martes, 15 de diciembre de 2009

Aquel joven que se acercaba le recordó a alguien del pasado y tuvo un mal presentimiento.

-¿Se acuerda de mí? Soy el pequeño de los Gómez.

El viejo Sebastián levantó la vista del patatal y observó al joven que le tendía la mano.

-¿Y tu padre? -preguntó apoyando la azada en el surco y secándose la frente con un pañuelo.

-Murió hace unos meses. Tuberculosis. Vengo a arreglar el tema de la herencia. Y a cumplir su última voluntad -añadió misterioso tras una pausa.

El joven miró las hectáreas aradas.

-¿Las ha cultivado usted durante todo este tiempo?

-¡Qué otra cosa podía hacer! –se disculpó Sebastián cabizbajo-. Hemos pasado mucha necesidad. Sin trabajarlas, las tierras se hubieran echado a perder. Además –continuó-, no sabíamos cuanto tiempo iba a pasar tu padre en prisión.

-Comprendo-. El joven Gómez recogió la azada y pasó un brazo que parecía protector por los hombros del labrador.

-¿Sabe? Yo era muy pequeño cuando nos tuvimos que ir de aquí. No tengo muchos recuerdos. Pero mi padre siempre supo quién lo delató.


Ana Elorza

viernes, 4 de diciembre de 2009

En la playa
Sole deja escapar un grito de terror cuando ve la barca con la gran cabeza de tiburón varada en la playa sin nadie que la guie.

_¡Miki!

La pequeña Neus, que dormía plácidamente bajo la sombrilla, se despierta súbitamente y se pone a llorar. Pero su madre no la oye. Corre desesperada hacia la orilla.

_ ¡Miki!

Algunos bañistas miran consternados a la mujer. La playa es hoy un mosaico de toallas multicolores y sombrillas ladeadas por el viento, donde apenas se vislumbra un ápice de arena libre. En el horizonte el mar es gris y agitado. Pocos se atreven a retarlo.

_ ¡Miki!

El sonido ahora es desgarrador. Edu, sentado con el móvil en el espigón ve el rostro de desesperación de su mujer. El estómago le da un vuelco. En la orilla el hinchable se agita como una boya solitaria entre el oleaje inhóspito y violento. Deja el móvil en la roca y se lanza al agua.

_No se preocupe, señora. Verá como aparece.

Dos mujeres han sido testigos presenciales de toda la escena. Una es rubia desteñida y está embarazada. La otra es pelirroja y lleva una pamela de paja que la protege del Sol. Habla de forma pautada. Es de las que nunca se pierde detalle de todo.

_Ese rubio, el que se ha lanzado al agua, es el padre_afirma la pelirroja.

Sole intenta escrudiñar, pero el Sol la ciega. A la pequeña Neus la calma ahora la vecina de la sombrilla continúa. Tiene la piel quemada .Lleva un bikini azul y unas Rayban. Toma a la niña en brazos y se une al grupo de espectadores.
Uno de los socorristas intenta calmar a Sole.

_Mi compañero ha ido a buscar a su hijo. No se preocupe. Lo más seguro es que con este viento el mar lo haya llevado lejos de esta orilla.

_Mi marido también ha ido a buscarlo_solo le sale un hilo de voz. Uno de los bañistas coge la barca y la deja en la orilla. Sole camina encorvada, encogida sobre sí misma, y solo murmura “Miki ,Miki , Miki…”

_Pobre mujer. El marido se ha lanzado a buscar al niño. ¡ si no hubiera estado tan pendiente de ese móvil!

La embarazada acaricia su barriga, instintivamente.

_ ¿Es que no han visto que había bandera amarilla?

_La madre no lo dejaba bañarse. El pobrecito estaba entusiasmado con su barca. Ella lo ayudaba a buscar pechinas para distraerlo, pero el niño, solo quería entrar en el agua. Si hubiera estado todo el rato con ella esto no habría pasado_ la pelirroja guarda silencio , pensativa_ El padre ha venido a remplazarla, pero no vigilaba al crío.

_ ¡Y que lo diga!¡Vaya pachorra!_afirma la embarazada_ Se ha quedado aquí, plantado con el móvil, mientras el niño no hacía mas que meterse en el agua. ¡Yo estaba nerviosa! Hasta le he avisado: ¡he, señor, que el niño se va con la barca! ¿Y que creen que ha hecho? sin soltar el móvil me ha sonreído, ha cogido la cuerda de la barca y ha continuado hablando.

_Yo los he visto cuando han llegado_ intercede la mujer de las Rayban. Se dirige a la pelirroja. La pequeña Neus, en sus brazos, parece más calmada._ Y he visto como discutían.

La pelirroja abre mucho los ojos.

_ ¿Ah si?

_Ella estaba nerviosa porque ya era tarde y él parecía desganado y de mal humor. Cuando lo he visto con esa barca tan enorme, sofocado, he pensado en lo tonta que es la gente por complicarse así la vida. El niño en cambio no paraba de dar saltos de alegría. ¡Venga a tirar de las aletas del animal! A mi me ha llenado de arena, pero ¿cree usted que el padre me ha pedido disculpas? ni hablar!

_La gente ya no sabe educar a sus hijos_ sentencia la embarazada.

_ ¿Y dice usted que discutían?

_Seguro. Primero ella ha protestado porque estaban lejos de la orilla. Él ni le ha contestado. Ha plantado la sombrilla y luego ha obligado al niño a sentarse. Pero no había forma de que se estuviera quieto.

_Claro, ¡ a quién se le ocurre traer al niño con la colchoneta y luego no dejarlo bañar!

_Hoy hace mala mar.

La mujer de las RAyban continúa con la pequeña Neus, que ahora está más calmada. Su madre se ha adentrado en el mar, para observar mejor y de lejos, le hace un gesto de agradecimiento por cuidar de la pequeña.

_El niño se ha puesto rabioso. Entonces la madre le ha dicho al marido que se bañara con él .Pero el otro no quería. Esperaba una llamada.

_Una llamada, ¿aquí en la playa?

_Extraño ¿verdad? Ella entonces se ha levantado, muy airada , y se ha llevado al crío y a la barca. “cuida de Neus”, le ha dicho. Por eso sé cómo se llama esta pequeñina ¿verdad guapa?_La niña no para de meterse la mano en la boca.

_Pobre chica, menudo trajín, con dos pequeños, y ese marido que no ayuda gran cosa.

_Y no se imaginan cuando ha estado solo con la niña.

_ ¿Qué quiere decir?

_La pequeña se ha puesto a llorar, nada más irse la madre. Él se ha limitado a ponerle el chupete. Y entones ha sonado el móvil.

_Los negocios, claro-lo dice con sorna.

_Pues no sé si lo eran. Pero le ha cambiado la cara. ¡Menuda sonrisa!

_ ¿Y de qué hablaba?_inquiere la pelirroja, muy intrigada.

_ ¡Señora!_protesta

_Perdone pero es que usted parece enterarse de todo.

_Cuando una está tendida al sol, y no duerme, se aburre una mucho.

_Cuente, cuente,¿ que más ha pasado? _inquiere la embarazada.

_Nada, que esta chiquitina no paraba de llorar. Debe estar con lo de los dientes. Y el otro, dale que te pego con la conversación.¡No se puede hablar tanto con un bebé llorando de esa manera!.En fin, la mujer ha aparecido por sorpresa. Entonces él ha apagado el móvil. Ella ha hablado con voz muy alta. Decía que ya estaba harta, que dejara de una vez los negocios, que si la familia es más importante. Que el niño quería bañarse con su padre. Él se ha levantado, muy seco, malhumorado, se ha dirigido a la orilla, sin soltar el móvil. Ella le ha gritado ¿por qué te vas con el móvil? Y él le ha chillado ¡estoy esperando una llamada de los socios! ¡ no me cabrees más !

_ ¡Menudo lenguaje!

_Si. Seguro que son negocios_Al decir esto tuerce un poco la boca _¿un socio que llama a la playa?

–Debe ser un socio muy trabajador_ ríe con doblez la pelirroja _ La verdad es que con lo bueno que está no me extrañaría nada que…

_¡Vaya, sí que se fija usted !_afirma la embarazada.

_No sería nada raro que , ya sabe…Es un chico muy guapo, no le hago más de treinta, es alto, bien formado y el pelo rubio rizado. El niño se parece mucho a él.

_La madre, en cambio, está peor conservada _observa la embarazada_Este bikini que lleva no le sienta muy bien.

Las mujeres observan a Sole, que ha salido del mar y no deja de hablar con el socorrista, que intenta calmarla. Su vientre, blanco y abultado, refleja las huellas del reciente embarazo en la cintura y los muslos .Su rostro parece demacrado. El cabello rubio, mojado, atado de cualquier forma con una coleta, le da un aspecto descuidado.
Mientras, en el horizonte ya no se ven bañistas. El mar turbulento los expulsa. Al fondo sigue ondeando la bandera amarilla. El grupo de espectadores continúa en la orilla sin atreverse a entrar. Las madres recogen a sus hijos y algunos doblan las toallas, dispuestos a partir.
Sole camina ahora hacia el espigón y se agacha para recoger algo. Observa el objeto en su mano y pulsa una tecla. Se ilumina una pantalla. Arroja el objeto con furia al mar y se sienta en la roca .Las manos cubren la cara. No para de murmurar :”cabrón, cabrón, cabrón”.

_ ¡Qué desolación!

_ ¡Pobre mujer!

_Con este mar, una se teme lo peor.

La figura de Sole , en el espigón parece desolada. Sentada en el extremo esconde la cabeza entre las piernas. Ni siquiera parece pensar en la pequeña Neus.

_¡Ahí, ahí! _la pelirroja señala excitada dos puntos en el horizonte. A varios metros de distancia se acercan dos figuras. Sole también los ve. Baja atropelladamente del espigón y casi tropieza con una roca. La barca permanece varada en la orilla. Al pasar ella recula hacia atrás y se desplaza hacia el agua. Una de las figuras se acerca a gran velocidad.

_¡Mami, mami, la barca se va !

Sole corre hacia el pequeño y lo abraza con fuerza. No sonríe, pero está feliz. Parece haberse liberado de una gran carga.
La mujer de las Rayban le entrega la niña, que ya no llora. Edu, no dice nada, solo carga con la barcaza a las espaldas. Ni siquiera se miran. Sole coge con fuerza la mano del niño. En la otra sostiene a la pequeña, que está a punto de dormirse y empieza a caminar muy erguida, sin mirar atrás.Edu los sigue cabizbajo.

_A ese lo mataba yo_sentencia la embarazada.

La pelirroja observa la escena.

_¡hombres!


Maria Blanch

jueves, 29 de octubre de 2009

Perro y camello

Ha sido después de su encuentro con el perro y antes de toparse con el camello. O al menos eso cree David. El caso es que todo empieza a estar algo confuso, pero cree que ha sido entonces cuando la ha visto por primera vez. Sí, está casi seguro. Sobre todo ahora que por fin se acerca a ella como acudiendo a algo que necesariamente se tiene que producir, como un encuentro que parece estar escrito en alguna parte desde tiempos inmemoriales, a pesar de que hace tan sólo media hora hubiese sido inconcebible.

El caso es que ha estado un buen rato casi a la deriva por las callejuelas del centro, sumergido en esa mezcla indecible de vestigio medieval, estudio de diseño y olor de orines que es el Barrio Gótico. Al principio ha empezado a caminar con un itinerario vagamente prefijado; salir de casa en dirección a Las Ramblas, cruzarlas para tomar la calle Boquería, luego izquierda por Banys Nous, acaso de nuevo izquierda para demorarse un poco en la Plaça del Pi, quién sabe si después tomar Petritxol a ver qué hay hoy en la Sala Parés; a continuación, si está ya cansado, siempre puede ganar de nuevo Las Ramblas para volver a casa. Un itinerario habitual; simple rutina. Caminar por pura inercia mecánica. Últimamente David se está aficionando a estos paseos automáticos; le ayudan a alejar su atención de sí mismo. Le ayudan a olvidarse de Susana y de un mundo sin Susana, como si adentrarse en esa fiesta de luces de escaparate y de olor a comida de panadería le mantuviera en un vago estado de aturdimiento en el que simplemente se puede vivir, sin más.

Pero no ha ocurrido así. Por Banys Nous ha visto al perro. Al principio lo ha visto vagamente a lo lejos; una mancha incierta moviéndose entre la muchedumbre. Luego, ya más de cerca, le ha visto los ojos, y aquél ha sido un momento absoluto, situado fuera de todo tiempo. Probablemente sea por ello por lo que guarda su imagen con esa fijeza: unos ojos impresos a fuego en sus propios ojos, unos ojos dentro de otros ojos. El perro tenía algo de demoníaco, con ese cuerpo enjuto roído por alguna enfermedad, seguramente la sarna, y esos ojos como de otro mundo. Ojos que eran pura demencia animal; ojos de un mundo donde la vida palpita sin barreras y donde la muerte, por tanto, no es barrera de la vida sino parte indisociable de ella. Así pues, ese perro no pertenece al mundo tal como David lo conoce. Sencillamente, ese perro no debía estar ahí. Y precisamente por el hecho ineludible de que estaba ahí es por lo que él ha empezado a dudar de todo lo demás.

Luego ya no ha dejado de ver esos ojos por todas partes. O, mejor dicho, quizás ha empezado a mirar a través de unos ojos que ya no son los suyos. De repente todo ha adquirido para David el carácter de un decorado de feria: las fachadas de los edificios, los escaparates de tiendas de antigüedades, las personas con su ir y venir ensimismado, incluso los olores o el estruendo del bullicio comercial. Ha durado poco tiempo, puede que tan sólo unos minutos, pero le ha bastado para comprender. Quizás por ello ha entrado deliberadamente en uno de esos decorados con aspecto de café y le ha pedido al figurante un cortado, que éste le ha servido minutos después en una mesa gastada; y se ha demorado removiendo lentamente el café con la cucharilla mientras pensaba en cómo habría sido su vida si le hubiese tocado vivirla en otra época o en otro país, asumiendo riesgos, jugándose a menudo la propia integridad física, desgastado por la precariedad de una vida de supervivencia. David piensa que él no ha librado verdaderas batallas, a no ser que se considere batalla la época en que estuvo sumido en aquel deplorable estado de abatimiento tras la marcha de Susana. Y ni eso fue una batalla: la dejó marchar, sin más. Ni siquiera peleó después consigo mismo; se limitó a dejarse vencer, primero por la melancolía y ahora por el olvido. Una vida de cobardes merodeos y de acontecimientos situados siempre más allá de su control.

Efectivamente, ha sido entonces. Al final de la barra, al lado de la puerta, ahí es donde ha visto a aquella mujer. Pelirroja, buen tipo; leyendo algo, quizás un diario. Por segunda vez la ha sorprendido mirándole; acaso haya sido casualidad, pero entonces por qué esa última mirada como interrogándole. Un minuto después ella se ha perdido en el trajín de la calle. Luego la ha visto de nuevo en Canuda, una imagen furtiva, y entonces ha jugado a seguirla. Ella no ha tardado en percatarse de su presencia y ha ido a la izquierda hacia la plaza de la Vila de Madrid. Hay algo especial en ella, algo que la distingue de los demás transeúntes. Quizás haya sido su forma de andar sosegada, como si no fuese a ninguna parte: como él. O quizás es por haberla visto girarse para dirigirle alguna mirada fugaz. El caso es que brilla con una luz propia entre todo el gentío, como un accidente de autenticidad en un cosmos de artificio y simulacro. En eso se parece al perro sarnoso: ambos parecen provenir del mismo mundo de realidades, un lejano mundo a la vez esperanzador y amenazante. Ahora se da cuenta (ahora que está llegando a un portal donde ella por fin se ha detenido y se ha vuelto para quedárselo mirando, ya sin subterfugios) de que, en ese mundo ancestral, el perro y la mujer del pelo rojo son dos polos antagónicos y a la vez complementarios.

“¿Quién eres?”, le pregunta David, y al escueto nombre que ella responde sus ojos le añaden un universo entero: “Soy yo, cariño. Yo una vez más. Sé que has visto al perro.” Y, por más que intenta disimularlo, a los ojos de él acuden las lágrimas, y a duras penas puede verla abrir y ser engullida por la oscuridad del portal.

Suben rápido por unas escaleras angostas, él unos peldaños por detrás, mientras el tacto rugoso del camello se desdibuja lentamente en su mente: todavía aquella boca sellada, todavía aquellos falsos ojos torpemente pintados. Ha sido mientras la seguía, al toparse con el camello de fibra de vidrio que asoma de uno de los zaguanes de Portaferrissa, una figura que desde hace años sirve de reclamo a una emblemática tienda de ropa underground; a David le ha sobrecogido encontrarse de repente con esa cara inexpresiva, con ese torpe intento de imitación de un ser vivo. Ha visto algo alegórico en ese camello, como si de algún modo en él estuviese concentrado todo lo que hay de mentira en el mundo.

Un balbuceo infantil les da la bienvenida desde el otro lado del largo pasillo del piso. Durante un instante ella le mira como avergonzada, y luego avanza en dirección a aquella vocecita que ya la llama con indecisión. En el salón David ve a dos criaturas que dan lástima de tan sucias y tan tristes; incluso sus escasos juguetes tirados por el suelo tienen algo de triste. El mayor tiene el pelo rizado y les mira con ojos muy abiertos mientras mordisquea un cochecito de plástico. El pequeño, amarrado a una sillita de bebé, sonríe al ver a su mamá. Ella los besa y les dice algo cariñoso, y a David le ofrece café. Un olor que es de caca pero también de colonia barata, grasa y humedad impregna aquel rincón de la casa, y él se descubre concluyendo para sí, justo antes de que se funda con el olor de café, que aquél es el olor genuino de la miseria. Pino, el mayor, ha dejado el cochecito en el suelo y le dice a su mamá que tiene caca, y ella se excusa azorada y le cambia allí mismo, encima de la mesa. Y él observa la operación como el que ve crepitar un fuego, hipnotizado por los movimientos felinos de ella y por sus palabras, que no sólo le hablan a Pino sino también, en alguna región ignota de su ser, a él mismo. Luego se quedan mirándose el uno al otro en silencio, durante un tiempo imposible de cuantificar. En la mirada de ella no se lee más que una reposada ternura, y él cree hallar en esa mirada una verdad que habla de una vida y de una felicidad distintas, ajenas a esas calles bonitas con sus figurantes de saldo; y también halla en ella un leve poso de amargura que no le entristece sino que le cura porque le devuelve la imagen de su propia soledad.

El piso es viejo y está en un estado casi ruinoso. David repara en ello mientras deja deslizar su dedo por la pared, de camino al dormitorio adonde ella le conduce. Ahora se muere por arrancarle la ropa y sentir el tibio contacto de su cuerpo, por sentir de cerca ese olor a colonia hasta gastarlo y así poder llegar al refugio del propio olor de ella. Ahora que lo piensa, solamente han intercambiado cinco o seis palabras; ahora que lo piensa, la mirada de ella en la calle tenía algo de felina, como de un animal al acecho. O canina. Pero ella ya lo está besando y quitándole la ropa y nublándole la vista con una marea de deseo incontrolado. Y ya está liberándole todo el llanto atrasado que es un clamor de felicidad, y también está liberándole eso otro que también clamaba mientras, susurrante, le tapa la boca con suavidad: “Shhhht. Los niños…”. Y David se olvida de la animalidad de ella, anegado de la suya propia, y todo se vuelve contacto, roce, aliento; y nuevamente se acuerda de aquella boca falsa del camello, para decirse ahora que acaso no era más que el presagio de esta otra boca viva de aquí, que le busca y le rebaña con tanta impaciencia.

El dormitorio tiene un balconcito que da a la misma Portaferrissa. Mientras se abrocha los botones de la camisa, David contempla el incesante hormigueo del ir y venir de la gente y disfruta de la caricia del aire fresco en la cara. La oye moverse y canturrear detrás suyo. Él no piensa absolutamente en nada, ni en Susana -dondequiera que esté-, ni en su casa vacía, ni siquiera en esos niños del salón devorados por la mugre y la miseria. Pero el perro sarnoso, mirándole con aquellos ojos… Aquel perro es la razón por la que él está aquí ahora, en este mundo tan próximo y a la vez tan lejano al de abajo (cinco pisos, esa es la distancia entre dos mundos). Y es curioso que aquello le haya vuelto a la cabeza ahora que ella ha pronunciado esas palabras, unas palabras que David nunca debería haber oído porque son como una anomalía en este presente cargado de coherencia. Es por ello que lentamente se vuelve hacia ella y le pide que por favor, que repita lo que acaba de decir. Y cuando vuelve a escucharla pidiéndole dinero por el servicio se da cuenta de que no, de que no es ninguna anomalía sino pura realidad, aquí y ahora. Y de pronto comprende que ella está hecha del mismo material ilusorio que el camello de Portaferrissa, del mismo material que las bonitas calles de Ciutat Vella con sus balcones que ya no son palcos a una gran farsa sino, quién lo iba a decir, parte integrante del mismo decorado. Y mientras se siente desbordado por un torrente de ira que le ahoga la mente, también ve como a fragmentos al niño con caca tendido en la mesa que mira a su mamá con expresión absorta, y acierta a ver sus propias manos buscando el cuello de ella, ignominioso de tan blanco. Se ve a sí mismo acercándola al balcón y apretando, apretando con todas sus fuerzas, arrancándole chillidos como graznidos de cuervo; y la ve caer a través de esos cinco pisos que ya no separan nada, tan sólo la ve hacerse pequeñita y quedarse en el suelo en esa posición tan rara, rodeada poco a poco por los transeúntes que la miran como a un escaparate más.

Pero David no hace nada de eso, sino que busca su cartera y saca un billete de cincuenta euros que pone encima de la cama. “Gracias”, le dice, “cuida de tus niños”, mientras ya busca la puerta que de nuevo le conducirá a través de esos peldaños de mármol que, de tan gastados, un día harán que alguien se caiga y se rompa la cabeza. Y antes de salir a la calle piensa fugazmente que no deja de ser curioso que lo único verdadero en toda su vida haya sido un pobre perro de mierda, un perro solitario que le ha hecho abrir los ojos al mundo con su frenético husmear, enloquecido por la sarna y por el hambre. Incluso piensa que con un poco de suerte volverá a encontrárselo mientras, ya en la calle, sortea a ese grupo de gente que se ha agolpado a un lado del portal, concentrados en quién sabe qué. Hay tanta gente que casi no se puede pasar. Seguro que son trileros de ésos; a ver si el maldito Ayuntamiento se toma en serio el problema de una vez.


Javi Girón

domingo, 25 de octubre de 2009

55132

55132

55132. José abrió tanto la boca que la comida que estaba masticando casi se le cae al plato. Sentado en el sillón de la pequeña salita, oyó como la presentadora de las noticias de la tele anunciaba un número de lotería que aún no había encontrado ganador. La papeleta afortunada había sido la 55132. Era un número más bien feo, sin gracia. José ni siquiera lo escogió; fue la propietaria del establecimiento la que le incitó a comprarlo con un “venga señor José, ¡que algún día tiene que ser!”, y sin decir nada, José introdujo el dinero a través de la ventanilla y metió el boleto en su bolsillo.

Y ahora era multimillonario.

José pensó en sonreír, pero se contuvo. Pensó en llamar a alguien para explicarle que le había tocado un premio, que era millonario, pero no tenía ningún amigo con quien compartir la noticia. La última vez que su móvil sonó fue la semana pasada, cuando la asistenta social le llamó para preguntarle si se encontraba bien y si quería vacunarse contra la gripe. “a su edad señor José, debería ser una obligación… tenga en cuenta que con 83 años está usted dentro del grupo de riesgo”. José no entendía muy bien porqué tenía que vacunarse, pero accedió por complacer a esa joven tan amable que se preocupaba por él cada invierno desde hacía tres, así que quedó en ir al centro médico en quince días.

Ninguna llamada más. Desde que pasó los 75, José se dio cuenta de que iba dejando atrás muchas vidas. Y los que quedaban su lado, o estaban en una residencia sin billete de vuelta, o estaban viviendo en casa con sus hijos. Para el caso, era lo mismo. Ni unos ni otros llamaban por teléfono. Ni jugaban ya al dominó los domingos.

Luego pensó en su hija. María vivía en Colombia desde hacía 22 años. Se fue como cooperante de una ONG un verano, antes de cumplir la treintena. Tenía ganas de ayudar a quiénes lo necesitaban, explicó. Y de un día a otro, se embarcó en un avión rumbo a Sudamérica. Al principio, María llamaba todas las semanas, explicaba que estaba bien y que tenía mucho trabajo que hacer allí, pues había muchos niños huérfanos de las FARC que deambulaban por las calles y finalmente eran captados por redes de droga y prostitución. Ella colaboraba en una casa que les acogía y les reinsertaba en la sociedad, enseñándoles a enmarcar cuadros. Decía que “Así aprenden un oficio que les servirá para trabajar, ganar dinero y apartarlos de la calle”. Vino a verles todas las navidades durante diez años, hasta que Pilar se fue. Desde entonces las llamadas se fueron espaciando, y dejó de venir a verle. Enviaba una postal hecha por los niños de la casa de acogida cada diciembre, pero sólo llamó una vez y fue para anunciar que iba a tener un hijo. Desde entonces, José había recibido dos fotos de Raúl, la primera cuando nació y otra cuando hizo la comunión. Giró la cabeza y miró el rostro de aquel niño enmarcado sobre en una vieja estantería marrón, entre el sofá y la televisión. A Pilar le hubiera hecho ilusión conocer a su nieto. La última vez que José vio a María fue en el entierro, hacía diez años.

Estaba solo, sin nadie con quien compartir el premio que le había hecho multimillonario.

55132. Jugaba a la lotería desde que era joven y nunca le había tocado nada. Ni cuando trabajaba de maquinista en la RENFE, ni cuando se casó con Pilar, ni cuando se jubiló y planeó junto a ella viajes para cubrir el tiempo libre que les iba a quedar después de tantos años de trabajo. Nunca habían salido de España. Él trabajaba más de 10 horas, y ella cosía en casa para una conocida marca de ropa. Solo cuando llegaba el verano, José y Pilar se iban a un pequeño pueblo de Murcia, de donde eran originarios. Hicieron planes para conocer Europa. A los pocos días de jubilarse, detectaron el cáncer a su mujer, y ya no pudo planear nada más.

No se consideraba una persona afortunada, tampoco desafortunada. José nunca se paraba a pensar en esas cosas. Tampoco José afirmaría que se había conformado con la vida que le tocaba vivir, o que hubiese querido tener una mejor, simplemente andaba un día tras otro. José se levantaba, desayunaba un café con leche y galletas, y salía a dar una vuelta. Unos días compraba alguna cosa de comer y otros iba al médico a por recetas para “su cabeza”, decía él, porque José empezaba a olvidarse de las cosas. Vivía en un cuarto piso sin ascensor, así que nunca caminaba demasiado, porque después le costaba subir los pisos. Ya era mayor y se cansaba en seguida.

Después de comer veía la tele. Daba alguna cabezadita en el sofá, y ya cuando anochecía, se preparaba algo para cenar. Media hora después, se sentaba de nuevo en el sillón, y volvía a encender la tele hasta que el sueño le obligaba a irse a la cama.

Y así andaba todos los días desde hacía años.

55132. Ahora José era millonario. Podría pagar los mejores tratamientos para su mujer, podría por fin viajar fuera de España, ir a conocer a su nieto. También comprarse una casa nueva, con ascensor. Hace diez años, su vida podría haber cambiado.

José suspiró. Se levantó del sofá, sacó el boleto del bolsillo, camino hasta la cocina y lo tiró al fogón. Después volvió al salón, se sentó y cambió de canal.

estherinblau.

lunes, 19 de octubre de 2009

LAIA LA CIGARRA

LAIA LA CIGARRA

Laia llevaba varios días sin cantar. Aquella tarde, sentada en la barra de la cocktelería siguió pensando en cómo resolver aquella situación. Era absolutamente injusto y estaba dispuesta a luchar por ello.
Jordi, el camarero, la conocía bien. Pudo ver su rostro de preocupación y no pudo evitar intentar ayudarla.
—¿Estás bien?
—Estoy hasta los cojones de esa puta historia
—Laia, el otro día cuando te vi discutir con aquellas hormigas me temí algo así. Sabía que te removerían las entrañas. No hace mucho que vienen por el local. Es muy extraño ver hormigas fuera de su ambiente, estas creo que andan metidas en política, movimientos antimonárquicos o algo así. En cualquier caso creo que no deberías darle más vueltas. Al fin y al cabo tú no tienes ninguna responsabilidad.
—Es evidente que no tengo responsabilidad alguna pero, ¿cómo te sentirías tú si todos los de tu especie estuviesen mal vistos porque a un gilipollas no se le ocurre mejor idea que hacer una moraleja sirviéndose de tu familia? ¿Y la puta hormiga? ¿Quién coño era aquella puta hormiga para joder generaciones y generaciones de cigarras? Y claro, a partir del puto cuento, del puto escritor de mierda, todas las cigarras somos unas gandulas del copón y las cabronas de las hormigas unas “grandes trabajadoras”. ¡Me cago en el escritor y en su puta madre!
Jordi asintió con la cabeza mientras le servía un dry martini. Al final de la barra, una liebre que, aún sin quererlo, había escuchado la conversación, se acercó discretamente a Laia.
—Disculpe pero no he podido evitar escucharles.
—No importa.
—Mi nombre es Elsa Conej, soy abogado y me gustaría ayudarle. Como sabrá mi especie también fue el objeto de una famosa moraleja como coprotagonista, junto con una tortuga, de un relato de un escritor “iluminado”.
—La recuerdo pero, ¿cómo podría ayudarme?
—Tenga mi tarjeta, llámeme y quedaremos en mi despacho. Daremos a las hormigas y a los escritores lo que realmente se merecen.
—Pero escuche, yo no tengo dinero, no podré pagarle.
—No se preocupe, sé bien quien pagará mis honorarios.
Elsa abandonó la coctelería y disimuladamente hizo un guiño a Jordi. El camarero le devolvió el gesto asegurándose de que Laia no los podía ver.

Varias semanas más tarde, en el juzgado, el magistrado Lousen preparaba junto a su secretario el juicio de esa mañana.
—Señor Centpeus, ¿ha revisado el expediente de las doce?
—Si señoría
—Señor Centpeus le he rogado en varias ocasiones que cuando selle los expedientes no lo haga con más de diez patas, ha puesto mi portafolios perdido de tinta.
—Disculpe señoría. En cualquier caso debería agradecer que alguien como yo haga este trabajo, si lo tuviese que hacer un humano como usted se eternizaría.
—Bien, bien. ¿Puede hacerme un resumen del caso de hoy?
—Por supuesto. Laia Chicharra, de la especie de las cigarras ha interpuesto una demanda por difamación y atentado al honor contra el colectivo de las hormigas.
—¿Cómo?
—Basa su acusación en el hecho de que, por medio de la fábula de la cigarra y la hormiga, se ha difamado y atentado contra el honor de varias generaciones. Argumenta que durante años la cigarra ha quedado a los ojos de niños, adultos y del resto de especies animales, como un bicho molesto, gandul y dado única y exclusivamente a la vida bohemia.
—Señor Centpeus le diré algo sin ánimo de ofender.
—Adelante señoría.
—Los juicios con animales me ponen muy nervioso, y éste concretamente creo que me sacará de mis casillas. En fin, ¿quienes son los abogados de las defensas?
—La defensa de la cigarra la lleva aquella liebre que ya conoce Vd…
—¿Elsa Conej? ¡Por Dios! La estupenda, la esbelta, ¡la impertinente Elsa Conej!, ya veo que esto no va a ser fácil; ¿y quién defiende a las hormigas?
—Laura Queen, también conocida como “la reina”. Según he podido saber, una hormiga con una carrera brillante, con despacho en el centro de la ciudad.
—Todo esto es surrealista señor Centpeus. ¿La formación del jurado?
—Si no hay bajas de última hora el jurado está formado por tres hombres, dos mujeres, una loba, una hormiga, una cigarra y un conejo señoría.
—Bien señor Centpeus, si todo está dispuesto convoque la sesión.
—Como mande señoría.

Situada en la primera planta del Palacio de Justicia, la sala de vistas ofrecía una aspecto imponente. Sus altos techos y sus grandes ventanales, daban sin duda, un aspecto majestuoso a la estancia. El magistrado señor Lousen se dirigió al centro del estrado mientras su secretario, el señor Centpeus se situaba en un sillón a su izquierda. Abajo, a la derecha, la representante del colectivo de hormigas junto con su abogada Laura Queen. A la izquierda, algo aturdida con tanto revuelo, Laia junto a su abogada Elsa Conej. En los bancos posteriores y de forma absolutamente simétrica, cientos de cigarras cubrían la espalda de Laia, mientras que a la derecha hacían lo propio un número indeterminado de hormigas. Junto a la puerta, dos guardias custodiando el acceso; en los laterales, diseminados, los representantes de la prensa ávidos de seguir el desarrollo de un juicio que, como poco, podía calificarse de “curioso”.

—¡Silencio en la sala! –ordenó el magistrado Lousen.
En unos instantes toda la estancia quedó sumida en un mutismo absoluto. El secretario, señor Centpeus, alargó una de sus patas y entregó todo el expediente judicial al magistrado; a continuación éste indicó que se acercaran al estrado a las dos representantes de las partes.
—Buenos días señoría.
—Buenos días señoría.
—Espero efectivamente que este sea un buen día señoritas. Como juez les exigiré que no utilicen tácticas que se aparten de la legalidad, como ciudadano les solicito respeto a la justicia. A usted. señorita Queen no la conozco, espero que después de este juicio pueda decir que “ha sido un placer”; en cuanto a Vd. señorita Conej… ya nos conocemos de otros pleitos, le recomiendo que guarde “sus genialidades” para otros públicos. Ahora vayan junto a sus clientes.
Ambas se dirigieron hacia sus asientos, no sin antes dedicarse una inquisidora mirada.
—Proceda señorita Conej –indicó el magistrado.
—Con la venia señoría. Señoras, señores, miembros del jurado, como todos ustedes saben, a través de la famosa fábula de la cigarra y la hormiga, una maldita hormiga…
—¡Protesto señoría! —gritó desde su posición Laura Queen.
—Se admite la protesta –indicó el magistrado dirigiendo su mirada encolerizada hacia aquella liebre que, con ojos burlones, miraba al jurado como preguntando qué diablos podía haber ofendido tanto a aquel “hormiguero”–. Se lo advertí con absoluta seriedad al iniciar esta sesión señorita Conej –prosiguió el magistrado Lousen.– No dejaré que convierta esta sala de vistas en su escenario particular, una nueva salida de tono y haré que su título de abogado sólo le sirva para abanicarse. Prosiga.
—Disculpe señoría. Bien, como decía, a través de la citada fábula, mi cliente, y lógicamente toda su especie, arrastra durante generaciones la lacra de una etiqueta absolutamente injusta. La cigarra es un animal eminentemente dado a la vida artística, más concretamente en su vertiente musical. A lo largo de los tiempos ha deleitado con su bello canto a todos aquellos que se han acercado hasta ella. De una forma absolutamente altruista han compuesto, generación tras generación, bellas melodías que, lejos de elevarlas a la gloria, y ¡gracias a una triste fábula!, las ha hundido como al más vil de los criminales.
–Abrevie señorita Conej –dijo el magistrado Lousen.
–¡Toda una especie calificada de gandula, molesta y holgazana! ¿Y porqué? Yo se lo diré señores y señoras, miembros del jurado, ¡por ser artistas! ¿Quieren realmente que, como ya sucedió en otros tiempos con otros artistas, no se las entierre en sagrado? Apelo a su sentido común. ¿Acaso hubiese sido justo calificar a lo largo de la historia a Mozart como un simple bohemio? Porque pueden ustedes decirme, ¿cuantos camiones descargó Mozart a lo largo de su vida?
–Le ruego que vaya finalizando su discurso –indicó el juez con cierto tono de impaciencia.
–Para finalizar esta exposición de hechos, les quiero rogar que piensen además en esa fábula con detenimiento. Una hormiga que trabaja durante todo el día sin prácticamente descanso, sin apenas derechos laborales, a las órdenes de una jerarquía superior que la domina y la utiliza para satisfacerse a sí misma; porque sepan ustedes que las hormigas, a diferencia de las cigarras, especie en que impera la libertad y la igualdad, son seres que clasifican a sus congéneres por clases sociales bien determinadas. Unas trabajan como esclavas mientras otras viven como “reinas”, y eso lo debe saber bien la señorita Queen…
–¡Protesto señoría! –gritó fuera de sí Laura Queen, clavando su mirada enrojecida en la esbelta figura de Elsa Conej, quien mirando hacia el jurado desatendía absolutamente la ira de su contrincante.
–¡Se admite la protesta!. Se lo he advertido señorita Conej. Antes de finalizar el juicio le indicaré cual es la sanción económica que “ha obtenido” por esta nueva falta de respeto ante este tribunal. ¡Retírese inmediatamente!
Elsa se apartó con sigilo del ángulo de visión del juez Lousen y se dirigió junto a su cliente. Orgullosa de su exposición miró a Laura Queen con cierto aire de desafío.
–Elsa has estado genial… pero me temo que tengo malas noticias.
–¿Qué quieres decir con malas noticias Laia?
–Mientras hacías tu brillante exposición me han hecho llegar esta nota.
–Déjame ver… ¡maldita sea!
–Habrá que dejarlo correr Elsa…
–No podemos abandonar ahora Laia, ¡de ninguna manera!
–¡Si no lo dejamos me matarán, lo dice muy clara esa nota! ¿Y si entregamos la nota al juez?
–Eso sería nuestro fin. Esas hormigas son muy listas, en especial Laura Queen, saben que si entregamos esta nota al magistrado, éste creerá automáticamente que es una estrategia montada por mi. Ya me imagino al juez : “Así que esta nota que leo literalmente –“O paras este juicio o eres cigarra muerta”- dice que se la han hecho llegar a su cliente en el transcurso del juicio. ¿Cree realmente señorita Conej que soy el juez más idiota del país?”. Créeme Laia, sería nuestro fin. Pero…cálmate, aún no está todo dicho.

–Su turno señorita Queen –indicó el juez Lousen
–Con la venia señoría. Señoras, señores, miembros del jurado…no seré yo quien entre en la dialéctica falaz y demagógica de mi colega, la señorita Conej. Su discurso demuestra a todas luces una falta de solidez manifiesta y es por ello que intenta basar su defensa en un feroz ataque al inmejorable modelo social de mi especie. Sin duda, el hecho de que sus antepasados fueran motivo de otra famosa fábula, en que por cierto no quedaron muy bien parados, genera en la señorita Conej un alto grado de animadversión hacia mi especie…
–¡Protesto señoría! –replicó Elsa desde su puesto en la sala.
–Se admite la protesta. Señorita Queen, le recuerdo que este juicio lo protagonizan dos partes bien definidas, absténgase de hacer alusión a “otras fábulas” o a cualquier antepasado no relacionado directamente con la causa que nos ocupa. Prosiga.
–Con la venia señoría. Como les decía, el modelo social de mi especie es, por su alto grado de efectividad, motivo de estudio desde tiempos inmemoriales. Una sociedad entregada a sus componentes, con una visión de equipo; cada uno de sus elementos, destinado en un módulo de producción es esencial en el perfecto engranaje de la vida de cada uno de los hormigueros. Un modelo de sociedad prácticamente único, en el que el trabajo, la solidaridad y el esfuerzo es un todo y en el que la “holgazanería” no tiene cabida.
–¡Protesto señoría! –replicó Elsa Conej–, la señorita Queen intenta confundir al jurado llamando “sutilmente” holgazana a mi representada.
–Se admite la protesta –indicó el magistrado Lousen–. Cíñase a lo estrictamente delimitado sin entrar en descalificaciones de ningún tipo. No vuelva a pisar terrenos que no debe o le aseguro que no le quedarán ganas de encontrase ante mí en el futuro. Prosiga y sea breve.
–Disculpe señoría. Para finalizar señoras y señores, miembros del jurado, me gustaría que todos y cada uno de ustedes reflexionase sobre qué tipo de sociedad sería aquella en que se venerase a quien, en nombre del “arte” llevase una vida absolutamente improductiva, y se castigase a quien trabaja incansablemente a favor de “sus hermanos”. ¿Podría esa sociedad “comer arte”? La respuesta está en ustedes y la responsabilidad en su veredicto. Es todo, muchas gracias señoría.
—Llega el momento de que llamen a declarar si lo creen oportuno señoras letradas –dijo el magistrado señor Lousen dirigiéndose a las señoritas Conej y Queen.
—No llamaré a nadie al estrado –indicó con rotundidad la abogada Queen.
—Con la venia señoría, yo llamo al estrado a la hormiga obrera señorita Kram.
De entre la multitud, una pequeña hormiga con muletas, se encaminó con dificultad hacia el estrado ante la insidiosa mirada de la representante del colectivo de las hormigas y de su inseparable abogada Laura Queen.
—Señor Centpeus proceda. –indicó el magistrado Lousen.
—Como mande señoría. Señorita Kram, ¿jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? –preguntó con severidad el señor Centpeus.
—Lo juro –contestó la hormiga sin apenas levantar la vista del suelo.
—Proceda señorita Conej –indicó el magistrado
—Con la venia señoría. Dígame señorita Kram, ¿cual es su cometido en el hormiguero?
—Hasta hace unos meses mi cometido era recoger lo que mis compañeras transportaban hasta la puerta de acceso al hormiguero y distribuirlo entre los distintos almacenes.
—¿Y después de esos meses señorita Kram?
—Después me encomendaron la labor de adiestrar a otras compañeras más jóvenes para hacer esa labor, como a modo de instructora, hasta el día del accidente…
—¿Qué sucedió exactamente el día del accidente señorita Kram?
La hormiga bajó la cabeza y se llevó las manos a la frente como un gesto de sufrimiento.
—Señorita Kram conteste a la pregunta –indicó el magistrado.
Levantando la cabeza y mirando fijamente a Elsa Conej prosiguió. –Como otros muchos días, y sin que nadie lo supiese…paré unos minutos a leer un manual de música que tenía oculto en la galería.
—Aún a sabiendas de que eso está terminantemente prohibido para una hormiga obrera como usted, ¿no es cierto? –indicó con ironía la letrada señorita Conej.
—¡Protesto señoría, la abogada intenta hacer creer a este tribunal que entre nuestro pueblo se utilizan represiones de una forma totalmente infundada…
—¡Silencio señorita Queen! Se deniega la propuesta, -indicó el magistrado. –Prosiga señorita Conej.
—Como decía, usted paró a leer aquel manual sabiendo que estaba ¡prohibido!
—Así es.
—¿Y que sucedió después?
—Apenas había comenzado a hojearlo, cuando de repente oí pasos de varias compañeras que se dirigían hacia la galería en que yo estaba. Pensé que no me daría tiempo a ocultar el libro y me puse muy nerviosa, tropecé con unas cáscaras y empecé a rodar por la galería…
—Con el resultado de diversas contusiones, una pierna rota y una amonestación de por vida según consta en el parte que usted misma me entregó y que solicito que se incluya como prueba señoría.
—Que conste en acta –afirmó el juez Lousen.
—Pues ya lo ven señores y señoras del jurado –prosiguió Elsa Conej dirigiendo su mirada hacia todo el colectivo de hormigas congregado mientras la pobre hormiga Kram se derrumbaba y lloraba desconsoladamente. –esto es lo que fomenta el maravilloso mundo de las hormigas, trabajo, trabajo y más trabajo de unos pocos a los que ni siquiera se permite que lean o que dirijan su mirada hacia alguna forma de arte. Este es el resultado, infelicidad, frustración y castigo. No haré más preguntas señoría.
Mientras la señorita Kram se retiraba, Laia pudo comprobar, atónita, como las hormigas que la acompañaban eran las mismas con las que mantuvo la discusión el día de la coctelería.

—Genial Elsa —dijo Laia mirando a Elsa con cara de satisfacción —por cierto—prosiguió, —el día de la discusión de la coctelería…
—Elemental querida Laia –contestó velozmente Elsa. –Aquellas hormigas querían poner en evidencia su sistema de trabajo y sus condiciones de vida, así que pensaron que la mejor manera era que quien desenmascarase a su pueblo fuera precisamente el pueblo del que se habían reído durante décadas.
—Realmente genial. Me siento utilizada pero espero que todo esto valga la pena.
—¡Visto para sentencia! —dijo el juez Lousen dirigiéndose a la sala. —Que el jurado se retire a deliberar. A las cuatro en punto se reanudará la sesión para que nos comunique su conclusión —afirmó con contundencia.

Justo a las cuatro de la tarde el juez señor Lousen y su secretario señor Centpeus hicieron acto de presencia en la sala, seguidamente lo hizo el jurado. En la sala reinaba un silencio absoluto.

—¿Tienen ya el resultado de su deliberación?—preguntó el magistrado dirigiéndose hacia el jurado.
—Así es señoría—contestó levantándose de su asiento la loba en su calidad de portavoz.
—Proceda pues.
—Con la venia señoría. Habiendo escuchado a las partes, a los testigos y tras una larga y compleja deliberación este jurado establece: en primer lugar, ordenar al pueblo de las cigarras a no reclamar a nadie en concreto ni a la sociedad en general que les sea entregado bien alguno y se les recuerda que si no plantan trigo no pueden esperar que se les regale el pan; en segundo lugar, y respecto de la especie de las hormigas, se impone la obligación de facilitar a todas las obreras cuatro horas libres al día y a proporcionarles los medios para que adquieran una mínima cultura así como la actividad artística que cada una de ellas elija—un gran murmullo recorrió la sala mientras la abogada señorita Queen se llevaba las manos a la cabeza, desesperada.
—¡Silencio en la sala!—gritó el juez Lousen—prosiga.
—Gracias señoría—prosiguió la loba— a los escritores…que decir de un colectivo dado a la frivolidad, a la vida digamos…poco seria, amigos del alcohol, de los excesos…
—¡Protesto!
—¿Cómo?¿Quién ha dicho eso?—preguntó el juez alzando la vista al cielo
—Soy yo señoría, el escritor.
—¿Qué diablos?¿Cómo que el escritor?
—Con la venia señoría, me parece que el jurado está transmitiendo una imagen del escritor poco ajustada a la realidad.
—¡Cállese de una vez!—gritó encolerizado el magistrado.—Sepa en primer lugar que yo ¡si! estoy de acuerdo con el jurado, en segundo lugar que considero absolutamente impresentable su incursión en este juicio, tomarse la libertad de inmiscuirse en este relato lo dice todo de usted y de su colectivo. Siga escribiendo y calle si no quiere que tome medidas muy severas al respecto. ¡Inaudito! ¡Prosiga el jurado!
—Como decía señoría respecto de los escritores, y dado que nada hay que se pueda hacer con ellos, este jurado ordena a toda la población que juzgue con absoluto rigor y objetividad todo lo que lean y que analicen las consecuencias y los intereses que promueven los escritos. Es todo señoría.
—Señoras, señores, miembros del jurado, se levanta la sesión.
De vuelta a su despacho el magistrado señor Lousen dirigéndose al secretario preguntó intrigado:
—Por ciento señor Centpeus, ¿quién es el capullo que escribe y que se ha permitido el lujo de meterse en el juicio?
—Conrado Sánchez Ródenas señoría.
—Ahora me lo explico todo. Hasta mañana señor Centpeus.
—Hasta mañana señoría.






Conrado Sánchez Ródenas

jueves, 8 de octubre de 2009

El Manuscrito

El manuscrito fue hallado entre las páginas de un vetusto ejemplar de la Odisea, traducción literal al castellano por Luis Segala y Estalella. Era un ejemplar particularmente deteriorado, de tapas algo despellejadas y páginas que amarilleaban por los bordes, y cuya tipografía tosca e irregularmente alineada confirmaba que se trataba de una edición anterior a la época de la maquetación digital. En efecto, tal como pudo comprobar Javi al revisar una vez más la página de créditos del libro, el año de publicación era 1986.

El hallazgo fue casual. Javi había adquirido el volumen en un puesto de libros antiguos del mercado de Els Encants, donde solía acudir a menudo a pasear su atención por la heterogénea maraña de objetos que, desparramados, poblaban las diferentes paradas. Ese concierto de cosas de tan diferente naturaleza siempre le atrajo con una fuerza misteriosamente intensa, acercándole ecos de su infancia: un desván atestado de hallazgos, un palomar, un mapa del tesoro enterrado al pie de una olorosa higuera.

Javi había estudiado literatura clásica en su juventud, aunque los avatares de la vida le habían llevado a dedicarse a ocupaciones que poco tenían que ver con las letras. Unos años antes había aprobado una convocatoria de plazas de personal de información en el aeropuerto del Prat, y desde entonces consumía su vida viendo pasar a apresurados pasajeros, empleados soñolientos y sonrientes tripulaciones que caminaban al unísono con paso decidido. Se limitaba a ver transcurrir las vidas ajenas desde el sopor mortificante de aquella trinchera que era el mostrador de información. Imaginaba con frecuencia cómo podría haber sido su propia vida de haberse dedicado a escribir o incluso, por qué no, al negocio editorial. A veces la veía transcurrir ante sus ojos, inevitable e incuestionada: una vida feliz. La veía pasar igual que veía pasar a sus desorientados pasajeros, ajena a su propia presencia, buscando la puerta de embarque que le conduciría a una nueva etapa, caminando siempre hacia adelante. Caminando. Javi siempre albergó el deseo secreto de ser escritor pero, consciente de su naturaleza indisciplinada y dispersa, jamás fue más allá de garrapatear cuatro líneas de intimidades dirigidas a algún lector imaginario ⎯que era, en realidad, él mismo⎯. Quizás esta inconfesa frustración junto a una irrefrenable atracción por los objetos singulares y antiguos, que percibía mudos testigos de historias anónimas, fueran las razones por las que acabó aficionándose a los libros antiguos. Una afición que poco tenía del rigor del coleccionista estudioso y bastante más de pasión por el hallazgo fortuito; una afición que le arrastraba a acumular cuantos volúmenes le caían entre manos, libros de todo género y procedencia; la única condición era que fuesen lo suficientemente viejos como para transmitir un cierto palpitar del tiempo y de la Historia.

Cuando topó con aquel ajado ejemplar de la Odisea, Javi no podía imaginar la sorpresa que había de depararle. Odiseo, héroe de fortaleza y voluntad inquebrantables, juguete del destino y a la vez paradigma de la superación humana. Recordó la época en que lo leyó por primera vez, y le pareció tan distante como una vida anterior. Mucho había cambiado él, quizás tanto como lo había hecho la literatura desde Homero. Ya no había Ítacas, ni tampoco había una Penélope esperándole. Tomó el libro y empezó a hojearlo distraídamente, limitándose a sentir su dimensión física, recreándose con parsimoniosos dedos en la aspereza de aquellas hojas amarillentas. Sin completar la inspección, pagó y se lo llevó en una bolsa de plástico. No fue hasta que llegó a casa que vio las cuartillas manuscritas asomando entre sus páginas. Las tomó y comenzó a leer. La letra era menuda. El texto decía así:



«LA FUGA

En mi cárcel estoy, acurrucado en un rincón, soñando despierto como tantas otras veces. Sueño con mi fuga ansiada, anhelada, mil veces planeada y otras mil desechada, querida libertad tras mis barrotes de acero. Aquí negrura, silencio y un tic-tac eterno, como de reloj de pared, en una velada interminable de invierno; allá luz, ruido, sonrisas dulces, letanía de acordes de una guitarra alegre, murmullo de la juventud, aroma de primeros y segundos amores. Y en medio mis barrotes y mi grueso muro levantado a conciencia con miedo y ladrillos, que construí un día ayudado de la fatalidad y que hoy quiero y no puedo derribar.

Tres hurras por el maestro constructor, oiga usted, edificios de tanta solidez no se construyen desde hace doscientos años, piedra pura y argamasa, eso es, y no esos tabiques de hoy en día que parecen de cartón piedra. Disculpe buen hombre, pero está usted equivocado, no es argamasa lo que aquí cohesiona, sino pura desesperación fraguada con esmero y paciencia. Además, un buen constructor ciertamente habría reservado hueco para una puerta, como es natural, para conceder libertad al futuro inquilino de entrar y salir a su libre albedrío. Fíjese que yo no sólo he olvidado la puerta, sino que además me he quedado dentro al finalizar la obra, gravísimo despiste que habría de condenarme a inciertos años y un día de reclusión mayor, que es demasiada condena para tan inocente desliz.

Mil veces, digo, he pensado en la fuga. Pero, ¿cómo acometerla? ¿Cómo doblegar los barrotes con mis manos desnudas? Quizás sea mejor idea abrir un agujero y deslizarme a través de él, dejando atrás miedo y ladrillos, tarea por otro lado ingente, inconmensurable, que habrá de llevarme numerosos años, quizás toda una vida. Pero pocas opciones tiene el reo, dos en realidad: sucumbir ante la idea de tan ardua y paciente tarea, tan necesitada de constancia y voluntad para su consecución, y resignarse, aceptar su confinamiento y renunciar al barullo de la vida, dejando su sed de experiencias vitales por calmar, sus ansias de comunión con los demás por aplacar, su corazón por ocupar; o bien armarse hasta los dientes de valor, fuerza y paciencia, armas complementarias que debe forjar en su interior, que debe hacer brotar de sí mismo, y cuya conjunción mágica y sinérgica hará surgir la luz de entre las tinieblas, única llave que abre la celda: la llave del amor.

Vaya por Dios, ahora va a resultar que sí que había puerta, qué le parece, tan sólo hay que encontrarla y abrirla, como si fuera una tarea fácil con lo condenadamente escondida que está. Me quejo con esa amarga ironía, queja por otra parte natural, pues la súbita revelación de la existencia no sólo de una vía de escape escondida, sino además de la llave para abrirla, escondida en bruto en mi interior, me traslada poco a poco del natural escepticismo inicial a una creciente vergüenza por no haber sido capaz antes de tan significativo hallazgo.

Y esa vergüenza, que ahora empieza ya a menguar, va dejando al descubierto, lenta pero inexorablemente, la esperanza luminosa que me proporciona el saber que la decisión ya ha sido tomada.

Javi Girón»



Pese al tono romántico y un tanto afectado de la prosa, Javi se reconoció en aquellas líneas y también en aquel nombre. No era su propio apellido, o quizás sí lo era en alguna parte, en alguno de esos lugares donde habitan los sueños. El caso es que al pronunciarlo de corrido, junto con el nombre de pila, algo que no acertaba a identificar se le removía en la memoria y en el corazón. Algo aletargado pero vivo.

Al día siguiente se acercaba de nuevo al puesto de Els Encants. Saludó al vendedor, que era el del día anterior, y le interrogó acerca de la procedencia del libro. Aquél se encogió de hombros y se excusó, aunque un momento después pareció acordarse de algo y detuvo con un gesto a Javi, que ya giraba sobre sus talones. Sacó una libreta y consultó unas páginas sucias y llenas de tachones. Después de unos segundos, le mostró la libreta a la vez que señalaba un nombre. Librería París. «Pregunte aquí. De vez en cuando nos traen alguna caja con libros usados y se los compramos a peso. Calle Calabria, 195».

No le costó mucho encontrar la librería. Un sinfín de volúmenes abigarraban las estanterías de las paredes. Había libros por todas partes. Notó que le afloraban, apremiantes, las viejas ganas de cagar que siempre le asaltaban al entrar en lugares de esa naturaleza. Lugares pequeños y atestados de cosas. Como cuando era niño, en el desván de su abuela. Siempre se preguntó por la explicación de tan misterioso mecanismo, que conectaba secretamente cosas heterogéneas como el esfínter y el contenido de una habitación. Dejó pasear su mirada por los lomos de los libros dispuestos en las estanterías mientras, bajo la chaqueta, sus dedos acariciaban la áspera celulosa de las páginas del manuscrito.

El dependiente era un hombre ya entrado en años y ligeramente cargado de espaldas; lucía una perilla blanca cuidadosamente recortada. Su mirada era penetrante, casi ofensiva, y contradecía a una amplia sonrisa. No obstante, sus ademanes eran pausados y hacía gala de una cuidadosa cortesía.

⎯ Parece usted de los que buscan algún secreto oculto. ¿En qué puedo ayudarle? ⎯dijo.

Javi le explicó el motivo de su visita y le alargó el libro. Omitió deliberadamente todo lo referente al manuscrito. El librero se acercó a los ojos unas gafas que le colgaban del cuello y lo inspeccionó detenidamente.

⎯ ¡Vaya, el inefable Homero! Dicen que era ciego, y también que iba por ahí pidiendo limosna. Quién lo hubiera dicho del gran poeta, ¿eh? Y bien, ¿qué le ha parecido?

La pregunta cogió algo desprevenido a Javi.

⎯ Leí la Odisea hace ya muchos años ⎯replicó⎯. En realidad me interesa más la historia del ejemplar en sí. Como le digo, podría haber estado en su librería hace tiempo. ¿Lo reconoce usted?

⎯ Pues no estoy seguro. Se hará usted cargo de la cantidad de libros que pasan por nuestras manos. ¿Se ha fijado en si tiene alguna particularidad digna de mención? ¿Alguna marca, alguna nota escrita? Odiseas hay muchas, como muchas son las Ítacas.

Su forma de hablar era meliflua y algo afectada, y empezaba a resultarle irritante. Parecía algo nervioso. Javi dudó un instante, y después dijo:

⎯ No en el propio libro, pero encontré entre las páginas un par de hojas escritas. Firmadas por un tal Javi Girón. ¿Le dice algo ese nombre?

El librero le miró durante unos segundos con expresión divertida. A Javi le parecieron una eternidad. Al fin dijo:

⎯ ¡Qué interesante! Está usted jugando a detectives… ⎯y añadió: ⎯ ¿No llevará encima esas hojas?

Javi sacó el manuscrito y se lo mostró. El librero lo tomó con lentitud, sus ojos clavados en los de él.

⎯ ¿Le importa si lo leo?

Javi se encogió de hombros y el otro, manifestando una alegría que no parecía sentir, añadió:

⎯ ¡Fantástico! Por favor, acompáñeme dentro. Estaremos más cómodos.

Le hizo pasar a una estancia interior en la que no había reparado antes, quizás porque a ella se accedía por una estrecha puerta situada en una de las paredes laterales del local. Dentro había una mesa con dos sillas. El librero le señaló una y se sentaron uno enfrente del otro. La luz de una lámpara que colgaba del techo teñía la pequeña estancia de un amarillo estridente, eléctrico. Las facciones del librero se agudizaban bajo aquella luz dura que caía a plomo sobre su cabeza, ligeramente inclinada hacia adelante por la lectura, y que convertía las cuencas de sus ojos en dos agujeros de oscuridad casi impenetrable. Javi miraba aquella cara y se preguntó si no conocía ya a ese hombre. De hecho ya le había invadido antes una vaga sensación de reconocimiento, pero la había desechado al atribuirla a un parecido con alguien que acaso no recordaba. Sin embargo, mientras le observaba bajo la luz de aquella lámpara casi tuvo la certeza de que realmente se conocían de algo.

En una de las esquinas había una silla de ruedas. Estaba plegada y apoyada en la pared. Mientras se preguntaba vagamente a quién pertenecería, su mente se disolvió en pensamientos remotos. Pensó en un avión que despegaba rumbo a un cielo gris, y también en una biblioteca infinita que contiene todos los libros del mundo.

De pronto, como volviendo en sí, Javi lo reconoció. Se levantó de la silla con sobresalto.

⎯ ¡Un momento! ¡Usted es el pasajero de anteayer! El del vuelo a Madrid, ¿no es verdad?

La boca que estaba bajo los dos agujeros negros esbozó una leve sonrisa. El librero levantó despacio la cabeza y sus ojos salieron de nuevo a la luz, incisivos como cuchillos.

⎯ Muy bien, Javi. Tienes buena memoria. En efecto, soy el pasajero del otro día. Pero también soy alguien más, ¿no te parece?

⎯ ¿Cómo que alguien más? ¿Qué quiere decir? ⎯Javi clavó de nuevo sus ojos en la silla de ruedas y, perplejo, acertó a añadir:⎯ Por cierto, ¿qué ha sido de su parálisis? Yo le ayudé en el embarque… Aquella es su silla de ruedas, ¿no es verdad?

El librero adoptó una expresión suavemente condescendiente, casi suplicante. Como si escogiese meticulosamente cada palabra, dijo muy despacio:

⎯ No, Javi, no es mi silla de ruedas. Es la tuya.

No supo muy bien si era por la punzada de pánico que le laceraba el pecho, o porque súbitamente la silla pareció moverse ⎯aunque quizás era la pared la que se movía⎯; lo único que sabía era que de pronto todo había perdido su solidez, su lugar incontestado en el mundo. Ese extraño recodo interior se le volvía a agitar, ahora con una fuerza descontrolada; se expandía dentro de él, anegando su ser de fragmentos de imágenes y de lejanas vaguedades que habían de convertirse en certezas. Sintió cómo le flaqueaban las piernas, y buscó con desesperación algún lugar donde asirse. De repente se vio recorriendo a velocidad de vértigo aquella biblioteca de su imaginación, atravesando una tras otra sus innumerables salas hexagonales, dejando atrás anaqueles y anaqueles, libros y libros, mientras en un inesperado soplo de lucidez se preguntaba por un instante cómo sería poder abarcar a la vez todos aquellos textos y retenerlos en una sola mente, y mientras su propia mente sentía acercarse, a ritmo cada vez más acelerado pero todavía a centenares de miles de anaqueles de distancia, la sala definitiva que en vez de libros contenía todas las certezas.

En efecto, aquella sala llegó, y no era hexagonal sino rectangular, porque era la sala de la librería. Y hubiese sido exactamente la misma sala si hubiesen podido negligirse algunos nuevos detalles que, bien mirado, siempre estuvieron ahí. Detalles como que la silla apoyada en la pared ya no era de ruedas sino de patas convencionales, que el librero no era un librero sino un doctor ⎯su doctor⎯, o que aquello no era una librería sino el hospital municipal. Sin embargo, en esencia la sala era la misma y, por ello, los elementos que contenía eran los mismos: dos personas, una mesa, dos sillas convencionales, una silla de ruedas. Esta última certeza se le reveló a Javi como un mazazo, y le hizo ser consciente del mecanismo de trueque de que su mente se había valido para intentar alejarle de la inquietante verdad. No habría, por tanto, sido necesario bajar la vista para tropezar con su propio cuerpo impedido reposando en la silla de ruedas. No habría hecho falta contemplar su patética inutilidad para recordarlo todo. Pero ya lo había hecho, y lo que vio le acercó a la materialidad de su propio cuerpo y, extrañamente, le sirvió para reconciliarse un poco ⎯sólo un poco⎯ con la realidad que su mente había intentado hacerle olvidar: que desde hacía un par de semanas era un paralítico, un tullido, y que lo que le quedaba de vida no sería más que un océano de soledad sin tierra a la vista. Su vida anterior, su trabajo en el aeropuerto, su Penélope; todo eran retazos muertos, jirones de una vida desgarrada, gotas de lluvia evaporadas en un cielo gris.

«Tranquilízate», le dijo el doctor, «Creo que has tenido una alucinación. A veces pasa; son los tranquilizantes». Su perilla blanca, cuidadosamente recortada, se movía bajo los vaivenes de su sonrisa amable. Le devolvió los papeles. «¡Bravo, Javi, es muy bueno!», le dijo, «Creo que es una gran idea que escribas. Te hará mucho bien».

Eso creía él. Había llegado el momento de pasar a la acción, de una vez por todas.



Losetone
Curso 'El relato y su Construcción'

sábado, 11 de julio de 2009

A MI NO ME GUSTA QUE MAMA LLORE

¡Bien! ¡Hoy me voy del hospital!

He estado muchos días, mamá dice que meses. Mamá también lo ha pasado mal, muy mal. Ha llorado mucho. A mi no me gusta que mamá llore.

No me acuerdo bien…pero me parece que la primera vez que oí llorar a mamá fue aquel día al volver conmigo del médico; hablaba por teléfono, creo que con la abuela, le contaba cosas que no entendí bien, pero creo que hablaba de mí. Yo no quiero que mamá llore por mi.

Pero lo mejor es que ahora ya no tengo que volver; puede que algún día, pero sólo de visita. Me gustaría volver para ver a mis amigos, como hizo Pol el día de su cumple; vino sólo ese día para hacer una fiesta con muchos globos y chuches, porque él ahora ya puede comer chuches. ¡Que bien lo pasamos aquel día!. Y eso que yo, con el tubo de la garganta casi no pude comer chuches.

Ahora no sé si podré comer chuches, pero no me importa, a mi lo que más me gusta es el chocolate. Antes de estar en el hospital, mamá muchos días me dejaba comer chocolate. Pero después, Miriam, la médica, reñía mucho a mamá si me daba aunque sólo fuera un poquito. A mi no me gusta Miriam. Cuando viene a verme siempre apunta cosas en su libreta. Miriam me da miedo. Bueno ella no, pero es que a veces viene y me pincha. A mi no me gusta que me pinchen.

Me gustaría volver para ver a Rosa y a Clara. Rosa y Clara son las mejores enfermeras del mundo. Me quieren mucho. Yo también las quiero mucho. Muchas veces, después de vomitar mucho rato, me dan besos y me hacen un masaje en la barriga. A mamá también le dan besos, porque mamá llora. A mi no me gusta que mamá llore.

Rosa y Clara son muy divertidas. Alguna vez, cuando se me empezó a caer el pelo, me ponían una fregona en la cabeza y nos reíamos un montón. Mamá también se reía. A mi me gusta que mamá se ría.

Hoy también está papá, tenía ganas de verlo. Al hospital ha venido algún día a verme. Siempre me llama por teléfono. Me llama “campeón”. Mamá dice que vive lejos y que por eso viene poco; a mi me parece que esa novia nueva no le deja venir a verme. No me gusta esa novia nueva.

Hace días que no viene mi abuela. Mamá me ha dicho que está un poco enferma y que por eso no viene. Seguro que está muy enferma y mamá no me lo dice, porque antes venía cada día y ahora no. Podría llamarme por teléfono como papá, ¿no?. Le dije un día a mamá que, si estaba enferma, porqué no venía al hospital conmigo; pero mamá dice que el hospital de niños es sólo para niños. Yo pensaba que ella estaría más contenta si estaba aquí, conmigo, pero ya no se lo digo a mamá porque entonces ella se pone triste. A mi no me gusta que mamá esté triste.

Ayer, cuando me dijeron que hoy me marchaba me puse muy contento. En cuanto llegó mamá se lo dije. ¡No se lo creía!. ¡Me lo ha dicho la señora de blanco mamá!, pero nada, que no se lo creía.

¿Ves como no lo había soñado mamá? ¡Aquí está la señora de blanco que te decía!

Todo está lleno de flores.

Ya no me duele nada mamá.

No me gusta ese vestido negro que se ha puesto hoy mamá.

A mi no me gusta que mamá llore.

jueves, 9 de julio de 2009

RETRATOS

“A todos los hombres
Les son necesarios los dioses”
Homero

Aquellos ojos fríos no cesaban de mirarlo.
Místicos e inertes, pétreos y también penetrantes le encajaron la mirada, haciéndolo salir de aquel mundo de letras en el que se encontraba inmerso.
Estaba leyendo tranquilo en su estudio, sentado en su sofá preferido cuando sintió esos ojos muertos llenos de vida violar su intimidad.
Era ese cenicero que su abuela le había regalado aún en vida. Encajaba a la perfección en aquel extravagante mundo que era su estudio. Una replica del gigantesco monolito de La Coyolxauhqui adorna su entrada. Estanterías rebosantes de libros recubren las níveas paredes del lugar. En la esquina derecha una efigie del Buda Shakyamuni, tallada en madera de la India, permanece serena e imperturbable. Pilas y pilas de libros acomodados inmaculadamente en el suelo forman torres inamovibles que traen a la memoria antiguos castillos feudales, y a manera de remate, como fieles custodios de esas torres, una vela aromática por aquí, otra más por allá. Un globo terráqueo viejo y desgastado, dejado a su suerte por algún Atlas no tan titánico, encuentra reposo en el escritorio de Camilo. Un Quijote de tamaño natural tallado en madera de Morelia, por aquí. Una Biblia abierta casi al final, mostrando la representación de “La Última Cena” del maestro Leonardo, por allá.
Fotos por todos lados también. Al fondo de su estudio, el “Deluge” en formato original que el mismo La Chapelle le obsequió tiempo atrás.
Pero aquellos ojos no cesaban de mirarlo.
Era un elefante de marfil del tamaño, talvez de un gato. Inmaculado. Sin edad. Un elefante con un orificio cóncavo en su lomo que hacía las veces de cenicero.
Era un cenicero de elefante.
-¿Porqué tienes un cenicero tan grande si tú no fumas abuelita?- Le había preguntado Camilo muchos años atrás.
-Eso parece, ¿verdad?- Le contestó la abuela.- Pero no es un cenicero común y corriente como el que usa tu mami. No es para poner colillas de cigarros ni mucho menos la ceniza de éstos. Es especial mijito. Es para depositar secretos, y si te sabes ganar su confianza te compartirá todos los que él sabe-.

De chico, su madre solía llevarlo todos los domingos después de misa a casa de su abuela mientras ella atendía asuntos diversos: comprar la despensa, terminar algún reporte semanal para entregar en la oficina a primera hora del lunes, conectarse a la televisión un par de horas o simplemente darse un merecido descanso lejos del hogar, del trabajo y de Camilo.
Odiaba la manera en que la vieja loca de su suegra envenenaba la mente del pobre de su hijo con sus seniles incoherencias.
-Dice mi abuelita que el mundo se echó a perder desde el día en que papá sol mató a mamá luna- Le contó Camilo a su madre un día, durante el camino de regreso a su casa, cuando ésta dijo algo acerca del caos reinante en la ciudad.

Una tarde, llegó Camilo como de costumbre a visitar a la abuela. Llevaba tiempo que hacía postrada en cama debido a una osteoporosis ya avanzada e invalidante, con la que cargaría hasta el día de su muerte.
A él le encantaba pasar las tardes en la habitación de su abuela. Era como estar en un museo.
Sobre su escritorio había incontables libros de toda clase apilados uno encima de otro. Nuevos, viejos, desojados y despastados. Leídos y releídos. Un busto del Quijote, de papel maché, se asomaba sobre la pila más alta. Rematando cada pila, una vela aromática. Las de coco eran sus favoritas.
Sobre la mesita de noche, un florero con deliciosas casablancas aromatizaban la habitación. En su pared izquierda, un Cristo bellamente trabajado en cerámica colgado de una cruz de madera negra parecían sostenerse del tiempo mismo; y justo por debajo de ésta, una representación de ” La Última Cena” trabajada en cerámica también. Decenas de fotos ocupando portarretratos de diversos materiales colgaban de las paredes. Una pintura de trazos deformes y plagada de colores vívidos, chillantes y difusos adornaba su cabecera. En su esquinero de repisas había más libros, velas y fotos. En la repisa central la figura tallada en madera de Prajñaparamita: la perfección de la sabiduría: Buda, madre de todos los Budas.
En la última repisa, un enorme cenicero del tamaño, talvez de un gato, de marfil puro, radiante y con la graciosa forma de un elefante custodiaba vigilante y eterno la habitación.

Esa tarde, Camilo llegó a casa de su abuela con humor sombrío.
-¿Qué pasa mijito? ¿Estás enojado?- preguntó la abuela.
Camilo refunfuñó, frunció el entrecejo y se cruzó de brazos.
Luego dijo que no entendía nada de dios. Dijo que, más bien, no entendía cómo ni porqué existían tantos dioses falsos ni porqué la gente los adoraba ni porqué dios había hecho un lugar tan feo como el infierno para castigarnos a todos y principalmente a toda esa gente que seguía a esos dioses malos y falsos.
-¿Quién te ha dicho eso mi amor?-preguntó la abuela.
-El padrecito lo dijo hoy en su sermón abuelita. Y dijo un montón de nombres de dioses raros que yo nunca había escuchado y dijo que el Papa había dicho que el infierno “¡sí existe y que es eterno!”.
¿Quiénes son esos dioses abuelita? No entiendo. ¿Es mala la gente que cree en otros dioses? Dime. ¿Esa gente se va al infierno?-.
La abuela acarició la cabeza de su nieto y luego con su mano, arrugada por lo años y suavizada de amor, acarició la cabeza del pequeño Camilo.
Luego palmeó su mejilla derecha con ternura un par de veces y le dijo:
-Camilo, Camilo, mi niño.
Te voy a contar una historia y quiero que me pongas mucha atención.
¿Recuerdas lo que te dije una vez de mi elefante de marfil?
-Sí abuelita- e inmediatamente el niño volteó a la derecha en donde el cenicero impoluto y radiante yacía inamovible en la última repisa del esquinero. Luego volteó hacía su abuela,-¿y eso qué tiene que ver?- le espetó desconcertado.

-Pues él me ha contado un secreto- dijo la abuela- y hoy te lo voy a contar a ti-. Y le pidió que lo trajera a la cama y lo pusiera en su regazo.
Camilo lo hizo con cuidado y ceremoniosamente lo colocó entre los brazos de su abuela. Luego se sentó a su lado.

-Hace mucho tiempo, este cenicero que ves aquí, fue un elefante de verdad, él mismo me lo contó y un puñado de ciegos, venidos de una tierra de ciegos, fueron conducidos a él, con la esperanza de poder conocer, tocar y saber cómo era El Elefante. Así pues, al llegar al lugar indicado y al estar en su presencia se dispersaron en torno a él y cada uno de los ciegos, rodeando al magnifico animal, comenzó a palpar una parte diferente de su colosal cuerpo. Estaban atónitos y embelesados. Unos tocando la pierna, otros la enorme trompa. Otros, la delgada y peluda cola. Unos más, los colmillos. Uno, el más tímido de todos, ni siquiera se acercó, y al escuchar su fuerte estampido, corrió despavorido.
De vuelta en la tierra de los ciegos, los otros, que también eran ciegos, les preguntaron cómo era El Elefante.
Los que tocaron las piernas afirmaron: “El Elefante es fuerte y duro. Ancho y grueso como una gran palmera, en la cual, se sostiene el mundo”.
Los que tocaron la trompa dijeron: “Eso no es cierto. El Elefante es una gran manguera arrugada con dos orificios al frente por donde surge la vida”.
Los que tocaron la cola enfurecieron: “Ustedes mienten,- dijeron- El Elefante es una cuerda, no tan larga, no tan corta; suave y con cabellos en su punta con los que el mundo se viste de belleza.”- Afirmaron estos.
Entonces hablaron los que tocaron los colmillos: “¡Ninguno de ustedes sabe lo que está diciendo! Nosotros hemos atestiguado su verdadera grandeza. Nosotros hemos comprobado que El Elefante es sólido como la roca. Suave y frío como el agua. Y es puntiagudo como una espada y de un filo casi letal que nos protege a todos de nuestros enemigos.”
Para cuando terminaron estos últimos, un murmullo ensordecedor envolvía el lugar.
Habló entonces el ciego tímido: “Yo no sé si ustedes tengan razón- dijo- pero El Elefante es un ruido estruendoso, ensordecedor y escandaloso, que hace que se cimbre la tierra, que los cielos se rasguen y lloren a cantaros, que hace a los astros enloquecer, a los volcanes escupir fuego y que despierta con su fuerza la vida en la tierra.”
Y entonces comenzó la discusión.
Era un griterío insoportable. Todos gritaban. Nadie escuchaba.
Todos decían tener razón. Nadie quería estar equivocado.
Todos decían decir la verdad. Afirmaban que los demás, no.
Fue todo un pandemonio.
Así pues, cada cual tomó un camino distinto, guiando a los ciegos que había podido convencer tras de sí. Y se separaron. Y nunca supieron que todos ellos tenían razón, pues únicamente habían podido palpar una ínfima parte del enorme cuerpo de El Elefante. Todos pues, dijeron la verdad. Alegórica, pero al fin y al cabo la verdad.

Camilo comenzó a rascarse la cabeza y frunció el entrecejo.

-Todos esos dioses que mencionó el padrecito son el pilar de algunas religiones. Las religiones Camilo son maneras de explicar el origen de la vida y el universo. Son “verdades alegóricas”. Nada más. Forman parte de un todo. De una fuerza creadora que va más allá de nuestros límites y nuestra imaginación. De esa fuerza que permite que el
milagro de la vida sea posible. El hombre a lo largo del tiempo le ha dado forma, esculpido cuerpo y dibujado rostro. Le ha llamado de mil y una formas. Pero al final de cuentas es la misma fuerza creadora, la misma energía suprema, el mismo dios: el mismo “elefante”, y la humanidad somos esos ciegos, que afanosos de contestar preguntas sin respuesta: de explicar lo inexplicable, hemos querido abarcar algo tan grande y tan fuera de nuestro alcance que solamente hemos tocado una mínima parte de ese todo. De ese dios. De ese “elefante”. Y todos vemos lo mismo, o mejor dicho, “tocamos lo mismo”, sólo que por diferentes lados y cada quien lo explica como puede.
Del infierno, no te puedo decir mucho. Salvo que estoy convencida de que no existe después de la muerte. Realmente no creo que exista un dios que si con tanto amor nos creó sea capaz de mandarnos por toda una eternidad a un lugar tan horrible de tormento y de castigo como es el que dice Dante haber visitado.
¿Sabes lo que creo mi amor? El infierno lo vivimos aquí en la tierra y lo creamos nosotros en base a nuestras propias decisiones.
No hay una religión buena o mala, que sea la única y la verdadera.
Está en cada persona el decidir en que quiere o no quiere creer.
Ése fue el regalo más grande que se nos pudo dar, la capacidad de discernimiento, de elección: el “libre albedrío”.
No hay ningún dios que premie o castigue por lo que hacemos o dejamos de hacer. Lo que sí, todos somos responsables de nuestras decisiones y actos, y esclavos somos de las consecuencias que de ellos se derivan.
No son premios, recompensas, castigos o maldiciones las que después nos vienen. Son simples consecuencias…
No lo olvides mi niño.-

Camilo permaneció en silencio. Se frotó los ojos y luego preguntó:
-¿Abuelita, que son las “veredas alergólicas” y a qué sabe el “pan del demonio”?-.
La abuela soltó una carcajada y comenzó a hacerle cosquillas al pequeño. Luego lo abrazó y besó su cabeza. Después lo miró a los ojos y le dijo:
-Algún día, cuando crezcas, tendrás que decidir que quieres y que no quieres creer mi amor-.
El niño, aún con la sonrisa en los labios le contestó:
-Yo ya soy grande, ¿tiene que ser ahora abuelita?-.
-No mijito, por ahora sólo tienes que decidir…
¡DÓNDE TE HAGO COSQUILLAS!-.
Y lo revolcó en la cama picándole las costillas y la barriga.

Ahora, después de tanto tiempo, se encontraba Camilo mirando aquel cenicero del que su abuela le había hablado tantos y tantos años atrás. Se levantó de su sofá y se sentó delante de él.
Recordó aquella vieja historia que su abuela le había contado y movido por una fuerza ajena a su voluntad se levantó de un brinco y salió del estudio.
Al regresar, traía una camisa mal enrollada y la ató tras su nuca a manera de venda para cubrir sus ojos. Entonces posó sus manos en el cenicero de la abuela. Comenzó a recorrer con manos trémulas y dedos ansiosos, hito a hito, las formas del elefante. Lenta y pausadamente. Sintió sus huecos y comisuras. Su textura suave y fría. Sus curvas silenciosas también.
Y entonces sucedió.
Una risa prolongada y espontánea surgió de su interior. Y sonrió para sus adentros y también por fuera.
Aún con los ojos vendados, en un hilo de voz, y como quien se cuida de que nadie lo vea, volteó a un lado y luego al otro. Entonces se acercó al cuenco cóncavo que hacía las veces de cenicero en el elefante y susurró en el más profundo secretismo un par de palabras: Un secreto indecible para el mundo, y que sólo aquel elefante sería capaz de entender y también de guardar.
Después, aún con la sonrisa en los labios, se puso en pié y salió del estudio.

-Abuelita, cuando crezca, quiero ser como tú.
-¡¿Cómo?! ¿Quieres ser una viejita achacosa y arrugada, parlanchina y que cuenta historias locas y seniles?-.
-No abuelita.
Cuando sea grande, quiero aprender a ver el mundo como tú lo ves.


Laynet Miguel Palafox Gelover
México DF
04/ julio/09
“Binomio Fantástico: elefante-cenicero”

La bestia

Las tardes del otoño de 2001 encontraban a Paula sentada en el sofá bajo una breve tajada de luz que, débil, le calentaba un poco el muslo. Una taza de té, un computador y una canasta de sobres reposaban en la mesita de la sala. Era la primera vez en los diez años que llevaba en Brooklyn que tenía largas horas a su disposición. Sin embargo la mayoría del tiempo se sentía fatigada. Se pasó la mano por el abdomen, todavía plano, y estiró el brazo para alcanzar la canasta de sobres.

Algunos ya estaban abiertos, como el de la Clínica de la Mujer DeKalb. Sacó el papel escrito a máquina que le informaba de su estado de gravidez y que listaba varios números: para consultas y ecografías, marque…para orientación y otras opciones, marque…pacientes sin seguro marquen… Volvió a guardarlo en el sobre. Tomó el cortapapel, un elefante esculpido en madera perfumada adquirido años atrás en un almacén en Chinatown y abrió el sobre que decía “Estado de Nueva York Seguro para Desempleados” y sacó el cheque de trescientos cincuenta dólares con que viviría esa semana. En la canasta quedaban dos sobres para Tell y algunas cuentas: uno idéntico al de Paula del “Estado de Nueva York” y otro de manila, grueso y pesado, con la dirección del apartamento que compartían escrita a mano, y la palabra “privado” escrita en letras regordetas de colegiala, con círculo sobre la “i” en vez de punto. Puso los sobres para Tell de lado y abrió las cuentas de la luz y del teléfono, que no eran altas, pero que disminuirían de por lo menos un tercio su ración de dinero para la semana.

Al oír pasos por las escaleras, Paula metió el sobre de la clínica entre su cartera. Los pasos se acercaron cada vez más a la puerta y una llave giró en la cerradura. Tell entró y la saludó con aquel tono mitad de distancia y mitad de entusiasmo anónimo que últimamente usaba con ella, dejándole un sabor impersonal del cual le era difícil reponerse, aquel resabio que le dejaban siempre las frialdades de los americanos cuyo instinto consistía en escoger lo práctico por encima de lo personal.
Te llegaron dos sobres.
El le agradeció y los tomó y sin decir palabra se dirigió al pequeño estudio donde tenía su escritorio. ¿Alguien llamó?, preguntó ya desde lejos. No, nadie, respondió Paula. ¿Cómo te fue?, añadió. Bien, contestó Tell y Paula escuchó que prendía su computador. Paula se paró del sofá y se asomó por la oficina. ¿Sabes quién soy? Al no obtener respuesta lo repitió en tono más golpeado, y sólo consiguió que Tell tuviera una reacción aún más americana y le preguntara si se sentía bien. No, no me siento bien, para tu información, espetó Paula dándose cuenta demasiado tarde que se había traicionado al usar esa expresión tan americana. Sin embargo, no logró captar la atención de Tell pues en ese momento recibió la llamada de un amigo y le rogó con la mano que si podía esperar, al tiempo que se dirigía de nuevo a la puerta de la calle.

Otra vez sola, Paula volvió al sofá y abrió su computador, un viejo portátil que heredó de la compañía en donde había trabajado como diseñadora gráfica hasta algunas semanas atrás. La señal que captaba de los vecinos era tenue y se interrumpía con frecuencia. Aunque estaba hastiada de las noticias que no hacían sino hablar de la reciente tragedia, no pasaba un día sin leer El Tiempo ni el New York Times. No podía evitar el sutil alivio que sentía al ver que la primera página del periódico de Colombia todavía le consagraba generoso espacio a la tragedia extranjera, y no se dedicaba exclusivamente la repetitiva cadena de violencia local de secuestros y masacres en pueblos alejados, puntuada por las entrevistas con reinas de belleza y actores de las telenovelas populares: las Torres Gemelas ganándole terreno a los titulares sobre fosas comunes descubiertas hace poco, o los apartamentos de los famosos en Bogotá, con su mobiliario moderno, su vista panorámica a la ciudad y a los cerros, y las guitarras reclinadas contra la pared.

Al perder la señal de Internet por la enésima vez, Paula trató en vano de abrir varias pantallas al tiempo. Todas, la del artículo sobre Al-Quaeda, la de los restos humanos de Ground Zero y la de la nueva señorita Bogotá se abrieron vacías mostrando el mismo mensaje de inconexión.

Impaciente, caminó hacia la ventana y miró los cables de la televisión y del teléfono que se ramificaban caprichosos y que el viento balanceaba contra el muro de su edificio. Agradecía tanto esos detalles tercermundistas de la ciudad, como la avenida Flatbush, cuando las bolsas de plástico se posaban sobre las ramas de los árboles, acompañadas de extensiones capilares provenientes de las mil y un peluquerías. Alzó los ojos y dirigió la mirada hacia el sur de Manhattan que se erguía como una estatua impávida ante los vientos fríos y los ecos de un dolor reciente; los pináculos de los edificios punzando el cielo límpido y delgado como una gasa casi azul. Sólo los ecos de sirenas y camiones que bordeaban la rama oriental del río Hudson por el Brooklyn Queens Expressway interrumpían el silencio de la tarde. Así comenzaba noviembre del 2001, quitándole a cada día algunos minutos de luz.

Decidió ir a dar un paseo. Abrió la basura para botar la bolsita de té. El bote escondía un amasijo de cables cubiertos de pintura vieja y polvo, lo que le provocó una oleada de náuseas. Se puso una chaqueta marinera de lana negra y una bufanda, agarró la cartera y bajó las escaleras estrechas de su edificio pasando bajo de un gran candelabro antiguo para alcanzar la pesada puerta de madera esculpida, a medio roer de las termitas. Las escaleras curvas de su viejo edificio y los pisos inclinados de baldosines intrincados siempre la complacían. Atravesó el umbral y la cerró con llave.

Le gustaba caminar por su calle de Brooklyn, de edificios decimonónicos marrones y los robles cuyas raíces levantaban los andenes, transformando las placas de cemento en desniveles caprichosos. Aceleró el paso y se apretó la chaqueta al sentir una ráfaga de viento helado proveniente del río. Recordó que en verano adoraba cruzar las calles y ver el East River enorme y azul cobalto asomarse a intervalos por Henry Street, la dulzura del aire ya ausente en el otoño tardío.

Caminó hasta la calle Montague en Brooklyn Heights y bajó las escaleras de la estación del metro. A los pocos minutos vio las dos luces circulares acercarse por el túnel. Las puertas se abrieron y Paula se montó. En su vagón iban una adolescente con audífonos, un muchacho mexicano y una mujer madura, elegantemente vestida. El tren avanzó durante algunos minutos, antes de detenerse en el túnel entre dos estaciones. No hubo explicación del altoparlante. Paula nunca entendía palabra de lo que los conductores explicaban por los altoparlantes pero siempre la reconfortaba escuchar sus voces estridentes. Mientras duró el silencio los cuatro miraron al piso sin gestos. La pausa sólo duró algunos segundos. Paula notó que la oleada de pánico que solía sentir en esta situación casi había desaparecido y sintió un alivio extraño al imaginarse que dentro de ella había un ser que no conocía el miedo. En pocos minutos el tren la dejó en la 14.

Apenas subió a la calle sonó su celular y lo sacó de la cartera tras quitarse un guante con los dientes y mucho tantear entre el desorden de sus cosas. Se dio cuenta de que era un mensaje de texto y no una llamada. Hubiera preferido la voz de Tell en vez de un poco de píxeles, pero lo abrió. Sólo decía en inglés: encontrémonos esta noche en el Brooklyn Inn. Volvió a echar el teléfono en su cartera y se aferró a su chaqueta al sentir el golpe de otra ventisca. Todavía el aire tenía ese olor del que nadie quería hablar, como de muerte y amoniaco con un toque dulzón, aunque ya era menos fuerte y el frío ayudaba a amainarlo bastante.

Quiso que Nueva York la distrajera como antes. Entró a una boutique de ropa que recordaba de su época de estudiante diseño en NYU, un lugar pequeño con escasas y finas prendas y se sintió inmediatamente a gusto. Era conciente de su belleza, que a los treinta y dos todavía no la abandonaba. La piel morena, los ojos grandes, las piernas largas, y el cabello espeso. La nariz aguileña y los pómulos pronunciados. Pasó algunas blusas con la mano que estaban en rebaja. Se fijó en una camiseta apretada con algunos fruncidos asimétricos, y fue pasándolas todas hasta la última, una camisa-vestido, de talle imperio, de algodón blanco con volantes, vestigio de la primavera anterior. Se preguntó cuál de ellas usaría en algunos meses si las comprara: cómo se vería su cuerpo; con qué ojos miraría Tell su redondez. Dio media vuelta y salió del lugar.

Caminó hasta su café preferido y sintió un alivio enorme al ver que seguía igual. Era un rincón cálido, y olía a canela. La luz amarilla desdibujaba los bordes de la barra y los reflejos de los pasteles del mostrador en un gran espejo. Se sentó en un banco cerca de la ventana a tomarse un capuchino y mirar a la gente a través del vidrio. Esperó algunos minutos a que se oscureciera para que el vidrio reprodujera las lámparas del café en el aire de la calle. Los transeúntes pasaron debajo de esas bolas de cristal de luz mantequillosa que no podían ver y Paula sintió una extraña intimidad con ellos. Se puso su abrigo y salió al aire helado. Dio un último vistazo al interior del café, a las lámparas ya en su lugar.

Al pasar por el parque de Union Square, donde pasaba el metro que la llevaría de vuelta a su barrio de Brooklyn, reconoció los afiches que desde septiembre doce colgaban de un muro improvisado, decolorándose, con aguatinta acumulándose dentro de las esquinas de los forros plásticos, meciéndose en el helado aire otoñal: fotos ampliadas de documento o de fiesta o de algún momento de alegría doméstica; desaparecido desde septiembre 11; si lo ve o sabe algo, favor llamar a estos teléfonos. Ya no se veían más las familias marchando con su pérdida a todo color por las calles, ejemplo de eso que Paula no sabía definir bien, pero que la asustaba de todos modos: el terco y cuasi agresivo optimismo americano, que desafiaba la fatalidad.

A pocos días del atentado, frente a un bar en Canal Street se topó con una pareja que parecía ser de madre e hija. Caminaban con paso decidido sosteniendo la foto de un muchacho en smoking, posando en un jardín. ¿Alguien lo ha visto? Y para Paula fue extraño pasar a su lado sin decirles nada, desviando la mirada, y hablándole de cualquier chisme de la oficina a su amiga Gladis para romper el silencio, pensando secretamente en la soledad de Gladis. Tal vez no tener era la mejor forma de no perder, o tal vez en la vida de su compañera de trabajo, en vez de golpes un dolor diluído y cotidiano se había establecido.

Entró en la estación y bajó las escaleras hasta el andén del tren un buen rato mirando la gente ir y venir y asomándose por intervalos al túnel. Cuando llegó a su casa eran las seis de la tarde y encontró a Tell sentado en el sofá, con varios sobres en el regazo, un plato de espaguetis a medio terminar y las noticias prendidas sin volumen.
¿Hola, cómo te fue? Dijo Paula, tanteando el ánimo, sin mencionar que no la había esperado para la cena.
Bien, contestó Tell mitad amable y mitad frío, hasta que me puse a abrir todas estas cuentas. Apenas dijo esto asintió y se cruzó de brazos. Creo que si ambos estamos sin trabajo fijo debemos reducir nuestros gastos al máximo.
Paula se paró y miró por la ventana de su edificio al edificio de enfrente, una réplica del suyo de cemento café, ventanas estrechas, escaleras en frente y una pesada puerta de madera en el primer piso. Vio el magnolio sin hojas que en verano se revestía de pétalos rosados, antes de las primeras huellas verdes.
Tenemos que ahorrar y eliminar cuentas, continuó Ted y le sonrió.
Paula se calmó al ver cómo los ojos caídos de Ted se combinaban con las arrugas que enmarcaban su sonrisa y se maravilló de su ignorancia ante la inminente noticia que no se atrevía a contarle.
¿Y cuáles se te ocurren?
Creo que podríamos eliminar la cuenta del teléfono de la casa y quedarnos sólo con los celulares. ¿Viste mi mensaje de texto?, preguntó con el mismo tono que Paula le había escuchado en llamadas de trabajo, aludiendo a su invitación.

Paula asintió para dar por terminada la conversación y entró al baño. Era un aposento angosto con una tina antigua cuyas patas curvas reposaban en baldosines ordinarios, pegados de cualquier manera, y un lavamanos rectangular demasiado pequeño como para lavarse la cara. Paula abrió el gabinete detrás del espejo y sacó un sobrecito de gamuza falsa azul turquesa. Vio que le quedaban dos pastillitas blancas y las tiró a la basura.
¿Estás lista para salir? Les dije que estaríamos allí a las ocho. Paula asintió.
Tell y Paula se conocieron en la universidad y no tardaron en transformarse en una pareja típica de su barrio, poblado de adultos de treinta y algo que hacían lo que podían para quedarse en la veintena. El barrio consistía en una combinación de edificios marrones de tres pisos con viejas mansiones venidas a menos. Alguna vez Tell fue disk jockey. De vez en cuando salía a pasear en su monopatín con una camisa a cuadros demasiado pequeña para él sin sorprender a ninguno de sus vecinos.

Paula miró a Tell sentado en el sofá con su camisa a cuadros rota y su pelo grasoso y recordó su conversación con una antigua compañera de colegio. Cada vez que iba a Colombia, sin importar la distancia que se marcaba entre ellas, su amiga la invitaba a su casa de sofás de cuero, tapetes persas y pinturas originales de conocidos artistas suramericanos. Y la interrogaba mientras una sirvienta les pasaba té con galletas. Describirle su vida a esa amiga era un ensayo infructuoso, comenzando por decir que la gente en Nueva York toda sufría de síndrome de Peter Pan, omitiendo que mientras que el esposo de su amiga era un abogado calvo y de corbata, Tell era un niño grande y bello con sus ojos azules y sus arrugas, siempre cargando sus audífonos, su bicicleta o su monopatín.

Pero lo que más me gusta de él, recalcó Paula, es que no ve el mundo como símbolos, sino que ve en formas.
Como así, formas, preguntó su amiga imaginándose a su marido abogado diciendo “formas” burlonamente, dentro de algunas horas, en la mesa del desayuno.
Es como si no viera la vida tanto como significados sino como simples formas.
Y ¿cómo te vio a ti entonces?, preguntó la amiga, en tono socarrón.
Paula le repitió la frase que la enganchó la primera noche en que conversaron, esas palabras que le abrieron la puerta de su vida a Tell, cuando le dijo que su belleza era angular sin rastro de calidez en la voz y Paula fue sintiendo que se había apropiado de algo y que sólo dejándolo adentrarse en su vida podría alguna vez recuperarlo.

Paula se miró en el pequeño espejo del baño, y se peinó un poco con las manos. Tell la esperaba en el umbral de la puerta. Ambos bajaron las escaleras de afán y se fueron camino al bar que sólo quedaba a algunas cuadras de su apartamento.
Tell era mucho más alto que Paula y caminaba demasiado rápido para su gusto. Paula lo tomó de la mano para que ralentizara el paso.
Hoy por la tarde estuve en Union Square, declaró Paula, rompiendo el silencio. Todavía están las fotos y los afiches de las familias.
Parece que hay una compañía que los quiere comprar para un proyecto, contestó Tell.
¿Y a quién se los va a comprar?
Supongo que a las familias o a la ciudad.
Y ¿qué proyecto puede hacer uno con ellos? No están en muy buen estado, insinuó Paula.
Pues ya sabes que la universidad de Columbia está recogiendo testimonios de septiembre once y creo que escuché por ahí que el proyecto tiene un componente visual con todos esos afiches improvisados
Pero ya están arruinados por la lluvia, contestó Paula.
El desgaste del papel puede dar un efecto interesante.
Sí, muy interesante, contestó Paula. Seguro que a los protagonistas de las fotos les gustará quedar interesantes.
No les gustará ni lo llegarán a saber, contestó Tell indiferente a la provocación de Paula.
¿Y cómo sabes?, dijo Paula, levantando la voz.
Paula y Tell no eran una pareja que peleara. O tal vez era que sus disgustos no hallaban jamás continuidad.
Me imagino que no lo sé.
Eso es. No lo sabes. No lo sabes, gritó y aceleró el paso. Tell la alcanzó y le dio la mano.

Últimamente le pasaba eso. Sentía en oleadas. Oleadas fuertes y cortas. No las veía venir y la dominaban entera, terminando frecuentemente en sollozos algunas veces. Muchas veces un gesto silencioso de Tell era suficiente para atajarlas. A pesar suyo su mente se puso a crear el proyecto. ¿Cómo se verían esos afiches? Quizás le gustaría diseñarlos. Tal vez podría fotografiarlos e imprimirlos en metal, darles un aspecto de óxido a la vez bello y evocador del acero que se tragó a los sujetos. Se imaginó las placas en una galería, caras y expresiones reducidas a trazos, a líneas. Pensó en los muros de cemento liso, en la elegancia del lugar. En ese renacimiento del desastre que un artista podría exacerbar, o explotar.

Al entrar al Brooklyn Inn, casi no se podía mover del gentío que ocupaba el espacio entre las paredes pintadas de terracota y las altas ventanas que daban a un pequeño jardín. Encima de la mesa de billar una larga cadena sostenía un candelero de cobre. Paula lo miraba ocupar el amplio espacio que daba el techo alto para no sentirse tan encerrada entre la multitud. Solamente la foto de un viejo con su perro colgada muy alta en la pared compartía el espacio con el candelero.

Escuchó algunas conversaciones extrañas esa noche. Se hablaba de los atentados incómodamente, con desaciertos. Un tipo bien plantado de anteojos de carey declaró que después de septiembre 11 veríamos bien quién amaba de verdad a Nueva York y que todos los demás se irían, como si la ciudad se hubiera convertido en filtro para cobardes. El tipo era de ascendencia latina, sin duda, y hablaba de abrir un restaurante contratando “algunos mexicanos”. Otros contaban lo que habían hecho ese día con anécdotas no carecientes de la cálida ironía típica de las narraciones de los jóvenes de Brooklyn: el ejecutivo que no canceló una reunión aún tras ver ambos desmoronamientos por la ventana y se quedó sólo, esperando en la sala de juntas; el grupo de jóvenes que se cansaron tras horas de hacer fila a la entrada de un hospital para donar sangre y decidieron irse a un bar y pedir unos bloodymarys, que resultaron ser inferiores a los que servía el Brooklyn Inn; los amigos que cruzaron el puente de Manhattan con el cortejo interminable de ejecutivos cubiertos en ceniza sobre sus cabezas canosas y sus vestidos de paño gris. Cuando Tell añadió que el desmoronamiento de las torres le había dado “la perfecta idea de gravedad”, Paula quiso soltarle la mano, pero se limitó a mirarlo boquiabierta y a tomarse una soda con limón a pequeños intervalos, lo más despacio posible.

No supo contribuir a la charla con su versión de los hechos. Su familia no le había preguntado demasiados detalles desde Colombia. Lo vieron todo en directo por televisión. Paula no se sentía con el derecho de ser parte de este desastre, el único que había presenciado, pues su vida en Colombia había sido relativamente tranquila y privilegiada, y el único trauma que sufrió fue preguntarse que hacer con los horrores que escuchaba en el noticiero. Paula pasó su niñez y sus primeros años universitarios en Bogotá, rodeada de cariño y de amigos en una casa que daba a los hermosos cerros cubiertos de eucaliptos, con una buena colección de libros casa y una empleada anciana que servía chocolate con arepas todas las tardes. En su vida cotidiana, los horrores de la guerra y las fechorías de Pablo Escobar sólo se asomaban en el noticiero de las siete, narradas por bellísimas ex reinas de dientes muy blancos y pelos largos y sedosos cuya seriedad no lograba eclipsar todo su glamour.

Recordaba absurdamente algunas anécdotas familiares, fábulas que se burlaban de personajes arribistas cuyas desgracias siempre ocurrían en el extranjero: el señor que se torció el tobillo en París y de fulanita de tal que gritaba a los cuatro vientos que la habían atracado en Italia. Era extraño para Paula haber vivido esa catástrofe en la ciudad a la que tantos en su país aspiraban ir. Su madre había resumido los hechos y cerrado la puerta a cualquier discusión posible con la frase categórica: siempre supe que estarías bien.

A Paula le era inimaginable jugar ese papel de madre, enorme, ya fuera en presencia o ausencia, como una sombra colosal sobre la vida de alguien. Ella misma sentía su pequeñez, su cuasi inexistencia enmarcada por la ciudad. Como los hombrecitos miniatura en pantalones beige que salían volando de las torres, inconsecuentes ante las heridas humeantes de los edificios, que Paula se encontró cuando alzó la mirada desde la calle Canal. A Paula no le fue difícil pasar toda la velada distraída y hablando apenas, pues el bar tan lleno que la gente tenía que gritar para poder escucharse.

Ya bien entrada la noche regresaron al apartamento en silencio entrelazándose las manos por intervalos. Subieron las escaleras y Paula le dio un beso de buenas noches y entró a su habitación.
Ahora voy, dijo Tell.
Paula se cambió. Escuchó a Tell rebrujar papeles, y abrir un sobre. Entreabrió la puerta silenciosamente y lo vio de espaldas, su fortaleza de nadador inutilizada en ese gesto desprevenido. Todavía lo encontraba tan hermoso como al principio. Lo vio abrir el sobre de manila, prender una lámpara y mirar unas fotografías que sacaba de éste a contraluz para después guardarlas cuidadosamente. Su cabeza se inclinó y sus hombros temblaron. Se llevó una mano a la frente. Paula se metió en la cama y cerró los ojos, fingiendo estar dormida, hasta quedarse inconsciente, y no sentir a Tell, hasta que lo oyó por la mañana arrancando pedazos de cables viejos en el apartamento, que habían quedado sepultados bajo capas y capas de pintura.
El asbestos es malo para el cerebro, le dijo Paula, y lo abrazó.
¿Todo bien? Preguntó Tell.
Ella se sentó en su sudadera y puso a hervir el agua en una tetera irritada porque ella era la que debía estar haciéndole esa pregunta a él y ambos lo sabían.
Me siento muy cansada. Vio dos maletas grandes al lado de la puerta:
¿Qué es eso? ¿Acaso es que te vas?, le preguntó Paula sintiendo la primera oleada de náuseas del día.
Voy a guardar algunas cosas donde un amigo, es todo.
Paula nunca sabía con Tell. Antes, en las épocas buenas, cuando no tenía que preocuparse por el dinero, era como si viviera en varios lugares. A veces dormía en casa de un antiguo compañero de colegio con quien grababa música. Durante unos meses alquiló un estudio en Red Hook, un barrio industrial cerca al río, en compañía de unos amigos, para dedicarse a la música experimental los fines de semana. En esa época Paula se conformaba con que pagara la mitad del arriendo y durmiera con ella la mayoría de las noches. Se consideraba su pareja y se la llevaba bien con él sin hacerle demasiadas preguntas. Tenía bastantes amigos en la ciudad y no le molestaba que Tell fuera independiente. Sin embargo estas maletas eran las grandes, las que había traído en la mudanza y en las que, salvo por el computador, la cámara y el monopatín, había embutido todas sus pertenencias, hasta que, paradas, parecían vacas que, barrigonas e inmóviles la observaban.
Te ves cansada, susurró Tell.
Paula no contestó y miró el agua hervir en la tetera antes de echarla a una cafetera de vidrio francesa.
Te vas a quedar sin ropa aquí.
Tengo ropa en la lavandería desde hace meses, le dijo Tell, y tú también. Deberías recogerla.
Pero siempre son cincuenta dólares, se quejó Paula.
Aquí hay treinta. Ahora me tengo que ir. Después de tomarse un trago de café, y acabada de bañar, Paula se metió otra vez a la cama. Sentía las náuseas empeorar y algo de cansancio. Se tapó con las cobijas hasta que su cabeza desapareció, algo que no hacía desde que era niña.

Una camioneta destartalada, del hermano de Tell, subió con paso de animal viejo al parqueadero de la Clínica de Reposo del Río Hudson. Tell se bajó y haló las dos maletas negras que rodaban, pesadas y sin afán. En la recepción preguntó que dónde podía dejarlas y explicó que era una donación anónima, hasta que la recepcionista, una joven raquítica de dientes salidos, pelo enlacado y expresión ausente, lo obligó a indicar su relación con el sitio. Tell se impacientó pues ya había hecho varias visitas para hacer donaciones en los últimos meses. La antigua recepcionista, que recordaba a su madre, lo dejaba rondar por los corredores con toda libertad. Con esta tendría que empezar de nuevo.
Catherine Marie Millam.
¿Relación?
Madre
¿Año de ingreso?
1980
¿Año de salida?
Tell se quedó en silencio.
¿Fallecida?
1984.

La señorita le indicó a Tell que siguiera por un corredor de oficinas hasta un depósito. La casa de reposo parecía un hotel, con sus tapetes rosa, y cuadros de pájaros y flores en las paredes. Sin embargo el aire tenía un dejo de olor a remedio y a cuarto de bebé, como una mezcla de pañales sucios con loción. Tell abrió la puerta y haló de la cadenita pegada del bombillo. Olía a humedad y había cajas de cartón desparramadas por todas partes. Abrió las maletas: su contenido estaba en terrible desorden: ropa vieja y libros usados de Tell: varias camisas de franela, gorras polvorientas y libros de texto con el sello de la biblioteca de su universidad; algunos vestidos de mujer, collares de pepas plásticas y aretes nonos, provenientes de casa de su padre. Distribuyó el contenido de las maletas en dos cajas vacías que encontró: una de ropa y otra de todo lo demás. La asistente del psiquiatra, una mujer fofa con demasiado maquillaje, se asomó a la puerta y le dijo que todas estas cosas se venderían en el bazar benéfico de la clínica que tendría lugar en algunas semanas. Entre el barullo Tell vio unas gafas de papel para ver imágenes en tercera dimensión enredadas con un collar de bolas de plástico amarillo. Miró las gafas, en cuya esquina había un pequeño roto, las desenredó del collar y se las metió al bolsillo. Apresurado, se dirigió a la recepción.
¿Necesita recibo?, preguntó la asistente.
No, gracias, respondió Tell.

Recordó que las gafas venían con un libro sobre la vida animal en Afica, con magníficos dibujos que cobraban vida si se miraban a través de los lentes de celofán rojizo. Cuántas veces habían mirado ese libro, cuando ella había entrado en su silencio. El altoparlante anunció que era hora de la cena para pacientes. Miró el reloj. No eran ni las cinco de la tarde. Molesto, pues sabía que su madre tenía que haber detestado ese horario infantil, aceleró el paso por el corredor rosa y salió del lugar. Tuvo que calentar la camioneta durante un par de minutos y dejó la clínica a sabiendas de que no volvería.

Tell decidió pasar por el lote donde yacían las torres gemelas antes de llegar a casa. La carretera desde el sanatorio bordeaba un pedazo del río Hudson. Había poco tráfico. Hubiera disfrutado del paisaje si lo que sentía en esa carretera en particular, desde que era niño, no hubiera irrumpido en su mente. Sintió un alivio al meterse en la autopista, igual en todas partes, sin puntos de referencia. El cielo estaba bastante despejado. En la ciudad parqueó en Wall Street y caminó hasta el lote del derrumbe. Como siempre había bastantes curiosos y algunos vendedores de suvenirs ya se habían instalado de tiempo completo para vender platos de pocelana, camisetas, toallas y demás objetos ilustrados con las Torres Gemelas que como por arte de magia habían aparecido días después de la catástrofe, todos made in china.

Se escabulló entre la gente y logró quedar en primera fila. Los restos de las torres eran de varios pisos de altura y despedían un humo tóxico. Se sacó las gafas tridimensionales del bolsillo y se las colocó frente a los ojos. Movió su pupila izquierda y miró por entre el roto como cuando era niño y filtraba las escenas miedosas de películas por entre las ranuras de los dedos.

Recordó los juegos silenciosos que disfrutaba con su madre al final de su enfermedad, cuando había perdido el habla pero no la capacidad motriz. Madre e hijo pasaban horas recortando y mirando la luz colarse entre los huequitos de papel de colores, repetidos en bellos patrones dados por dobleces inteligentes que los dedos largos de su madre elaboraban sin el más mínimo esfuerzo. Las hábiles manos de su madre tomaban las cosas con delicadeza, y podían modificarlas con rapidez. Aquellos últimos días de su vida cuando su padre no lo llevó ya a la clínica, y cuando se sentó él sólo a recortar rotos en el papel volvieron a su memoria. No se explicaba cómo esas fotos terminaron en la casa de su prima.

De pronto recordó en dónde estaba y comenzó a mirar por el roto de las gafas de nuevo hasta que lo invadió un enorme deseo de abarcar con la vista el desastre entero. Caminó unos pasos hacia atrás y se retiró las gafas de la cara. Alzó la mirada hasta encontrar la cima de esa inmensa tumba de cemento y de acero retorcido. Dejó que el aire tóxico invadiera sus pulmones y exhaló largamente.

Esa tarde, mientras Tell estaba por fuera, Paula no pudo resistir las ganas de saber cuál era aquel secreto que competía con el suyo en el pequeño apartamento, en el rincón del mundo que compartía con Tell. Se dirigió al sobre de manila, que yacía boquiabierto y silencioso en la repisa. Sus dedos lo tocaron con cuidado de no doblarlo. Sacó una nota firmada por una tal “Patricia, tu prima” del sobre de manila. Era una hoja de papel rayado arrancada de un cuaderno espiral, escrita a la carrera, con letra de colegiala, muy distinta a la mínima y cuasi ilegible escritura de Tell: encontré estas fotos cuando desempacábamos el ático y pensé que deberías tenerlas tú. Eran fotos de Tell y su madre. Parecían de los años setenta, el papel granuloso, los colores atenuados y las líneas algo desdibujadas, como si el paso del tiempo fuera un exceso de luz. En ellas, una mujer rubia con una camisa de cuello puntudo abrazaba a un niño de unos ocho años sentado en su regazo: el mentón de la madre apoyado en el pequeño hombro recubierto de los cuadros de una camisa de franela. Las yemas de los dedos de Paula acariciaron el papel granuloso, y sintieron rastros de pegante seco a cada lado del rectángulo en el reverso. Sacó las otras fotos del sobre y vio que estaban recubiertas de papel de colores. Al levantarlo se dio cuenta que eran muy parecidas a la original: madre e hijo abrazándose y posando para la cámara, asomados por el papel de colores recortado en formas geométricas, como extrañas ventanas: una rajadura en forma de luna, dejando sólo ver los ojos de la mujer y la boca del niño, una de rayas, dando un efecto de prisión, varias triangulares dejando ver sólo parte de sus facciones y algunos mosaicos, como si madre e hijo estuvieran asomándose por la reja de una mezquita.

Paula miró con detenimiento la cara de ese niño de ocho años a quien reconocía sólo en parte: los ojos ligeramente inclinados hacia abajo y la sonrisa que, como paréntesis, plegaba sus mejillas. Más allá del obvio cambio a adulto, había algo distinto que Paula no podía atribuir solamente al paso de veinte años. Algo casi imperceptible le faltaba al Tell con que ella vivía en comparación con ese niño de ojos vivaces y de sonrisa generosa. El Tell que ella conocía era mucho más medido con sus gestos. Devolvió las fotos al sobre y lo puso en su sitio.

Sin saber a qué horas volvería Tell, Paula decidió salir a visitar a Gladis, su amiga y ex compañera de oficina a quien iban a operar del corazón. No era la primera vez que la salud de Gladis flaqueaba, pues Paula recordaba sus ausencias de la oficina, pero le sorprendía de todas formas que su amiga de recientes caminadas por Manhattan ahora estuviera tan mal. Se puso un abrigo y bajó las escaleras de su edificio. Cuando llegó a la habitación de hospital dieron unas cinco de la tarde oscuras.
Sabés, dicen que es ansiedad, le dijo su amiga, con una sonrisa de pícaro agradecimiento.
Paula observó la vejez desnuda de Gladis, sin su ropa negra ni sus collares de plata. Vio el cuerpecito menudo, la piel colgante, los ojos saltones bordeados de negro, los dientes amarillos. Estaba entubada y la operaban al día siguiente.
Pero no saben estos médicos gringos si primero es el corazón o la ansiedad, y, como dicen aquí, si primero fue el huevo o la gallina. Yo les dije que no mezclaran naranjas con manzanas, el dicho más estúpido de la lengua inglesa, y quedaron muy complacidos.
¿Cómo te sientes?, preguntó Paula tomándola de la mano. ¿Hay dolor? Y sintió que había dicho eso con una cadencia diferente de su acento colombiano, como imitando el de Gladis sin poder evitarlo.
¿Qué querés que te diga, nena?... Más bien dejáme contarte la historia de Santa Teresa Cabrini, patrona de este hospital y a quien me encomiendo, pues por error de la agencia de viajes tercermundista de Queens mi hermana y mi sobrina no pueden llegar sino hasta mañana después de la cirugía.
Paula se sentó obediente en una vieja silla de metal, frente a unas cortinas de enormes cuadros rosados, azul pastel y beige. Gladis comenzó a contar la biografía de la santa, que llegó a Nueva York y fundó varios colegios y hospitales.
La primera americana canonizada, dijo al terminar el relato, sin pasar la oportunidad para otra ironía.
Pero no sabés lo peor, añadió animándose repentinamente ante la entrada de una enfermera algo hostil, como si el mejor desquite fuera hablar español delante de ella. Después de muerta, y no me preguntés porqué pues son cosas de la iglesia católica, la dejaron aquí. Está en una iglesia en Nueva York. Pero si vos te fijás, la cabeza y las manos son de cera, porque las reales están en Italia.
¿Cosas de la iglesia?, preguntó Paula sintiendo que su ironía no era comprendida y que así este fuera su último encuentro con Gladis esta siempre pensaría que la joven diseñadora se lo tomaba todo literal.
Así es. Cuando yo salga de aquí vos y yo iremos a verla.
Paula miró su reloj y vio que marcaba las seis y media. Le dio un abrazo a su amiga, sintiendo el frío del tubo de plástico contra su piel. Y pensó que el guardar un secreto la obligaba al silencio.

Decidió ir a la lavandería camino a casa. Pensó que esto del embarazo tendría que ser decidido pronto, antes de que fuera inevitable. Escuchó las palabras de su madre, refiriéndose a los últimos años de su juventud: este es tu momento.

En la lavandería Paula saludó a la trabajadora mexicana con amabilidad. Notó que la mujer respondía a su saludo en español con la misma deferencia ausente que usaba con los clientes americanos y lamentó que no la mirara a los ojos. La mujer continuó doblando ropa cabizbaja y Paula sintió que la había ofendido con su excesiva calidez. La puerta se abrió y un niño de unos diez años entró al local. Era corpulento, de mejillas rellenas y mirada triste. La mujer dejó la ropa de lado y le dio un abrazo.
Hola, mijo.
Sólo se permitió dos palabras antes de ponerse a buscar la bolsa de Paula y de Tell que estaba detrás de las otras porque llevaba meses allá. La encontró, la puso en la balanza y le cobró a Paula 47 dólares. El niño, que era fuerte, ayudó a bajar la bolsa pero cuando casi se le cae encima la mujer la sostuvo y la puso en el suelo. Después el niño se paró en la balanza y se pesó y Paula vio que la mujer se fijaba en el peso. Después le extendió la mano y lo ayudó a bajarse. Agárrate, le dijo suavemente, pero el niño se bajó sólo, con facilidad.
Paula caminó varias cuadras con su bolsa de lavandería de 47 libras pasándosela de un brazo al otro, sin poder encontrar una posición cómoda. En momentos como éstos la vida en Nueva York era difícil y ridícula, pensó. Era una ciudad que no se dignaba a encargarse de lo trivial, cuyos apartamentos viejos no disponían de los tubos para ponerles lavadora, o por lo menos eso decían sin falta quienes los arrendaban. Y se le ocurrió, sin quererlo, pensar en lo que sería el tamaño de la bolsa si fueran tres, y cómo haría para llevarla al tiempo que un niño de brazos. Pero detuvo inmediatamente ese pensamiento y se dijo que lo que llevaba en su cuerpo todavía no era un niño sino un tejido. Un racimo plano de células como esos que pintaba en clase de biología, como huevos de rana con núcleo adentro. Cuando llegó a su edificio, casi no sentía las manos del frío. Vio que la pita de la bolsa de lavandería las había raspado. La maldita palabra racimo le invadía el pensamiento últimamente, cuando pensaba en su situación, agrediéndola con su significado absurdo. Abrió la puerta con dificultad y tiró la bolsa al piso. Ya Tell la traería. Subió las escaleras a paso cansado. A cada respiro la palabra le venía a la cabeza, violenta y encima ahora en inglés: cluster, cluster, cluster. Al llegar al tercer piso buscó la llave entre su cartera primero con el tacto, después vaciándola casi del todo en el piso. Cuando por fin pudo entrar sintió el aire helado adentro y vio que la ventana de la cocina se había quedado entreabierta. La cerró, haciéndole fuerza con las dos manos y vio como esta rebotaba con su borde de madera irregular.

Unas horas más tarde Paula oyó los pasos de Tell por las escaleras, arrastrando la absurda bolsa de 47 libras. La llave giró en la cerradura. Paula se levantó y lo esperó sentada en el sofá. Tell la saludó con una sonrisa cansada. Se paró y fue a buscar el sobre de la clínica DeKalb. Antes de entregárselo, le dijo que había mirado el contenido del sobre de manila y que por favor la dejara irse a acostar. Tell asintió en silencio, y la miró intensamente a la cara antes de soltar su mano. Descansa.

La tarde del día siguiente volvió a encontrar a Paula sentada en el sofá bajo la misma tajada de luz. Esta vez Tell estaba con ella y le levantaba la blusa para dejar que el débil triángulo luminoso jugara en la piel de su abdomen. A Paula le recordaba uno de esos pescados chinos de papel celofán que se doblan como por arte de magia en la palma de la mano.

Constanza Jaramillo Cathcart