viernes, 26 de junio de 2009

DOS AMORES

DOS AMORES

Tumbados en la cama, con las últimas olas de un orgasmo furtivo, se abrazaron, él le susurró un “te quiero” al oído, ella le miró con la dulzura que desprenden los ojos enamorados hasta el alma.

-No te marches Lidia

-Carlos, no me lo pidas de nuevo por favor, sabes que es imposible
-contestó ella acariciándole la mejilla-.

Lidia le besó dulcemente, se incorporó y fue recogiendo aquel reguero de ropa que con tanta efusividad había ido perdiendo camino de la cama. Pausadamente se vistió, como si no quisiera poner fin a aquella escena. Mientras, él la miraba absolutamente embelesado.

-No se puede amar más –pensó Carlos- mientras ella acababa de arreglar aquellos rizos rubios por los que él la llamaba “mi sirena”.

-Cuídate amor- dijo ella, después de besarle de nuevo. A continuación se dirigió hacia la puerta de la habitación de aquel pequeño nido de amor junto a la playa.

-Te quiero tanto Lidia… cualquier día haré una locura.

Ella le miró lanzándole un beso, como si no le hubiese oído, después desapareció tras la puerta hacia el pasillo. El sonido al cerrarse la puerta de la entrada devolvió a Carlos a su soledad. Tumbado en la cama, observó como el sol de la tarde aún se colaba por la ventana y se posaba caprichosamente sobre aquella fotografía de Lidia junto al espejo. Se giró hacia la mesa de mimbre de su izquierda, cogió el teléfono y marcó un número.

-¡Carlos!

-Hola Rosa…

-¿Dónde estás Carlos?

- No importa, necesito hablar contigo…

De vuelta a casa, mientras conducía, Lidia pensaba en la difícil situación en que se encontraba. Locamente enamorada de dos hombres a la vez y con tan pocas posibilidades de que eso fuera posible mantenerlo en el tiempo. Por si eso fuera poco, ahora además…

Aquella fría mañana de invierno, el cielo había escogido su mejor azul para decorar aquel cementerio junto al mar. Lidia y su marido se acercaron a Rosa. Los tres se fundieron en un efusivo abrazo.

-Juan necesito sentarme, me estoy mareando de nuevo –dijo Lidia dirigiéndose a su marido-.

- No te preocupes Juan, yo la acompaño –dijo Rosa-

Ambas se dirigieron hacia un banco, mientras Juan atendía al resto de familiares y amigos.

- No lo podré soportar Rosa

-Tienes que ser fuerte Lidia, ya sé que es terrible pero…

-¿Cómo pudo precipitarse al mar en una carretera que conocía perfectamente?

-La policía tampoco se lo explica Lidia, ni siquiera hay huellas de frenada, más bien parece…en fin, creo que ahora deberías serenarte. Habla con Juan, todos queríamos a Carlos, pero a él le puede extrañar tu estado; es obvio que tú dolor es más el de una viuda enamorada que el de una gran amiga.

-No tiene porque saber nada. Ahora menos que nunca. Yo amo a Juan tanto o más de lo que he amado a Carlos. Durante todo este tiempo les he amado a los dos y eso Juan no lo entendería, así que lo mejor será dejar las cosas como están. Además hay algo que deberías saber…

-¿Qué sucede?

-Estoy embarazada.

-¡Maldita seas!

-Cálmate Rosa. Cualquiera de ellos podría ser el padre, necesito no saberlo con certeza. Siento que es mejor así.

-¿Se lo has dicho a Juan?

-Eres la primera persona que lo sabe. Cuando pase todo esto se lo diré, seguro que lo hará muy feliz.

-Sinceramente no sé donde te llevará tu forma de hacer las cosas… hay algo importante que debo decirte pero no es el lugar ni el momento adecuado, llámame y te lo explicaré. Y por favor medita bien tus decisiones.

Una vez finalizado el sepelio Juan y Lidia acompañaron a Rosa hasta su casa. Durante el trayecto, Rosa dejó discretamente un sobre bajo el asiento de Lidia mientras ésta fijaba la vista perdida en el horizonte, a su lado Juan conducía sin mediar palabra. Al llegar a casa Lidia marcó un número de teléfono.

- Lidia

- Tu dirás Rosa

-El pasado martes, después de marcharte del apartamento Carlos me llamó…

- ¿Cómo sabes que el martes estuve allí?

-El mismo me lo dijo, pero eso no tiene más importancia. Me citó en su despacho. Estuvimos solos. Según me dijo había acordado con tu marido hacer una visita sorpresa a la delegación de Roma y se marchaba al día siguiente muy temprano. Me pidió que te entregara un sobre de forma absolutamente confidencial hoy viernes. Sospechaba que Juan tenía algún turbio asunto que le ocultaba sobre esa delegación y me insinuó que en ese sobre había información que sólo tú debías tener.

-¿Un sobre? ¿asuntos ocultos de Juan en Roma? ¡el propio Juan me comentó, hace unos días, que irían juntos a Roma en breve a una importante reunión por la buena marcha de la delegación! ¿dónde está ese maldito sobre?

-Lo dejé en tu coche mientras volvíamos del cementerio, bajo tu asiento.

-¿Bajo mi asiento, pero estás loca? ¿Y si lo ve Juan?

-Lo dudo, lo coloqué entre la alfombra y el suelo. Sólo alguien que supiese que está allí lo podría localizar.

Lidia colgó inmediatamente, sin siquiera despedirse. Al llegar, Juan la había dejado en casa y se había marchado a –según dijo- revisar los documentos que Carlos habría dejado pendientes en el despacho. Ahora, él debía ver como resolvía todo tras la ausencia de Carlos. Así las cosas, sólo le quedaba la opción de esperar a que Juan volviera del despacho y ver como localizar el sobre sin levantar sospechas. Por unos instantes, pensó que lo mejor sería ir al despacho de Juan y acceder al parking, pero la idea le pareció tan descabellada que la descartó de inmediato. El tiempo que tardase en volver Juan se le iba a hacer eterno. Pasadas las diez de la noche, Juan llegó por fin.

-¿Cómo estás cariño?

- Bien…¿y tú?

-Bien. ¿Te has vuelto a marear?

-No, no… estoy mucho mejor, ¿qué tal por el despacho?

-Bien. Carlos era el tipo más organizado del mundo y todos los expedientes están en orden. Estos días pensaré en quien delegar todas sus funciones. Al final me tocará ir a mi solo a Roma. En fin…sigo sin creerme todo esto. Me voy directamente a dormir.

-¿Por cierto, has visto una pequeña carpeta que tenía en el asiento trasero del coche?

-No me he fijado cariño.

-Bajaré un momento a buscarla, juraría que la dejé allí. No son más que cuatro notas de un corresponsal de la radio, pero debería echarles un vistazo antes de la reunión de mañana.

Lidia bajó hasta el garaje con el corazón en la boca. Juan no sabía nada del sobre, ella le conocía bien y su forma de actuar lo corroboraba. Abrió la puerta del copiloto como un rayo, golpeándose la pierna violentamente. Ni siquiera sintió dolor, con desespero comenzó a buscar bajo el asiento. Por fin, entre la alfombra, localizó su tesoro. En su interior encontró primero una breve nota: “La carta cerrada que encontrarás junto a esta nota me la entregó Carlos para ti, indicándome que pronto se iría de viaje. Rosa”. Hacía apenas unas horas del entierro de Carlos y ahora recibía a través de su mejor amiga una carta de él mismo… destrozó literalmente el sobre que acompañaba a la nota mientras el corazón latía con violencia, con la única esperanza de encontrar en su interior una respuesta coherente a tanta locura.

“Amor mío, soy incapaz de compartir nuestro amor con Juan. Créeme si te juro, que durante todo este tiempo he luchado por intentar convencerme de que no eras una egoísta. En realidad, no sé que nos hace pensar que no se pueda amar a más de una persona a la vez. En cualquier caso, él es una gran persona y sé que te ama tanto como yo. Te cuidará y te amará toda la vida. Una última cosa, en nombre del amor cuéntale toda la verdad. Esté donde esté te amaré siempre “mi sirena”. Carlos.”

Lidia no podía creer lo que estaba leyendo. Lloró desconsoladamente, con rabia. “Maldito cobarde –pensó- sabía que era imposible que fuese un accidente… ¡llegar al extremo del suicidio!”. En su interior, el dolor se mezclaba con un incontenido sentimiento de rabia hacia la vida, hacia lo establecido, hacia las normas. Un sentimiento de culpa la invadía, mientras ella misma trataba de justificarse, pidiendo al cielo que le explicase porqué maldita razón nadie podía entender el modo de amar que ella sentía.


Los meses posteriores transcurrieron lentamente, del dolor inicial por la ausencia de Carlos, tanto Lidia como Juan, pasaron a un estado de ilusión por el pequeño que estaba en camino. En ocasiones, Lidia sentía que Juan estaba como ausente, dubitativo, frío quizás; de repente, entendía que esas sensaciones no eran más que una mala pasada de su mente ante ese atroz sentimiento de culpa que día y noche la acompañaba. Tras un embarazo difícil, nació Olver. Lidia y Juan estaban radiantes de felicidad. Lidia sentía que aquel pequeño parecía haber llegado a iluminar alguna ausencia. Aquella tarde de verano, cuando Olver contaba con apenas un mes de vida, Lidia salió para hacer unas compras junto a Rosa, sólo serían un par de horas en las que Juan se encargaría del pequeño. No se marchaba muy tranquila, Juan no tenía mucha práctica con el bebé y además, en los últimos días, lo había notado especialmente nervioso con el tema del traspaso del negocio. Finalmente se marchó, no sin antes hacer que Juan le prometiese que si tenía algún problema la llamaría. Las dos horas de compras se le estaban haciendo eternas, así que decidió llamar para ver como iba todo.

-Rosa, Juan no contesta.

-No te preocupes por Dios, estará haciendo algo y no podrá atender la llamada.

No habían transcurrido ni diez minutos cuando decidió intentarlo de nuevo.

-No insistas Lidia, él verá que le has llamado y te llamará

-Sigue sin contestar Rosa, creo que algo no va bien…

-¡Por Dios Lidia!

Juan seguía escuchando como sonaba el teléfono, -no tengo mucho tiempo- pensó. Mientras acaba de poner un nuevo pijama a Olver, observó con detenimiento aquella pequeña manchita rosácea con forma de flor junto a su pequeño pié. Volvió a mirarse su propio pié comprobando, como con el paso de los años, aquella mancha seguía allí, rosácea, junto al tobillo.

-Rosa, ahora mismo me vuelvo para casa.

-Pero Lidia por favor…

-¿Me acompañas?

Con cierta inquietud, Rosa paró el primer taxi que vió. Nada más llegar, en una primera visión del salón, comprobaron varios cajones abiertos y tremendamente revueltos.

-¡Juan!

-¡¡Juan!!

Sin apenas aliento, Lidia se dirigió hacia su dormitorio, y una vez allí a la cuna de Olver temiéndose lo peor. En su cabeza sonaba la palabra culpa, la posibilidad de que Juan lo hubiese sabido todo y que eso lo hubiese llevado a hacer cualquier barbaridad. Pero era imposible. él no podía saber absolutamente nada… o quizás si.

Horrorizada, comprobó como en la cuna sólo quedaba aquel pequeño pijamita con el nombre de su bebé. Y algo más. Allí estaba, en la cuna de Olver, un sobre gris, exactamente igual al que Rosa le dejó en el coche el día del entierro de Carlos. A diferencia del suyo, éste ya estaba abierto, sin pensarlo dos segundos cogió la carta de su interior.

“Querido Juan, si lees esta carta querrá decir que hoy es el día de mi entierro y que Claudia, nuestra secretaria, ha cumplido el encargo con total discreción, le pedí personalmente que te la entregase, solamente si me sucedía algo muy grave. Me marcho definitivamente de vuestras vidas. No he podido evitar amar a Lidia hasta la locura, ni ella a mí, pero créeme si te digo, que ella ha sido capaz de amarnos a los dos, aunque yo no pueda comprenderlo. Os deseo toda la felicidad del mundo. Carlos.”

En una línea inferior, manuscrita, una pequeña nota, “después de haber leído esta carta, por favor, no nos busques, estaremos muy lejos. Olver estará bien. Te amaré siempre. Juan.”


Conrado S.

jueves, 25 de junio de 2009

LAS CAJAS DE MADERA

En mi pueblo vivía un hombre llamado Paquito, que todas las tardes sacaba a pasear a un caballo enano que tenía como mascota.
─Mira mamá, un pony ─decían los niños al verle pasar.
─Que no es un pony, leches ─replicaba el hombre indignado─. ¿Es que no lo veis, que se trata de un caballo enano?
Acto seguido se agachaba y acariciaba suavemente la melenita del caballo, mientras le susurraba algo al oído, acaso una disculpa. “Son niños” le oyeron unos decir un día. “No entienden de animales” juraron otros que dijo con los dientes apretados y la rabia contenida. Así, con caricias y dulces palabras intentaba Paquito el animal, como le llamaban en el pueblo, aliviar el dolor y la humillación que para cualquier caballo supone, el ser confundido con un pony.

Pero según se cuenta por ahí, el caballito no fue el primer animal exótico que Paquito paseó por el pueblo. Yo no había nacido aún cuando un repartidor descargó frente a la puerta de su casa una misteriosa caja de madera procedente del fin del mundo. De ella, desorientados y ladrando, asomaron cuatro perros salchichas unidos entre si por las patas traseras, formando una especie de extraño tren de perros. Junto a la caja de madera llegó también una carta, que Paquito leyó con lágrimas en los ojos. Acto seguido, enjugándose las lágrimas y sin decir ni media palabra, introdujo a los perros en su casa con sumo cuidado de no golpearlos con los marcos de las puertas; firmó el acuse de recibo al repartidor, y desde aquel preciso instante se dedicó en cuerpo y alma a cuidar de sus animales.
─Mira, mamá, una ristra de chorizos gigantes que caminan ─decían los niños al verle pasar.
─Que no son chorizos, leches ─replicaba Paquito furioso─. ¿Es que no veis, que son perros? Perros salchichas que están muy unidos.
Y entonces se agachaba hasta ponerse a la altura de la ristra de perros y los acariciaba y consolaba, hasta conseguir que se olvidaran del agravio y movieran sus colitas rítmicamente con alegría, abofeteando con ellas al perrito que tenían detrás.

Dicen que a los pocos años de la llegada de la primera caja de madera, otro repartidor descargó frente a la casa de Paquito una segunda caja, esta vez un poco más pequeña y procedente también del fin del mundo. De ella asomó de repente un animal de aspecto muy parecido al de una mofeta, que nada más aparecer, inundó el ambiente con un delicioso olor a rosas y a jazmín. Paquito, con el rostro serio, leyó de nuevo la carta que venía acompañando la caja, firmó el recibo al repartidor e introdujo al animal en su casa.
─Mira, mamá, una mofeta ─decían los niños al verle pasar con su nueva mascota.
─Que no es una mofeta, leches ─replicaba él indignado─. ¿Es que no lo veis? Se trata de un ardillo. Y los ardillos cuando se enfadan o tienen miedo no exhalan gases pestilentes, sino que esparcen en el aire el más delicado aroma a flores silvestres.
Y entonces se agachaba para consolar al pobre ardillo de la ofensa de haber sido confundido con una pestilente mofeta, mientras el animal, medio asustado, medio aturdido, seguía inundando el ambiente con la mejor selección de sus perfumes.

Algunos años más tarde, según se comenta por ahí, a Paquito volvió a llegarle otra caja de madera procedente del fin del mundo. Esta vez de ella no emergió nada, fue Paquito quien tuvo que introducir la mano en la caja hasta dar con una bolsa de plástico transparente repleta de agua. Sorprendido, observó el contenido de la bolsa, y comprobó que dentro de ella flotaban felizmente una docena de simpáticos pececillos. Paquito el animal en este caso, al leer la carta, no lloró sino que en su rostro se adivinó una mueca de desagrado. Firmó el recibo al repartidor, y dicen las malas lenguas que esa misma noche preparó una barbacoa en el jardín comunitario, donde asó a la parrilla hasta el último de los peces.
─Mira mamá, están asando sardinas ─dijo una niña al pasar por delante del jardín.
─Que no, leches, que no son sardinas ─afirmó Paquito con la boca llena y con un mohín de asco reflejado en la cara mientras tragaba─. Que son peces tropicales ¿es que no lo veis, que son pequeños y de vivos colores?
Y continuó mascando y tragando con dificultad el bocadillo de pan con tomate y peces asados que se había preparado.

Después de aquella caja, llegaron algunas más: un oso hormiguero que fue confundido con un aspirador, un pingüino al que tomaron por un camarero enano y un ciempiés gigante que fue confundido con una alfombra Persa.
Paquito no volvió a mostrar repulsión ante ninguna de las cajas que le fueron entregadas, ni volvió a asar su contenido en la parrilla. En lugar de eso, las aceptó todas con solemnidad y con el gesto adusto, hasta que llegó la que sería la última entrega de su vida, la del caballito enano al que todos confundían con un pony. Y para ese entonces, se dice que Paquito contaba ya con más de cien años.

Según cuentan los viejos del lugar, Paquito llegó para instalarse en el pueblo con edad ya de peinar canas, y con aspecto taciturno. Unos dicen que procedente del fin del mundo, otros que de la Conchinchina. Lo que sí es seguro es que llegó con un pequeño petate colgado al hombro y que se instaló en el apartamento más pequeño y oscuro del pueblo. Tan oscuro dicen que era, que una vez dentro, resultaba imposible calcular si en el exterior era de día o de noche, e incluso se perdía la noción del tiempo.
Nadie sabe exactamente a qué se dedicó Paquito. Algunos dicen que fue escritor, otros aseguran que domador de fieras, y los más atrevidos garantizan que su única dedicación fue pasear animales y hacerle el amor a las 18 bellas doncellas que se trajo dentro del petate procedentes del fin del mundo, aunque ese último dato, como el resto, está por confirmar.
Lo que sí se sabe con certeza, es que cuando la última caja de madera llegó con el caballito dentro, al anciano en el que ya se había convertido Paquito, no le hizo falta leer la carta que se adjuntaba para caer arrodillado abrazado al animal, y para exclamar con lágrimas en los ojos y mirando al cielo: “gracias, gracias, gracias, gracias, gracias, gracias, gracias…” y así durante un tiempo indeterminado, que no se puede precisar, pues el repartidor, único testigo de la escena, tuvo que marcharse con prisa a realizar otra entrega.

Paquito desapareció hace ya muchos años. El día de su desaparición, a los vecinos de su inmueble les despertó un fuerte resplandor. Un destello luminoso luchaba por acaparar cada espacio, cada rincón, cada átomo, convirtiéndolo todo en una inmensa nube blanca. Atrapados por la fuerza hipnótica de esa claridad, casi en éxtasis, los vecinos se reunieron frente a la puerta de entrada de la casa de Paquito, lugar de procedencia del destello luminoso. No les hizo falta forzar la cerradura, y es que según se cuenta, la puerta se abrió con el leve suspiro que uno de los vecinos, el más anciano, exhaló.
Blanco como la nieve, y levitando en posición horizontal, se encontraron a Paquito, con una leve sonrisa dibujada en el rostro y abrazado a una pequeña caja de madera.
Los vecinos, sorprendidos ante la visión, pero demasiado atraídos por la fuerza magnética de la luz que desprendía Paquito como para reaccionar, rodearon su blanca figura y se sentaron en el suelo, incapaces de apartar la vista del fulgor y la energía que manaba del cuerpo de aquel anciano.

─Podríamos abrir la caja y ver qué contiene ─propuso el más joven de los vecinos, el primero en reaccionar.

Y el más osado de todos, traspasó el halo brillante de luz que manaba del cuerpo de Paquito hasta alcanzar la caja y extraer de ella una fotografía amarilleada por el tiempo, de un Paquito joven con un bebé entre sus brazos. La caja contenía también, una por una, todas las cartas que acompañaron las entregas de animales que a lo largo de su vida Paquito recibió.

─Podríamos leerlas todas, y ver qué dicen ─propuso de nuevo el más joven de los vecinos.

Y el más osado de todos empezó por leer la primera:
“Aquí recibes a estos cuatro perros, que sois en verdad tú y tus tres hermanos, unidos por las piernas como hubierais debido estarlo por los lazos de la sangre. Deberás cuidarlos, protegerlos y respetarlos, para compensar todas las veces en que los descuidaste, los desprotegiste y no los respetaste, hasta que fuiste castigado con el destierro.”

Y prosiguió con la segunda carta:
“Aquí recibes a este Ardillo, que es en realidad tu mujer. Deberás cuidarla y protegerla para reparar y compensar todo el daño que le hiciste con cada hediondo agravio que le propinaste, hasta que fuiste castigado con el destierro.”

Y continuó con la tercera:
“Aquí recibes a estos 12 peces, que son en verdad tus 12 compañeros de borrachera, que te incitaron y provocaron parte de tu mal. Cómetelos para reparar el daño que en compañía de ellos hiciste, hasta que fuiste castigado con el destierro.”

Y así, una a una, leyó todas las cartas que explicaban qué era cada animal, y qué simbolizaba: el oso hormiguero fue su mejor amigo al que acusó de meter las narices donde no debía, el pingüino simbolizaba la frialdad con la que Paquito trató a todo el mundo, y el ciempiés gigante vino a recordarle el modo en el que solía huir de los problemas como si de cien pies estuviera dotado.

Por fin llegó a la última carta:
“Aquí recibes a este caballito, que es tu hijo. Al único al que verdaderamente amaste, cuidaste y respetaste antes de ser castigado con el destierro. Sólo por él y para él, tendrás una nueva oportunidad. Resárcelo del tiempo en que no pudiste cuidarlo por cumplir con tu deuda en el destierro, y una vez hayas cumplido, toda la oscuridad de tu vida se tornará en una luz cegadora que lo traspasará todo, una claridad te llenará el alma. Serás perdonado.”

Y dicen que después de leer aquella carta, los vecinos cayeron en un estado de sopor que los dejó inconscientes durante horas o días o semanas o meses, nadie sabe precisar.
Cuando por fin despertaron, ni Paquito, ni la caja, ni las fotos, ni la luz, ni las cartas, poblaban ya la oscura habitación en la que vivió Paquito.

Algunos dicen que nunca ocurrió, otros dicen que lo soñaron y los más incrédulos afirman que todo lo inventaron. Lo que sí es cierto, y se puede confirmar, es que algunos días de otoño en los que el viento sopla con fuerza, en mi pueblo, es fácil que la imagen de un hombre paseando a un caballito se dibuje a lo lejos, mientras se escucha entre el ruido de la hojarasca a alguien afirmar: “que no, leches, que no es un pony”.

Sonia Ramírez

lunes, 22 de junio de 2009

PAYASO

SHOW MUST GO ON

Ronie salió a la gran pista del circo. Aquella pista era su vida, casi cincuenta años creando ilusiones y risas en aquel escenario. Junto a él su inseparable Owen, con aquellos zapatones inmensos que tantas y tantas veces habían hecho tropezar a Ronie provocando las carcajadas de niños y mayores. Tras diez minutos de despropósito absoluto y de verdaderos ataques de risa por parte del público, Owen intuyó que ésta podría ser la última gran actuación de Ronie. Después del último tropezón con sus grandes zapatones no tuvo más remedio que ayudar a Ronie a incorporarse. Ambos intercambiaron una mirada mezcla de dolor y confidencia; tras esa mirada se adivinaba un código no escrito, “el público no debe saber nunca que el payaso llora”.


-Mírame Ronie, soy Owen. Mírame amor mío. No debí dejarte salir esta tarde, quizás la última tarde… Tu mirada me lo dice todo. No te preocupes…recuerdo nuestro código:”el público no debe saber nunca que el payaso llora”. Desde que te detectaron esa maldita enfermedad…no llores por favor, aunque fíjate, el público ríe cada vez más.

Ronie volvió a caer varias veces más. Incluso sentado en su silla roja de topos verdes cayó como un muñeco de trapo. Owen siguió con el número circense incorporando aquella especie de ciclomotor con tubo de escape de mil explosiones. Ronie seguía sentado en su magnífica silla roja de topos verdes disparando a Owen con aquella pistola de chorros de tinta.


- La vista se me nubla y las piernas tiemblan. Ya no soy el Ronie de las grandes tardes de circo. Incluso mis niños de ayer son hoy mayores... No sufras Owen, no sufras amor. Siento como esta maldita enfermedad me aparta cada día más de la pista, de mi público y de ti. Tantas tardes maravillosas, tantos tropezones con tus enormes zapatones, esa silla roja de topos verdes…No sufras Owen, mi llanto es su risa y su risa mi vida. Mi querida Owen, increíble como payaso y aún mejor como esposa. Siento en tu mirada nuestro código. El espectáculo debe continuar.

Conrado S.

domingo, 21 de junio de 2009

DONDE EL EGOÍSMO NOS LLEVA...



Desde el interior del tanatorio y a través de unos grandes ventanales, se podía observar el hermoso jardín que rodeaba el edificio; la exultación provocada por la policromía de sus flores, contrastaba con la tristeza que en el transcurso de los años se había ido impregnando en aquellos gruesos muros, forzosos y a la vez silenciosos testigos, que de haber obtenido licencia, se habrían girado para no presenciar tanta angustia y dolor.
Ese día, en contra de todo pronóstico, la capilla del tanatorio se encontraba casi vacía. A la ceremonia sólo habían acudido unos cuantos familiares, muy pocos amigos y apenas algún conocido.
Mientras el sacerdote hablaba sobre el sentido de la vida, de cómo debíamos estar preparados para este momento; unas lágrimas difíciles de contener se deslizaban apresuradamente por las mejillas de una de las personas allí reunidas, su pareja durante los últimos doce años. Sin poder apartar la mirada de aquel ataúd oscuro y tétrico que le hacía estremecer, le fueron aflorando recuerdos; algunos muy felices, como el día en que se conocieron, el nacimiento de su primer hijo y otros, tan tristes, que desearía hacerlos desaparecer de inmediato de su memoria.
Sería difícil determinar cuándo o cómo comenzó aquel calvario, más bien fue la acumulación de unos sucesos, que hicieron que aquella relación no funcionase como ellos hubieran anhelado.
Jaime, era comercial informático y viajaba constantemente por Europa. Sus compañeros le llamaban “el androide”, porque podía pasar un mes entero trabajando, sin evidenciar un atisbo de cansancio.
Susana, por el contrario, odiaba por sistema aquello que le pudiera provocar estrés, como viajar en avión, guardar cola en un cajero de supermercado…
Cuando aprobó la oposición a la plaza de bibliotecaria, lo celebró por todo lo alto, se sentía afortunada porque ese trabajo reunía requisitos indispensables para ella, era tranquilo, silencioso y sobre todo con la oportunidad de dedicarse a su gran pasión, los libros y la lectura.
Precisamente, en ese marco tan ideal se conocieron; un día, doce años atrás, Jaime subió apresuradamente las escaleras de la biblioteca, franqueó la puerta principal y se acercó al mostrador, el funcionario no estaba en su puesto de trabajo y él no podía esperar, un cliente le aguardaba. Así que, sin pensarlo dos veces se aventuró a buscarlo sin ayuda.
-¡Con tantos libros de informática, va ser imposible encontrarlo! –exclamó para sí, dando por perdida la venta.
De pronto, una joven bellísima se le acercó, preguntándole:
-¿Le puedo ayudar?
-Sí, por favor. En el aeropuerto han extraviado las maletas y necesito urgentemente encontrar un determinado manual…
Dicho esto, la bibliotecaria se acercó sin más dilación a una estantería, eligió un ejemplar y se lo entregó a Jaime, que lo recibió estupefacto. Aquella joven le había solucionado su grave problema en tan sólo unos segundos. Cuando lo hubo consultado lo dejó encima de la mesa donde se encontraba ella. Se miraron a los ojos; a Jaime no le surgieron las palabras, únicamente le dio las gracias y fugazmente se marchó.
Después de aquel día, ninguno de los dos dejó de pensar en el otro.
Susana no sabía cómo localizarlo.
Jaime no se atrevía a visitarla.
Regresó a su ciudad, pero un sentimiento desconocido para él, le arrastró una semana más tarde, a coger de nuevo el avión y a presentarse en la biblioteca donde trabajaba aquella maravillosa persona que le había robado el corazón. Al cabo de unos meses se casaron.
La convivencia era inmejorable, transcurrieron así unos años y nació su hija Sara, una preciosa niña que les colmó de alegría. La felicidad de ambos era desmesurada, pero dos años más tarde nacieron los gemelos Guillermo y Victor y con ellos llego el caos. No había forma de organizarse. Él viajando de lunes a viernes. Ella en casa con la baja maternal y a punto de darle un infarto.
Cada fin de semana lo mismo:
-Así no puedo continuar, yo sola soy incapaz de llevarlo todo –suplicaba Susana, con unas enormes ojeras oscuras bajo sus ojos.
En contra de su voluntad y presionado por la situación, Jaime solicitó a la empresa un cambio en el puesto de trabajo. Le asignaron un nuevo destino. Se trataba de una oficina cerca de casa y debía atender a los clientes por teléfono.
-Cariño, inténtalo, espera unos meses, ya verás cómo te adaptas. –le aconsejó.
-Estoy seguro de que el tiempo no lo suavizará, me muero por viajar, no quiero más teléfonos… -se lamentó él.
Encerrado en sí mismo y envuelto en una tristeza continua se transformó en un ser mustio, desconsolado y abatido.



María, la vecina, iba a echarles una mano con los niños todas las tardes y a menudo encontraba a Jaime acostado boca arriba sobre la cama y con la luz apagada. Un día presenció cómo Susana al regresar del trabajo le preguntó a Jaime:
-¿Por qué casi nunca vas al trabajo? ¿Qué te ocurre?
-¡Me encuentro fatal! cada día me cuesta más acudir a la oficina. ¡No sé cómo solucionarlo! –contestó llorando
-Yo también lo estoy pasando mal…
-¿Tú, pasándolo mal? Todo esto es por tu culpa, si no te hubieras quejado, todo seguiría como antes. He tenido que abandonar los sueños por los que tanto he luchado. –gritó con desesperación.
-Yo también tengo sueños y una profesión, y las tareas de casa y los niños son de los dos.
Llegado este punto quise marcharme, no quería que estuvieran incómodos por mi presencia, pero Susana me lo impidió y me quedé, total no tenía secretos conmigo.
Jaime se sentía preso de su propio egoísmo. No le importaba lo más mínimo las necesidades o deseos de su mujer, sólo le preocupaba volver a ser el de antes.
Según me contó ella, las discusiones eran cada vez más frecuentes y violentas. Más de una vez, le vi morados bajo la camisa que ella rápidamente justificaba con caídas fortuitas. Cuando regresaba del trabajo le registraba el bolso, buscando una nota o alguna pista que le indicara que tenía una aventura. Dentro de su enajenación llegó incluso a decirle en tono amenazante:
-¡Si me dejas, mato a los niños!
La verdad es que cuando lo escuché me asusté y le sugerí a Susana que sería mejor que se separaran, pero ella le quitó importancia al asunto.
Una noche, después de que se acostaran los niños, se sentó en un sillón frente al sofá donde se encontraba Jaime viendo la tele y se dispuso a arreglar un descosido del dobladillo de una falda. Jaime sin mediar palabra se levantó bruscamente y le quitó con violencia la falda de las manos gritando fuera de sí, diciendo que era una fulana, que la falda era demasiado corta y que seguro que era para agradar a su amante.
Sin poder dar crédito a lo que estaba escuchando y viendo que su marido se encontraba trastornado y muy excitado, optó por no decir nada para que no se alterara más y corriendo se dirigió hacia la habitación de los niños con idea de refugiarse en ella.
La siguió y en mitad del pasillo le dio alcance y con una fuerza descomunal causada por la propia exaltación, comenzó a darle golpes, primero con el puño y después con un taburete que por allí encontró. Susana, sangraba por la nariz, la boca y por todas aquellas heridas ocasionadas por la maldita paliza que le estaba propinando su marido. Perdió el conocimiento en varias ocasiones, cada vez que recobraba el sentido rezaba para que aquello se acabara cuanto antes; ya no notaba dolor, no tenía fuerzas ni para pedir clemencia y se abandonó a su suerte.
Cuando yacía en el suelo, inmóvil y ensangrentada, Jaime dejó de apalearla y comenzó a llamarla con desesperación, pidiéndole que le perdonara, que no lo volvería a hacer, pero que no se muriera, que él no era nadie sin ella y que los niños la necesitaban.
Se acercó con rapidez a la cara para comprobar si seguía respirando y al no notar exhalación alguna, corrió hacia el balcón y desde allí comenzó a vociferar entre gritos y llantos que había matado a su esposa, todo el vecindario salió al escuchar tanto escándalo y de inmediato llamaron a la policía.
La puerta de la vivienda tuvo que ser forzada para poder entrar, encontraron a Susana tendida en el suelo muy cerca de la puerta de entrada a la habitación de los niños, la colocaron en una camilla transportándola de inmediato hacia la ambulancia. Cuando llegaron a la calle un tumulto de gente murmurando, hizo que Susana recobrara el conocimiento. Miró hacia donde se hallaba el gentío formando un corrillo y a través de un hueco distinguió el cuerpo de su marido estirado sobre la calzada teñido de sangre.
Al día siguiente, en los periódicos se podía leer en grandes titulares:
“La Violencia Doméstica azota de nuevo nuestra ciudad, J.C.F. se suicida lanzándose desde un séptimo piso, después de creer que había asesinado a su esposa tras una brutal paliza”
Después de dar sepultura a Jaime, todos me han dado ánimos para seguir adelante. Las heridas aún me duelen, aunque sé que con el tiempo sanarán, lo que más me preocupa es cómo conseguiré anular la huella que ese desgraciado desenlace ha dejado en mi corazón. No sé si lo superaré, pero de lo que estoy segura es que al menos lo intentaré…
ROSA GARCÍA CALLEJA
Alumna relato I

sábado, 20 de junio de 2009

Y los sueños

Hafita acababa de cumplir diez y siete años, era una adolescente soñadora y alegre.
Vivía en un pequeño pueblo llamado Ait-Zitun junto a la cordillera Atlas relativamente cerca de la ciudad de Marrakech.
Hafita era menuda ojos grandes y su pelo era negro y muy largo, como cualquier jovencita de su edad era soñadora y feliz .No había salido nunca de su pequeño pueblo, pero soñaba con salir y ver mundo.
Un Domingo durante la comida su padre comentó que tenía algo importante que comunicarle, ella imaginó que se trataría de una sorpresa esperada, pero nada mas lejos de la realidad, el mensaje de su padre era que acababa de prometerla en matrimonio a un hombre llamado Absalán de buena posición y mayor que ella.
Apenas llevaban casados un año cuando Absalán comunicó a su esposa la idea de marchar a vivir a España, allí tenía buenos contactos y las cosas les marcharían bien, dentro de todo a Hafita no le disgustó el planteamiento de su marido.
Meses mas tarde se encontraron viviendo en una pequeña ciudad cerca de Barcelona.
Absalán abrió un establecimiento donde entre otras cosas vendía bonitas piedras que importaba de Marruecos . Transcurrían los meses y Hafita se ahogaba, no entendía la vida que llevaba , pero algo de golpe giró estaba esperando un hijo. Mese mas tarde tenía entre sus brazos una hermosa niña llamada Fátima, con la llegada de este bebé volvía a tener ilusiones al tiempo que comenzó a relacionarse con mamás de su edad, pero sólo eso tenían en común la edad por que cada vez veía con mas claridad la gran diferencia de culturas . ¿cómo le habría gustado ser como ellas, pero eso era un sueño imposible.
Absalán por su parte iba prosperando en sus negocios y cada día lo alejaba mas de su esposa, pero no sólo eso, pronto comenzó a volver de madrugada, a mentir a su esposa y llevar una vida paralela cosa para su condición de moro no debía asombrar a nuestra Hafita. Ella debía callar , ese era su deber de esposa formaba parte de su educación .
Cuando Fátima comenzó la escuela Hafita contrajo una buena amistad con Clara la madre de un niño de la clase de su hijita, poco a poco su amistad iba en aumento al tiempo que ella sentía la necesidad de exteriorizar sus sentimientos, sin darse cuenta comenzó a mostrar a Clara sus angustias ¡no era feliz ¡ soñaba con ser como ellas , como las mamás que la rodeaban. No entendía que lo que para ella tenía que ser normal para el resto era maltrato, todavía entendía menos su vida intima conyugal, cuando su esposo llagaba tarde de nada servía preguntar la respuesta siempre era la misma – lo hago por nuestro bien para prosperar, los negocios son así – a continuación Hafita bajaba la cabeza.
Cada día que pasaba se sentía mas y mas anulada, no cesaba de compararse con su alrededor, mientras él se veía feliz y lleno de vida, ella soñaba con no ser la que era, se sentía cobarde pero nadie podía ayudarla ni siquiera sus padres entendían las quejas de su hija ¡pero si no les puede ir mejor, ¡decían ellos.
Hafita se ahogaba, le contaba a Clara que no soportaba que su marido la tocara hacer el amor con él era un sacrificio no soportaba aquella vida. Pero para complicarlo más volvía a quedarse embarazada, su vida era aburrida y rutinaria . Dentro de todo el amor a sus hijas le ayudaba a seguir.
Cuando Fátima la mayor de sus hijas comenzó la primaria tuvo que cambiar de Colegio, allí hizo nuevas amistades pero sobre todo una muy especial , conoció a Antonio , el padre de una niña del Colegio, el rato que compartían a la salida del centro era un escape de luz para nuestra Hafita, sin darse cuenta se estaba enamorando de aquel hombre. Con poca cosa se conformaba la pobre gracias a aquellos ratos era feliz, gracias a tan poco su vida tomó otro rumbo, gracias a aquello Hafita soñaba, sólo soñaba, por que no podía hacer otra cosa solo soñar...

Regalo de Boda

No mamá, no pienso claudicar, repetí con la fuerza del viento mientras mi madre insistía.
Comenzó con motivo de mi boda.Recibí dos lamparitas , regalo de mis tios Enriqueta y Robert. Sin ánimo de exagerar eran horribles, vi con claridad que “aquello” no sería lo que yo viera cada mañana al despertar.
No ponía en duda su valor, ni siquiera que se tratara de piezas únicas, con motivos incunables del zodíaco, cuyas bases era imitación de las estacas para acabar con los vampiros.
Unas semanas mas tarde recibimos la inesperada visita de mis tios, creí morir, ¡Dios¡ que terror, vaya encrucijada! Corrí apresuradamente al dormitorio y coloqué sus lamparitas sobre las mesitas al tiempo que escondía las mias, luego corrí al salón. --¿ como quedó nuestro regalo ¿-- preguntaron con cara de satisfacción, -- juzgar vosotros – contesté . La sorpresa fue cuando vimos dos ráfagas de luz saliendo por debajo de la cama.



Valentina junio 2009

Pascuala

Después de instalarnos en aquel pequeño pueblo, decidimos buscar alguna persona que viniera a casa a colaborar en las labores domésticas. Fue entonces cuando llegó a mi vida Pascuala.
Pascuala tenía cuarenta y cinco años, mas bien bajita, de cabellos oscuros, y ojos claros, era bastante obesa aunque tenía una carita mona, a ella no le importaba ni le acomplejaba su físico. (al menos eso decía ella)
. Llegamos a un acuerdo cosa que no resultó difícil, pues las dos congeniamos rápidamente , decidimos que vendría todas las mañanas y por la tarde yo la acompañaría a su casa. El primer día vino con un pequeño conejo de angora como regalo a los niños, tuvimos que improvisar una conejera con el corralito de cuando eran pequeños nuestros hijos.
Pascuala era muy parlanchina, y a mi me gustaba escucharla, me explicó que acababa de abandonar a su marido después de convivir con él durante mas de veinte años, su matrimonio había sido un infierno, él era ferroviario y según contaba los ferroviarios acostumbran a tener muy mal carácter.
De manera que un buen día cogió sus bártulos y un billete de tren y salió de Albacete. En principio se quedó viviendo con una hermana suya y el marido de esta en Barcelona,
A todo el mundo le decía que era viuda , supongo que pensando en el que dirán de la gente.
Llevaba en casa de su hermana dos meses cuando tomó la decisión de buscar un compañero. Y apoyada por esta última se dirigió a una agencia matrimonial, por lo visto y contado por ella tú pagabas una cantidad de dinero, y tenias derecho a un cierto número de citas, ya llegaba al fin de las citas que le correspondían y todavía ninguno de los presentados le hacía “tilín” pero una tarde había quedado citada con Peret, Peret era algo mayor que ella, el si que era viudo, vivía en un pueblo de montaña (el mismo pueblo donde residíamos nosotros claro está) y se dedicaba al campo. Bueno! Ya tenía pareja, se fue a con él . Cuando nosotras nos conocimos , ella llevaba un año viviendo con “su” Peret.
Como ya he dicho anteriormente Pascuala y yo a pesar de todo lo que nos separaba, edad, cultura, principios, a pesar de todo eso llegamos a ser grandes amigas. Ella era feliz con su nueva pareja, me explicaba que no había experimentado un orgasmo hasta que conoció a su Peret , con el vivió felizmente durante nueve años, nueve intensos años, pero como todo tiene su fin el de este buen hombre llegó, y una madrugada de frío invierno falleció.
Ella continuo durante un tiempo viviendo en esta misma casa, pero no duró demasiado pues la familia se encargó de que la desalojase ya que según la ley no tenía ningún derecho sobre aquella vivienda.
Pascuala pronto empezó a encontrarse sola, y decidió probar suerte de nuevo en la agencia donde conoció a su Peret. De nuevo tuvo una pareja, se llamaba Eladio, pero Eladio vivía a sesenta Km. De nosotros, fue entonces cuando nuestra relación de trabajo-amistad quedó reducida sólo a lo segundo, venían algún fin de semana sobre todo por los niños que también la echaban de menos.
Así pasaron los años , y una noche sonó el teléfono era ella , Eladio acababa de fallecer, ¡otra vez sola!
También por aquellos días fallecía en Albacete su único y verdadero marido (el ferroviario) . Entonces se encontró con una pequeña herencia, ¡pero estaba sola! Una vez mas recurrió a la agencia y encontró otra pareja, que es la misma que tiene actualmente.
Yo no se si a su actual pareja le habrá contado que es el número cuatro, espero que no, por que correría el peligro de que saliera corriendo pues valga el símil solo Barba Azul podía compararse a nuestra querida Pascuala.


FEBRERO 2009 Valentina Moreno

Rayos de Ribemosle

Darío y su hermano Luis, a pesar de sus apenas seis años eran muy aficionados a la lectura, por aquellos días su tema favorito eran los robots y sus poderosos rayos.
En una ocasión uno de ellos leía la escena de dos luchadores, cuando uno de los cuales gritó : acabemos con él .... rayos, de-
ribemósle .

En el recreo de la mañana siguiente Darío comentó a su hermano hoy los venceremos , pues aparte del rayo Laser, el Gamma y el Beta, tenemos el de Ribemosle

Marzo 2009 .
Valentina Moreno

La Madre Rosario

Rosario nació en medio de la guerra civil española. Sus padres decidieron trasladarse a un pequeño pueblo de la provincia de Cuenca, ya que allí apenas tenían noticias de lo que estaba ocurriendo en la capital. La familia de Rosario, pertenecía a lo que antes se llamaba clase acomodada, su padre era médico, y su madre era una gran señora. Rosario era la pequeña de cinco hermanos, en el pueblo de Tresjuncos estuvieron viviendo durante cuatro años, la vida allí era tranquila y agradable, dentro de los inconvenientes que conlleva vivir en un pueblo tan perdido, la gente allí se hacían llamar hermanos, el hermano Panadero, el hermano Herrero, y así sucesivamente. Después de terminar la guerra, volvieron a su Madrid natal, tanto Rosario, como sus hermanos, acudían a un colegio religioso, eran niños muy aplicados y estudiosos, la pequeña Rosario era conocida por sus acciones generosas con los menos favorecidos.

Una vez hubo terminado su Bachillerato, decidió estudiar Magisterio, para ella los estudios era algo fácil y atractivo, mientras cursaba esto último, conoció a un joven, pero su relación no duró mucho, pues ella tenía otras metas en su mente.

Un buen día comentó a su familia lo feliz que le haría ingresar en alguna comunidad religiosa, a sus padres no les agradaba demasiado la idea, pero al mismo tiempo , comprendían los deseos de su hija. De este modo, una vez terminados sus estudios, entró a formar parte como profesora y religiosa en un reconocido Colegio , todo esto tras haber hecho sus votos como religiosa. En este centro impartía clase a niñas de 1º de Bachiller. Era apreciada por todo el mundo, un día tuvo una brillante y generosa idea, dar clase fuera del horario escolar, a chicas analfabetas , lo propuso a la madre superiora, y en poco tiempo lo puso en marcha, dos días por semana, acondicionaba la nave del gimnasio , y allí recibía a un grupo cada vez mayor de muchachas trabajadoras de las fábricas de los alrededores, que gratuitamente aprendían a leer y escribir.

Una mañana de Primavera vino a visitar el colegio, el conocido padre Vicente Ferrer, no se sabe si por las conversaciones con el, o, simplemente por la inspiración que él le produjo, pero esta visita fue el detonante para que Rosario tomase una arriesgada y valiente decisión , después de once años de permanencia , en aquel bonito colegio, decidió marcharse de misionera a la antigua isla de Formosa. Su marcha, fue algo muy triste para todos cuantos la habían tratado hasta entonces, dejaba demasiada huella.

Una vez instalada en su nuevo ambiente, mantenía correspondencia con antiguas alumnas, y familiares. Pero un malogrado día, sus cartas dejaron de llegar, al principio, nadie dio demasiada importancia, pero, los días pasaban, y no se obtenía respuesta a su correspondencia, por fin una mañana de sábado llegaron noticias de la isla china, no eran de Rosario ... Rosario no contestaría más las cartas, ella había sido victima de un ataque terrorista. Con ella marchaba un ejemplar, al que podíamos aplicar el conocido dicho:

“ La estrella que brilla con mucha intensidad antes se apaga “

Marzo 2009 Valentina Moreno

viernes, 19 de junio de 2009

"D" de Derrota

Con el corazón acelerado por la adrenalina, escondido tras una de las pilas de cajas de aquel enorme almacén, espero a que aparezca y me mate.
¿Quién nos mandaba quedarnos hasta tan tarde? Si no me había ido era por mis compañeros, pero no hacíamos nada que no pudiéramos dejar para mañana.
Entonces irrumpieron ellos, muy bien armados.
Por fortuna, el que se hacia llamar “Rata” era bastante inepto: incluso yo, el “Jodido novato” de informática, fui capaz de acercarme hasta él por detrás y enviarlo al otro barrio, con la ayuda del martillo que encontré en el taller.
Pero el jefe, “Boss”, es otra clase de pájaro: cuando “Rata” cayó por las escaleras y mis compañeros se apropiaron de sus armas, los certeros disparos del “Boss” nos obligaron a huir y dispersarnos por todo el almacén.
Una figura emerge por una puerta a unos veinte metros: Eusebio “Gordo cabrón”, de contabilidad, apunta aterrado en todas direcciones con lo que parece una pistola; ¿soy el único sin un arma decente? No me decido a llamar su atención; parece tan nervioso que es capaz de dispararme por error. Joder, oigo como sus pasos se acercan; no sé si me ha visto, pero no tardará en descubrirme.
Justo cuando decido salir de mi escondite, una detonación resuena por todo el almacén.
De la cabeza de Eusebio frota una salpicadura tan escarlata como su pelo, y su voluminoso cuerpo pecoso y peludo cae de rodillas desparramándose hacia mí. Una pistola resbala sobre el cemento hasta topar con mis botas; me agacho, la recojo y vuelvo a hundir la espalda tras la pila de cajas.
“¡Ese cabrón tiene un rifle de francotirador!” pienso, dejándome llevar por el pánico.
—¡Muere, hijo de puta!
El corazón me va como loco cuando miro hacia arriba y descubro a Eva “Culito prieto”, de marketing, que corre haciendo resonar sus tacones por la pasarela metálica sobre mi cabeza, mientras dispara con una escopeta a alguien que está a su misma altura.
Con esos dos ocupados, aprovecho para salir por pies, cruzando media sala hasta entrar por la puerta que lleva a los vestuarios.
Me quedo helado al oír la explosión. A través de la puerta abierta, veo el cuerpo de Eva caer desde la pasarela.
Se me han quitado las ganas de asomarme: ¡También tiene granadas!
No hay que ser matemático para contar los cadáveres; sólo queda una persona a parte de mí: el “Boss”, el hijo de la grandísima que nos está matando a todos.
Y yo con mi triste martillito y una pistola con poca munición. ¡Joder!
Mejor no me muevo de donde estoy; aquí tengo una buena visión del laberinto de pilas de cajas. Que venga a por mí, si tiene cojones.
Me aguanto las ganas de salir corriendo y pronto soy recompensado: cuando oigo sus pasos, le veo cruzar por delante de la puerta a tan poca distancia que podría haberle tocado.
No me ha visto ¡No me ha visto!
¡Esta es la mía! Me da la espalda, mientras corre hacia la escalera de reja metálica que sube hasta las oficinas. Por una vez sé lo que quiere hacer: desde allí arriba dominará todo el almacén.
¡Ya eres mío, cabronazo!
Le sigo despacio, mientras llega a la escalera; cuando la sube, yo estoy a unos pocos metros de él, quieto, al lado de una columna. En cuanto entra en la oficina, subo los peldaños tras él, procurando no hacer el más mínimo sonido. Mientras lo hago, veo como se asoma el cañón de su rifle por la ventana, pero yo ya no estoy a la vista, estoy aquí, justo debajo de su arma. Nunca pensará que en el tiempo que ha tardado en subir la escalera yo me he podido acercar tanto.
Entro a saco.
Afortunadamente, no me espera: está de espaldas, apuntando a la pila de cajas donde me encontraba hace unos minutos.
No abro la boca y empiezo a disparar, apuntando a su cabeza.
Le acierto en el hombro, pero el muy mamón lleva algún tipo de armadura y es resbaladizo como una anguila: rueda por el suelo y el resto de mis disparos salen por la ventana.
Cuando me quedo sin munición, mi triunfo se va al traste: sólo me queda bajar corriendo por la escalera.
Por un instante, miró hacia atrás y le descubro apuntándome con una enorme escopeta.
Oigo el disparo a la vez que mi cuerpo sale despedido por encima de la barandilla de la escalera.
Quedo paralizado en el aire. Su expresión de loco peligroso también se congela.

En la pantalla aparece el resultado:

¡”Boss” gana el torneo!
“Boss” 3 muertes.
“Jodido novato” 1 muerte.
“Culito prieto” 0 muertes.
“Gordo cabrón” 0 muertes.
“Rata” 0 muertes.

Aparto el teclado y el ratón. ¡Mierda de escenario!
La cara del muy cabrón del jefe se asoma por detrás de mi monitor, sonriendo tanto que luce todas sus encías.
—¿Otra partidita?

Joan Villora Jofré
Relato de aventuras primera persona en tiempo presente

DETRAS DE LA VENTANA

Miro por la ventana y veo el sol, el sol y el mar
Sobre todo el mar, tan azul, tan tranquilo
Me gusta mucho ver el mar, el agua azul
Me calma, me da paz, me recuerda a mi madre
Cuando ella me cuenta historias de sirenas
Me gusta ver el mar, el azul como una postal
Pero estoy detrás de la ventana, no puedo abrirla
Casi puedo tocar el mar con mi mano
Pero no es posible, lo ha dicho el señor de blanco
El mar lo puedes ver por la ventana
Puedes verlo desde tu cama incluso, no preguntes
Miro por la ventana y veo el mar azul
Y las palmeras que me recuerdan las vacaciones
Aquí no hay vacaciones ni cole ni nada
Solo estoy en una cama todo el día
Miro por la ventana, pronto vendrá mi mama
Y miraremos el mar las dos, ella llorando
Yo no quiero llorar, el mar me gusta tan azul
El hombre de blanco me dice que tranquila
Hay como una planta en tu interior, es mala
Pero tu sigue mirando por la ventana
Me gusta el mar, tan azul detrás de mi ventana…

Irène

miércoles, 17 de junio de 2009

JUSTICIA O VENGANZA

JUSTICIA O VENGANZA

Al despertar, Edfran vió una gran luz que cegaba su visión; al girar la cabeza hacia la izquierda una bandeja metálica que contenía todos los utensilios que él solía utilizar, bisturí, tijeras, pinzas, gasas... a su derecha un gran scanner destacaba sobre aquella pared de blancos azulejos de brillo inmaculado.

Al intentar incorporarse comprobó atónito como sus muñecas y tobillos habían sido inmovilizados utilizando las correas de aquella camilla metálica. El pánico se iba apoderando de él de forma vertiginosa cuando de repente, detrás de su cabeza, justo en el ángulo que no alcanzaba visualmente oyó una voz, de sobras conocida, que le dijo:

- Ya estamos al final del camino.

-¿Al final del camino?- preguntó desesperadamente Edfran, mientras su tensión se aceleraba como un caballo desbocado. ¿Porqué me haces esto? insistió, ante la falta de respuesta a su pregunta anterior y en un tono cada vez más exasperado a la vez que sus brazos y piernas luchaban inútilmente por liberarse de aquellas malditas correas.

-En el fondo creo que es algo que debí hacer hace ya mucho tiempo- contestó por fin aquel personaje acercándose con paso firme hacia él.

Edfran notaba como un sudor frío le recorría el cuerpo cada vez con más intensidad, la ausencia de ropa, el helor del metal de aquella camilla y la desesperante situación lo estaba llevando al borde de un ataque de pánico.

-¡Me has drogado y traído aquí para vengarte!- gritó encolerizado.

- Venganza no es la palabra exacta- contestó con voz pausada aquel hombre de estilizada figura. Justicia lo llamaría yo –prosiguió- acercándose a la camilla y dirigiendo una encolerizada mirada justo a los ojos de un desesperado Edfran.

Abrochándose la bata blanca, dirigió sus pasos hacia la parte inferior de la camilla y ajustó las correas de los tobillos asegurándose de que los agitados movimientos no las habían aflojado, a continuación fué hacia un armario repleto de medicinas.

-¿Justicia dices? ¡Fue un maldito accidente!- exclamó Edfran dejando ir en sus gritos una clara petición de clemencia.

Girándose sobre sí mismo y de forma enérgica, aquel tipo alto, de cabello totalmente blanco y profunda mirada replicó:

-Los accidentes son acontecimientos imprevisibles, lo que ocurrió era más que previsible... -En cualquier caso –prosiguió- debí suponer que algún día podría suceder algo así. Siempre pensaste sólo en ti. Maldito egoísta. No tuviste suficiente con que Halen abandonara toda su carrera por ti, ni que nos abandonara para ir contigo a aquella maldita ciudad a pesar de su complicado embarazo. Lo único importante era tú éxito como “gran cirujano”, tus citas sociales, tú, tú… ¡tú!. Tú y el alcohol…

- ¡Piensa en todo lo vivido por Dios!, no puedes hacerle esto a tu…

- ¡Calla de una maldita vez!…cuando nació la pequeña Josan nos resultó como la luz de la vida; su delicada salud me hizo creer que nunca más me volverías a pedir que te concediera aquella plaza de director del hospital de Osgal, que no las obligarías a seguirte, que las amabas…una vez más volví a equivocarme contigo.

Edfran notaba como sus músculos se entumecían y poco a poco dejaban de responder a sus vanos intentos de moverlos. Su mirada absolutamente enrojecida era fiel reflejo de su desesperante estado.

- …aquella noche después de la cena, todos te rogamos que no condujeses, incluso te ofrecimos que te marchases y las dejases en casa; una vez más la bestia que se despierta en ti blasfemó y amenazó hasta el punto de que lo único que pudo hacer Halen –como tantas otras veces- fue rogarnos que os dejáramos partir, al fin y al cabo eran unos pocos kilómetros…egocentrismo y alcohol… explosivo coctel. El resto… ya lo conoces.

Edfran que escuchaba totalmente abatido, notaba como prácticamente había perdido totalmente la sensibilidad en su cuerpo. Sus ojos absolutamente encharcados en lágrimas miraban suplicantes a su verdugo aún a sabiendas de que sus posibilidades de sobrevivir eran prácticamente inexistentes.

Sacando un bisturí de aquella impecable bata blanca, aquella majestuosa figura se acercó a la camilla y le miró fijamente a los ojos diciendo:

-No sufrirás, al menos no físicamente.

Primero la derecha, después la izquierda, de forma absolutamente profesional y ante la total impotencia de Edfran llevó a cabo una pequeña y a la vez profunda incisión en cada una de las muñecas de su víctima. La sangre empezó a brotar y a recorrer aquella camilla creando un juego de color macabro sobre su superficie.

-Te lo suplico p …susurró Edfran con un mínimo hilo de voz y sin poder siquiera acabar sus palabras.

-Como sabes, lentamente una sensación de mareo te invadirá, sin dolor… Psicológicamente será difícil, pero tú y yo sabemos que es lo único que puedes ofrecer a aquellos dos ángeles inocentes. Quizás ellas, allá donde estén, puedan perdonarte. Espero que Dios me perdone a mí por haber engendrado un monstruo tan egoísta, tan frío e incapaz de sentir y dar amor…

Edfran escuchaba de forma enloquecedora como, lentamente, la sangre salpicaba el suelo de aquel quirófano …

Conrado S.

ASHY Y LA PRINCESA

Para los ceniceros el tiempo carece de importancia; de hecho, para los ceniceros como Ashy lo importante era mantener el tipo, ser íntegro, no resquebrajarse jamás. Acabar magullado, o reparado torpemente con hilos de pegamento por el cuerpo era lo peor que el destino le podía reparar. Ashy no era un cenicero convencional. Tenía cincuenta años, una porcelana intacta de elegante color metalizado y, aunque odiaba el tacto áspero y desagradable de los cigarrillos, no era cenicero contra natura. A él le gustaba el tabaco. Su mejor placer eran las largas conversaciones con los puros habanos que le hablaban del mar, del compás de las olas y el olor de las algas. Y de la pipa del señor Bellman, su amo, le encantaba la suave caricia de la ceniza al resbalar muy suavemente por su interior cóncavo con un olor a hierba fresca, evocador de un mundo que él posiblemente nunca conocería.
Ashy había paladeado hacía poco el sabor agridulce del amor. El objeto de sus pasiones había sido una vela esbelta y orgullosa, de intenso color rojo, que sólo se dignó a dirigirle una mirada lagrimosa y blanca cuando se vio desfigurada y consumida por una llama encendida por el señorito Bellman para enamorar a miss Swan. La desaparición de Cenicienta -que era como él llamaba a su amada- le había acercado al cortapuros de plata, Zack, que había aparecido años atrás debajo del árbol de navidad y que, como él, en su tiempo había bebido los vientos por una vitola bellísima de color dorado, a la que sólo había visto una tarde y que tras varias horas de amor tranquilo acabó sus días, arrugada y maltrecha, en la papelera.
Zack acompañaba a menudo al señor Bellman: al club de campo, al teatro, a casa de la señora Potsie, que no era la señora Bellman, pero que era muy cariñosa con el señor Bellman, y al Zoo, un lugar que era motivo de un sinfín de charlas entre Zack y Ashy. Gracias a las expediciones de su amigo, Ashy sabía que los tigres eran feroces y olían mal, que las jirafas tenían un cuello largo como un puro inmenso, imposible de cortar, y que el mundo no sólo estaba habitado por los Bellman, su personal y sus amistades.
Un día Zack volvió muy excitado de la visita al zoológico.
-Ashy, -dijo-. Hoy he visto un elefante. ¡Qué animal tan enorme!
Y Zack empezó a describir a su amigo la forma fantástica del paquidermo que se exhibía desde hacía poco en el zoo, y le habló de su trompa y de la enorme corpulencia del animal. Ashy entornó los ojos y trató de hacerse una idea de cómo podía ser aquella fiera. Le puso unos ojos grandes y tristes, unas orejas dulces y lánguidas, una piel áspera y de un bello color ceniza.
-Cuéntame más cosas, Zack, ¿a qué huele? ¿Y dices que es muy grande? ¿Es como Parker, el mayordomo del señor, o más?
Zack le explicó todo lo que había visto de aquel animal; le contó que le había parecido un animal tímido, pero refinado, que no comía carne y que parecía bastante limpio.
-¿Eso de la trompa es como una nariz, no? ¿Y es verdad que la usa como los humanos utilizan la mano?
Zack el cortapuros suspiró e intentó describir a su amigo la tristeza de la mirada del animal, la cadencia con que agitaba las orejas, que eran muy grandes, y sus barritos, ora guturales ora agudísimos.

Como no podía ser de otro modo, la llegada de la elefanta Wushai al zoológico de la ciudad ocupó durante unos días las noticias de los periódicos y las comidas de los Bellman. Ashy se valió de las conversaciones que oía y de las descripciones de Zack, para convertir en su cabeza al animal en una fiera hermosísima. Al saber que procedía de la India, imaginó que Wushai era una princesa elefante que había sido arrebatada de su familia por unos cazadores desalmados. Decoró la piel cenicienta de la elefanta con telas exóticas y festoneadas. En su imaginación, le alargó las pestañas y le pintó un poco los ojos. Le colgó en las orejas perlas y abalorios que al agitarse producían un bello ruido. Al poco, en la cabeza de Ashy sólo había sitio para la bella e inalcanzable Wushai.
-Ashy, ¿no te habrás enamorado, verdad? -le preguntó con recelo Zack, harto de que las conversaciones con su amigo sólo giraran en torno del paquidermo del zoo.
Pero Ashy —Zack ya lo sabía— estaba resquebrajado de amor, tenía su pequeño corazón gris roto por aquel enorme animal que nunca había visto. El pobre cenicero sabía que estaba condenado a no verla jamás, que nunca aspiraría su olor a almizcle y hierba fresca, que nunca oiría sus barritos tan dulces y penetrantes... Ashy tenía la certeza de que, aunque lograra, de algún modo imposible, conocer a su amada, la corta vida de los elefantes la haría desaparecer en poco tiempo, como a Cenicienta, y que él seguiría ahí, en la repisa de los Bellman, charlando con Zack hasta que el tiempo se encargara también de su amigo o que las manos regordetas de algún niño lo destrozaran sin remedio.
Y ocurrió que un día, de improviso, la edición vespertina de un periódico trajo la fotografía de Wushai en blanco y negro, y Ashy la vio y pudo ver y admirar largamente a su amada grabada en el papel. El esmalte de su porcelana se resquebrajó un poco. Claro que Wushai no era exactamente cómo él la había imaginado, pero Ashy reconoció en ella a su auténtico amor. Nunca hasta ese día había querido tener manos y piernas, como los humanos, para alcanzarla. Se hizo de noche y la luna se coló entre los visillos de la sala y Ashy, con la vista fijada en Wushai, saltó al vacío y estalló en mil pedazos sobre su fotografía.
Por la mañana el servicio recogió el cenicero y lo abrigó con aquella hoja de periódico. Y Zack supo que eso estaba bien. Que así había de ser. Y recordó entonces la vitola dorada y lloró partido de un dolor agudo, que sólo un cortapuros es capaz de sentir. ¡Ah, el amor!

Marta M.
Curso Creatividad, estructura y técnicas narrativas

martes, 16 de junio de 2009

EL ABUELO

EL ABUELO

Pablo sentía una gran sensación de paz y tranquilidad junto a su abuelo. Con once años, la vida colegial marcaba la pauta semanal y era el sábado cuando tenía la oportunidad de estar con él. Sus padres, inmigrantes de origen humilde, procuraban a Pablo una educación selecta para que el día de mañana fuera un "feliz hombre de provecho". Sólo dejaban que pasara los sábados con el abuelo, a veces, si había suerte, también el domingo. A Pablo esos sábados le parecían mágicos.

Poco podía imaginar que aquel sábado marcaría para siempre sus vidas...
Pablo era más bien pequeño para su edad, moreno y algo regordete, y, según decía su abuelo, con los mismos ojos verdes de su abuela. Su abuelo era un tipo alto, delgado y con el pelo prácticamente blanco, desde allí abajo a él le parecía la imagen de un ciprés, y eso le proporcionaba una gran seguridad. Entrado en los sesenta, conservaba el atractivo de aquellos que de jóvenes habían estado del bando de los guapos -al menos eso era lo que afirmaba la madre de Pablo-. El abuelo era campesino de origen y desde que llegó a Barcelona, en los años cincuenta, había trabajado en casi todo. A diferencia de los padres de Pablo, vivía en el extrarradio de la ciudad, en un barrio formado por barracas que los propios inmigrantes habían construido a su llegada. Casas de una sola planta, hechas piedra a piedra y encaladas de blanco al más puro estilo andaluz. Unidas unas con otras, como cosidas a modo de pesebre, con suelos arenosos, techos de uralita y patios engalanados de flores; todas con un pequeño huerto donde poder cultivar todo tipo de hortalizas y verduras. Cada sábado, su padre, mientras le acompañaba, le insistía en que debía ir con sus amigos del colegio y estar en ambientes "menos rurales". Él le miraba haciendo ver que atendía, pero en su cabeza ya rondaba la idea de ir a buscar a Miguel, su amigo de aventuras y adentrarse por todas aquellas callejuelas en busca de alguna lagartija a la que cortar la cola o cualquier otra aventura que nunca podría vivir en aquellos ambientes digamos, "menos rurales".Al llegar sabía perfectamente dónde estaría su abuelo. Si hacía una buena mañana de sol, seguro que andaría por el huerto regando, arrancando hierbas, plantando... a él le encantaba ir a buscarlo allí, y empezar ya pronto a chapotear en aquella tierra que desprendía "olor a vida" que decía el abuelo; si el día era lluvioso lo más probable es que estuviera al final del patio, en una especie de cobertizo -en el que en la propia pared había construída una especie de chimenea que partía del mismo suelo-, preparando fuego. Esos días de lluvia alrededor del fuego le entusiasmaban, mientras comían patatas asadas el abuelo le explicaba historias fantásticas y cuentos increíbles. Cuando se quedaba con ellos Miguel, su compañero de andanzas, Pablo pedía al abuelo que contara historias de miedo para aterrar a Miguel, y así ellos acabar muertos de risa. En alguna ocasión pasaba por allí Emilio, un tipo mayor -pensaba Pablo- aunque no tanto como el abuelo.

- Buenos días Pablo, qué tal va?- Bien , aquí con mi abuelo...

Pocas palabras más se cruzaban entre él y Emilio, un cuarentón vecino de aquel poblado que, según le explicó el abuelo, era hijo de un buen amigo suyo. Pasaba siempre como con prisas y hablaba en tono bajo con el abuelo. En realidad, a Pablo no le hacían ninguna gracia las visitas de Emilio. Eran visitas cortas pero, como por arte de magia, en esos momentos se hacía como invisible para ambos. Y aquellos cuchicheos, que muchas veces coronaban con unas risitas... Había algo de oculto en el comportamiento de Emilio -pensaba Pablo-. Manuel decía de él que era como una nenaza...

Pronto sabría quien era realmente Emilio...

En ocasiones, algún objeto de la casa le recordaba vagamente a su abuela. Murió siendo el tan pequeño que en realidad no tenía más que fotografias mentales de ella; su abuelo le hablaba a menudo de como era de guapa y de lo bien que cocinaba. - Te quería mucho hijo. Ahora está en el cielo y seguro que desde allí cuida de ti. Aquel sábado habían estado en el huerto con Manuel regando, era lo que más les gustaba. Era un día cálido de primavera y el abuelo dejaba que se "enfangaran como verdaderos cochinos"", expresión que utilizaba para definir como chapoteaban la tierra mojada y ésta a su vez les devolvía por todo el cuerpo infininidad de manchas marronosas que sólo a base de un buen baño lograban hacer desaparecer. Después habían cogido unos tomates y los habían dejado en un plato a la espera de que el abuelo trajese un poco de bacalao seco y pan que sería el almuerzo para los tres. Pan, bacalao y tomate, extraño almuerzo para niños de once años, al menos eso decían sus compañeros de clase cuando en ocasiones lo explicaba. En aquel huerto, en aquel ambiente y con barro hasta en las cejas...el mejor almuerzo del mundo pensaba Pablo.

Después de almorzar recogieron las malas hierbas y limpiaron las herramientas, el abuelo, a la vista de que el cielo amenazaba con lluvia, les propuso lavarse un poco y llevar un poco de leña al cobertizo para preparar fuego para la comida. Hoy Manuel se quedaría a comer con ellos y así a la tarde los dos chavales inventarían cualquier aventura que vivir por aquella montaña.

- Hoy haremos volar una cometa- dijo Manuel, mientras llevaban la leña al cobertizo.
- ¿De dónde sacaremos la cometa?- preguntó Pablo.

Manuel le miró con cara de pillo, con aquella mirada que le dirigía cada vez que quería que Pablo se muriese de intriga. Después le sorprendería con aquella extraña habilidad que tenía para componer el mejor juguete del mundo con tres tablas y una cuerda, o cómo en el caso de la cometa con un periódico viejo, unas cañas y un poco de cuerda, y ahí estaba, una cometa. Mientras el abuelo acababa su tarea en el huerto, ellos buscaron en la habitación que el abuelo tenía a modo de taller los elementos que, siempre a criterio de Manuel, eran necesarios para confeccionar la cometa. En ello estaban cuando apareció Emilio.

- Buenas jóvenes.
- Hola- contestaron los dos casi al unísono.
- ¿Anda por aquí tu abuelo?- preguntó mirando a Pablo.
- Debe estar aún en el huerto- contestó Pablo, de mala gana.

Cuando Emilio se dirigía hacia el huerto, Manuel gesticuló como imitando a una niña, Pablo se rió por lo bajini y a continuación prosiguieron con su búsqueda. En pocos minutos Manuel acabó de montar la cometa, Pablo aún sorprendido de aquella extraña habilidad, se preguntaba si realmente aquel artefacto casero podría llegar a volar.

Para mayor sorpresa de Pablo, tras unos primeros intentos fallidos la cometa comenzó a surcar el cielo, cuando más emocionante estaba el vuelo vieron aparecer al abuelo y a Emilio, quien hizo ademán de apedrear a los chicos.

- Querrá hacerse el simpático- pensó Pablo.

- Vamos chicos -indicó el abuelo- Emilio también se quedará a comer.

Ni a Pablo ni a Manuel les pareció la mejor noticia del día, pero al fin y al cabo tampoco era ningún drama, o al menos eso pensaron ellos...

Siguiendo las instrucciones del abuelo fueron a la cocina a buscar unas patatas y un paquete con carne que había en la nevera, haciendo carreras como siempre, se dirigieron hasta el fondo del patio al cobertizo donde el abuelo ya había comenzado a preparar el fuego.

La comida transcurrió de una forma mágica para los niños. Emilio les explicó varias historias de su niñez en el pueblo.

- No es tan mal tipo- pensó Pablo, por quién se preocupó especialmente al hacer su exposición de aventuras infantiles. Tan atentos estaban de las palabras de Emilio que ni se percataron de que la lluvia había hecho acto de presencia, de modo que los planes de la cometa quedaron aparcados para otro día.

Ante el cambio de planes, Manuel propuso que ambos fueran a su casa a "tirar al gato", un juego -invento por supuesto de Manuel- que consistía en torpedear a bolazos de trapo un viejo gato de cartón, muy apropiado para los días en que la aventura en el interior era más aconsejable que en el exterior.

-De acuerdo- dijo el abuelo -en un par de horas te vendré a buscar Pablo, así aprovecharé para comentar unas cosas con el padre de Manuel- -No dar mucho la lata -remató.

Tras este último comentario los chicos corrieron montaña abajo hacia la casa de Manuel, llovía tan fuerte que no era aconsejable chapotear en algún charco por si éste se los "tragaba".

Llegaron a casa de Manuel, la lluvia caía con más intensidad, así que se refugiaron rápidamente a través del patio hacia la puerta de entrada. La puerta estaba cerrada.

-¿No hay nadie? preguntó Pablo mirando a Manuel.
- Mi madre está trabajando y mi padre seguro que "en los conejos"- contestó Manuel.

Ambos se miraron y salieron corriendo hacia la parte trasera de la casa donde el padre de Manuel tenía una especie de granero en el que, entre otros animales, tenía unos conejos con los que Pablo y Manuel de vez en cuando también se divertían.

Así era, allí estaba el padre cuidando de aquellos animales que un día u otro acabarían siendo homenajeados en la mesa. Estuvieron un buen rato incordiando a aquellas pobres bestias indefensas y después, tal y como habían planeado, fueron a la casa a "tirar al gato".

Después de una buena tanda de bolazos a aquel destartalado gato de cartón llegó el padre de Manuel y les propuso que mientras padre e hijo recogían unas plantas, Pablo fuera a casa de su abuelo y le propusiese venir para preparar una buena merienda con ellos. Estaban encantados con la idea, como otros sábados aquella merienda acostumbraba a estar acompañada de un chocolate muy especial que, sólo el padre de Manuel -según el mismo decía- sabía de donde procedía.

Dicho y hecho, Pablo enfiló veloz el callejón de piedras que conducía a casa de su abuelo. Poco antes de llegar vió como aún humeaba la chimenea del cobertizo y hacia allí se dirigió con el firme propósito de dar a su abuelo un susto de "muerte". Sigilosamente se acercó hasta la puerta del cobertizo y de un hábil salto se coló en el interior. Para su decepción el abuelo ya no estaba allí, así que su susto quedo sólo en intento. Dió media vuelta y se dirigió a través del patio al interior de la casa, se imaginaba que, como en otras ocasiones, el abuelo debía estar ordenando "cachibaches" en aquella especie de taller. Sin pensarlo dos veces se plantó en la puerta y apenas sin aliento volvió a intentar "matar" a su abuelo de un buen susto.

-¡Abuelo!- gritó, abriendo la puerta con un sonoro manotazo.

Sabía que ese tipo de bromas a su abuelo no le entusiasmaban, pero siempre acaban los dos riendo.

Sin embargo ese día fué ...muy diferente.

La imagen que se apareció ante sus ojos lo dejó absolutamente paralizado...

...Hoy también es sábado, un sábado triste y lluvioso.

Toda la familia está reunida en el cementerio. Todos alrededor del féretro del abuelo. Pablo, junto a otros familiares, lo han dejado al pie mismo de la tumba.

Hoy Pablo, ya convertido en un "feliz hombre de provecho", abraza a sus padres en un vano intento de consuelo ante tan grande pérdida.

Con una mano sobre el ataud y los ojos absolutamente encharcados Pablo murmura,

- Querido abuelo, te querré y te admiraré siempre, y conmigo morirá nuestro secreto. Después de tantos y tantos sábados maravillosos... sé lo duro que fué para tí aquel sábado de hace ya muchos años...aún recuerdo tu ojos llenos de lágrimas intentando explicarme que los hombres no sólo aman a mujeres, que en ocasiones también pueden amar a otros hombres...

-Hoy si puedo entenderlo.

Mirándole, al otro lado del féretro, llora desconsoladamente un ya anciano Emilio.

Conrado S.

sábado, 13 de junio de 2009

Hambre

Tengo miedo. Estoy escondida detrás del sofá mientras David enfurecido lanza uno a uno los vasos contra la pared. Tiemblo. Los cristales se esparcen en forma de mal augurio, percibo las paredes estrechándose, me cruje el estómago y me dejo llevar por la pesadez de mis párpados. Sus grotescas palabras me suenan a silbidos lejanos hasta que ya prácticamente no oigo nada.

Ahora me doy cuenta de que no debía habérselo dicho. Cualquier persona cuerda sabe que las historias de cuernos no deben contarse, yo también, pero Antonio no para de presionarme y yo temía que si no daba el paso errante de contárselo a David, Antonio no me iba a pagar nada hoy, porque hoy tengo que verlo. No le he dicho nada a David del dinero, por supuesto, no soy una puta, solo busco una salida para ambos, para David y yo, claro está, un camino fuera de la miseria. Ya hace más de un mes que terminé mis suplencias de maestra en la escuela del pueblo, también de que echaron a David de la fábrica de pizarras, así sin más, porque quebró la empresa y apenas sin cobrar, apenas sin comer. Mi David, me da pena. Yo quiero que todo vuelva a ser como antes, estábamos muy bien los dos en nuestra casa de campo antes de que todo quebrase. Ahora me da lástima haberle herido, preferiría no haberle contado nada, no recordar nada de esta conversación.

-¿Qué ha pasado? ¿Por qué lloras? ¿Qué es todo este desorden? Tengo hambre. ¿Qué hora es? –digo mostrándome más trastornada de lo que estoy.
-Tranquila cariño, te has desmayado. ¿Tu me amas, verdad? Todo debe ser culpa del hambre. No te preocupes, encontraré algo de trabajo muy pronto y nos comeremos un gran entrecot con un tinto del bueno. Dame tiempo Clara, yo te amo mucho, no me imagino la vida sin ti. Dime que aun me amas.
- Claro mi amor, que tontería. ¿Por qué lloras?
-¿En serio no recuerdas nada?
-¿De qué? Habré tenido una bajada de tensión, eso es todo.
-No entiendo como no puedes recordar, ¿te encuentras bien?
-Si cariño. Solo es hambre, desde que nos quedamos sin trabajo que apenas comemos.

Tal vez no sea verdad que le he dicho nada a David, tal vez la verdad sea sólo que me he desmayado, la tensión, ¿por qué no? Tal vez David me mire triste y resentido porque también esta desesperado. Tal vez nada sea verdad, tal vez. A mi David yo le amo mucho, es un buen hombre, me quiere tanto que sería capaz de olvidar el daño que le he hecho, tal vez. A Antonio también lo amo, pero no tanto. No es un buen hombre pero hay química y la adrenalina de traspasar los límites, además, me paga a veces y nosotros necesitamos dinero. Esta tarde tengo que verlo sin falta o ni David ni yo comemos. Antonio vive en el pueblo a unos diez kilómetros de nuestra casa en la aldea. Tal vez sea verdad que David no sepa nada, tal vez Boby, nuestro perro travieso, se subió a la mesa y rompió los vasos, tal vez pueda inventarme una excusa para bajar al pueblo.
-Cariño, esta mañana limpiando la casa, he encontrado unas monedas. Bajaré al pueblo, a ver si puedo comprar algo para cenar, ni que sea una barra de pan con atún. Quédate si quieres en casa y así limpias estos cristales, maldito perro, si no fuera tan juguetón no lo perdonaría, pero no sé que tiene que cuando me mira con estos ojitos olvido sus salvajadas. Mejor me voy o me cerraran el supermercado.
-Ya bajo yo al pueblo si quieres.
-No, no, que a ti se te da mejor poner la leña para encender la chimenea.
-Va, déjame acompañarte. Esta tarde te has desmayado, no quiero que te pase nada.
-Cariño, no voy a tardar mucho. Aprovecha para poner velas y así tenemos una cena romántica como las que hacíamos antes, me haría ilusión.

Al viejo motor le cuesta arrancar bajo la fría escarcha pero lentamente se pone en marcha entre los eucaliptos coruñeses del campo. A la segunda curva me suena el móvil. Es Antonio preocupado por saber si se lo he dicho. Me despido alegando que nos vemos en media hora en su casa y paro el coche aturdida. Pienso que David tiene razón, debe ser el hambre. Intento pensar, recapacitar, tomar una decisión una vez más y, nada. Pongo el coche en marcha y compro las malditas latas de atún. De vuelta cojo el desvío hasta la casa de Antonio asegurándome de que nadie me ha visto.

Antonio sonriente me abre la puerta. Nos besamos con hambre, devorándonos hasta alcanzar el clímax.
-Debo irme –Confieso.
-Quédate a cenar. Tengo una botella de vino y unos entrecots que nos esperan bajo la penumbra del fuego.
-No puedo, lo sabes.
-¿No se lo dijiste?
-No –miento, tal vez¾. No he podido.

Veo a David impaciente tras los cristales de la casa esperándome. Entro, pero no dice nada; se le nota aun turbado. Hay velas entre las piedras del salón y una mesa vestida sin comida. David me mira deseoso y miedoso. Sonrío, corto unas rebanadas de pan, lo beso agradecida y me pego una ducha rápida y profunda. Me visto con mi viejo vestido para las veladas especiales y comemos bajo la temerosa mirada de David que aun tiene los ojos cristalinos. Se nota que hay que romper el hielo, así que al fin acordamos por unanimidad abrir la botella de orujo que reservábamos para cuando vinieran nuestros amigos.
Sentados en el sofá, frente a la chimenea y a media botella, siento mis ojos húmedos reflejados ante las rojizas pupilas de David.
-¿En serio no te acuerdas de lo sucedido esta tarde?
-No hay nada que recordar. –Digo y me digo-. Será el hambre.
- ¿Cuántas veces...? ¿Cuánto tiempo...? ¿Por qué...?
-Te digo que no hay nada que recordar mi amor. Te amo desde siempre.
-Esta bien, yo también te amo mucho. Voy a bajar al pueblo a por otra botella de orujo. Espérame tranquila que enseguida vuelvo.
-¡David! Pero si aun nos queda media botella y está todo cerrado a estas horas. Además, no tenemos dinero.
-No te preocupes de nada, relájate y olvídate del dinero. No habrá nada que recordar.

viernes, 12 de junio de 2009

Imperfectos

Aunque la gente se reía de él por sus peculiares costumbres, el viejo de pequeña estatura que, envuelto en una capa raída, subía descalzo por el camino empedrado y rodeado de olivos que cruzaba la acrópolis, es conocido hoy en día en todo el mundo. Su nombre: Sócrates.
Le acompañaba Aristocles, que apenas excedía de los veinte años y al que su rica túnica de lino delataba como miembro de la aristocracia ateniense.
El joven caminaba sin prisa, escuchando con atención las apreciaciones del que, según el oráculo de Delfos, era el hombre más sabio del mundo. Entonces observó la cara enrojecida y sudorosa del anciano.

—¡Que calor! Estoy agotado —dijo Aristocles, pasándose el reverso de la mano sobre la frente en un gesto teatral para, acto seguido, ir a sentarse sobre una ancha piedra a la sombra de un viejo muro que flanqueaba el camino.
Sócrates no dijo nada; el sudor que le resbalaba por su nariz respingona sólo se detenía al llegar a sus largas y blancas barbas. Suspiró y, sonriente, se sentó junto a su compañero.
El joven discípulo le dio la espalda para mirar hacia la cima de la colina, donde se erguía el Partenón.
—Aún nos queda un poco de subida.
—¡Vaya! esto… —comenzó a decir el anciano.
El joven se volvió hacia Sócrates, que permanecía callado, con el dedo índice extendido hacia el muro.
—¿Maestro? ¿Qué me quieres enseñar? Sólo son piedras, resquebrajadas por el tiempo —dije, extrañado.
Pero no me contestó; siguió señalando aquella pared.
¡Que capacidad de concentración tenía! Yo miraba sin ver nada extraordinario, pero, para él, aquellas peñas mal unidas y desechas encerraban una lección importante. Como siempre se negaba a escribir sus pensamientos, intenté averiguar cual.
—Si, ya veo la planta que se abre paso entre las grietas de esa piedra. El débil, con voluntad, es capaz de vencer al fuerte ¿No?
Pero el maestro permanecía impasible, señalando el muro.
—¿La tela de araña sucia? Si, un gobierno corrupto al final termina por caer y olvidarse.
Más Silencio.
—¡Ah! ¡Estúpido, estúpido de mí! Si casi lo digo antes. ¿El tiempo? ¿Nada está a salvo del paso del tiempo?
Ni pestañeó. ¿Por qué simplemente no me lo decía? Pensé, rascándome mi escasa barba.
—Pero… ¿Qué es? ¡Por todos los dioses! —dije, mirándole a los ojos, mientras acercaba mi cara a la suya.
Entonces, el maestro se introdujo en la boca el dedo con el que señalaba y lo chupó sonoramente.

—¡Como escuece! ¡Ya he tenido que rozar alguna ortiga! —exclamé, mientras a duras penas contenía la risa al ver la cara de mi desconcertado discípulo.
—Pero maestro… ¡estaba convencido de que me indicabas algo en esa pared!
—¿De verdad viste como señalaba la pared, joven Aristocles? —le pregunté, dándole tiempo para percibir su error.
—¿Es que ni siquiera podemos fiarnos de nuestro juicio o sentidos? ¿Acaso percibimos el mundo de forma imperfecta? —dijo, mirándome entristecido.
Le cogí del hombro, entendiendo por qué mis otros discípulos le denominaban Platón “el de espalda ancha”.
—Ánimo, Aristocles. Yo solo sé que no sé nada.

Ejercicio sobre cambio de Narradores (Omnisciente, Cámara, Testigo y Protagonista)

Joan Villora Jofré


martes, 9 de junio de 2009

El laboratorio

Me preguntaréis qué estoy haciendo yo solo, aquí en este maldito laboratorio, pasada ya la medianoche, con un bidón de gasolina y un encendedor que de momento utilizo para iluminar mi camino. Os asustaréis si veis mis ojos expectantes, escudriñando la oscuridad. 

¿Qué busco? Mejor preguntad a quién busco. O mejor aún ¿por qué lo busco?

Soy el director de este laboratorio químico y estoy aquí y ahora para acabar con su invisible presencia. Sé que se está vengando por lo que le hicimos. Pero dejadme que os explique que en vida nos atormentó a todos con su forma de ser, un torbellino de despropósitos y desbarajustes. No tuvimos otra opción que despedirlo. Y ahora que está muerto, finiquitado por fin en un desgraciado accidente de tráfico del cual sólo él tuvo la culpa por ir a doscientos kilómetros por hora, ahora cuando creíamos que podríamos seguir nuestro trabajo con tranquilidad, ahora ha vuelto y está acabando con todos nosotros. Yo soy el último superviviente, todos los demás han muerto. Por eso lo busco y por eso llevo este bidón de gasolina. Sólo el fuego y la destrucción pueden poner fin a su asesina venganza.

Sé que ha entrado. Me está advirtiendo de su presencia. He visto cómo las puertas giratorias de la entrada han empezado a girar por sí solas a diabólica velocidad. Esa misma velocidad con que las cruzaba cada mañana. Más que puertas giratorias parecían aspas de una turbina, a su paso. Esas prisas en todo. Esa forma de caminar a zancadas, con su enorme nariz por delante. Esa forma de hablar sin pausas y a toda pastilla, 


– Buenosdíasdirectorcomestáustedyomuybiengracias – me saludaba cada vez que pasaba por mi lado como una exhalación. Así de rápido hablaba el desgraciado en vida. Así he oído su voz de ultratumba esta noche, cuando una probeta de ácido se ha derramado sobre la pobre Mireia y la ha quemado viva:


– Estoporburlartedemimalditazorra – le ha susurrado antes de que el ácido llegase a sus oídos.

Sí, Mireia se había burlado mucho de él. ¿Y quién no? Si es que era patético. ¿Cómo un hombre puede andar con tantas prisas por el mundo? No paraba quieto. A su paso, los papeles volaban, las plantas perdían sus hojas, el pelo de la moqueta se erizaba. Y cuando llegaba al laboratorio, las probetas, los émbolos, los agitadores, los alambiques, las pipetas, todo lo que fuese de cristal o delicado prefería estallar en mil pedazos antes de que él las cogiese.

Prudencio, nuestro jefe de intendencia, el que proveía de material, también se había burlado mucho de él. Y Prudencio ha aparecido desangrado en el almacén, atravesado por infinitas astillas de cristal. Un vendaval inexplicable y de fuerza aterradora las ha arrancado de sus estanterías, las ha triturado y arrojado uno a una contra el desdichado de Prudencio.


– Tomaytomaytomaytomaytomaporchivartealdirectoryponermeesehorriblemote – se ha oído en cuanto el vendaval se ha disuelto dentro de la nariz del cadáver de Prudencio.


Sí, Prudencio tuvo que chivarse, porque no le quedó más remedio cuando me presentó la factura de gastos de material. 


– Deberíamos llamarle el Torpedo, porque además de rápido, es torpe como él sólo – me dijo días antes. Ya no volví a hablar nunca más con él.


No quiero pensar que todo fue culpa mía por haberlo fichado. Pude haber previsto que el tipo no era el más adecuado para ese trabajo, pese a que era licenciado en un curso acelerado de química aplicada. Un tipo que se compró una casa al lado de la autopista porque creía que podía aparcar en el arcén, saltar la valla y llegar a su casa, evitándose dar un rodeo. Un tipo que cada vez que pasaba por el arco de seguridad de un aeropuerto, el escaner no tenía tiempo de detectar si llevaba algo metálico. Un tipo capaz de trucar el motor del ascensor con tal de que subiera más rápido. ¿Cómo se me ocurrió fichar al tal Torpedo? Y que dios perdone al pobre Prudencio por su ocurrencia y a mí por mi candidez. 


Noto que su espíritu invisible me está acechando en la oscuridad. Sólo veo el brillo de la llama del mechero reflejada en las probetas de cristal. Está cerca. Casi puedo sentir su gélido aliento en la nuca. !Ahhggg! La afilada boca de un alambique acaba de pasar volando, muy cerca de mi cuello. La he esquivado de milagro. Porque estoy prevenido. Y sé cómo actúa y cómo detectar su presencia. ¿Es eso el tintineo de una probeta? No, es él que quiere clavármela en el ojo. ¿Es el sillón quién se ha girado? No, es él que ha pasado como una exhalación por su lado. Está detrás de mí. Lo noto, lo siento. Ese termómetro que me apunta, el mercurio que sube y sube. !A cubierto, va a explotar! Lo conozco como si lo hubiese parido. Ahora está aquí, ahora allá, veloz y silencioso como un suspiro. ¿Y estos bultos en el suelo que me hacen tropezar? !Ah, sí! Los cadáveres de Julio, Santiago, Marta y Tomás. Han caído todos. Una muerte rápida, más rápida y fulminante que un disparo o que el corte de una guillotina. Una muerte acelerada, sin escatimar en macabros recursos. Permitidme que evite los detalles. Me sería muy difícil describirlos. Ahora no es el momento de recordar sus muertes. Ahora tengo que salvar mi vida.!Dios, qué eso? ¿Qué tengo en el culo? ¿Dónde está mi bidón de gasolina? !Mi mechero! Dios que rápido es el hijo puta del Torpedo. ¿Y esta mecha? ¿Y ese olor a pólvora?


– Tresdosunoceroigniciónadiosqueridodirectoooooooooor ,




Ignasi Raventós

Curso de narrativa

Ejercicio de fantasmas