sábado, 19 de mayo de 2012


EL VIEJO PINTOR (Judith BA)

Llevaba cuatro semanas intentando pintar una marina y los malos días habían empezado a acumularse sin remedio. Sin embargo, aquella mañana cuando me levanté, algo en mi interior ya me sugirió que quizás ese fuera el día. ¡Debe ser el sexto sentido de los artistas que a posteriori le da sentido a todo!
Cogí mis trastos: caballete, caja de pinceles, silla y, sobretodo, el lienzo que me estaba dando tantos problemas. Un buen desayuno haría que mi ánimo fuera más capaz de absorber la energía del buen día que se disponía a empezar. Había amanecido con sol y la luz sería perfecta. Todos los elementos parecían confabulados, así que no había excusa.
Llegué a mi sitio y planté mis cosas. Me senté con todo a mi alrededor en orden. Respiré. Contemplé el mar. Respiré. Cerré los ojos. Respiré. Contemplé el mar. Y lo vi todo en mí. Respiré. Y me sentí capaz de que mi mano llevara la imagen al lienzo tal cual si fuera una fotografía. Y volví a respirar, pincel en mano. Y sentí, como hacía días que no sentía, que sólo estábamos el paisaje frente a mí, el lienzo y yo, y que éramos uno.
Pero no era así. Lo advertí cuando salí de ese estado de euforia y concentración. La vi sentada en el banco del muelle más cerca de mi izquierda, concentrada en mi lienzo, absorbiendo con sus pequeños ojos cada diminuto pigmento que yo había dejado, lo diré sin rubor, con increíble maestría en el cuadro.
Estaba acostumbrado a los mirones. Si uno se expone al público no le queda más remedio. Había conseguido concentrarme de tal modo en el trabajo que conseguía aislarme totalmente y la gente no me molestaba. Los había que tímidamente sólo curioseaban a distancia. Otros se acercaban y calibraban con precisión la similitud entre el paisaje real y el pintado. Los más osados opinaban críticamente en contra del trabajo ya que la osadía no tiene límites, cuando sólo uno sabe lo que la mayoría de las veces cuesta tanto.
Pero ella pareció especial. Quizás fue que percibí que estaba totalmente metida en el cuadro y podía leer algo de mi alma. Pero también sentí que yo era totalmente prescindible y me sentí incómodo.
Mi estómago crujió como queriéndome rescatar y le hice caso al instante cuando en otras ocasiones lo ignoro hasta que casi me desmayo.
Recogí rápido y desaparecí evitando en todo momento que nuestras miradas se cruzaran.
Al día siguiente y el resto de los días ocurrió lo mismo.
Mi marina mejoraba y ella continuaba concentrada formando parte de la escena. Nunca estaba cuando yo llegaba con mis cosas. Nunca percibí su presencia cuando ella se sentaba en el banco. Sólo advertía su presencia cuando yo acababa de pintar. Recogía mis cosas evitando su mirada y me iba llevándome el cuadro húmedo y la incógnita de qué haría ella cuando ya no estábamos ni el cuadro, ni yo.
Llegó un momento en que perdí el norte. No sabía si pintaba por acabar el cuadro o por darle un marco a ella en donde reflejarse. A veces no quería que se acabaran esos momentos y otras sentía que tanto interés por su parte no tenía sentido. Pero mientras esto pasaba ninguno de los tres faltó a su cita diaria.
Ella me parecía elegante y majestuosa. No era nada ostentosa. Todo estaba en su justa medida a su alrededor. Soy un caballero de los de antes y no osaría jamás importunar a una dama como aquélla. Yo no me atrevía a hablar con ella y ella no tenía ningún interés en mí si no era a través de mi cuadro. Y sentí que ese sería el límite de nuestra relación y que cuando se acabara el cuadro ella se evaporaría.
Llegó el día en que di por finalizado el cuadro, aunque una obra casi nunca está del todo acabada, siempre hay algo que se podría retocar. Puse la firma y me lo quedé contemplando, preparándome para dejarlo marchar, para que el cuadro siguiera su camino.
Estaba yo con esos pensamientos cuando ocurrió todo. Se acercó y me dijo:
-         Se lo compro.
-         No hace falta.- No me dejó acabar la frase.
-         Mil euros.
Me dio un sobre, cogió el cuadro y salió andando con paso firme hacia el final del muelle.
Todo pasó tan rápido que no me dio tiempo a reaccionar. Supongo que también ayudó algo la artrosis y el rato que llevaba sentado. Cuando pude salí tras ella sin importarme dejar todas mis cosas sin recoger, pero sólo alcancé a ver cómo el lienzo aterrizaba sobre el oleaje de la escollera y se hacía trizas, mientras el agua transparente se teñía de azules, verdes y blancos.
-         Se lo hubiera regalado.
-         Si me lo hubiera regalado pensaría que aún tiene algún derecho sobre él, sin embargo así es mío. Y aunque usted no lo entienda el mar sí lo sabe.
Y me quedé contemplando los restos como si fueran los de un naufragio mientras ella desaparecía por el paseo con la misma dignidad con la que la había visto contemplar el cuadro todos los días.
Quizás, como el mar, sí lo entendía.