Paso a paso los subo. Pequeños escalones infinitos.
Serpenteando como una culebra elevada hacia los cielos grises, nubosos,
brumosos. Un escalofrío me recorre la espina dorsal desde los pies, perdiéndose
en lo más profundo de mi hipófisis. Tengo miedo, pero intuyo que es sólo una
tontería. Obligo a mis glándulas a secretar más adrenalina. Al fin y al cabo es
la droga más poderosa que existe. Piso fuerte esos escaloncitos. ¡Qué pegados
están uno del otro! ¿Por qué carajo los constructores antiguos pensaban que
menos era más? No debo emitir ni el menor ruido. Caerme, gritar o tropezarme
echará al trasto mis intenciones.
Debo
flagelarme por ser tan ofrecido, tan salido, por querer ser el héroe de la
comunidad, todo innecesariamente. ¿Pero qué locura estoy pensando? Si en verdad
lo hice por Monique. La hija del síndico con su larga cabellera rojiza y sus
ojos grisáceos me traía de cabeza desde hace tiempo. Quizás, ofreciéndome a
resolver este misterio, podría tener acceso a ella. Dentro de todo, Monsieur Lafayette, su padre, parece ser
una persona lógica y justa y hasta creo que a su madre le caigo bien. ¡Al
carajo con esta porquería de misterio! Yo lo que quiero es a Monique.
Bueno,
sea, por sus pequitas rojizas sigo avanzando. Debemos de estar rozando los cero
grados, quizás dos o tres grados a lo mucho. ¡Qué alta es esta torre! Voy
armado con una vieja escopeta, que apenas sabría manipular. Al fin de cuentas,
yo soy un poeta, un artista, un bohemio. Detesto las armas, pero adoro a
Monique. Ya me veo con ella en la campiña en el próximo verano. Este frío
húmedo de la costa me cala los huesos.
Algo
pasa golpeándome las botas inesperadamente. Contengo la respiración a duras
penas. Alumbro con la tenue lámpara de aceite que traje. Era una rata. Merde, alors! Qué cobarde que soy. ¿Por
qué ninguno de esos duros marinos bravucones del pueblo se habrá ofrecido para
venir?, ¿Por qué le habrán dejado el trabajo duro a un artista? Y encima el día
de su cumpleaños. ¡Tremendo regalito!, ¡Es incoherente! Pero y, ¿qué en este
pueblo no lo es?
Sigo
subiendo la eterna escalera de caracol. Firme, rocosa, con el salitre
incrustado en sus pequeñas hendiduras. Afuera, se escuchan las olas golpeando
contra las macizas y aserradas rocas. Otra noche más, cómo desde el confín del
tiempo. Mis antepasados celtas la vivieron igual que yo, en sus tiendas de
cuero de cabra al calor de sus inmensas hogueras sacras. Se dice que en esta
zona proliferaban los druidas. Yo no lo pongo en duda. Monique seguro hubiera
sido una walkiria bretona.
Es el faro más alto de toda la costa. Aunque lleva
una década sin funcionar. Sus últimos fareros, habían emigrado hacia zonas más
prósperas de Bretaña, dónde la pesca y la actividad portuaria había despuntado
aún más, siendo sus servicios mejor requeridos. Este faro, sin lugar a dudas,
pertenecía ahora a la memoria histórica de los mejores años que vivimos. Mi
padre, el bueno de Jean-Luc, hubiera estado orgulloso de mí. Al fin y al cabo
él siempre detestó esa pintura y esa absenta mía. Él hubiera preferido que me
dedicara a actividades más rudas y varoniles como la de mi hermano, Meriadeg,
el herrero del pueblo.
Me apoyo en las paredes y descanso un par de
minutos. No he tenido tiempo de pensar en cómo reaccionaré cuando llegue a la
cámara de servicio. Aprovecho la breve pausa para cargar la escopeta. No sé si
lo haya hecho bien. Al menos, así me explicaron los cazadores del pueblo.
Esta gente es muy supersticiosa. La verdad sea
dicha, yo también lo soy. Creo que se debe a la flotante influencia druida que
aún puede verse suspendida en la bruma nocturna de estas tierras salvajes de
sidra y gaitas. Pero al parecer, el faro lleva seis noches continuas
encendiéndose, alumbrando con sus potentes lámparas la escarpada costa bretona.
Y nadie le ha visto la cara a ninguno de los antiguos fareros del pueblo, ni
han advertido la llegada de desconocidos que pudieran activarlo. ¡Nada! Eso ya
tiene bastante molesto a Monsieur Lafayette,
que sin embargo, es totalmente incapaz de enviar a un policía a investigarlo.
Argumenta, que todos están muy ocupados en estos días con un caso de suma
importancia. Al parecer, una niña casi adolescente está desaparecida desde hace
días. Le doy la razón, mejor enviarme a mí al faro y, ¡qué me parta un rayo!
Es entonces la séptima noche consecutiva, que ese
viejo armatoste lleva encendido. Ésta vez sí, lo he visto con mis propios ojos,
me he acercado camuflado en este horrible traje policial, le he dado un trago a
mi botellita de absenta e implorando a todas las deidades celtas, he abierto la
oxidada puerta con las llaves que me ha dado el padre de Monique. Hace unos
días, la vi bailando en el Fest-Noz, estaba
que rezumaba belleza con su tocado tradicional blanco.
Creo que casi llego. Respiro hondo. ¿Será algún
espíritu del más allá que ha regresado para confundir a los navíos que se
aventuran en estas gélidas aguas? ¿Algún ánima del tupido bosque de Brocéliande, cuna de todas las leyendas
artúricas? ¡Qué respeto le guardo a ese bosque! Creo que ni aunque me
ofrecieran una veintena de Moniques me acercara a esa foresta.
¿O será algún desquiciado reclamando atención que se
ha apoderado de nuestro antiguo faro? Un proverbio antiguo reza que es mejor
tenerle más miedo a los vivos que a los muertos. Por eso, llevo esta absurda
escopeta. La cámara de servicio. Ya vislumbro la luz que proyecta en los
escalones. Arrincono la lámpara en el suelo para no alertar a lo que sea que
está poniendo nervioso a la comunidad y especialmente a Monsieur Lafayette. Me decido. Irrumpo con fuerza en la cámara.
Grito aterrado, con el ojo en la mirilla. Attention, fils de pute, enculé. Levez vos mains!
El faro me enceguece y se me sale un tiro. Oigo el
cristal roto y un gemido de mujer. Bajo el arma, horrorizado me acerco a
aquello con ese traje blanco. ¿Será un espectro? No puedo creerlo. La bala pasó
rozando la tersa y hermosa piel de Monique. Unos milímetros más y esa fea
raspadura que le he dejado en un brazo, hubiera destrozado el mejor regalo de
cumpleaños que me hubieran dado en la vida: el regalo de Monsieur y Madame Lafayette.
Le doy otro trago a mi botellita de absenta y me pierdo locamente en esas
pequitas rojizas.