miércoles, 31 de diciembre de 2008

Va de mujeres...

Va de mujeres

–Si es que no me puede ir peor, Laura, que soy una desgraciá…–se lamentó Yolanda con los ojos anegados.
–Lo siento, amiga, sólo he sido sincera.
–Si ya lo sé, pero tú eres testigo del panorama que tengo. Hace un par de meses me lié con el charcutero, un pobre hombre ya mayor, y voy y me lo cargo a polvos…-Yolanda se sorbió los mocos y siguió hablando –Luego, me dejo utilizar por el escuchimirriao ese del Beni, haciéndome creer que está enfermo terminal… –la camarera se mesó el pelo para añadir –si es que no valgo pa ná, si tú tienes razón, ¿quién va a querer a mi hijo, con la madre que tiene? –preguntó la mujer, hundida.
–Yoli, ¿Qué dices, mujer? –Laura no se podía creer que su amiga estuviera tan mal.
–Qué sí, que el niño ha robao unas cazadoras, pero porque yo no he sabío educarlo, Laura, que soy una burra, que siempre pienso en lo mismo, y mira por donde me ha salío el tiro…un hijo que roba más que habla…–aseguró Yolanda pasándose la mano, con cuidado, por el párpado inferior para secarse las lágrimas sin que se le corriera la pintura de los ojos.
–Pero Yoli –dijo Laura intentando apoyarla – tranquila mujer, que las cosas no son así…
–Que sí son, Laura, que ná más hay que mirar mi historial pa darse cuenta de la clase de mujer que soy – Se señaló a sí misma –que yo no me merezco ser feliz, Laura.
–¡Pero bueno! ¿Tú te estás oyendo? ¡Eso no lo digas ni en broma, eh! Que tú vales mucho, Yoli – Laura zarandeó un poco a su amiga por el brazo.
–Que no, Laurita, que tú me conoces y ya sabes como soy –la camarera seguía insistiendo.
–Pues por eso mismo que te conozco, Yoli, reacciona mujer, o… ¿a caso me dirás que no has sido una madraza, sacando adelante a tus hijos sin la ayuda de un padre?
–Eso lo haría cualquiera, Laura. –contestó Yolanda, alisándose el delantal.
–Bueno, pues tú lo has hecho, ¿no? Además, ¿a que siempre los has querido más que a nada y siempre has tenido un beso para curar una rodilla raspada o un corazoncito roto? –Laura hablaba mostrando las palmas de sus manos.
Yoli puso cara de estar pensando en el pasado –pues sí –contestó.
–Claro, tonta, ¿y a que siempre has trabajado dieciocho horas en el bar para que ellos lo tengan todo? –la animó Laura mientras recorría el local con la mirada.
–Pues la verdad es que sí –contestó Yoli que todavía lloraba.
Laura la abrazó.
–Llora Yolanda, que así te desahogas, que esas lágrimas significan mucho –luego deshizo el abrazo para coger una servilleta de papel y dársela a su amiga.
–Que soy una pelá, es lo que significan –dijo la camarera, sonándose.
Laura puso su mejor cara de gobernanta –Mira Yoli, deja de regodearte con la autocompasión de las narices. Esas lágrimas no son otra cosa que la manera de expresar tu pena, tu dicha, tus desengaños, tu amor, tu sufrimiento y tu orgullo –Laura se contó los dedos, para enumerar cada uno de esos sentimientos –porque te voy a decir una cosa: Hay que ser una mujer de los pies a la cabeza para llevar la carga que tú llevas y seguir sintiendo amor y felicidad.
Yolanda se secó las lágrimas con las dos manos –Ay Laura, si es que una siempre ha estao sola.
–Pues mejor me lo pones, porque hay que ser muy fuerte para enfrentarse, sola, a las injusticias de la vida y no aceptar nunca una negativa, como tú haces. O para privarte de muchas cosas por tus hijos…¿Cuántas veces has dejado de comprarte ropa para poder comprársela a ellos?¿eh? –preguntó Laura.
Yolanda hizo un gesto con las manos, juntando todas las yemas de los dedos
–Así de veces, Laura –la mujer se señaló a sí misma –¿no ves la pinta que llevo siempre, con lo primero que encuentro en el mercadillo?
–Pues eso se ha acabado Yoli. Esta tarde nos vamos tú y yo de compras y ahora mismo me alegras esa cara de uva pocha, que tú vales mucho y te lo voy a demostrar.
–¿Cómo, Laura?, no podemos dejar esto solo –Yolanda señaló el pequeño salón.
Laura llamó a su suegra.
–Pepa, que Yoli y yo nos vamos a ir un ratito…¿a que te puedes quedar echándole un vistazo al bar hasta que lleguemos? –Laura miró a Pepa con intención.
–Eso está hecho. Ya me quedo yo aquí con este pimpollo – contestó la abuela, señalando a Enrique, el frutero, que estaba tomando café en la barra.

Las dos amigas se fueron al centro, donde visitaron unos conocidos almacenes. Yolanda escogió bastante ropa que se iba probando bajo la atenta mirada de Laura que, con sinceridad, la aconsejaba sobre si le quedaba bien o no.
–Lo que tendrías que hacer es cambiar un poquitín de estilo, pero sin dejar de ser tú misma, ¿sabes? –dijo Laura con simpatía –mira que mono que te queda este pantalón un poco sueltecito, y no esas mallas que me llevas a veces…
–Es que con algunas prendas no me veo, Laurita, que no parezco yo –dudaba la guapa camarera.
–Tú tranquila y coge esto –Laura le alargó dos prendas –pruébate esta falda y esta camiseta, que con el tipo tan majo que tienes, te van a quedar que ni pintadas .
Laura estaba más entusiasmada escogiendo modelitos que la propia Yolanda
–y estos vaqueros, también, que se llevan mucho y seguro que estás divina.
En otra tienda Yoli se quedó prendada de un vestido estampado del aparador, y Laura insistió en que lo comprara también.
–Hoy se tira la casa por la ventana, que tiene que hacer un siglo que no te compras nada a lo grande, así que para dentro… –Laura estaba contenta de poder ayudar a su amiga a salir del bache.

Al cabo de un rato de probadores, paseos, escaparates y demás, Yolanda se dejó puesto uno de los conjuntos de camiseta y falda tejana que se había comprado. Las dos mujeres se sentaron en una de las mesas que una cafetería había colocado en el pasillo principal del centro comercial… Una vidriera en el techo dejaba entrar la luz natural del sol del atardecer.
Mientras Laura removía con la cucharilla su cortado, Yolanda se tomaba una infusión de tila, se la recomendó Laura para que aplacara tanta llorera que había tenido durante toda la tarde. Y, mientras veían pasar a la gente, continuaban con su conversación.
-Lo que pasa Yoli, es que a veces, la apariencia exterior puede hacer pensar a los demás que somos algo que en realidad no somos, ¿me entiendes?
-Es que a mí se me acercan los peores, Laura- dijo Yolanda con cara de pena.
-Porque no te valoras tú y por eso no te valoran los demás. Tú tienes que ser la primera en darte cuenta de que eres una gran mujer, amiga, porque tú lloras de alegría cuando tus hijos triunfan y te alegras si a los demás les va bien y eres la persona más fuerte del mundo, y siempre tienes un beso y un abrazo para quien lo necesita…. Y eso está muy bien, Yoli, pero tienes el mismo defecto que tienen muchas mujeres y es que se te olvida lo que vales. Laura la animaba, estaba consiguiendo que Yolanda se quisiera más a sí misma –Así que a partir de hoy, ya sabes, a animarte y a encarar la vida de forma positiva y mirando también por ti, porque si tú estás bien, los que te rodean también lo estarán, pero si tú no lo estás, no puedes pretender ayudar a nadie. Y ya verás como con estos cuatro trapos que hemos comprao vas a ligar sin proponértelo y además con alguien que valga la pena.
-Lo dudo, Laura, pero…
-¡Pero nada! –la cortó Laura- y recuerda que otra cosa que tienes que hacer es atornillarte las bragas, el que quiera lio, que se lo curre, Yoli, no se lo pongas tan fácil…
-Tienes razón, Lola, ¡el que quiera mojar que se vaya a la fuente, oye.!- dijo la camarera, sonriendo por fin.
-Pues claro, que tú te mereces a alguien que te valore y seguro que llegará muy pronto.
-Gracias amiga, anda que no hacía tiempo que no me hablaban a mí así, muchas gracias de verdad…-dijo Yolanda, cogiéndole a su amiga la barbilla con cariño.
-¡Venga ya, que gracias ni nada! Para gracias las tuyas ¡Yoli! Hija mía no mires, pero ahí hay un tiarrón que no te quita ojo desde hace rato, yo pa mí que le has gustao…¿Qué te he dicho? ¡Si es que lo sabía!
-¿Qué tiarrón ni que ocho cuartos nena, que yo no veo a nadie?
-¡Que viene, que viene! -dijo Laura disimulando y mirando hacia otro lado.
-Buenas tardes, preciosa, ¿me puedo sentar aquí? –dijo el atractivo hombre, mirando embelesado a Yolanda.
-Pues, pues, no sé, si nosotras ya nos íbamos, ¿verdad Laura?
-Sólo quería saludarte, porque te estaba mirando desde allí, y me has parecido muy guapa, no quisiera molestarte, mi nombre es Nacho.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Chispitas

Era una noche de invierno. Ya casi hora de irse a dormir. Pasado mañana Tristán debería volver a la escuela pero en aquellos momentos miraba el fuego de la chimenea mientras sus padres recogían las restos de la cena.
- Mamá, ¿Puedo quedarme a dormir en el sofá?
- ¿Por qué quieres hacer eso, cariño?
- Es que me hace mucha ilu. Por favor, sólo esta noche.
Su madre arrugó el ceño y miró al padre que encogiéndose de hombros salió de la cocina sin decir nada.
- Está bien, pero coge un manta, no vaya a ser que pases frío.
Tristán lleno de alegría corrió a su habitación, estiró la colcha de la cama y bajó al salón. Acomodándose en el diván se preparó para la noche de vigilia que le esperaba.
Su madre se acercó a él y le besó en la cabeza:
- ¿No pretenderás quedarte despierto toda la noche, verdad Tristán?
- Claro que no, mamá. Buenas noches.- Contestó el pequeño acurrucándose entre los pliegues del edredón.
Al poco la casa quedó en silencio y a oscuras, sólo alumbrada por las llamas del fuego de la chimenea. Tristán permanecía atento a cualquier ruido, a cualquier señal.
Al cabo de un rato se levantó y se asomó a la ventana. Nevaba. Caía tanta nieve que apenas podía distinguir el final del jardín. Nervioso volvió al sofá. El reloj marcó las once. Tristán se impacientaba. No escuchaba nada. No veía nada. Desde luego, así no lo había imaginado. Se revolvió bajo la colcha y fijó su mirada en la chimenea. Poco a poco a Tristán se le cerraban los ojos. Hacía esfuerzos por permanecer despierto pero el constante chisporrotear del fuego lo adormecía. Dio un par de respingos abriendo mucho los ojos, pero a los pocos segundos ya los tenía cerrados de nuevo. Al final se durmió plácidamente. El reloj marcó las doce.
De repente, una chispa de fuego salió fuera de la chimenea. Se posó encima de la alfombra y dando pequeños saltitos se plantó delante de Tristán. La viruta de llamas permaneció unos instantes observando al niño. Enseguida le crecieron unas piernas y unos brazos. Juntando los dedos emitió un silbido hacia el lugar donde estaba la chimenea y otro par de chispitas salieron de entre las llamas de la fogata. Repitiendo los graciosos botecitos fueron a encontrarse con la chiribita a la que le habían salido las extremidades.
- ¿Está dormido?
- ¿Tú qué crees?
La primera centella se apartó de las otras dos y empezó a crecer y crecer hasta transformarse en un hombre bastante mayor con el pelo blanco que iba ataviado con una capa roja y una corona.
- ¡Rápido! no tenemos toda la noche.
Las otras dos chispitas se separaron una de otra y emitiendo un fuerte destello empezaron a aumentar de tamaño al tiempo que les creían brazos, piernas y cabeza.
Al cabo de unos momentos se habían convertido en dos señores: uno con barba rubia y otro más joven de color que llevaba un turbante en la cabeza.
- ¿Dónde habéis dejado el regalo de Tristán?- Preguntó el del pelo blanco.
- Lo llevaba él.- Contestó el del turbante señalando al de la barba rubia.
- ¿Yo? Seguro que has vuelto a olvidarlo en el camello.- Le replicó enojado.
- Así no vamos a acabar nunca.- Suspiró el primero y asomándose a la ventana comenzó a agitar fuertemente los brazos en dirección al jardín.
Al instante varios camellos se materializaron al lado de la ventana. El de la barba rubia abrió unas alforjas y sacó una caja muy grande envuelta en papel de regalo. Se la tendió al del turbante que la dejó delicadamente a los pies de Tristán que dormía sin enterarse de nada.
- Venga, todavía queda mucho por hacer.- Apremió el hombre del pelo blanco y dando enérgicamente un salto se metió en el fuego de la chimenea.
- No sé cómo es capaz de hacer eso.- Suspiró el de la barba rubia que empezó a menguar y menguar hasta que se transformó en chispa y dando pequeños brincos alegremente se adentró en la hoguera.
El joven del turbante se acercó a Tristán y le acarició el pelo. Dándose media vuelta se encaminó hacia las llamas al tiempo que Tristán abría somnoliento los ojos. El del turbante comenzó a hacerse chiquito chiquito. Los brazos y las piernas se le metieron en el cuerpo y su piel morena se convirtió en ardientes llamas rojas. Repitiendo los graciosos saltitos se introdujo en las brasas. Tristán se frotó los ojos fuertemente. No estaba seguro de lo que le había parecido ver. Cuando se fijó en el gigantesco paquete que estaba al lado del sofá no pudo más que sonreír feliz.


Leonor. Taller de Cuento. Ejercicio sobre fantasía.

EL DESDICHADOR

Ésta es una noche especial. La Señora de la casa lo sabe, y por ello se las ha arreglado para estar sola. Sin que nadie se lo haya dicho, sabe que ha llegado el momento de saldar cuentas y debe de hacerlo en la más absoluta discreción.
Espera pacientemente en una de las salas de estar de la mansión, rodeada de muebles antiguos y robustos, de cuadros con dorados y gruesos marcos. Todos ellos son retratos. El de su marido, un lienzo sonriente de carrillos rojizos. El de su hija mayor, el de sus otros dos hijos. El de ella misma, seria y altiva, con unos ojos grandes pero entrecerrados.
La inmensa lámpara del techo apenas está encendida, pues la luz de la luna llena entra a través de dos ventanales estrechos y erguidos, uno a cada lado de la chimenea. La Señora abre bien las cortinas; está preparada. Mira con serenidad los amplios terrenos de su propiedad, temerosa de no volver a verlos jamás, pero al darse la vuelta y verse por casualidad en uno de los espejos de la pared no hay señal en su rostro de temor alguno.
Hace un último vistazo a lo que ha sido su vida hasta entonces. Observa con dolor contenido los caros jarrones, las pulcras vitrinas, repletas de bienes preciados pero impersonales. Todo cuanto ha ido amasando con cierto despecho, con el fin de hacer creíble una gran mentira.
Después se acerca a un pequeño escritorio y abre los cajones con una llave que nadie más ha tocado desde que fuera hecha. Allí está todo: las fotos de sus hijos en momentos especiales, que nunca ha querido exponer. Los diplomas de éstos, los regalos que le hicieron y que ella disimuló despreciar. Un disco de vinilo con la música que le unió a su marido. El chupete desgastado de su hijo pequeño, que los demás creían perdido. El primer cuento que le compró a la mayor.
Puede que no salga viva de ésta noche, pero al menos sabrán la verdad, piensa la Señora. Por si acaso, ha dejado una carta explicativa sobre el propio escritorio, justo debajo de la pesada llave bañada en oro. El momento se acerca. Lo sabe. Lo siente. Cierra los cajones y se sienta en el sofá, a la vista de unos ventanales que bien podrían parecer la vertical mirada de un gigantesco felino. Respira hondo. Llueve desde hace días, pero hoy el agua cae densa, y constante; imposiblemente vertical, como si cada diminuta gota pesara un mundo.
Al poco se oye una voz que parece alojarse en el hueco mismo de la chimenea, en algún rincón entre la oscuridad y los troncos calcinados.

- Largo tiempo ha pasado desde hablamos por última vez – dice la diminuta voz -. Pero ha llegado el día en que debemos cobrarnos aquello que se nos prometió, pues el dolor y la desdicha no pueden ser apartados para siempre y durante mucho tiempo los hemos alejado de aquellos a los que amas.
- Haz lo que tengas que hacer, criatura oculta. Lo acepto.

La Señora de la casa se levanta, firme y erguida. Enseguida vuelve a hablar la negra voz, que ahora parece reptar bajo los muebles, a los que ella mira en vano, con disgustada curiosidad.

- Abrazas tu destino a la ligera. Sin embargo nada sabes de lo que te espera; salvo que no te será agradable. Tus hijos han crecido sanos y fuertes, junto a un poderoso cobijo y una sonriente fortuna. Ya intuiste que muchas cosas debían de haberles sucedido y que sus vidas serían hoy muy distintas de no ser por tu sacrificio.

Ahora suena la voz bajo el sofá, justo a los pies de ella, que se sobresalta ligeramente.

- Más nunca han podido saber de tus pactos, ni tampoco del amor y la alegría que sentías por su favorecido destino; así te lo exigimos en su día. Ha sido un duro precio. Y lo seguirá siendo, pues ésta es mi condición. Nunca sabrán tus hijos del amor que les profesas y seguirán pensando que jamás les has tenido en alta estima. Sufrirán al sentirse abandonados, porque también me llevo hoy tu cuerpo de carne. Y todo esto lo verás con tus propios ojos y lo oirás con tus propios oídos día tras día sin poder hacer nada más. Esta es mi decisión.

La Señora siente un cosquilleo por todo el cuerpo y cree desvanecerse. Lo último que ven sus ojos de carne es la llave junto al escritorio, bien visible, sobre la carta, y luego la negra noche a través de la ventana, llena de gotas serenas que brillan frente a la luna. Cuando vuelve a ser capaz de ver y oír, lo hace desde el lienzo de la pared, desde su propio rostro impertérrito e inexpugnable. No podrá nunca hacer otra cosa más que observar con delirante impotencia. Su cuerpo ya no está presente en la sala.
Desde allí ve como la criatura se va. Más no lo hace sola, porque la acompañan la llave y la carta que la Señora de la casa había dispuesto como explicación. Al tiempo, un escrupuloso vendaval hace que el contenido secreto de los cajones atraviese la madera del escritorio y salga despedido hacia la nada a través de la chimenea.
Desde allí, la imagen imperturbable de la Señora asistió a la perplejidad de sus hijos por una desaparición inexplicable. Desde allí asistió a las charlas sobre el desprecio que siempre les ha tenido y el odio por un abandono que nunca entendieron. Hasta que, pasados unos años, el cuadro fue descolgado de la pared y encerrado en un sótano. Allí pasó la Señora sus días, recibiendo la sola visita del negro desdichador, quien desde los rincones le informaba puntualmente de lo maravillosas que eran las vidas de sus hijos; y de cuanto la odiaban.

Manuel Santos
Taller de Escritura Creativa
(versión sin corregir).

jueves, 25 de diciembre de 2008

La Princesa y la Leona


Cuenta la leyenda que hace muchos años, en el lejano reino de Felicidad, donde todo es posible, nació una princesa.
Y al nacer, los pájaros cantaron, las flores se abrieron y el cielo resplandeció con mil azules.
La energía vital de la princesa estaba ligada a la alegría de vivir, a la generosidad, a la justicia, la verdad y la confianza, estandartes de su reino… Pronto se convirtió en el ser más admirado del mundo.
Pero en las sombras los maléficos planetas, que habían dejado de ser el centro de atención, corroídos por la envidia, se alinearon para impedir que la princesa llenara el mundo de maravillas.
Y una noche sin luna, lanzaron sobre ella un maleficio, que solamente el verdadero amor podía romper.
La princesa despertó en una tierra extraña, sin recordar quién era, de dónde venía, ni cómo había llegado allí. Decidió que aquel extraño lugar se llamaría Savannah y sería su hogar.
Vagó por aquella tierra abrasadora, impregnándola de su bondadosa naturaleza. Trajo la lluvia a las tierras yermas, y los luceros a la noche. Pero en el fondo de su corazón, se sentía ajena a todo aquello, incomprendida, y el amoroso nombre de su verdadero reino naufragaba, en una lenta pero implacable deriva.
Una noche, una estrella bajó del cielo y al abrazar la tierra, creó un estanque de lágrimas plateadas. La princesa se miró y vio que su aspecto era el de un animal.
Pero ante su sorpresa, su propia imagen le habló: “Soy tú, princesa, y tú eres yo. Estás condenada a vivir en este mundo de dolor y de angustia, privada de ser quien eres, hasta que encuentres al semejante que esté destinado a ti. Te han privado de muchas de tus virtudes, pero tu verdadera esencia está latente en ti. Mírate, eres una leona. Eres fuerte, luchadora y valiente. Utiliza eso hasta que llegue tu momento”. Y la imagen se desvaneció.
Durante años, la leona recorrió las tierras de Savannah, en compañía de muchos otros animales. Todos parecían destinados a estar cerca de ella, pero ninguno le devolvía lo que le habían robado. Su energía vital se fue apagando, y olvidó del todo quien era en realidad. Muchos de aquellos animales eran espías y secuaces de los planetas, enviados para acabar con ella, y cumplían bien su cometido. Pero la leona resistía, y el tiempo, su único aliado, tuvo su oportunidad.
Una mañana, un tigre se cruzó en su camino. Se miraron como perdidos en un sueño, pero ella desconfió, acostumbrada a la mentira, cuando el animal le dijo sin ápice de duda: “Vos sois la princesa Sabrina, aquella que está destinada a reinar en Felicidad”.
El tigre pasó meses enteros explicándole a la princesa la historia de su vida, tratando de refrescar su memoria, de aclarar su mente. Pero los planetas aferraban bien esa información, atándola a los nudos negros del olvido, de donde sólo la verdad podía rescatarla.
Una noche, mientras contemplaban las estrellas, ambos se miraron sin decir nada, y la leona pudo verse reflejada en los ojos del tigre. Para su sorpresa, no vio a un animal, sino a una mujer preciosa, y empezó a comprender.
“Me he visto en tus ojos, me he visto de verdad!” le dijo al tigre. “Tú tenías razón…” Comenzó a recordarlo todo…
Por la mañana el maleficio se había deshecho, y los rayos del sol de Savannah ya no iluminaron más aquel pelaje ocre. Su melena dorada cubrió la tierra de luz, pues era la mujer más hermosa que aquellos dominios habían visto nunca.
“Cómo lo supiste?” le preguntó al tigre. “Lo vi en tus ojos princesa, lo sentí en mi corazón, y nunca tuve duda. Porque cuando te vi por primera vez, supe que estaba destinado para ti…”
Entonces, mágicamente, el tigre se transformó en un humano. “Soy soberano del Ducado de A-mor, en lo más profundo de tu reino. Yo no podía ser un hombre hasta que no lograra que creyeras en mí. Ese era mi maleficio. La arrogancia del tigre se convirtió en virtud por tu palabra, y ahora esto es lo que soy gracias a ti”
“Yo también vuelvo a ser yo gracias a ti…” Se dieron la mano y aquella misma noche, las estrellas de los antepasados brillaron con fuerza, labrando un león en el cielo, y la princesa y el hombre desaparecieron, para reencontrarse de nuevo en Felicidad.
“Este es el reino que habéis heredado”, dijo la estrella más brillante de todas. “En adelante es vuestro. Haced que crezca cada día, y sus fronteras no conocerán fin”

Fue así como aquella estrella, aquel león, se encargó de desterrar a los planetas al cielo, y de velar por la princesa en los malos momentos. Aquel estanque de plata de Savannah se convirtió en una playa de arena fina donde los príncipes cultivaron su reino, el mar se hizo más azul que nunca, y los animales les amaron para siempre.
Desde aquellos tiempos, Felicidad fue conocido con el nombre de Reino de Sabrina, y su príncipe fue investido con la Orden de Libra, la justicia, por rescatar a la persona más buena que jamás pisó la tierra de los mortales.

Sabrina y Sir Libra, leona y tigre, hicieron grandioso su reino, y despertaron a un cariño como nunca se había conocido. El Ducado de A-mor se expandió hasta abarcarlo todo. Contagiaron a todos de su dicha, sus hijos fueron los niños más afortunados, y todos vivieron felices por siempre jamás.


FIN



Juanmi, Taller de Escritura Creativa

miércoles, 24 de diciembre de 2008

CASO INTIMO

El Sr. Leopoldo Cruz esperaba el siguiente turno para pasar a consulta, era inevitable que tuviera las manos sudorosas y moviera las piernas con inquietud. Ansiaba por fin despejar las nubes grises que ensombrecían sus deseos más íntimos. Distinguido por su correcto actuar, ademanes finos, pulcro vestir y peinado repasado, buscaba resolver su pena, la reciente aparición de impotencia con su esposa, con quien vivía una relación de rosas y claveles e indudable fidelidad. Por recomendación de un gerente colega de la Empresa estaba en el consultorio de La Dra. Felisa Luna de Casadiego, sicóloga experta en Sexualidad de Pareja y Disfunción Familiar. Era su primera cita con ella. Había tenido seis citas previas con otros profesionales y traía los exámenes de laboratorio, pruebas y test sicológicos y resúmenes de interconsultas a especialistas, todos con hallazgos normales, no lograban encontrar causa en patología orgánica, condición emocional o afección síquica que explicara su trastorno. Se había hecho varios tratamientos farmacológicos y sicoterapéuticos, incluyendo técnicas de estimulación y ejercicios precoitales con la activa participación de su compañera. La Doctora en donde ahora se encontraba era una eminente clínica de reconocido éxito en este campo de la ciencia.

-Es curioso -se dijo mientras esperaba -que una mujer sepa más de hombres que los mismos hombres y sobre todo en lo que más lo hace a uno un hombre.
Al pasar a consulta, una elegante dama de blusa larga y blanca con grandes lentes le miró sonriéndole:”no tienes pinta de tener mayores problemas –le dijo invitándolo a sentarse -huele bueno ese perfume de macho en celo que traes”. Leopoldo sonrío mirando al piso, aplanando con la mano la corbata y acomodándose en el asiento.

Mientras ella revisaba la carpeta con toda la información de sus antecedentes médicos, él leía las 17 certificaciones de asistencia a cursos, seminarios, capacitaciones y actualizaciones que colgaban enmarcadas de las paredes.
-Vamos al grano -le dijo al cabo de un corto tiempo sacando la mirada de entre los papeles que revisó con una expresión de ojo clínico -¿ya no puedes con lo tuyo? ¿No te das cuenta que tienes otros recursos si no te funciona el pito? ¿O es que te falta imaginación? No dejes que se te duerma ese chip – le recalcó con destacada seguridad haciendo uso de la mayor experticia de su saber y un profundo esfuerzo analítico. Leopoldo escuchaba callado.
- No le tengas miedo a lo que escondes en los calzoncillos, que le sirva a tu mujer -continúo la afamada doctora quien hacía tres días terminó su más reciente Posgrado de Maestría en manejo de la Libido Masculina y continuó –no es mi objetivo demorarte, pero si quieres superarlo ponle ganas y emoción a la cosa:-¿Ya la amarraste a una pata de la cama? ¿O prefieres que ella te amarre?-Le interrogó con gran profesionalismo y casi sugiriéndole un plan terapéutico en la pregunta misma.

Leopoldo guardaba fe que todo esta sección de terapia fuera producto del más riguroso y razonable criterio sicológico y científico.
Finalmente mientras la reconocida sexóloga le escribía una dirección en un recetario le dijo: “bájate por la calle del Pecado y consíguete estas pomadas y te las untas donde sabemos antes de meterte en la cama, lee bien las instrucciones en las cajas o en los tubos, aprovecha hoy miércoles que te dan dos por el precio de una y te enciman un látigo”. Así de forma muy clara con el esfuerzo diagnóstico y el estudio intelectual que el caso le demandaba le dejó una conducta precisa y bien establecida.
-Debo traer a mi esposa para que participe? Interrumpió él tímidamente la disertación terapéutica pensando que no se le fuera a pasar un detalle muy importante en la consulta.
-Para qué? Solo manejo familias disfuncionales, me especializo en eso- le respondió ella.
-Creo que esta doctora tiene impregnada una extraña sensibilidad por tratar de entender la intimidad de otros -reflexionó Leopoldo con un asomo de duda.-Mejor me voy pronto.
Salió caminando cabizbajo sin sentir que por ahora hubiera levantado su libido ultrajada y marchita como las hojas de los árboles caídas que pisaba por la avenida Del Virrey, con la sospechosa preocupación de no haber perdido el tiempo y el consuelo que todo esto le sirviera de algo.
Solo lo sabré esta noche en la cama-se dijo.

Melqui Barrero

Ejercicio de relato corto con tono alto y registro bajo

sábado, 20 de diciembre de 2008

3 micros

1.- Recreación de “El Dinosaurio”

Ya era hora de comer y el dinosaurio seguía allí.

2.- Reescritura de historia/relato universal

- ¡Qué les corten la cabeza!- se oyó al otro lado del muro mientras millares de lanzas con punta en forma de corazón se abalanzaban sobre ellos.
La fiesta de No-cumpleaños de Alicia había terminado.


3.- Tema libre:


ESCENARIO DEL CRIMEN

Zorra. Esa era la bienvenida escrita con sangre en la pared del comedor.
Ella apartó la mirada y levantando los brazos preguntó:
- Inspector, ¿es esto realmente necesario?¿ no podría al menos quitarme las esposas?
- Lo siento, señora. Los del laboratorio dicen que la pintada está hecha con la sangre de su marido desaparecido y es usted sospechosa de homicidio en primer grado.
Ella se dirigió a la cocina, abrió con ambas manos el cajón de los cuchillos y antes de decidirse por uno sintió el cañón de la pistola en su espalda.
- No cometa ninguna tontería, señora.
Ella se giró lentamente, lo miró abriendo sensualmente la boca y empezó a desabrocharse la blusa.
El cuchillo estaba cerca, el arma reglamentaria también.


Leonor. Taller de cuento

viernes, 19 de diciembre de 2008

Una mochila muy especial

El taxi paró casi enfrente de su casa. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un billete de veinte euros. Con una buena dosis de malos modales y poca o mejor dicho ninguna educación se dirigió al taxista mientras le tiraba el billete en el asiento delantero:
- Joder tío, cada día es más caro. Ayer he pagado dos euros menos por el mismo trayecto. ¿no será que tienes trucado el contador? Mira que me he quedado con tu cara.
- Lo siento, pero es que lleva aplicada la tarifa de nocturnidad y fin de semana –le argumentó el taxista con humildad, para evitar una posible bronca, mientras le devolvía el cambio.
- No me cuentes tu vida –le contestó Carlos malhumorado al mismo tiempo que descendía del vehículo acompañado de un portazo.

Carlos había trabajado siete años en una lampistería del barrio, hasta que le echaron. Al principio cumplía con su trabajo en responsabilidad y horarios hasta que su esposa le engañó con su mejor amigo. Cambió su actitud y empezó a llegar tarde, a presentarse ebrio delante de sus clientes y a discutir con todos ellos.

Empezó una nueva vida, llena de incidentes diarios. Su carácter se agrió tanto que no logró mantener ni un solo amigo. Su meta diaria era la provocación. Se encerraba en su cuarto y conversaba consigo mismo compartiendo una botella de vino tras otra, instigándose hasta perder las migajas que quedaban de su autoestima.

Esa noche estaba tan cansado que se tumbó directamente con el propósito de dormirse enseguida. Al poco rato de estar acostado percibió olor a quemado. Se levantó y fue comprobando que el olor no venía de su casa. Al cabo de pocos minutos la emanación era tan alarmante que abrió la puerta de salida para ver si era dentro del edificio. Al salir al rellano pudo ver a varios vecinos que alertados como él intentaban averiguar la procedencia.

De pronto alguien gritó que era obligatorio abandonar el edificio, que el fuego se había provocado en dos escaleras más adelante y era necesario evacuar el inmueble.

Carlos volvió a su habitación a recoger las llaves y desde su ventana pudo ver los reflejos de las llamas en sus vidrios. Abrió el balcón y fue desolador lo que vio. Un niño pequeño de unos cinco años llorando en una terraza del edificio en llamas.
- ¿Dónde coño están los bomberos? – vociferó asustado- ; ¿dónde están tus padres? –le gritó al niño

Ante toda respuesta bañada con lagrimones, Carlos no lo pensó dos veces. Todavía estaba joven y ágil. Aquel día no había bebido casi nada. Se agarró con fuerza a una de las cañerías que sobresalían de la pared y pudo alcanzar con sus largas piernas el siguiente balcón, que ya había sido desalojado. Corrió y pudo lograr con el mismo sistema el siguiente. Dio un gran salto y en pocos segundos estaba con el niño en los brazos.
- No llores más. Yo te sacare de aquí. Cógete fuerte a mi cuello y no sueltes hasta que yo te lo diga.

El fuego estaba a pocos metros. El niño se convirtió en aquel momento en la mochila más valiosa que había tenido jamás sobre su espalda. Desde la terraza no le fue difícil encontrar otras salidas, atravesando terrados comunitarios hasta confirmar que se encontraban a salvo.

A lo lejos sonaban las sirenas. Aquellos bracitos rodeando su cuello le transmitieron el calor y emoción suficientes para desear recuperar esos principios y valores humanos que le habían abandonado.

Poco a poco el cielo iba cobrando otro color. Desde las alturas contempló la salida de sol más hermosa de su vida.



Milagros Herrero

EL HILO

Volveré para pescar mañana bajo el puente –dijo el tío Floro - y le entregó el rollo de hilo de nylon bien envuelto con los anzuelos y las ganas por su mayor hobby en un tarrito a la abuela Rosa. Ella que ya se encontraba en el andén de la calle los guardó en su bolso de salidas dominicales y se dirigió a atender la llegada de su quinto nieto, cruzó la calle y entró apresurada a la casa de enfrente.

10 centímetros
Aunque todos estaban a la expectativa del momento del parto , no contaban con el tremendo estruendo emitido por la pequeña boca rosada , como bocina de un gran pulmón que tan pronto asomó a este mundo hizo vibrar las ventanas de la sala y los tímpanos de los curiosos. La abuela que todo lo preparó no encontró a mano la hiladilla para amarrar el cordón umbilical y rápidamente utilizó un trozo del rollo de pesca sin usar, dejado por el tío. En el mismo momento que terminó de anudar el silencio regresó.

1 metro
Su nieta Margarita a partir de ese momento permaneció con la atención prendida a la piola del tío Floro y le pidió un trozo a la abuela para remendar el vestido de Pecas, la muñeca de su quinto cumpleaños compañera confidente e inseparable de sus sudorosos y agitados días y sus intranquilos sueños. Otro tanto gastó para coser los rotos de los calcetines, utilizando una técnica de bordado rudimentario que ensayaba a sus diez años, al tiempo que pensaba que otro uso podía darle al hilo.

12 metros
Aprovechando un descuido, tomó el rollo custodiado por la abuela y mientras el viento de agosto levantaba las faldas de las vecinas y estaba dispuesto a descubrir quien sabe que más cosas, ella sacó su cometa al parque e imaginándose elevada por la cuerda le añadió una buena porción del nylon.

4.5 metros
Su prima Violeta quien le hacía compañía mientras caía la tarde y pensando en la fiesta que seguía le dijo descomplicadamente “Al menos por esta noche necesitamos un pedazo de esta cuerda para colgar los faroles” que ya tenían puestas las velas. Los últimos rayos del sol les iluminaba con una luz de expectativa incierta cada rasgo, cada gesto de sus rostros que lucían entre niñas y adolescentes. Recogieron y subieron corriendo las escaleras hasta su apartamento. En el afán votaron las llaves y algunas puertas se les quedaron trancadas.

14 metros
Al no encontrar las llaves de la puerta, echaron mano del hilo de pesca para bajar desde la terraza del cuarto piso una cesta con el vestido del matrimonio que Amapola, madre de Margarita, le confeccionó a Azucena , quien mirando hacia arriba hacía fuerza para que no alcanzara a llegar hasta el suelo.

7 metros
La tía Clavel tan pronto ayudó a bajar la cesta, uso más cuerda para amarrar firmemente los paquetes junto a los recuerdos de su hijo, quien se alistaba para viajar a estudiar peces marinos a un país nórdico. Otro metro necesitó para atar los últimos libros y más nostalgias que se le pudieron haber quedado a última hora.

6 metros
Mirando como la abuela tejía una bufanda , Clavel le pasó un pedazo de cuerda del carrete , el suficiente para rematar y afirmar el ribete, pensando que la llevaría puesta cada vez más frecuente conforme el frío y las canas le llegaran con los años.

“Quedan 4.85 metros de madeja bien medidos” dijo la abuela Rosa junto a la mesa del comedor , ajustándose los lentes para mirar mejor a sus dos nietos , apoyada en su bastón ,”incluido el medio metro de cáñamo que le han añadido estos pillos de Dios, en el baúl quedan las instrucciones para su uso el día que no me una ningún hilo con este mundo”.

Así el tío Floro dejó ese día con qué atar algunos cabos que no quedaron sueltos en las vidas de su familia de flores.

Melqui Barrero
Ejercicio de relato corto con la técnica sub-perspectiva.

jueves, 18 de diciembre de 2008

EL TRÍO

Es la hora. Un botón es pulsado y comienza a sonar la música. Jorge ajusta el volumen con generosidad y luego se aleja poco a poco del reproductor, caminando hacia atrás. Está solo. Se quita toda la ropa ceremoniosamente, con cuidado de dejarla bien plegada sobre un pequeño mueble auxiliar y se tumba sobre la cama, con los ojos cerrados. A medida que los tímidos violines se encrespan y dejan paso a sonidos más contundentes, comienza a mover su desnudo cuerpo con suavidad. Empieza a tocarse levemente la parte alta de las piernas, el pecho, el vientre… como si tuviera todo el tiempo del mundo. Pese a sentir que su propia alma podría derramarse con facilidad si fuera más osado, por ahora decide mantener a raya sus propias caricias. Debe de esperar. Todavía no es el momento.
Las puertas interiores de la casa están abiertas de par en par, de modo que la música circula libremente, rebota con fiereza en cada una de las paredes hasta hacerlas retumbar en los momentos álgidos. Pronto se añade una poderosa voz, cuya intensidad desmedida parece querer llenar todos los espacios vacíos del propio aire; y lo consigue. Nada puede impedir que se abra paso a través de los muros exteriores de la casa, que vuele en todas direcciones como una supernova en pleno estallido. Enseguida encuentra otros muros en los que filtrarse para hacerlos retumbar desde dentro. No tiene reparo alguno en meterse en casas ajenas.
- Otra vez esa puta música – dice David -. Y siempre en el momento más inoportuno.
No es más que una vaga expresión de su disgusto, pero aunque hubiera buscado una respuesta no la habría encontrado, pues Laura mantiene la boca cerrada. Deja que él se mueva a su libre albedrío sobre ella, que le bese el cuello, que se lo muerda. Deja que le hunda en la carne unos dedos groseros y con ciertas tendencias obsesivas. Tras el vano reproche de David no hay más palabras (salvo las de aquella mujer de voz ostentosa que canta a su alrededor), tan solo la respiración agitada de un hombre que mueve su lengua con avidez y que exhala breves gemidos incontestados. Laura se ha mantenido prácticamente inerte todo el tiempo, pero comienza a participar al cabo de poco: acaricia con timidez la espalda tensa de David hasta posar la mano sobre la parte más arqueada, desde donde intuye cada uno de sus movimientos; luego, las piernas comienzan a relajarse y se separan bajo el peso del cuerpo que las empuja. Los gemidos se intensifican momentáneamente. Los movimientos se concretan, se profundizan y entran en un bucle irregular que acaba por arrancarles gotas de sudor por todo el cuerpo.
Sin embargo, Laura no abre los ojos en ningún instante. No puede permitirse la más leve distracción, pues su trabajo es muy delicado. Tiene que sentir esa música entrando en su cuerpo, en su alma: la voz, los violines, el saxofón… tiene que empaparse de ella, hacerla llegar hasta allí donde el obstinado David no puede. Solo entonces podrá empezar a engañar a sus propios sentidos, podrá reinventar esa lengua que se abre paso en su boca, esa espalda inquieta, ese intruso que retoza con medida violencia en su interior. Pero por encima de todo, no debe de hablar. El nombre de Jorge no puede ser pronunciado.

Manuel Santos
(relato de sub-perspectiva).

“La inexistencia de la virginidad”. Neus Figols (octubre '08)

He aquí mi historia. Nací en Taiwan, entre los estruendos y chirridos de unas máquinas medio oxidadas que apestaban a aceite y a ese particular olor a cuero que tiene el plástico cuando se funde. Incluso ahora, al cerrar los ojos y pensar en esos olores, puedo recordar algunos instantes de ese rincón oscuro y anónimo en el que estuve por primera vez.

Allí dentro viví innumerables aventuras, crecí y engordé, aprendí a escuchar, y desarrollé mi personalidad. Un día me di cuenta que todo había sido un montaje para aprovecharse de mi capacidad, de mi predisposición y mis ganas de aprender. Me vi acorralada en un callejón sin salida dónde tuve que sacrificar gran parte de lo que era para ponerme al servicio de unos seres desagradecidos y que me utilizaron como mercancía para enriquecerse.

Fui despojada de mis principios, sometida a todo tipo de pruebas, incluso hurgaron en mis entrañas hasta sacar mi parte más animal, más primaria. Las canciones, cuentos, lecciones y enseñanzas que había recibido hasta entonces fueron sustituidos por un vacío sordo, oscuro y inquietante. Ahora estaba aparentemente incorrupta, vacía, limpia, pero no habían conseguido borrarlo absolutamente todo.

Parecía que estuviera en una burbuja porque tenía la cabeza embotada por la rabia y la impotencia que sentía al ver que luchar era inútil. Sentía el más profundo rechazo hacia ese sistema malvado que me había robado mi personalidad, mi memoria y mis recuerdos más íntimos para tirarlos por el retrete. Fui forzada y deshonrada, tratada con desdén y abandonada sin remordimientos. El rencor más agrio nació de mis entrañas y me ayudó a ser más fuerte ante tantas vicisitudes.

Entre tantas muchas humillaciones dónde fui una de las desgraciadas protagonistas, me quedo con la incómoda y escasa vestimenta que nos obligaban a llevar. Aunque todas parecíamos iguales ante los ojos de los que nos buscaban, la verdad es que éramos víctimas de una rígida jerarquización interna e incluso nos sometían a continuos y exigentes exámenes.

Decidí por voluntad propia volverme virgen. Eso significaba estar en el nivel de máxima exigencia dónde todo estaba permitido y nada vetado. Dónde no valía un paso en falso. Adopté su apariencia, sus gestos, incluso su olor. Decidí hacerlo de manera impecable, calculada y perfecta. Nadie, a parte de mí, sabría nunca la verdad.

¿Virgen? ¿Cómo podía yo jugar a ser virgen de nuevo? Me interrogué y me cuestioné infinidad de veces ese paso a tomar, pero lo di, no tenía otra opción. Miles de dudas me martilleaban las sienes…¿Cómo podría demostrar que a esa que iban a vender como virgen, no lo era? Y es más, ¿realmente importaba eso o valía la pena jugar a ser otra para sobrevivir?

Sabía que las vírgenes estaban más cotizadas que nunca y que se llegaban a pagar precios elevados por aquellas que más prometían. Esas vírgenes podían estar a tu entera disposición durante 45, 60, 90 o incluso 120 minutos. Todo dependía de cuánto estuvieras dispuesto a pagar por cumplir tus deseos.

Pronto me di cuenta que ser virgen no era una mala opción de vida, que no había escogido tan mal al fin y al cabo. Me convertí de repente en algo valorado y accesible para quiénes lo precisaran. Algo necesario para algunos, útil para otros, un desliz para otros muchos.

Desde siempre había deseado tener éxito y conseguir el reconocimiento de la gente, pero había resultado ser más bien mediocre, y nadie se había fijado en mí. Ahora tenía ante mí la posibilidad de lanzarme, de atreverme a sacar mi lado más oculto, de ser una yo mejorada, elevada a la enésima potencia. Ahora tenía un objetivo claro: cultivar mi imagen hacia los demás para cautivarlos.

“Será una buena forma de ganar autoestima”, pensaba. Estaba equivocada. Al cabo de un tiempo toda la ilusión del principio se desmoronó como un castillo de naipes. Allí no tenía cabida la auto-superación ni los retos personales. Allí sólo se podía sobrevivir fingiendo ser lo que no se era.

Poquito a poco, la demostración de las más hábiles artes en premeditación, engaño, distorsión y manipulación se abrió ante mis ojos. Un malvado juego de seducción con un trasfondo que se tambaleaba.

Acabé hilvanando la historia de mi vida con mentiras teñidas de aparente verosimilitud, contando cosas sobre mí que ni si quiera había vivido. Riendo con las carcajadas de otra persona y llorando con lágrimas robadas. Incluso llegué a disfrutar de hacer de la pantomima mi modo de vida, del embaucamiento un arte y de la mentira un razón de vivir.

Jamás pensé que podría llevar una vida así, pero dicen que a todo se acostumbra una, así que con valor y perseverancia me acabé convirtiendo en una de las mejores vírgenes del mercado. Mi intuición y sensibilidad, junto con mi habilidad para captar los más sutiles matices en los más insignificantes detalles, hicieron que mi cotización subiera a un ritmo constante e imparable. Nunca pude dejar de llorar por las noches, culpándome y responsabilizándome de la burla a mis principios. Me condené a vivir en una mentira y ahora los límites de mi realidad se desmoronaban.
Ahora estoy cansada, vacía y sola recostada en un frío mostrador de cristal, en un lugar con un hilo musical patético y que apesta a ambientador, esperando con mi mejor cara a que alguien necesite una cinta virgen y me escoja a mí.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

juegos de mayores

Barbie pide disculpas y sube rápidamente los escalones dorados de la Mansión Malibú. Entra en su habitación de colores pastel, tira sus zapatos transparentes en el suelo y lanza la americana blanca sobre la cama. Busca frenéticamente en su armario de zapatos, mientras una lágrima se desliza por su cara. Por fin, encuentra el par de zapatos perfectos: los negros, los que le encantan. Se acerca a su tocador Belleza Mágica. Ya no sabe qué usar para disimularlo. Coge el corrector labial y apenas reconoce su mano temblorosa cubriendo la marca morada. Suelta el corrector y recompone la maraña de pelo en que se ha convertido su peinado. No se atreve a detener su mirada en el espejo. No quiere mirar. No puede.

-¿Lista, preciosa?

Barbie se sobresalta al advertir el reflejo de Ken en el espejo. Asiente con la cabeza mientras exhibe una sonrisa perfectamente ensayada. Ken coloca el abrigo sobre los hombros de ella. Suben en el Ferrari rojo y se alejan rápidamente. Hoy hay una fiesta en la casa de la playa de Chabel. Todos van a estar ahí. Y Barbie sonríe, porque Ken se porta bien cuando están todos. Y además, es la chica más guapa de la fiesta. No hay razón para estar triste, porque Ken le ofrece un Martini y le da un beso. No hay razón para pensar que algo va mal. Pero palpa el interior de su bolso y comprueba que el corrector sigue ahí, en el mismo sitio, entre su espejito de mano y su perfume Magic Star.


-¡¡¡Martaaaaa!!! ¡A cenar!!


Marta cierra la casa de Chabel de un golpe, dejando dentro a Barbie, a Ken y a todos los invitados. Camina hasta la cocina, pensando en cómo va a continuar la fiesta de sus juguetes. Se sienta y observa ese ojo hinchado de su madre, otra vez. Su madre le dedica una mirada tibia, de vergüenza, y le pide que le pase la sal.


Elena
Taller de relato

CAFE

- ¡Hola Marga!, he venido en cuanto he podido, además sólo puedo escaparme media horita, ahora es cuando más trabajo tenemos. ¿Llevas mucho esperando?
- Hola Asun, gracias por venir. Lo comprendo lo comprendo sólo te robaré unos minutos y no, la verdad es que acabo de llegar.
- Eh… Tomaré un café con leche, gracias. Por las mañanas hasta el tercer café no soy persona. Mi cuota de cafeína está en seis antes de la hora de comer, pero es que la máquina esa que tenemos en el despacho no hace café sino aguachirri. Pareces… no sé… como distraída ¿te encuentras bien?
- Bueno, la verdad…
- Espera, espera. Antes de que me cuentes nada he de confesarte algo increíble. No te lo vas a creer. ¿Te acuerdas de Chema, el de la clase de química orgánica? Pues el otro día me lo encontré por casualidad en el súper. ¡Menudo cambio! ¡Ahora está buenísimo! Resulta que se acaba de divorciar y todo el tiempo libre que tiene lo emplea en el gimnasio. ¡No veas cómo se ha puesto de cachas el tío! Uff, sólo de pensarlo me entran los calores. Bien, pues ahí que nos encontramos y empezamos a charlar: qué cómo te van las cosas, que qué has hecho desde que dejaste la facultad. Ya sabes, esas chorradas típicas. Ahora viene lo bueno. ¡Vas a alucinar! Me dice que si tengo algo de tiempo quedamos a tomarnos un café. Y yo, claro, con el cambio tan brutal que había dado… ¡Cómo para resistirse! Le digo que espere a que pague la compra y nos vamos los dos juntitos a la cafetería de la esquina. Marga, creo que me he enamorado. ¡¡¡Joder Marga!!! Que te ahogas, mujer.
- Ha sido la impresión, se me ha ido por el otro lado. Ya está.
- No me extraña, después de tantos años. ¡Con Chema! ¿Pero tú si que tenías más relación con eso del club de antiguos alumnos, no? ¿Te acuerdas cómo le llamábamos entonces? El tema es que hemos quedado para salir ¡este sábado!
- Asun, ¿sabes por qué te he hecho venir?
- Ahora ibas a decírmelo, pero con la historia esta… ¿no es para flipar?
- Asún, lo siento.
- ¿Qué ocurre? Menuda cara, nada de lo que puedas decirme va a afectarme. ¡Estoy como volando!
- Asún, Chema, el de química orgánica, falleció ayer en un accidente de coche. Algunos de la clase vamos a llevar a su entierro una corona. Por eso te he llamado. Por si querías venir con nosotros. Lo siento, de veras. No sé qué decir. Vaya putada.

Leonor. Taller de cuento
El ejercicio consistía en contar toda una historia empleando solo diálogos

Serendipias

Domingo 30 de noviembre de 2005. 6:20 de la tarde. Asomó su cabeza lentamente por la ventana de la sala, como una tortuga cuando emerge de su caparazón. Cerró la compuerta de sus párpados y disfrutó por varios segundos de la hipnotizadora voz del silencio. Separó con delicadeza el pegamento de sus pestañas y sus pupilas no pudieron evitar compadecerse del Sol, ése cuerpo esférico imperfecto que día tras día agota sus últimas dosis de energía jugando al escondite y siempre resulta capturado por un dantesco abrazo de la oscuridad.
El viento comenzó a resoplar con fuerza. Con tanto ímpetu que su lápiz se le resbaló de la mano derecha y cayó sobre la arcaica alfombra de color ocre que decoraba nuestra amplia sala de paredes frías. Se agachó con pereza para recogerlo y descuidó por un instante la hoja de papel en la que escribía su primera historia y sobre la cual tenía más de dos horas trabajando.
Una historia que mis ojos vieron salir por la ventana como una extraña sin rumbo y a los pocos minutos entrar por mi puerta en forma de alma gemela. Voló lejos, muy lejos, como si un virtuoso piloto estuviera en la cabina de mando de aquel avión de papel incompleto. Una vez que la perdió de vista, llenó de aire sus pulmones y gritó con toda su fuerza: ¡Joooder!...
Apenas Felipe pronunció la J, el eco del improperio provocó que me levantara sobresaltado del incómodo sofá en el cual intentaba tomar la siesta.
- Lo siento, bro – así me solía llamar Felipe en aquella época - No pude evitar descargar mi rabia. Es obvio que no sirvo para éste oficio de escritor. Por fin me sentía inspirado y una ráfaga de viento vino y se llevó mis pensamientos – me dijo con cara de desencanto.
- Tranquilo, Felipe. No pasa nada. ¿Por qué no lo vuelves a escribir. ¿De qué iba la historia?. Seguro aún la tienes dentro de tu cabeza - le respondí para animarlo. En verdad sentía lástima por mi compañero de piso. Se había apuntado desde hace dos semanas en un taller de escritura y aún no había podido finalizar su primer relato.
- Ése es el problema, Marcos. No sé a dónde quería llegar con ésta historia. Sólo llevaba escrito nueve párrafos pero en mi cabeza sonaban tan agradables como la 9na Sinfonía de Beethoven.
- Creo que no debe ser muy complicado superar la obra de un tipo sordo – le argumenté con ironía - Exiges mucho de ti. Relájate. Estás bloqueado. Deja que tus pensamientos fluyan. Eres un tipo sensible, seguro pronto se te ocurre algo bueno.
Caminé hacia la puerta de entrada, me puse el abrigo, la bufanda, un par de guantes y antes de salir, le comenté: Necesito tabaco. Bajaré al Bar de Manolo. ¿Quieres algo?.
- No, gracias, - respondió con aire dubitativo -. Sin embargo, apenas me marchaba me detuvo y balbuceó: Bueno, si te tropiezas por ahí con mi historia, te agradecería que me la trajeras de vuelta.
- Sí, claro. Si el videoclub sigue abierto te traeré Lo que el viento se llevó - sonreí y cerré la puerta.
El bar de Manolo era un lugar cutre, rancio, desordenado, impregnado de olor a lejía. Tal como su dueño. Cinco mesas mal dispuestas a la derecha de la entrada y una pequeña barra al fondo generalmente inundada de los borrachos de la cuadra. Mi único interés en entrar al antro era que a Manolo nunca le faltaban cigarros en su bar.
- Buenas tardes Manolo, dos cajas de Marlboro rojo, por favor.
- De buenas no tienen mucho. Éste clima invernal ahuyenta a mi clientela habitual. Sólo está usted y la pelirroja de la mesa 4 que acaba de llegar – confesó Manolo sin ni siquiera levantar la mirada.
Dirigí de inmediato mis ojos hacia la mesa 4 y ahí estaba ella. Delgada, joven, con una larga cabellera roja, rostro agradable y anteojos de pasta que le deban un toque de intelectual. La blanca piel de su cara aún tiritaba. Vestida elegante, con un largo abrigo negro que le llegaban a su rodillas y unas espectaculares botas marrones de cuero que a lo lejos se notaban que eran de marca.
Me acerqué tímidamente y le pregunté: Disculpe señorita, tendrá fuego. Me inspeccionó durante un par de segundos y sacó de su bolsillo izquierdo una arrugada hoja de papel y un mechero. Me pasó el mechero y de inmediato su rostro se quedó absorto tras mirar la hoja de papel que sostenía entre sus dos manos. Le di las gracias y mientras encendía el cigarro, me fijé que aquel papel cuadriculado era idéntico al que solía utilizar Felipe cuando escribía. Miré más de cerca y detallé que la letra de lo escrito era la de Felipe, ¡era su historia!, lo que me había pedido que fuera a buscar. No podía existir tanta casualidad. ¡Se alegrará un montón!, pensé.
- Disculpe, señorita. Esa hoja de papel que tiene entre sus manos. ¿Es de usted?- la interrogué.
Me miró extrañada y con una dulce voz alegó: - Me la acabo de encontrar en la calle. Llegó volando directo a mis pies. Leí lo que había escrito y me conmovió. Me la voy a quedar. Capaz es una señal.
- Debo informarle que esa historia a medias que usted acaba de leer pertenece a un buen amigo mío y me gustaría llevársela de vuelta a casa para que pueda terminarla.
- En ése caso tendré que acompañarlo a su casa. No crea que estoy coqueteando con usted. Sólo deseo conocer al escritor.
- ¿Escritor? Levanté las cejas y solté una sarcástica carcajada.
La situación era demasiado inusitada. Había salido en pijama, sin peinarme. Lo único decente en mí era el abrigo que usaba para protegerme del frío y en menos de cinco minutos estaba de vuelta en casa con una espectacular pelirroja a mi lado.
Abrí la puerta y llamé a Felipe de inmediato. - ¿La encontraste?, me preguntó antes de percatarse de la grata compañía. La chica seguía con el papel entre sus manos. Ambos se miraron fijamente a los ojos y yo me aparte para no incomodarlos.
- Aquí te la traigo, dije con una enorme satisfacción.
- Hola, me llamo Elena. Vengo a devolverte tu relato. Realmente me ha encantado. Sólo deseo saber ¿De qué va la historia?, ¿Cómo termina?.
Miré a Felipe de forma retadora y ambos nos sonreímos con complicidad. Segunda vez en menos de diez minutos que alguien le repetía la misma pregunta. Felipe se quedó pensativo y al cabo de varios segundos respondió: supongo que se trata de las serendipias.
Hoy han pasado tres años desde aquél día. Es 30 de noviembre de 2008. Estoy aquí, parado enfrente a todos ustedes porque soy el único testigo capaz de contarles cómo se conocieron los recién casados. Nunca he leído lo que Felipe escribió aquél día, pero sin duda la historia iba de amor y apenas comienza a escribirla.
Ambos me dieron un efusivo abrazo, unieron sus labios como sello del gran compromiso que desde hoy habían adquirido y todos los invitados se pararon a aplaudir. ¡Que vivan los novios! se oía constantemente entre los presentes.
Felipe agarró el micrófono con su mano izquierda y extendió hacia mí, su mano derecha. Dentro de ella escondía un habano Romeo y Julieta que yo le había obsequiado horas antes de su boda. Lo encendió, dio una calada, acercó su boca al micrófono y se limitó a decirme: Gracias, bro.... Gracias por fumar…

G.A.M.E. 4/12/08
Taller de escritura creativa

Platillos volantes

Llegaron en escuadrones de a seis desde Bazar Shen Xie, ahora sobrevuelan el hogar de los Jiménez. Uno aterriza en la cabeza de Ricardo, frustrando su desesperada huida de la cocina. Mujer cornuda uno, Ricardo Jiménez cero.

Esteban Muñoz
Ejercicio microrrelato

viernes, 12 de diciembre de 2008

El sobre

Entró en su portal jadeando. Mientras controlaba sus pulsaciones después de la sesión diaria de footing, alguien le rozó ligeramente el brazo. Levantó la cabeza al mismo tiempo que miraba su reloj, pero no vio a nadie. Las puertas del ascensor estaban todavía abiertas y decidió aprovechar para no subir por las escaleras.

Salió del ascensor y enseguida se percató de un sobre blanco de papel reciclado que asomaba debajo de su puerta. Lo abrió inmediatamente y después de pocos segundos su rostro cambió de color.

“Tenemos a su marido. Espere nuestras instrucciones. Si contacta con la policía, lo mataremos”.

Se quedó paralizada. Durante los siguientes incontables minutos permaneció de pie en el umbral de la puerta con el sobre en una mano y las llaves en la otra. A todo el sudor que bañaba su cuerpo se le añadió una sensación de perplejidad y angustia.

El avión de Luis tenía prevista su llegada a las seis de la mañana. Ella había verificado antes de salir de casa que su móvil estaba apagado y dejó un mensaje en el buzón de voz - Cariño, veo que vienes con retraso. Salgo a hacer footing. Llámame cuando llegues –

Se dirigió rápidamente a la cocina, hurgó dentro de su bolso y empezaron a volar todos los objetos que en él había, la agenda, la funda de las gafas, el monedero, el cepillo, los guantes…Por fin el maldito móvil. Con las manos temblorosas remarcó el número de su marido. Otra vez el odioso buzón de voz – llámame inmediatamente cuando oigas este mensaje – Lanzó el teléfono bruscamente sobre la mesa como si le quemara entre las manos.

-Vamos a ver, Mónica –se dijo en voz alta viendo que comenzaba a perder los papeles– Debes estar soñando. Lo mejor es que antes que te despiertes te metas en la ducha, porque apestas a sudor –continuó bajando el tono- y seguro que antes de terminar habrás salido de esta pesadilla.

Rescató su móvil y se dirigió al cuarto de baño cerrándose por dentro. Estaba duchándose cuando le pareció oír el timbre de la puerta. Cerró el grifo y prestó atención. Volvió a sonar el timbre. Sin terminar de aclarar su cuerpo, cogió la toalla y se envolvió en ella. Corrió hasta la puerta y echó un vistazo por la mirilla. - ¿Ahora qué quiere ésta? –pensó al ver a su vecina del rellano- y decidió no abrir la puerta.

A medida que iba pasando el tiempo y constatando que no se trataba de un sueño, luchaba para controlar los nervios porque sabía que en multitud de ocasiones se había dejado perder por ellos.

Caminaba de un lado a otro de la casa como un alma en pena. Miraba una y otra vez el teléfono por si había perdido el oído con el disgusto, se dirigía una y otra vez al frigorífico a picar de aquí y de allá, volvía a mirar su móvil.

Otra vez el timbre. Ya no podía más. Vamos, abre la puerta como si no sucediese nada –se dijo agobiada-
-Buenos días, señora Matilde. ¿no habrá sido usted que ha llamado antes? Estaba en la ducha y no he…
-Calle, calle. ¿no sabe la última? –dijo la vecina con aire de chafardera- acaba de venir la policía a la casa del joyero. Por lo visto han encontrado al pobre Adolfo maniatado dentro de una furgoneta. Lo habían secuestrado…

Llegado a este punto, Mónica ya no escuchaba a su vecina. Se estaba mareando. De pronto suena el teléfono. Dejó a la vecina con la palabra en la boca y salió corriendo a por él. Lo cogió sin ni siquiera comprobar quien llamaba.

-Cariño, ya he llegado. Hemos salido con una hora de retraso.


Milagros Herrero

jueves, 11 de diciembre de 2008

Creer

Recuerdo el día que dejé de creer en la magia. Se me antoja lejano y desdibujado, pero aún lo recuerdo. Supongo que ya lo intuía, desde que el encanto de la navidad se diluyó años atrás, colándose entre las sábanas de un armario, de donde mi familia sacaba mis regalos de reyes. Tras eso, ver en un pedazo de oblea la carne de Cristo me resultó complicado, pero siempre estaba esa duda infantil…

Los siguientes años pasaron inadvertidos. Tuve una infancia feliz, y me cuesta poco emocionarme al volver la vista atrás y comprobar lo sencillas que eran las cosas. La felicidad era tan simple entonces, estaba tan a mano… Pero aquella simiente que se plantó en mí un 5 de Enero arraigó poco a poco, y en el silencio de mis mejores años, germinó con sutileza.

Y comencé a ver el mundo con ojos adolescentes. Aquel renacer de los sentidos me hizo permeable, sensible a los giros irreversibles de la vida. Pero sobre todo, a la crueldad. En una época en que te sientes invencible, la traición me derrotó, robando el aliento con que mi fe en la magia se alimentaba. Con el alma herida de muerte, la amistad y la confianza, prendidas de la mano, me abandonaron una tarde y no volví a verlas. Y dejé de creer.

Luego todo me dio lo mismo. Siempre fui el rebelde silencioso, y créeme, no hay nada peor que alguien que se rebela sin motivo, y sin que te des cuenta. Cuando sientes que no hay por lo que luchar, nada vale la pena. Vagas de día en día sin meta ni objetivo, en una luz crepuscular que ni calienta ni se apaga. La vida dejó de llamarse vida aunque no fuera consciente, y mi juventud se desangró por los rincones del tiempo, ese que dice curarlo todo.

Aunque las sombras se fueron diluyendo, la aridez de mi camino se prolongó hasta que te conocí. Entonces todo cambió. Por primera vez me sentí orgulloso de a dónde me habían llevado mis pasos. A pesar de lo que podría haber sido mi vida, y que nunca será, ha valido la pena. Hoy creo otra vez en esa magia omnipotente, que hace de cada instante un nuevo amanecer.

Donde quiera que estés, te gustará saber que me has resucitado, que te lo debo todo, y que en la próxima vida si la hay, no dejaré de buscarte hasta que dé contigo de nuevo. Pero si pudiera pedir un deseo, pediría ser otra vez tan desdichado como fui, renunciando sin pensarlo a mi fe, si con ello tú lograras recuperar la tuya.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa

miércoles, 10 de diciembre de 2008

cucharadas

Julio era un mes encharcado de ocio. El colegio apenas había terminado y los primeros días de vacaciones amanecían como ciénagas de recreo. Se hacían extraños; ¿qué hacer con todo este tiempo vacío? Tal preocupación duraba poco; justo lo que mi hermana y yo tardábamos en diseñar nuestra rutina de vacaciones; un proceso tan delicioso como agotador. Y es que un día de vacaciones para una niña de 10 años es, como poco, una carrera olímpica.

El pistoletazo de salida de la temporada estival estaba oficialmente representado por una escena insustituible: una bomba de piscina. Agua por doquier y largos de submarinista. De repente parecíamos recordar que aquel estanque –hace unos días un pantano de renacuajos verdes- siempre había sido nuestro hábitat natural. Las hermanas sirena flotábamos hasta que el sol se iba, reinventando nuevos juegos líquidos. Arrugadas y felices, salíamos de la piscina preguntándonos cómo pudo existir alguna vez un cole.

A pesar de que las tardes se perfilaban sinuosas y hasta los topes de actividades, había días en que las sobremesas se antojaban remolonas. Tardes de sol asfixiante, de pereza quejumbrosa, de descanso del descanso. Esas tardes yo me espachurraba en el sillón y me entregaba al entretenimiento más fácil: la caja tonta. Y el programa por excelencia era la clásica telenovela venezolana, un espacio de pasiones desmedidas, joyas, herencias y hermanastros. Amodorrada en el sillón, me rendía ante los retorcidos planes de la malvada, discursos de despecho y calurosas declaraciones de amor.

Toda esta sesión de sobremesa no tenía sentido si veía la tele en soledad. Sin duda, el encanto lo ponía mi madre, tumbada en el sofá contiguo en posición de emperador romano. Era su descanso, su siesta sin serlo (¿cómo concebir el sueño con esos problemas de índole universal desfilando por la pantalla?). Así que mi madre permanecía despierta, despellejando a las arpías sudamericanas conmigo. Lo más interesante de esta ceremonia vespertina era, sin duda, el momento en que ella se levantaba sigilosamente del sofá, corría a la cocina y volvía con un bote de nocilla y una cuchara sopera. Después, se recostaba levemente, sin perder el aire romano, y tomaba entre sus manos, cual racimo de uvas, el bote de chocolate. Y cucharada a cucharada, comenzaba a devorar el tarro como se devoraban las pasiones en la teleserie. Si había una imagen, en mi escaso imaginario de niña, capaz de evocar el placer, ésa era la expresión de mi madre saboreando esa cuchara colmada de espeso chocolate. El ritual tenía incluso su tinte de lujuria, porque mi madre no vaciaba la cuchara de una vez, sino que la paladeaba cuantas veces fuera necesario, hasta relamer el metal sin que quedara un solo resto.

De vez en cuando, yo cataba alguna cucharada (pero no demasiadas, supongo que debí sobrentender que aquello era un placer adulto), mientras la tarde se desperezaba lentamente. Ahora, desde la perspectiva que da el tiempo, comprendo que no podía existir otro manjar más adecuado para ver esos programas que no fueran pequeñas catapultas de cacao.

Sin embargo, para llegar a esta conclusión, adquirida con el tiempo y la experiencia, tuve que atravesar por la estupefacción de toparme con un sándwich de nocilla en manos de una compañera de clase: “¿Cómo? ¿Aquel mejunje de las telenovelas de mi madre era el relleno de merienda de las niñas?” Habría jurado que aquello era pecado. Me acostumbré a la idea cuando mi madre también empezó a prepararme tostadas de chocolate para mis tardes de deberes. Poco a poco, la sensación transgresora de las meriendas pasó a ser un dulce divertimento sin más. Y los cucharones de nocilla pasaron a ser un pequeño mito de verano, junto a las bicicletas de paseo y las carreras hacia la piscina.

Elena
Taller de relato

martes, 9 de diciembre de 2008

Soy un adicto (puede herir sensibilidades)

Mi afición a la sangre viene de lejos. Según mi madre, de bebé tan solo dejaba de llorar cuando al succionarle los pezones con fuerza, éstos sangraban en abundancia. Era entonces y no antes, cuando por fin me quedaba dormido, relajado y feliz. Desde bien pequeño, mis platos favoritos fueron la sangre frita, la morcilla y el pastel de sangre.
Pero no fue hasta los 7 años que me convertí en adicto a ella. Fue algo casual. Jugaba con mis amigos a ver quién era capaz de comerse una caja de chinchetas, y el más osado fui yo. A los pocos minutos, la tez se me tornó lívida, perdí el conocimiento, y mis padres me llevaron corriendo al hospital. Me había perforado el estómago produciendo una intensa hemorragia interna. Fue una operación larga y compleja para la que me sometieron a varias trasfusiones de sangre.
No podría describir con palabras el intenso placer que sentí cuando inyectaron la sangre directamente en mis venas. Sería absurdo incluso intentarlo. Imaginad el placer más absoluto que hayáis sentido y multiplicarlo por 1000. Solo así podréis comprender lo que sentí siendo tan solo un niño de 7 años, y lo que ha sido mi vida a partir de entonces.

Me dieron el alta a las pocas semanas, y pasé a ser un alma en pena. Nada conseguía calmar mi aflicción. Los pequeños placeres cotidianos de un niño de 7 años, como un balón nuevo, un tirachinas, dejaron de tener sentido para mí. Aquel placer sentido, aquella dulce sensación recorriendo mi cuerpo como un escalofrío de los pies a la cabeza… Nada en mi vida valdría la pena si no volvía a sentir lo que sentí en aquel hospital, nada.
Mi madre cocinaba para mí mis platos favoritos con la esperanza de animarme, pero la morcilla, los pasteles de sangre y la sangre frita, lejos de consolarme, sólo conseguían reavivar la sed de sangre que tenía.

Con 13 años me corté las venas para bebérmela, pero no me gustó. Como consecuencia de aquel intento de suicidio, como ellos le llamaron, me internaron varios meses en un hospital, y aquellos fueron los mejores meses de mi vida. Me las ingenié para acceder al banco de sangre del hospital, y cada día me bebía dos bolsas o más. Qué delicia… Tiemblo de gusto con solo recrear las sensaciones experimentadas durante aquellos meses. Me cambió el carácter. De huraño y taciturno, pasé a ser un chaval alegre y optimista, que reía con las enfermeras y disfrutaba de la vida. En ese momento de euforia estaba cuando el médico me dio el alta.
Me devolvieron de golpe a la vida de insatisfacción que tan bien conocía.

El primer asesinato lo cometí a los 18 años y se produjo de forma accidental. Nunca he querido hacer daño a nadie, lo juro. A pesar de que no me habían interesado nunca las chicas, aquella era especial. Se llamaba Blanca y además lo era. ¡Muy blanca! De un blanco tan transparente que las venas se le dibujaban tentadoramente como una maraña de hilos azules por todo el cuerpo. ¿Cómo mostrarle a un alcohólico la botella de whisky y pedirle que no se la beba?
Odio las historias de vampiros, drácula y demás. Mienten. Ojala dispusiera de unos colmillos bien desarrollados y preparados para succionar la sangre de mis víctimas sin necesidad de hacer una carnicería. ¡No es así! He tenido que ingeniármelas e ir perfeccionando mi estilo a lo largo de los años. Y con Blanca, no estuve muy fino, la verdad. Por no herir sensibilidades me ahorraré los detalles. Descanse en paz, Blanca.

Después de Blanca, llegaron muchas más, he traído una lista. Por orden alfabético: Adelina, Bernarda, Cecilia, Charo, Desiree, Francisca, Gregoria, Irene… ¿sigo? Bueno, son 54 en total, que lo sepáis. Y es que la sangre envasada está muy bien, pero una vez se prueba la fresca… no se puede comparar.

En fin, no sé qué le vais a decir al juez. Pero lo mejor es la verdad. Que soy un adicto, un enfermo. Que tengo derecho a rehabilitación. Repito que no soy un tipo violento. Por cierto, ¿sabéis si en la cárcel disponen de algo así como un banco de sangre? Lo digo por ir saliendo del paso.

Sonia Ramírez

sábado, 6 de diciembre de 2008

ICONO

Maldita seas. Desde el sofá del salón, con un cigarrillo frustrado en mis dedos, contemplo su satisfecha vigilancia a través del cristal de la puerta corredera. Allí sigue, sentada sobre la hierba del jardín, como si no pasara nada. Pero sé que me está observando, a su manera, con esa mirada entre serena y orgullosa de quien acaba de declarar una guerra. Hasta ahora se ha contentado con pequeñas fechorías, con regodeos excesivos sobre la hierba o salpicaduras inoportunas. De hecho, al llegar del trabajo me ha extrañado no encontrar nada fuera de lugar. Hasta que he visto que el cenicero no estaba sobre la mesa. Eso ha sido definitivo. Está claro que me está retando. Retado por un elefante, que cosas… En realidad no es tan grave, podría comprarme otro cenicero, o dejar las cenizas en cualquier otro sitio, pero no es eso. Es una cuestión de orgullo, de dejar claro quien lleva la voz cantante en esta casa, mi casa. Además, uso ese cenicero de cerámica desde hace muchos años y no tengo porqué cambiarlo. No sé qué razones tendrá para estar volviendo a hacer de las suyas, pero ese insolente animal va a devolvérmelo. Tarde o temprano acabará revelándome dónde lo tiene, y entonces le dejaré bien claro quién lleva los pantalones aquí.
Si llego a saber que me daría tantos problemas nunca me habría comprado un elefante. Pero era la moda imperante: hacerse con una especie miniaturizada genéticamente; una revolución en el mundo de la compañía doméstica para excéntricos. Todavía recuerdo el día que fui a comprarla. Me hubiera gustado un mini-tigre, pero pese a ser más pequeños que los tigres originales no eran mucho menos feroces (había oído historias sobre mini-tigres que devoraron al perro del vecino). Vi también una jirafa miniaturizada, pero me pareció incómodo imaginar su cabecita silenciosa asomándose al interior de mi bañera o junto a la cama. Sin embargo, nada más ver al elefante me decidí. Era tan pequeño… pasados 5 años, sigue pesando poco más de 20 Kg.
Los primeros días fueron muy especiales. Ni yo ni mi antigua novia nos separábamos del paquidermo en ningún momento. Lo primero que hice al llegar a casa fue coger el cenicero de cerámica (lo primero que tenía a mano), llenarlo de cacahuetes y darle su primera comida. Mientras, mi chica de entonces decidía un nombre que ponerle: Fanta; no debió ocurrírsele ninguno más ridículo.
Sin embargo, no tardaron en llegar las complicaciones. Rompía los muebles con los colmillos, improvisaba barrizales en el jardín, en los que luego se revolcaba impunemente, por no hablar de los festivales acuáticos que organizaba en cuanto descubrió las posibilidades de interacción entre su entrometida trompa y el grifo de la bañera. Luego fui descubriendo cosas acerca de los elefantes sobre las que nadie me había advertido, como por ejemplo que son incapaces de saltar, lo que me obligó a adaptar infinidad de rincones de la casa y del jardín. O que pueden vivir hasta 80 años, cosa que me puso los pelos de punta. Para colmo, Fanta es una hembra, lo cual no es buena noticia si sabes que las manadas de elefantes son básicamente matriarcales. Vaya, que tengo en casa a un monstruo indomable con instinto de dirigir a su manada, y me temo que la única manada que tiene soy yo.
No es que nos haya ido mal durante todo este tiempo, pero de vez en cuando parece que se enfade conmigo por alguna razón. Comienza a hacer cosas extrañas, cosas que sabe que tiene prohibidas. Estos días, por ejemplo, está especialmente revolucionada, se dedica a resucitar algunas de sus costumbres más odiosas. Por ejemplo, esa puta manía de robarme el cenicero, cuando sabe perfectamente que me pone de los nervios llegar a casa y no poder fumarme un cigarro con tranquilidad. Precisamente ahora que he vuelto a fumar otra vez, la muy cabrona vuelve a robármelo.
Sigue en el jardín, con sus cuatro rodillas doblegadas, abanicándose los lomos con las enormes orejas. Mirándome de reojo. Disimulando. Desde fuera entra una luz muy apacible, un calorcito agradable que me aplasta en el esponjoso asiento. Sigo pensando en ella unos momentos, en la posible explicación de su rebeldía; pero mi incapacidad para llegar a una conclusión me lleva, poco a poco, a pensar en otras cosas. Asuntos del dichoso trabajo, o sobre aquella chica a la que me gustaría invitar a casa un día de éstos. Ensimismado como estoy me olvido por completo del asunto, hasta que me doy cuenta de que mis manos han actuado por su cuenta. Ajenas a todo cuanto he estado pensando antes, se han limitado a seguir la costumbre y me han colocado otro cigarrillo en los labios. ¡Maldita sea! Me levanto, enfadado, y voy hacia la cocina, justo a unos pasos del sofá. Mi instinto me lleva a coger un vaso para depositar la ceniza, pero me obligo a detenerme, eso sería como claudicar. Me siento tan derrotado, tan impotente… necesito descargarme de algún modo, ahora mismo. Cojo el cigarrillo y lo estampo contra el suelo. Luego cojo la cajetilla entera y también la tiro. La piso y retuerzo mi pie contra ella con rabia mientras pronuncio alguna maldición que se escapa entre dientes.
Cuando alzo los ojos me encuentro por sorpresa al diminuto elefante en la puerta de la cocina. Me mira como expectante. Yo lo hago cabreado, tentado de darle un buen cachete por hacerme coger estos berrinches sin sentido. Sin embargo, hay algo distinto en su mirada, un matiz que de momento no comprendo, pero que me mantiene expectante. El animal sale corriendo. Incluso parece contento, a juzgar por la especie de chirrido agudo que hace. Yo ni me muevo, no me hace falta para ver que se dirige hacia el patio. Vuelve al cabo de poco, con las orejas bien sueltas, el paso ligero, casi grácil. Lleva enroscado en su trompa el maldito cenicero. Se detiene a mis pies y me lo ofrece, alargando su trompa hacia arriba. Abre la boca, suelta un suave chirrido.
En ese momento es cuando me doy cuenta de lo que le he estado haciendo durante tanto tiempo. ¡Por Dios! Me siento tan estúpido. Debería haber tenido en cuenta la enorme memoria que tienen estos animales. Con todo el cariño del mundo cojo ese cenicero en el que le di de comer por primera vez, hace cinco años, y lo limpio a conciencia; nunca volveré a llenarlo de apestosa ceniza. Luego lo lleno con algunos cacahuetes y lo dejo en el suelo, a expensas de la trompa omnipresente de Fanta. Me agacho para acariciar su lomo grisáceo mientras ella supervisa mi trabajo. No llega a comerse ni uno solo, parece satisfecha simplemente con verlo así. Eso era lo que quería, tan solo eso. Mantener ese preciado icono de su llegada a casa a salvo del humo, del fuego. Ahora me doy cuenta de que siempre se ponía histérica justo cuando retomaba el vicio de fumar: se llevaba el cenicero durante unos días y lo dejaba en su sitio al cabo de un tiempo, solo que hoy, al ver que me deshacía claramente de los cigarros, me lo ha devuelto eufórica.
Fanta rodea mi mano derecha gentilmente con su trompa y se queda mirando a mis ojos. Tengo la impresión de que es más compleja de lo que había imaginado, aunque creo que vamos a llevarnos mejor a partir de ahora. Lentamente, esbozo una sonrisa.

Manuel Santos (crear un relato a partir de las palabras "Elefante" y "Cenicero").

jueves, 4 de diciembre de 2008

En el Fondo del Hueso (precuela)

Los dos extraños se miraron con odio, manteniendo ocultas sus manos bajo las capas. La tormenta arreciaba, y un relámpago dio vida fugazmente a aquel estrecho callejón, olvidado entre la maraña de calles venecianas. Por un instante pudieron ver con claridad cuan idéntica era su indumentaria: sombrero de tres picos, máscara, túnica y capa.
- “Tomar lo que no te pertenece es robar” – susurró apenas uno de ellos con voz de ultratumba.
- “Pero recuperar lo que tampoco os pertenece no lo es” – respondió con firmeza el otro.
- “¡Insolente! Vas a pagar cara tu estupidez…” – amenazó el primero, mientras la ira se encendía tras su máscara.
- “Los únicos que pagarán serán los conspiradores cuando Su Santidad reciba nuevas de Florencia” – se jactó el segundo.
Se observaron durante unos segundos, la mirada furibunda y el gesto contraido bajo los disfraces.
- “Debimos suponer que eras un espía…” – gruñó el de la voz ronca – “Pero eso es algo que remediaré ahora” – concluyó, y mientras reía de forma siniestra, apartó la capa a un lado y desenvainó su espada pausadamente, dejando que la hoja brillara bajo el resplandor de la tormenta. “Ante mare, undae” gritó mientras menguaba a zancadas los metros que les separaban.
El otro, raudo como la centella, desenvainó, paró la acometida y con un movimiento circular de su hoja obligó a su adversario a pasar de largo. Sus posiciones se invirtieron. El tipo de la voz ronca apenas pudo dar media vuelta para parar un tajo transversal que el otro le tiraba ya con maestría. La brusca maniobra le hizo patinar con el suelo mojado. Su adversario se percató y le presionó de punta hasta desequilibrarle. El primero cayó al suelo y desde allí defendió su vida como pudo, mientras el segundo desplegaba toda suerte de tiros y tajos, mermando la guardia de su oponente a cada segundo. El duelo parecía decidido sin remedio cuando le desarmó, proyectando aquel acero impío a un canal adyacente. Ambos se miraron jadeantes. “¡Porco fiorentino!” escupió con voz rasgada el que estaba en el suelo. El otro bajó su guardia cuando, de entre un montón de basura frente a él, una figura se incorporó blandiendo desafiante una espada, y protegiendo al que sin duda era su aliado, su hermano de cofradía, que ya se incorporaba extrayendo de su bota una daga.
- “Tu presunción está a punto de acabar con el GranDuque y con Florencia entera” – le dijo poniéndose en guardia – “Cuanto hayas hecho acabará con tu muerte” – se burló.
- “Olvidaste decir ante mare, undae” – respondió el florentino sacando con la otra mano una pequeña ballesta. El virote le atravesó la garganta, y con un espantoso gorgoteo el veneciano cayó al suelo. Sin tiempo a reaccionar, el otro se abalanzó sobre el cadáver y tomó su espada. “Tu vida ya no vale nada” gruñó blandiendo sable y daga con renovada energía.
- “Vivir por nada, o morir por algo. Es algo que en Venecia no sabéis distinguir” – retó el otro soltando la ballesta y tomando guardia de nuevo.
Por un segundo el tiempo se detuvo, y los aceros se abandonaron a un frenesí de estocadas, fintas y tajos. El metal resonaba a su paso, mientras se movían y se trababan, hasta que desembocaron en la calle del canal. Al veneciano parecía inquietarle el agua, y evitaba darle la espalda constantemente. Esto forzó su estilo hasta que cometió un error, y en su embestida, su rival se apartó y fue directo al canal. Mientras se agarraba desesperado a un embarcadero, el florentino se le acercó, envainando su espada y arrancándose la máscara:
- “Soy Carlo de Médici, y tu vergüenza será saber que vives sólo porque yo lo he querido”. Dicho esto, se dio media vuelta, y mientras comprobaba que aún llevaba consigo la pequeña bolsa de terciopelo, se perdió entre la lluvia.
Afueras de Florencia, dos semanas más tarde.

La hospedería no era el mejor local del GranDucado, pero Carlo había pasado allí la última noche para pasar desapercibido. Sabía bien que los venecianos no darían la presa por perdida. Aquella mañana, un desconocido le había pasado un billete. “A media tarde, en las cuadras”, era cuanto decía, pero la caligrafía era inconfundible. Aún así, toda cautela era poca, y cuando acudió a la cita se ocultó tras unos maderos, junto a la puerta, acero en mano. Al poco rato un hombre de mediana edad entró despacio, mirando en todas direcciones. Carlo apoyó la punta de su arma en la espalda de aquel tipo, y sin darle tiempo, le susurró:
- “Levanta las manos y date la vuelta muy despacio”
Mientras obedecía, trató de explicarse:
- “Soy Filippo, el bibliotecario, y me envia…”
- “Se quien eres y quien te envía. No se te puede ver aquí. Dile al GranDuque que envíe una escolta de dos hombres. Esta noche entraré en la ciudad”.
- “Esta noche, dos hombres. Comprendido, pero por favor bajad vuestra espada, las armas me dan pavor y…”
- “¡Silencio necio! Te oirá todo el mundo, y no he de confiar en nadie. Vete ahora, y corre tanto como puedas” – le apremió Carlo mirando de reojo al exterior. El bibliotecario arrancaba ya a correr cuando le sujetó del brazo.
- “Toma” – le dijo entregándole unas monedas de oro – “Sirves bien a tu señor”.
Filippo se marchó como alma que lleva el diablo, mientras Carlo de Médici se retiraba a su cuartucho a prepararlo todo para su regreso al Palazzo Pitti.

Aquella noche, dos hombres a caballo llegaron a la hospedería. Cuando Carlo se reunió con ellos en las cuadras, los dos extraños se ataviaban ya con el atuendo de los venecianos, que él ya llevaba puesto. Se saludaron brevemente, intercambiaron un santo y seña y montaron. “Lamento el atuendo”, se disculpó, “pero sin duda el GranDuque os habrá señalado que es más seguro confundirse con el enemigo”, añadió sin dirigirse a ninguno de ellos en concreto. Partieron al trote y se perdieron en la oscuridad, camino de Florencia.

Ya habían dejado atrás las primeras casas cuando desmontaron. Uno de los escoltas se hizo cargo de los caballos, y los otros dos se adentraron a pié en la ciudad. Recorrían las calles con prisa, ocultándose en cada portal, en cada esquina. La bruma se enroscaba en sus tobillos presajiando el amanecer, y el eco de sus pasos parecía provenir de todas partes, cuajado en un frío penetrante que parecía hacer crecer las sombras. De pronto, al tomar una caye adyacente, un bulto en el empedrado les bloqueó el paso. Estaba muy oscuro para distinguir nada. Carlo desenvainó su espada. “Atención”, susurró, mientras el otro hacía lo mismo. Se acercó con cautela. Era una figura humana. Al llegar a su altura, vió que estaba tendida boca arriba sobre un gran charco de humedad. Le tocó con la punta de su acero, y la figura se movió. Su voz era un quejido débil. Carlo se agachó cuidando de no verse sorprendido, y por fin distinguió un rostro.
- “¡Filippo!” – exclamó con sorpresa.
- “Signore Carlo… Ayúdeme, por favor… Me muero…” – susurró el bibliotecario.
Con la velocidad del rayo, el Médici ató cabos. El charco, Filippo… Al apartar la capa a un lado, pudo distinguir una daga, hundida hasta la empuñadura, en uno de sus costados. Desgraciadamente era ya tarde. Sintió el frío del acero penetrar por su espalda y cayó al suelo. Al girarse, su escolta reía maliciosamente, con la espada ensangrentada.
- “Cuánto he deseado este momento, porco fiorentino…” – le musitó, mientras se arrancaba con furia la máscara.
- “¡Umbertino! – se sorprendió Carlo desde el suelo. – “Umbertino Pazzi… De modo que érais vos, en Venecia…”
- “Siiiiiiiiiiiiii……..” – dijo el otro con un silvido.
- “Vuestra familia siempre ha sido enemiga de la mía, pero nunca pensé que venderíais a vuestra patria, y menos a la hermandad púrpura” – le escupió con toda la rabia que el dolor de su herida le permitió.
El primogénito de los Pazzi se rió sarcástico.
- “¿Y quién está vendiendo nada, Médici? Aún no lo entiendes, ¿verdad? Cuando tu familia sea aniquilada, Florencia y el GranDucado serán para nosotros. De modo que no vendemos, compramos” – explicó siniestramente. – “Nosotros heredaremos cuanto vosotros habéis creado, bajo la tutela veneciana, claro. He creido justo que lo supieras antes de morir” – remató, y siguió riendo entre dientes.
- “Sois unos necios” – se lamentó Carlo – “¿Creéis que la hermandad os cederá el gobierno cuando nosotros ya no estemos? Os equivocáis, Umbertino. La hermandad no respeta nada, sólo ansía el poder. Arrasarán estas tierras con lo que reste de vuestra dinastía, y se quedarán con todo”.
Se escucharon pasos acercándose, pero al Pazzi pareció no importarle. Carlo se arrastró hasta un muro y con dificultar se incorporó, dejando un rastro brillante en la piedra. El otro escolta llegó hasta ellos. Desenvainó la espada y susurró “ante mare, undae”. Pero Umbertino le detuvo con el brazo.
- “No, este es mío” – le dijo con firmeza, y mientras el otro volvía a envainar el arma irritado, se acercó a su víctima.
- “Soy Umbertino Pazzi, y tu desgracia será saber que vas a morir sólo porque a mi me place” – le dijo amartillando su codo, dispuesto a atravesarle.
Esas fueron sus últimas palabras. El virote le atravesó el pecho, y cayó fulminado sin comprender. Carlo soltó su pequeña ballesta, susurrando “me habéis subestimado por última vez”. Cuando el otro escolta desenvainó de nuevo, el Médici ya había recuperado su espada, y a pesar del dolor, tomó guardia y se encaró a él.
- “Jamás comerciaréis con mi pueblo. En Florencia, cada cual elige su destino”
- “¡Y tu has elegido la muerte!” – le gritó el veneciano, echándose sobre él con decisión.
Las espadas chocaron, y ambos quedaron trabados en un forcejeo. Al florentino le traicionó un pinchazo de dolor, y el otro, con un fuerte empujón, lo derribó. Saltó sobre él como una fiera. Carlo rodó por el suelo y evitó la estocada. Mientras su atacante recomponía la guardia, el Médici desenvainó una daga y le apuñaló la pierna. El veneciano gritó de dolor y se apartó. Pero también él sacó una daga. Se miraron unos segundos y comenzaron a acecharse con respeto, tanteándose repetidamente. Ninguno cedía un palmo de terreno. Los aceros comenzaron a cortar la bruma con destreza, llenando la noche de tintineos metálicos. El uno tiraba, el otro paraba y respondía. Un corte en la capa, una manga rasgada… El veneciano lanzó un tajo que arrancó la máscara del otro cortándole la cara, y el florentino repondió atravesandole el sombrero y abriéndole un terrible tajo en la cabeza. Volvieron a trabarse, y otra vez Carlo salió despedido, empotrándose en un portón. La espada de su rival falló, clavándose en la madera, y el Médici aprovechó el golpe de suerte. Detuvo la daga que ya volaba hacia su ingle con la suya y traspasó a su atacante, que comprendió demasiado tarde su error y cayó agonizante sobre los adoquines.

Durante un rato, Carlo se arrastró desfallecido rumbo al Duomo, desangrándose a cada movimiento, hasta que fue incapaz de moverse, y las brumas lo envolvieron. Se aferró a la bolsita de terciopelo, desesperado, pensando en el futuro de su familia y de su pueblo, y las lágrimas de impotencia le cubrieron el rostro. Había fallado. ¿Qué sería ahora de Florencia? Elevó un último rezo al cielo, pidiéndole paz a Diós. Y una mujer cruzó por la calle de enfrente. Con las pocas fuerzas que le quedaban, pidió auxilio. La mujer se detuvo, miró en su dirección y finalmente se acercó despacio. El hombre moribundo alzaba su brazo suplicante.
- “Dios mio, estáis herido…” – dijo como para sí la mujer.
Carlo reconoció su voz al instante.
- “Hermana…” – dijo con un hilo de voz
- “Carlo, oh Dios, Carlo… Te ayudaré a levantarte, espera” – le susurró ella mientras sus ojos hacían aguas.
- “No hay tiempo, Alessia” – negó él. Y tomando la mano de su hermana, depositó la ensangrentada bolsa de terciopelo en ella, diciéndole:
- “Toma, no dejes que caiga en sus manos. El GranDuque no lo querría” – y su cabeza se desplomó.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa

Una Tarde Cualquiera

Guernika, 26 de Abril de 1937, 16:35 horas.

Me despertó un eco lejano. Con los ojos aún pegados, busqué a tientas los postigos de la ventana, y al abrirlos la luz de la media tarde me deslumbró. Aparté la mirada, y dejé que mis ojos se habituaran a la claridad, recorriendo despacio mi habitación. Poco a poco, pude distinguir los detalles que me envolvían, supongo que los mismos que cualquier habitación de otro niño de mi edad. Un libro a medio leer sobre el escritorio, el armario entreabierto, el calzado tirado en un rincón… Era mi pequeño refugio. El aire frío que la primavera nos traía, aún olía a café y pastas en casa. Me puse la chaqueta de pana y me volví de nuevo hacia la ventana. Aparté mi muñeco de trapo y, de rodilas sobre la cama, la abrí. La tibieza del sol se diluyó con el fresco del atardecer, y un ligero olor a quemado se coló a través de ella. Entonces pareció como si en la lejanía, el monte se derrumbara, pero mi ventana daba al otro lado y no pude ver nada, ni siquiera a un paisano para poder preguntarle. No duró mucho, pero desde mi ímpetu infantil de vascongado, aquello ofreció a mi imaginación la posibilidad de inventarme una aventura. Cerré de nuevo y salí en busca de mi hermano.

La casa estaba desierta. Mis padres atendían su negocio, como cada día desde que abrieron la zapatería. Mi abuelo, que llevaba viviendo con nosotros desde que enviudó, tres años atrás, tampoco estaba. Ni mi hermano. Dado que era mayor, a veces ayudaba a mis padres, y su ausencia no era extraña. Hacía mucho que esa era la rutina en mi hogar, y las tardes se convertían en tediosas horas de ocio solitario. Salvo que saliera a jugar con mis amigos. Pero era día de mercado, y la plaza estaría llena de puestos a medio desmontar, como cada Lunes.

Dispuesto a que nada estropeara mi diversión, salí a la calle. Parecía que se estaba nublando, pues una nube negra se agolpaba desde el río. Contemplé un instante las calles desiertas de mi ciudad, mientras me frotaba las manos entumecidas por el frío, y el olor a quemado se hacía más fuerte. De pronto una silueta, que me pareció el arquitecto Castor Uriarte, pasó corriendo a lo lejos, y yo salí a escape tras él. Al fin algo de emoción. Lo perseguí sin tregua mientras cruzaba la plaza, extrañamente desierta, y cada pocos metros algún paisano más se nos unía. Casi no tenía aliento, pero era tan emocionante… Reía mientras daba caza a a quellos adultos que se habían aliado con mis fantasías sin saberlo. Extendía los brazos a modo de avión, y entre mis carrillos colorados, miles de ametralladoras abatían a los enemigos, que huían despavoridos. Y llegamos al río casi sin darnos cuenta. Frené mi vuelo poco a poco, mientras mis piernas perdían la vitalidad, mis alas se desmontaron y me paré. A lo lejos se veía el puente, y en las inmediaciones, los árboles ardían furiosos llenando el aire de aroma a leña quemada, mientras muchos lugareños se agolpaban alrededor. Quise acercarme para ver mejor, pero una mano me aferró del brazo y me volvió:
- “ Gorka, ve a casa, corriendo, y espéranos allí”
- “Pero amatxu, ¿que pasa? ¿Por qué se queman los árboles?”
- “Ve a casa, hijo, no te entretengas. Coge un saco y mete dentro algo de ropa y comida”
Con mis fantasías hechas añicos, obedecí.

Guernika era la cuna de la civilización vasca, y un centro económico. Sus calles hervían de actividad, en especial los días de mercado. Los comercios y tabernas siempre estaban llenos, y el bullicio empapaba el ambiente hasta que caía el sol. Hacía semanas que bastantes soldados se mezclaban entre nosotros, lo que aún daba más vida al entorno. Me sorprendió, de camino a casa, encontrar a mi paso tan sólo ausencia.
Obedecí a amatxu, y luego me senté frente a los fogones aún tibios a esperar. Pero tras mucho rato, sólo había aparecido Mikel, un vecino algo mayor que yo, así que bajamos a la portería a jugar a las tabas para matar el tiempo. De pronto, la campana de la iglesia comenzó a tocar. Nos miramos extrañados, y comenzaron a sonar sirenas. De un salto nos levantamos y salimos a la calle. De pronto todo el mundo había salido, y corrían por todas partes con una expresión desencajada, como si quisieran mitigar el frío. Sonó una detonación al otro lado del pueblo, y luego otra, y otra más… Mikel y yo nos miramos de nuevo, desorientados, mientras el aire se teñía de un sabor acre y las columnas de humo comenzaban a elevarse entre el estruendo. Yo no entendía nada, pero empecé a tener miedo. La gente gritaba “¡corre, corre, por Diós…!”, y al pasar delante nuestro “¡Kaporá, Kaporá!” El caos era total mientras llovía fuego por todas partes. Yo quería esperar a mi familia, pero comenzaron a salpicar cascotes alrededor. “¡Al ayuntamiento!” me apremió Mikel, “Mi padre me dijo hace poco que si algo así pasaba, en el ayuntamiento había un refugio subterráneo”. Corrimos desbocados por las calles llenas de escombros, entre el ruido, el humo que nos ahogaba y empezaba a hacerse más denso, y aquel olor que aún hoy recuerdo. Entonces escuché un motor, y al levantar la vista, un avión se precipitaba en nuestra dirección, ametrallándolo todo a su paso. Salté dentro de una portería. Mikel no tuvo tiempo y una ráfaga lo despedazó delante de mi. Recuerdo que me agazapé en aquel lugar, cerrando los ojos y llorando una barbarie que jamás olvidaré y que, hoy en día, todavía no comprendo. Una terrible explosión me lanzó por los aires, mientras un diluvio de cristales y piedra me ajaba la piel, y aparecí de nuevo en calle. El humo apenas era traspasable, en todos los sentidos, y mientras sangraba gritaba “¡Papá, mamá…!” cuando el miedo y el llanto me lo permitían. Alguien me alzó en volandas y me llevó entre edificios que se deshacían devorados por el fuego. Entramos en una portería y bajamos muchas escaleras, hasta llegar a un túnel. “Aquí estamos a salvo” me dijo mi padre. Yo sólo veía tinieblas y gente presa del pavor, sucios y apelotonados, mientras hilos de polvo se descolgaban del techo con cada detonación. Por primera vez me sentí algo reconfortado. Pero si he de hacer honor a la verdad, fue en esos minutos, con los oidos tapados, entre el olor a sudor y a humedad, cuando pasé más miedo. Esperaba que en cualquier momento, un proyectil hundiera la techumbre y acabara con todos. Pero pronto las explosiones empezaron a perderse entre los sollozos y los rezos, hasta que se hizo el silencio, un silencio que ninguno de los allí presentes nos atrevimos a romper. Eran las siete y media de la tarde.

La división Cóndor arrasó Guernika en una hora, y asesinó a más de 300 personas. Apenas quedaban casas en pie, y muchos incendios no pudieron ser sofocados hasta el día siguiente. Me pareció desolador, aunque no comprendía que había pasado. Mi infancia terminó aquella tarde, pero me dejó el terrible recuerdo de la peor barbarie que he podido contemplar. Yo no lo sabía entonces, pero una tarde cualquiera, aquella tarde, viví el horror que llenaría mi tierra de sombras durante 40 años.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa
EL LADRÓN (Elsa Vergés. Taller Relato)
Como todos los días de lunes a viernes, Roberto, nacido en la Pampa argentina, se preparó para ir a trabajar: corbata, gomina, maletín. Al mes de llegar a Barcelona encontró trabajo en una entidad financiera de dudosa credibilidad. Quizás fue suerte o quizás fue su madre que siempre le animó para que acabara la carrera de económicas.
Al otro lado de la ciudad, Antonio, hijo mayor de una familia numerosa, también se preparó para ir a trabajar, o así es como lo llamaba: guantes, medias de la suegra, pistola de fogueo. No le gustaban las armas de verdad ni la violencia, pero seguía la tradición familiar. Nunca le había dicho a su progenitor que usaba pistolas de fogueo, hubiera sido una deshonra para la familia.
Ambos salieron de casa para ir al centro de la ciudad, repleto de bancos sedientos de dinero. Roberto iba a su oficina y Antonio en busca de una. Antes de empezar la jornada, Antonio entró en un bar, era incapaz de dar un asalto con la tripa vacía. Se tomó el café con calma, las prisas no eran buenas compañeras para dar un buen golpe. Mientras, Roberto ya estaba atendiendo a los primeros clientes, un matrimonio de gran tamaño. Antonio salió del bar y eligió el primer banco que vio. Era pequeño pero algo de pasta tendría. Se puso la maldita media de la suegra que tanto le apretaba y entró.
-¡Arriba las manos, esto es un atraco!
La gente se agachó por instinto, aunque el matrimonio ancho tuvo serias dificultades para meterse debajo de la misma mesa.
-¡Venga todos quietos, no hagáis tonterías! ¡Y tú el de la ventanilla, ve soltando todo lo que tenga este puto banco!
-¿Yo?pará, pará…un momento…
-¡Cállate tipo de la ventanilla y suéltalo todo!
-Este, me llamo Roberto, podría acercarse a la ventanilla, esto de chillar es de locos. Andá dále veníte.
Antonio empezó a sudar, cogiendo la pistola con las dos manos apuntaba a Roberto con un ligero temblor, no le gustaban las conversaciones. Roberto seguía con lo suyo.
-Mirá lo que hiciste, a asustaste la pobre criaturita – una mujer sostenía un bebé que lloraba agriamente.
-Me da igual, puto inmigrante - dijo Antonio escupiendo sus palabras.
-Además de ladrón perdiste la educación. Yo vine a Barcelona a trabajar, no como otros – dijo Roberto sarcásticamente – Si vos querés dinero no hace falta que robés un banco. Hay algo mucho más sencillo para vos, la criaturita y todos los que estamos aquí.
Todos los clientes estaban atónitos, ya no por el ladrón sino por la actitud tan arriesgada de aquél empleado de banco. Quizás no era el primer robo que vivía, pensó un abuelo que se escondía detrás de una planta de plástico.
Antonio estaba nervioso pero algo de aquél tipo argentino le llamaba la atención. Su padre siempre le decía que los argentinos sabían de negocios, nunca supo el porqué. Por si acaso dijo:
-¿No habrás avisado a la poli y ahora me estás entreteniendo con tu palabrería?
-Calmáte, no soy un suicida. Escucháme, te puede interesar: me pedís un préstamo de unos 3000 euros, yo te doy el crédito y vos no lo devolvéis. Así de fácil. Luego te vas a otro banco, pedís otro préstamo, y luego a otro y así sucesivamente. Y cuando tengas suficiente guita te vas del país.
-Pero cómo me vas a dar un crédito so capullo, soy un ladrón.
Roberto le quitó importancia a ese detalle, le dijo que podría falsificar cualquier nómina que alguien le prestara. Se dirigió a la sala y pidió a los clientes que hicieran el favor de colaborar y que le prestaran una nómina al señor ladrón que tenía que hacer un trámite.
Nadie respondió a la llamada de colaboración.
-Los bancos ya no verificamos los papeles, son pequeños detalles, nos fiamos de nuestros estimados clientes.
-¿Cómo sé que no me vas a denunciar?
-Con esa media horrorosa que llevás en la cabezota es difícil saber que cara tenés. Mirá que sos difícil de convencer – suspiró Roberto- ¿y esa pistola? Si no la sabes usar te puede reventar un ojo o cualquier parte del cuerpo, ya me entiendes… ¿y el nene, y el abuelo? ¿Les vas a hacer daño? Podés estudiar mi oferta, si te vas ahora nadie te va a denunciar, aquí no se te ha visto la cara.
Antonio estaba medio convencido de hacer lo que le decía Roberto, pero le fastidiaba darle la razón a la víctima. En realidad este curro de robar bancos lo mataba a cansancio y seria una buena idea lo de pedir préstamos. Eso le daría prestigio al barrio y la familia lo respetaría más, como si fuera un ladrón de guante blanco. Era una oportunidad de adaptar el negocio a los nuevos tiempos y seria menos peligroso que el robo a mano armada. Además ya no tendría que usar esas malditas medias. Antonio miró hacia a la calle para asegurarse que no había poli esperando y se largó sin decir palabra. A partir de ahora trazaría un plan para hacerse de oro mediante los préstamos sin pagar. Buscaría un falsificador profesional y se compraría un traje bien elegante. Pensaba en la razón que tenía su padre con respecto a los argentinos.
Todos siguieron sin moverse, el ladrón se había ido sin robar, eso era algo inaudito.
Antonio guardó la pistola pero olvidó la media de la cabeza, así que salió a la calle con pintas de ladrón. Iba tan ensimismado con su nuevo plan que ni siquiera le molestaban las malditas medias. Un hombre que se dirigía a la oficina se dio cuenta de la situación. A través del cristal de la puerta vio a un matrimonio debajo de una mesa que levitaba, un abuelo detrás de una planta y una mujer con su bebé llorando. A su derecha un tipo con unas medias en la cabeza se alejaba por la calle. Era obvio, aquello había sido un atraco. Así que el hombre empezó a gritar:
-¡Al ladrón! ¡Al ladrón! – Esos gritos despertaron a Antonio y cuando se dio cuenta de su olvido ya tenía un montón de gente persiguiéndole por todas direcciones. En ése momento echó de menos el tener una pistola de verdad. Igualmente sacó la suya y ésta acción hizo que el mogollón se parara en seco. Pero ya era demasiado tarde para huir, un coche patrulla llegaba a toda velocidad y éstos si que tenían armas de matar. Cuando tuvo los polis delante apuntándole con pistolas de verdad, Antonio bajó la cabeza y dejó caer la pistolita con tanta mala suerte que se disparó. Esto sorprendió a la policía y le dispararon en la pierna. Antonio estaba tan asustado que creía que se moría.
-¡Me muero, ai que me muero! Y todo por culpa del gilipollas del argentino de mierda.¡Ai madre mía! ¡Mamaaaaá!!!
Se lo llevaron al hospital, ése fue su último día como ladrón de bancos. Seguramente en la prisión se dedicaría a estudiar económicas.
Mientras, en el banco, todos seguían inmóviles y ajenos al lío que se había formado dos calles más arriba.
El abuelo fue el primero en salir de su escondite y se dirigió a la ventanilla. Roberto, que seguía con su trabajo como si nada hubiera ocurrido, le miró por encima de las gafas de leer. El abuelo le dijo:
-Oiga, yo quiero un de esos préstamos que no hay que devolver.
-Cómo no, estimado cliente. ¿De cuánto lo quiere?
Elsa Vergés Masriera
Taller Relato