miércoles, 9 de julio de 2008

Un hombre de verdad

Por Ángela Alonso Amador

Convertirse en un hombre de verdad lleva tiempo, pero nacer en un cuerpo adecuado para tal propósito ayuda a ahorrarse horas de desvelo, años de sufrimiento y piel dejada en la mesa de un quirófano.
Llegué a esta ciudad dispuesto a comenzar de cero en un lugar desconocido, donde nadie pudiera averiguar de antemano mi pequeño gran secreto. Alquilé un apartamento en una de las calles más bulliciosas del centro. Pese a ser un edificio en perfectas condiciones, no disponía de ascensor, por lo que tuve que resignarme a empujar mi maleta de treinta y cuatro kilos escaleras arriba, cargado con una pesada mochila a mis espaldas y con cuidado de no perder el equilibrio ante los empinados escalones. Al divisar el rótulo que anunciaba mi llegada al cuarto piso, me detuve un instante a recuperar fuerzas. Entonces, oí el chirriar de una puerta al abrirse y una muchacha de unos veinticinco años salió al descansillo enfundada en una gabardina de color hueso. Al verme en mitad de las escaleras, aborrajado de tanto esfuerzo, se apresuró a ayudarme. Tras darle las gracias, me presenté como nuevo vecino y, con una sonrisa, ésta aferró con ambas manos una de las asas laterales de la maleta.
- “Sexta planta, ¡por fin! Muchas gracias por echarme una mano, Carla”.
- “No hay de qué. Aún recuerdo el día en que me mudé y eso que yo sólo tuve que subir cuatro pisos…”
- “Te invitaría a pasar, pero el apartamento está completamente vacío. Tengo que comprar algunos muebles y adecentarlo un poco, pero, si te apetece, podrías pasarte el domingo después de comer a tomar café”.
- “¿Por qué no? Aquí estaré”.
Aquel domingo fue la primera de muchas sobremesas, en las que fuimos conociéndonos hasta compartir aficiones y chascarrillos como dos buenos amigos. Y como en ocasiones sucede con los buenos amigos de sexos (no tan) opuestos, los límites entre la amistad y enamoramiento se volvieron borrosos y no tardamos mucho en compartir cenas, sesiones de cine y salidas de fin de semana.
Carla era una chica muy sociable y apenas pasaba tiempo en casa, por lo que me sentía afortunado de que reservara parte de su tiempo para mí. Desde mi fuga en busca de anonimato, no había mantenido una relación con una mujer. Silvia había sido la última y entonces mi situación era diferente. Las dos teníamos cuerpo y nombre de mujer y, pese a que nadie lo veía con buenos ojos, podían sobrellevarlo. Después opté por revelar mi secreto y todos me dieron la espalda: familia, amigos y Silvia.
El día de mi 27 cumpleaños, invité a Carla a una fiesta en uno de los clubes más exclusivos de la ciudad. Era requisito indispensable vestir de etiqueta, así que me enfundé en un traje negro a lo agente 007 y ella llevó un vestido largo de corte imperio gris marengo. Tras degustar algunos aperitivos, nos dirigimos a la sala central, donde pasamos más tiempo en la barra que en la pista de baile, en la que la gente terminó bailando todo lo desinhibidamente que sus rígidos cuellos de camisa y trajes de seda dieron de sí. Pasada la medianoche, las parejas desertaron en dirección a los reservados y nosotros decidimos seguir al gentío para echar un vistazo y, de paso, aprovechar para relajarnos un poco.
- “¿Sabes?, tengo un regalo muy especial para ti”-exclamó Carla dirigiéndome una mirada coqueta-. “Pero, tonta de mí, me lo he dejado en casa, así que si quieres verlo tendrás que pasarte por mi piso luego”.
Una vez perdidas la noción del tiempo y la cuenta de las copas bebidas, regresamos a casa. Carla buscó a tientas su llavero en su bolso de mano. Nada más entrar, se descalzó lanzando los zapatos de tacón por el pasillo y, tambaleándose, se dirigió al salón y encendió el televisor para luego desplomarse en el sofá.
- “Anda, ven, siéntate aquí a ver la tele, que todavía no tengo sueño”.
- “Estás muy cansado, Clara. Será mejor que me vaya a casa. Ya volveré mañana a por mi regalo” –sugerí, consciente de que iba a quedarse dormida en cualquier momento.
- “No, de eso nada” –exclamó mientras se reincorporaba de un respingo y avanzaba hacia mí.
Tomándome de la mano, me condujo a su habitación y allí, antes de que pudiera rechistar, me besó. Aquel era el momento que llevaba esperando desde que nos conocimos y, sin embargo, todo parecía demasiado precipitado y me preguntaba si aquella efusividad no sería sino el resultado de las copas de más que llevaba encima. Cada una de sus caricias parecía resucitar inseguridades pasadas e intenté mantener sus manos de cintura para arriba. No podía dejar que Carla descubriera la verdad de esa manera, que se convirtiera en partícipe de mi pasado tan repentinamente y pasara a mirarme como a un ser incompleto e imperfecto, como a un hombre en vías de desarrollo. Pero todo esfuerzo fue en vano, su mano se deslizó frenéticamente por mi entrepierna para luego detenerse con una mezcla de sorpresa y repulsión. Sin decir palabra, la aparté de mi lado, corrí por el pasillo y subí las escaleras hasta llegar a casa, donde me derrumbé en el suelo y fui atrapado por un sueño pesado del que no logré escapar hasta la tarde siguiente. Aquella no era la manera en que me había imaginado nuestra primera noche juntos. Debería haber estado alerta. Cómo podría mirarla de nuevo, cómo fingir que aquello no había sucedido…
No supimos el uno del otro durante una semana, hasta que un encuentro fortuito en la escalera nos obligó a enfrentarnos cara a cara. En sus ojos la Carla de los primeros días, amable y cálida, había desaparecido; ahora su mirada era fría y hueca. Un insignificante “buenos días” sirvió para resolver la situación. Ella bajó las escaleras y yo me limité a verla desaparecer en silencio. Aquella misma tarde, un insólito impulso me obligó a presentarme en su apartamento. Para mi sorpresa, un hombre me recibió con cara de pocos amigos. Al oír mi voz, Carla avanzó hacia la puerta:
- “No te preocupes, cariño. Es sólo un vecino” –dijo mientras apuntaba al salón con la cabeza, invitándole a esfumarse-. “Has venido a por tus CDs, ¿verdad? Espera aquí un momento, que ahora mismo te los traigo”.
Perplejo, permanecí en el descansillo y recibí los CDs de vuelta con un escueto “gracias”, al que un de nada en forma de portazo sirvió de respuesta.
¿Acaso era aquel su novio? ¿Sólo llevábamos una semana sin hablarnos y a ella ya le había dado tiempo a conocer a alguien? ¿Le hablaría de mí o estaría demasiado ocupada entreteniéndose con su bragueta? ¿Y a santo de qué me devolvía aquellos discos? ¿Era aquella su manera de decir “esto ha sido todo, no vuelvas a dar señales de vida”? Quizás los meses anteriores no habían sido más que una farsa, ni ella era tan especial ni yo tan fuerte como pensaba. Claro que, él podía ofrecerle algo que yo no tenía. El haber dejado atrás años de vergüenza y culpabilidad no era suficiente; todavía era distinto al resto de los hombres. Con o sin ayuda del bisturí, siempre lo sería.
Muchos días rojos pasaron, en los que me dejé seducir por la autocompasión mientras oteaba la calle desde mi balcón en busca de su figura. Tras mucho pensar, una mañana decidí poner mi contador a cero una vez más y me prometí a mí mismo marcharme sin decir adiós. Pero al llegar al cuarto piso, un llanto descompuesto logró distraerme de este propósito. Dejé mis maletas junto a las escaleras y atravesé el descansillo para pegar mi oído a su puerta. Era ella, Carla, quien lloraba con semejante angustia. Mi dedo índice se posó en el timbre sin yo ordenárselo. Ring Ring. Los sollozos cesaron de repente.
- “Carla, sé que estás ahí. No es mi intención molestarte. De hecho, sólo venía a despedirme. Me marcho esta tarde”.
Paralizado, permanecí de pie unos minutos. Cabizbajo, recorrí de nuevo el descansillo para asir mis maletas y largarme rumbo a un destino incierto. En ese instante, el eco de un candado retumbó por las escaleras. Carla no me esperaba en el umbral, estaba en su cuarto, sentada en el suelo, en silencio, con la cara entre las manos.
- “Carla, ¿estás bien?”- pregunté mientras me arrodillaba para sentarme junto a ella.
Al tocar su hombro en señal de amistad, dejó su rostro al descubierto. Quise preguntar qué había pasado, pero no era el momento para hacerlo. Carla me miró y rompió a llorar de nuevo, abrazándome con fuerza. Sus ojos estaban inyectados en sangre y rodeados por sendos cercos amoratados. Con cientos de pensamientos bullendo en mi mente, la acogí en mi regazo, donde la acuné durante lo que parecieron horas.
- “Perdóname” –suplicó con un hilo de voz.
- “Shh, shh. No hace falta que digas nada. Somos amigos, ¿no? Iremos juntos al hospital, a la policía y luego yo…”
- “Álex”
- “¿Si?”
- “No te vayas”.
Sonreí con aquellas tres palabras anudadas en mi garganta. No-te-vayas. Por primera vez, me sentí un hombre de verdad.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué compleja es la temática del amor que planteas, pero muy actual. Está bien logrado, un poco largo a mi modo de ver, pero bien escrito y transmites muy bien el sentimiento del personaje. Felicitaciones!! Laura Trotta

Anónimo dijo...

Muy bueno. Una historia muy compleja.