudad, era agradable y acogedor, a pesar de que sus dimensiones eran reducidas todo en su interior aparentemente resultaba armónico y todo el mundo se encontraba bien en él.

En las diferentes estancias los muebles estaban perfectamente distribuidos, en el salón destacaba el sofá, Laura lo había seleccionado con todo cariño para que resultara cómodo e íntimo, en otro rincón del salón estaba situada la mesa y adosado a la pared una estantería con cajones donde todo lo que se veía estaba en perfecto orden, circunstancia que no se daba en lo que estaba dentro de los cajones generalmente mucho mas desordenado y caótico.

Curiosamente en un rincón del recibidor destacaba en sobremanera un paraguas, de aquellos que ya no están de moda, grande, robusto y negro, Laura cuando se divorció de su marido, hace unos años, fue una de las pocas cosas que se llevó de su antigua residencia, si le preguntásemos, quizás no nos sabría decir el por qué, pero se lo llevó con ella, durante sus años de matrimonio le había protegido de muchas tormentas y desde que en un momento determinado de su vida un aguacero la pilló desprevenida y la caló hasta su ropa más intima, siempre lo llevaba con ella aunque fuera de una forma inconsciente.

En este entorno Laura se encontraba a gusto y en cierta manera protegida de todo aquello que caóticamente depositado en los cajones tanto le atraía y que prácticamente nadie conocía.

Hace unos días, Laura conoció, a través de una amistad común, a Héctor, tuvieron una corta charla, pero lo suficientemente intensa para que se intercambiaran los teléfonos y quedaran en llamarse.

Desde aquel momento Laura de una forma inconsciente esperaba la llamada, Héctor, en cierta manera, le había impactado, pero ella sabía que con su paraguas estaba protegida de cualquier tormenta que se pudiera desencadenar, así pues que decidió acabar con la espera y tomó la iniciativa, marcó el número de teléfono de Héctor y conversó con el durante unos minutos, todo arreglado, le había invitado a cenar el viernes próximo en su piso y él había aceptado encantado.

Laura tenía claro lo que aquella invitación significaba, no era la primera vez que algo así ocurría, ni seguramente fuera la última, aunque en el caos de sus cajones las ideas seguían sin estar claras.

Tenía una habilidad extraordinaria para organizar este tipo de eventos, cena ligera, poca luz (las velas ayudan mucho), ambiente íntimo, charla distendida, café en el sofá, copita de cava y después lo que se terciara.

Sonó el timbre y curiosamente Laura se sobresaltó ligeramente, pero sin darle más importancia se dirigió a la puerta y la abrió, allí apareció Héctor que también había cuidado el momento y estaba muy atractivo, se dieron dos besos y Laura le invitó a pasar, cenaron tranquilamente mientras Laura más parlanchina de lo normal le iba explicando la historia del pisito, Héctor escuchaba atentamente.

En el interior de Laura durante todo este tiempo se estaba desarrollando una importante tormenta emocional, realmente Héctor le atraía mucho.

Antes de sentarse en el sofá para tomar el café, ahora si conscientemente, Laura buscó su paraguas, estaba segura de que en pocos minutos se desencadenaría la tormenta y quería estar protegida.

Se sentaron en el sofá a tomar el café, la proximidad y la intimidad que aquel estratégico sofá representaban, dio origen a que las pasiones se desbocarán y no en forma de tormenta, sino de volcán, Laura intentó abrir el paraguas pero de nada le sirvió, la lava que expulsaba el volcán fue traspasando el paraguas hasta dejarlo prácticamente como un auténtico colador y el calor de la lava fue recorriendo todo su cuerpo sin que nada, ni nadie lo pudieran evitar.

No es objeto de este relato saber como acabó la historia, pero si es quizás interesante saber que Laura nunca más se compro un nuevo paraguas, a partir de ese día aprendió que los sentimientos deben dejarse fluir según aparecen y que ni el paraguas, ni ninguna otra protección son válidos, cuando el volcán decide expulsar la lava que contiene en su interior.


Manel Delgado