Faisal lo sabe de sobra, nunca
ha estado tan seguro de algo en su no muy extensa vida. Antes, en la suya
anterior, solía usar un pakol, el
gorro tradicional de su etnia pastún, una larga barba raída de tanto fumar y su
vestimenta que no tenía absolutamente nada de parecido con lo que llevaba
ahora. Bueno, ese largo ahora que ya llevaba tres años que él aguantaba con el
más profundo estoicismo, seguro de sí mismo.
Sin
embargo, por las noches brotaban sus lágrimas, que iban a humedecer la sucia y
áspera almohada que los infieles le habían proporcionado con desdén en una
lengua que de tan extraña se había tornado en familiar a sus oídos
acostumbrados al canto de los pájaros y a los balidos de los carneros. Era tan
disímil lo que estaba viviendo ahora.
Por una razón ajena a su
voluntad, sus montañas habían empezado a ser horadadas por cañones y misiles
mar-tierra y por el estruendoso sonido de las desesperantes hélices
infatigables. Cuando cultivaba la amapola, esa rojiblanca flor que multiplicada
por miles y miles de unidades impregnan el aire del olor más sublime que
recordaba, solía abstraerse y hacer juegos con su sombra proyectada en los
campos. Luego, al volver a la faena cotidiana, la recogía con una avidez
claramente insuperable por los buenos de sus vecinos. Los conocía a todos. Y
los extrañaba en su lejanía, en su aislamiento.
Antes tenía para sí campos de
miles de hectáreas, tenía sus fértiles y frías montañas, donde cada grano de
amapola que caía rozando de sus manos campesinas, iba a terminar seguro y sin
la ayuda de esos raros productos modernos que los infieles llamaban
fertilizantes, en una hermosa y rozagante flor. Recordaba una historia que una
vez un extranjero llegado a su aldea en busca de sus flores, les había contado
a él y a sus compañeros: se trataba de un niño pequeño que vivía solo en un
pequeño planeta y cuyo tesoro más preciado era justamente una flor. En este
caso, era una amapola y no una rosa, pero a Faisal le daba igual. En ese
momento, hace ya unos cuantos años, se había identificado tanto con el relato
del occidental, que incluso por las noches intentaba buscar cuál de esas
brillantes estrellas sería la de este niño chiflado por una flor.
Ahora, vivía hacinado, sin
razón, con otros de los suyos. Aunque también había gente que provenía no sólo
de sus hermosas montañas sino también de Kabul, Kandahar, Jalalabad, Herat o
Gazni, así como otros fieles provenientes de Pakistán, Sudán, Siria, Libia e
incluso Francia e Inglaterra. Los platos de comida en un cuenco asqueroso sin
lavar, muchas veces contenían trozos de cerdo: el animal prohibido. “Pero no comeréis el puerco, que tiene la
pezuña hendida, pero no rumia, es inmundo para vosotros. No comeréis sus carnes ni tocaréis sus cadáveres”, eso decía el profeta. Pero ya van tres largos
años, donde los ignorantes e infieles americanos se los colocaban
indistintamente en sus platos de comida.
Los ladridos de los perros a medianoche, cuando
Faisal podía ver como salivaban mientras aullaban azoradamente, los focos
lumínicos que encendían y apagaban indistintamente sin distingo ni respeto de
horarios. El calor insufrible de los meses cálidos que contrastaba con la brisa
helada que lo obligaba a correr a buscar sus guantes de lana y a beberse el
caldo del excelso té que cultivaban. Todo esto era intolerable.
Cuando estaba acostado en su catre mugriento viendo
el extraño comportamiento de las cucarachas y de las ratas de este sitio, y se
preguntaba innumerables veces porqué Allah había querido este destino para sí y
sus compañeros, y qué mal había podido haber hecho en la vida para tener que
padecer tres años entre barrotes de metal reforzado y con americanos tan
musculosos y armados, no ya con el viejo tradicional AK-47 Kalashnikov, sino
con una tecnología del diablo que jamás alcanzaría a entender, buscaba evadir
sus pensamientos y pensar en su madre, en su padre y en los ojos de Mezghaan,
su amada, grandes y verdes como una avellana.
Sin embargo, en este fatídico lugar todo siempre
podía ponerse peor. Faisal, con las rodillas planas por el peso inverso del
asqueroso suelo, con la frente sudada y rozando la humillación, a la par que
sus manos permanecían atadas a la espalda tan fuerte, que tardaba días en dejar
de sentir el roce de las esposas en sus muñecas. Solía en esos momentos llevar
una mugrienta capucha polvorosa, que al menos lograba evitar percibir a los
insectos que pululaban a su alrededor y que se multiplicaban a ritmo frenético
por el incandescente calor del lugar. Era un ligero alivio esta capucha, sí,
pero su endeble tela no impedía que llegaran hasta sus oídos los ensordecedores
decibelios de un estruendo que los infieles llamaban música. Así como tampoco
el chillón color anaranjado de su uniforme podía impedir que los pequeños
granos de piedra del piso se incrustaran lentamente en sus poros.
Así pasaban las horas y su posición física
permanecía invariable, insondable, la música o lo que fuera que hubiera
compuesto el diablo americano, no le dejaba escuchar sus pensamientos de
libertad y aunque cada tanto venía un soldado y pateaba con sus botas rematadas
en punta de acero su delicado hígado, Faisal lograba conservar la serenidad
ante la idea de mirar una vez más y para siempre a su gente, a sus montañas
sagradas, a sus pastunes queridos.
Pero
ahora Afganistán ardía en llamas. Los marines y las tropas de élite de todos
los países infieles habían entrado en tromba en su suelo sagrado buscando a
Usama bin Ladin y habían asesinado a diestra y siniestra a niños, jóvenes y
ancianos. A las mujeres las habían raptado y violado, habían escupido sobre sus
libros sagrados, comían carne de cerdo, orinaban sobre los cadáveres
descompuestos y habían destruido sus escuelas, mezquitas, madrazas, mercados y
casas de familias. Usama no estaba por ningún lado. Él no sabía nada. A él no
le importaba nada.
Sólo quería que los marines
desalojaran cuanto antes su territorio sagrado y que lo devolvieran al aire
puro de sus montañas, al aroma de flores de amapolas que entraba por sus fosas
nasales, a las noches frías y estrelladas junto a Mezghaan buscando al niño de
la flor entre todos esos planetas, en fin, a la vida que un soleado día al
cruce de un recodo en el camino, unos tres americanos y dos ingleses le habían
arrebatado.
Ellos no entendían nada de lo
que estaban haciendo. Ellos debían estar unos en Kentucky y Alabama y otros en
Brighton y en Leeds, con sus familias, intentando buscar al Más Misericordioso, en lugar de estar
cegándoles la vida a los fieles pastunes en sus montañas.
Pero lo habían capturado, había forcejeado, había sido vencido y lo
habían puesto en un camión junto a decenas más de fieles. Luego, había sido
transportado con violencia al fondo de un enorme barco y después de un viaje de
semanas, había aterrizado en esta inmunda celda junto a cientos de sus hermanos
fieles. Nunca lo entenderá. Faisal ya perdió la esperanza en la justicia
humana, pero nunca la perderá en la justicia celestial. Pronto verá a su
familia, aunque el propio perro azufroso de George W. Bush lo quiera. ¡Allah akbar!