miércoles, 25 de abril de 2012

Cabezones por Javier Montes de Oca Rodríguez


Los moáis de la Isla de Pascua siempre han soñado con el movimiento. Y si hay alguno que sepa algo de movimiento en este mundo, son precisamente los moáis. Ellos llevan varias centurias, percatándose de la oscilación de las nubes del cielo, de las olas, de las corrientes marinas. Ellos han analizado con detenimiento los ciclos lunares, solares y hasta estelares. En fin, de cualquier astro interplanetario que brille en la bóveda. Han visto transcurrir a millones de pájaros que surcan los aires. Han observado con indiferencia y prepotencia kilos y kilos de algas marinas que han llegado a las costas pascuenses, así como a cientos de navíos que se han asomado intempestivamente a los bancos de arena que se forman en la isla, para acto seguido, desaparecer con la misma.
            Han profundizado en los movimientos migratorios de los delfines, las orcas, ballenas y marsopas. Incluso, más modernamente se han asombrado, eso sí, sin cambiar las facciones de su inerte rostro, de hordas de hombrecitos insignificantes, con grandes sombreros, gafas, binoculares y hasta sandalias. ¡Ah, las sandalias! Eso les recordaba con magnánimo dolor que existían los pies. Que existía el movimiento. Y como hemos dicho,  ellos son los maestres del movimiento, porque todo  lo saben acerca de él.
            Pero, ¡con qué monótona resignación deben de permanecer allí! Ellos lloran cuando nadie, salvo las gaviotas y los alcatraces los ven. Salvo, cuando algún altivo cangrejillo pasa por enfrente de ellos. Entonces es cuando lloran a borbotones, a raudales. Ese es el único movimiento propio que pueden realizar: el precipitarse de aquellas lágrimas grisáceas por sus inmensas mejillas hasta la arena. Un llanto que luego ahogan, al despuntar del día y con el acercarse del primer molesto turista.
            ¡Ay, los moáis! Pero qué resignación el ser testigos eternos del vaivén del planeta y ellos permanecer clavados en la tierra sin ninguna esperanza de algún día desenterrar sus pesados pies del suelo y echar a caminar.

martes, 17 de abril de 2012

El Principito en Guantánamo por Javier Montes de Oca Rodríguez


Faisal lo sabe de sobra, nunca ha estado tan seguro de algo en su no muy extensa vida. Antes, en la suya anterior, solía usar un pakol, el gorro tradicional de su etnia pastún, una larga barba raída de tanto fumar y su vestimenta que no tenía absolutamente nada de parecido con lo que llevaba ahora. Bueno, ese largo ahora que ya llevaba tres años que él aguantaba con el más profundo estoicismo, seguro de sí mismo.
            Sin embargo, por las noches brotaban sus lágrimas, que iban a humedecer la sucia y áspera almohada que los infieles le habían proporcionado con desdén en una lengua que de tan extraña se había tornado en familiar a sus oídos acostumbrados al canto de los pájaros y a los balidos de los carneros. Era tan disímil lo que estaba viviendo ahora.
Por una razón ajena a su voluntad, sus montañas habían empezado a ser horadadas por cañones y misiles mar-tierra y por el estruendoso sonido de las desesperantes hélices infatigables. Cuando cultivaba la amapola, esa rojiblanca flor que multiplicada por miles y miles de unidades impregnan el aire del olor más sublime que recordaba, solía abstraerse y hacer juegos con su sombra proyectada en los campos. Luego, al volver a la faena cotidiana, la recogía con una avidez claramente insuperable por los buenos de sus vecinos. Los conocía a todos. Y los extrañaba en su lejanía, en su aislamiento.
Antes tenía para sí campos de miles de hectáreas, tenía sus fértiles y frías montañas, donde cada grano de amapola que caía rozando de sus manos campesinas, iba a terminar seguro y sin la ayuda de esos raros productos modernos que los infieles llamaban fertilizantes, en una hermosa y rozagante flor. Recordaba una historia que una vez un extranjero llegado a su aldea en busca de sus flores, les había contado a él y a sus compañeros: se trataba de un niño pequeño que vivía solo en un pequeño planeta y cuyo tesoro más preciado era justamente una flor. En este caso, era una amapola y no una rosa, pero a Faisal le daba igual. En ese momento, hace ya unos cuantos años, se había identificado tanto con el relato del occidental, que incluso por las noches intentaba buscar cuál de esas brillantes estrellas sería la de este niño chiflado por una flor.
Ahora, vivía hacinado, sin razón, con otros de los suyos. Aunque también había gente que provenía no sólo de sus hermosas montañas sino también de Kabul, Kandahar, Jalalabad, Herat o Gazni, así como otros fieles provenientes de Pakistán, Sudán, Siria, Libia e incluso Francia e Inglaterra. Los platos de comida en un cuenco asqueroso sin lavar, muchas veces contenían trozos de cerdo: el animal prohibido. “Pero no comeréis el puerco, que tiene la pezuña hendida, pero no rumia, es inmundo para vosotros. No comeréis sus carnes ni tocaréis sus cadáveres”, eso decía el profeta. Pero ya van tres largos años, donde los ignorantes e infieles americanos se los colocaban indistintamente en sus platos de comida.
Los ladridos de los perros a medianoche, cuando Faisal podía ver como salivaban mientras aullaban azoradamente, los focos lumínicos que encendían y apagaban indistintamente sin distingo ni respeto de horarios. El calor insufrible de los meses cálidos que contrastaba con la brisa helada que lo obligaba a correr a buscar sus guantes de lana y a beberse el caldo del excelso té que cultivaban. Todo esto era intolerable.
Cuando estaba acostado en su catre mugriento viendo el extraño comportamiento de las cucarachas y de las ratas de este sitio, y se preguntaba innumerables veces porqué Allah había querido este destino para sí y sus compañeros, y qué mal había podido haber hecho en la vida para tener que padecer tres años entre barrotes de metal reforzado y con americanos tan musculosos y armados, no ya con el viejo tradicional AK-47 Kalashnikov, sino con una tecnología del diablo que jamás alcanzaría a entender, buscaba evadir sus pensamientos y pensar en su madre, en su padre y en los ojos de Mezghaan, su amada, grandes y verdes como una avellana.
Sin embargo, en este fatídico lugar todo siempre podía ponerse peor. Faisal, con las rodillas planas por el peso inverso del asqueroso suelo, con la frente sudada y rozando la humillación, a la par que sus manos permanecían atadas a la espalda tan fuerte, que tardaba días en dejar de sentir el roce de las esposas en sus muñecas. Solía en esos momentos llevar una mugrienta capucha polvorosa, que al menos lograba evitar percibir a los insectos que pululaban a su alrededor y que se multiplicaban a ritmo frenético por el incandescente calor del lugar. Era un ligero alivio esta capucha, sí, pero su endeble tela no impedía que llegaran hasta sus oídos los ensordecedores decibelios de un estruendo que los infieles llamaban música. Así como tampoco el chillón color anaranjado de su uniforme podía impedir que los pequeños granos de piedra del piso se incrustaran lentamente en sus poros.
Así pasaban las horas y su posición física permanecía invariable, insondable, la música o lo que fuera que hubiera compuesto el diablo americano, no le dejaba escuchar sus pensamientos de libertad y aunque cada tanto venía un soldado y pateaba con sus botas rematadas en punta de acero su delicado hígado, Faisal lograba conservar la serenidad ante la idea de mirar una vez más y para siempre a su gente, a sus montañas sagradas, a sus pastunes queridos.
            Pero ahora Afganistán ardía en llamas. Los marines y las tropas de élite de todos los países infieles habían entrado en tromba en su suelo sagrado buscando a Usama bin Ladin y habían asesinado a diestra y siniestra a niños, jóvenes y ancianos. A las mujeres las habían raptado y violado, habían escupido sobre sus libros sagrados, comían carne de cerdo, orinaban sobre los cadáveres descompuestos y habían destruido sus escuelas, mezquitas, madrazas, mercados y casas de familias. Usama no estaba por ningún lado. Él no sabía nada. A él no le importaba nada.
Sólo quería que los marines desalojaran cuanto antes su territorio sagrado y que lo devolvieran al aire puro de sus montañas, al aroma de flores de amapolas que entraba por sus fosas nasales, a las noches frías y estrelladas junto a Mezghaan buscando al niño de la flor entre todos esos planetas, en fin, a la vida que un soleado día al cruce de un recodo en el camino, unos tres americanos y dos ingleses le habían arrebatado.
Ellos no entendían nada de lo que estaban haciendo. Ellos debían estar unos en Kentucky y Alabama y otros en Brighton y en Leeds, con sus familias, intentando buscar al Más Misericordioso, en lugar de estar cegándoles la vida a los fieles pastunes en sus montañas.
Pero lo habían capturado, había forcejeado, había sido vencido y lo habían puesto en un camión junto a decenas más de fieles. Luego, había sido transportado con violencia al fondo de un enorme barco y después de un viaje de semanas, había aterrizado en esta inmunda celda junto a cientos de sus hermanos fieles. Nunca lo entenderá. Faisal ya perdió la esperanza en la justicia humana, pero nunca la perderá en la justicia celestial. Pronto verá a su familia, aunque el propio perro azufroso de George W. Bush lo quiera. ¡Allah akbar!