lunes, 23 de enero de 2012

¡UNA ASPIRINA, POR FAVOR! por Javier Montes de Oca Rodríguez

Aquella tarde estival, Farruco debió moverse a la capital, lo cual era ya mucho decir para él. Nunca había estado inmerso en ese caos andante. Todo se movía a gran velocidad. No recordaba que Camila, su borrica, lo hiciera a tamaña velocidad. Una vez le había mezclado un poco de café recién colado con su agua y había estado más activa que de costumbre. Pero hasta ahí.

Cornetas por aquí, estruendos por allá. ¡No! Todo era tan diferente de su apacible llanura, de su verdor eterno que se difumina en la lejanía.

Sin embargo allí estaba. Había tenido que venir por un asunto mundano, un mero trámite burocrático. A Farruco que nunca sufría de ningún mal, le estaba doliendo la cabeza. Una vez, hacía años, se había tenido que tomar una aspirina, porque la practicante del caserío, que iba a visitarlos una vez al mes, así se lo había ordenado. Pues esta vez y bien lejos de su plantío de caña de azúcar, estaba sintiéndose igual de mareado que en aquella rara ocasión.

Pensó que probablemente si entraba y se pedía un café negro, bien cargado, podía pasársele esa desagradable y agobiante sensación. El joven de la barra lo atendió.

- ¡Ay mi Don, está usted cómo pálido! ¿Se me siente bien? – le espetó a la par que le servía el negrito bien cargado como este sereno señor, presumiblemente llegado de las llanuras se lo había pedido.

- Sí, claro, mi hijo. ¿Pues y porqué no? – le había dicho con el típico acento de la gente venida de por allá.

Mientras Farruco se despachaba su cafecito, empezó a sentir como lo rodeaban tantos sonidos molestos que empezaba a acrecentarse su malestar. Un chillido cómo el de un pajarito en agonía y una chica que dice socarronamente:

- ¡Aló Juan Fernando! Séme sincero…¿te gustaron las bragas que me puse ayer para ti?

Y luego, un no sé qué de sonido infernal como de gata en celo y el gordo de la esquina, que se le ve que no ha trabajado un día en su vida por la barriga que ostenta, que dice con su voz gutural:

- Pero bueno mamita, tú sabes que eso no se hace así. Haz las vainas bien.

Luego otro ring ring y otro teléfono más y más. Farruco no se lo puede creer. Él, que apenas utiliza el teléfono público del caserío una vez a la cuaresma, y aquí en la capital al parecer nadie puede vivir sin sus alóes, ni sus ring-rings.

Pensó rápidamente sobre lo que opinaría Clementina, su mujer, de esas muchachitas que hablan de tangas por teléfono móvil.

Apuró su café y salió del lugar. La concurrida plaza llena de gente, de colores, de vendedores ambulantes, de predicadores del evangelio, de pregoneros con sus periodicuchos y de partisanos políticos exigiendo una revolución ya, le pintaban un panorama demasiado confuso en su cabeza habituada a muchos metros cuadrados de caña que cortar y de caña que recoger. Pero claro, su pueblo era tan pequeño que una vez, un antiguo patrón que había tenido, le había dicho que a menudo ni siquiera salía en los mapas de carretera. ¿Cómo carajo entonces iba a tener una delegación gubernamental para efectuar el laborioso papeleo que había venido a hacer?

Gente camina por aquí y por allá, por las aceras y en plena avenida, porque hay tantos vendedores ambulantes que se han adueñado del camino, que la gente debe de saltar y caminar peligrosamente de la mano de los carros. El semáforo, ¡qué fastidio!, ¿se cruzaba era con el rojo o con el fulano verde? Mejor esperaba a ver qué hacía la gente a su alrededor. Tenían que estar habituados a esa amarga tricromía. Digo “tri”, porque también hay un amarillo en el medio de ambos. ¡Verde! Okey, era el verde, cruza en medio de sus pensamientos e intenta entrelazar los suyos con sus vecinos del rayado que con el paso del tiempo y del fuerte sol reclama ya una nueva mano de pintura. No lo consigue, cada quién anda en lo suyo, aunque sí observa la furtiva mirada que el chico moreno le echa al abombado trasero de la chica que cruza enfrente de él. De nuevo, ¿qué pensaría Clementina de esto?

Llegó a la plaza y se sentó en el banquito verde, de esos que les deja a los incautos viandantes pequeños trozos de pintura descorchada en la camisa. Pensó Farruco, que al menos la diligencia de aquella mañana le había salido bien. A él no le importaban los madrugonazos. Más bien era raro el día que no lo hiciera. Y a las 4.30 de la mañana ya había tenido que estar en la larga cola que se hacía afuera de la delegación. Hacía un poco de frío, más del que estaba acostumbrado el buen viejo llanero, para quien una noche y una madrugada es sinónimo de intenso calor, tanto como lo puede ser el mediodía de aquella vasta soledad infinita de sus sabanas. Eso no le había importado. Pero el ver que los chicos de la cola, se entretenían a esas horas y sin siquiera un cafecito, con sus teléfonos móviles dale que dale a las teclas. Con sus soniditos fastidiosos en un vaivén intenso de rápidas movidas dactilares, eso sí lo tenía perturbado. ¿Qué tanto podían hacer esos chicos con esos pedazo de teléfonos del carajo?

Farruco no necesitaba comunicarse con nadie para realizar su labor cotidiana. Él se montaba en su burrita y dale que te pego, llegaba prontamente a su cañaveral, cortaba durante horas las mejores, las organizaba, las montaba en una carretilla, y luego venía a fin de tarde el capataz en su Jeep y se las llevaba. Al final de la semana, Farruco tenía su sueldito que le alcanzaba perfectamente para tener su pequeño terruño junto a Clementina en su llanura. No hacía falta nada más.

Esos condenados teléfonos que tanto sonaban en la capital y esos alóes sinceros e insinceros que podían escucharse a cada instante lo superaban. No deseaba consumir más aspirinas, ni mucho menos saber qué diablos le pareció al tal Juan Fernando las bragas que la chica de la cafetería se había comprado para quién sabe cuáles menesteres o artes antiguas.

Descansó un rato en el banquito verde, hinchiendo sus pulmones del más puro y tóxico smog capitalino y Farruco emprendió con paso cansado su regreso al terminal de bus que lo llevaría de nuevo a su llano. Bien lejos de los teléfonos móviles y de los predicadores del evangelio.

lunes, 16 de enero de 2012

LO QUE OCULTAN UNAS GAFAS DE SOL - Oleguer Solsona

Parapetado y protegido por las gafas de sol, observa a su alrededor, anónimo entre la multitud de gente habituada a pasar dos meses seguidos entre la arena. Cerca, un niño de 8 años, Correteando con una pelota azul y varias familias con sombrillas mastodónticas, comiendo tortilla de patatas de los tuppers, sentados en sillitas de hierro medio oxidadas.
Aquella playa le recordaba los muchos veranos que había estado en un sitio como éste. Recuerda las primeras discusiones de sus padres que acabaron en divorcio cuando apenas iba a la guardería.
Después, el divorcio, y poco más tarde, no volver a ver a su padre, que se fugó buscando su propio mar en calma. Desde entonces, todos los tormentosos veranos de niñez, yendo de la mano de su madre, esbelta y jovial, saliendo a comer un helado. Cada Agosto tenía un padre distinto que le pagaba esos helados. Y las entradas al circo, y las horchatas refrescantes, y las excursiones en barca con su madre y los menús infantiles en restaurantes caros. Con sus ojos de niño,
podía ver como ella, sin pudor, acostada cada verano en arenas de distintas texturas, les metía descaradamente la mano bajo el bañador.
La pelotita del niño, rebota contra sus pies. Le pide amablemente que se la devuelva, sin pedirle perdón. Tiene la misma mirada inocente como la que tenía él a su edad. Esboza una pequeña
sonrisa, educada. La primera del día, quizás de la semana o del mes. El niño se gira, con la pelotita en las manos, sin darle las gracias.
Pasó la adolescencia entre historias románticas sin final feliz y sinsabores, siempre mas agrios que dulces. No podía enamorarse, el tiempo era escaso, y con absoluta probabilidad, al verano siguiente no repetiría el lugar de veraneo. No importaban más que los momentos, los únicos cálidos de Agosto, bajo el muelle y la luna veraniega. Se volvían helados cuando comprobaba que, cuando más se acercaba al final, las caras de las chicas más se parecían a ella.
Da un paseo de unos minutos por la orilla. Un par de chicas paseando en dirección contraria se paran en cuando lo ven. Le preguntan si tiene un cigarro. Niega con la cabeza. Se miran
sonrientes. Le invitan a tomar una copa esta noche. Apuntan sus números de móvil en un papelito. “No te olvides de llamar” le recuerdan antes de despedirse.
“¿Ya has ligado otra vez?” le pregunta su madre al volver a la toalla “No paras ¿eh?” Como si todo el mundo fuera como ella, reniega con voz imperceptible… Rompe sus pensamientos,
abruptamente, el niño de antes que pasa corriendo a su lado, llenándole de arena.
Entrando en la mayoría de edad, siguió penetrando a marchas forzadas en los callejones oscuros de la noche. De día, trabajaba en cualquier restaurante de la zona. Sus amistades le duraban lo
mismo que el paso de los turistas. Las cervezas de después del turno de noche, con otros cocineros y camareros venidos de la España interior, le hacían no morir de asco en la tediosa y mecánica tarea de servir sangrías, paellas y calamares a la romana. Lo peor era cuando su madre iba a comer con el novio de moda. En ese turno, siempre equivocaba algún pedido o quebraba platos que se le escapaban de las manos.
“Joshua, ven aquí” oye chillar a una señora con bañador de flores a pocos metros de él. “Estate quieto”. Se asombra de la contradicción evidente de las órdenes de la señora y agradece tener un nombre de lo más común. En eso, sólo eso, ha tenido más suerte que el niño.
Guarda pocos recuerdos gratos de los Julios y Agostos vividos hasta ahora. Cada época, con su conclusión, la redacción sobre el verano del primer día de clase, los exámenes de recuperación
o el fin de contrato antes de volver a la ciudad.
A su lado, su madre hablando con un empresario divorciado de pelo canoso. Ella no disimula, poniendo en práctica su habitual rito de coqueteo. Lo ha visto demasiadas veces como para no
anticiparlo con total Moviendo suavemente la cintura hacia el, para que pueda observar lo bien que conserva su cuerpo.
—Vamos a comer, recoge las cosas. Nos invitan— le ordena su madre unos minutos después.
Él recoge la toalla, parsimonioso, siguiendo los pasos de la nueva pareja. De nuevo la dichosa pelotita de Joshua le golpea. No sabe si aguantará otro verano más. Quiere dejar de sentirse
permanentemente un niño.. Envía muy lejos, con la mirada perdida entre el chiringuito y el puesto de piraguas, de un fuerte puntapié, la dichosa pelotita azul. No sabe si podrá seguir con la tarea de conocer mujeres si la única que le importa apenas le presta atención. Rodeado de miradas incrédulas, habiendo perdido su anonimato, arrastra los pies tras la nueva pareja. “Sólo un poco de cariño, mamá” demanda mentalmente observándola, “es lo único que pido”.

Aquel día en que se aclaró la noche por Javier Montes de Oca Rodríguez

El día en que Florencio Torres haría el descubrimiento de su vida completamente por azar, se había levantado con exageradas ganas de tomar café. Quizás hubiera sido la taza de cerámica tradicional de estilo precolombino que tenía como amuleto cada vez que iba a trabajar, pero la magnífica ciudadela maya que descubriría para el mundo aquel día lo haría sentirse como un arqueólogo con suerte.

La noche anterior, muy estrellada, no había logrado dormir porque su equipo estaba de guasa. Había sido el cumpleaños de uno de sus aprendices de investigador y el aguardiente de coco había rodado bastante bien por todo el equipo. A Florencio no le molestaba en absoluto que su equipo se distendiera un rato del agobiante trabajo de excavar, recoger, limpiar e identificar los restos de aquel conocido sitio maya en la selva guatemalteca. Él mismo le había dado un par de tragos a este embriagante alcohol de la jungla. Probablemente gracias a él hubiera podido dormir tan bien en su rudimentaria tienda de campaña cerca del paso de un arroyo, omitiendo las incesantes picaduras de mosquitos y otras plagas entomológicas. Pero no, igualmente había dormido fatal.

El día del descubrimiento, bebió dos tazas del mejor café de la región y revisó los planos del sitio que ahora estaba estudiando, para complementar investigaciones previas realizadas por su mentor. Se untó pomada mentolada para aliviar las picaduras y se acicaló un poco, afeitándose ligeramente los poblados bigotes amarillentos de tanto fumar. Florencio no tenía pensado realizar algún día un hallazgo que lo catapultase al salón de la fama de los principales expertos en el mundo maya. Tan sólo tenía pensado hacer un pequeño recorrido en torno al sitio de Uaxactún con parte de su equipo y de ahí nuevamente a proseguir con el arduo trabajo de identificación de vasijas y otros enseres funerarios del período clásico maya. Nada más.

Así que cogió su mapa, sus binoculares, su mochila raída por el uso con un parche de una bandera incaica cosido y se encaminó por la trocha que se pierde desde el sur del sitio adentrándose en los verdores de la selva del Petén. Florencio fumaba como chimenea, cosa que hacía indiferentemente si se encontraba dando clases en la Universidad de San Carlos de Guatemala, en su confortable pero altamente étnico apartamento de Ciudad de Guatemala o en medio de la selva del Petén entre piedras labradas por alguna mano indígena hace alrededor de un milenio y medio. Él iba fumando al caminar mientras se hundía entre diferentes teorías de cómo los pueblos mayas se habían absorbido unos a otros, como arañas que se alimentan de sus presas y engordan creciendo en conocimientos, siglos tras siglos. Y un buen día, nada. La cultura maya había desaparecido tal y como vino. Como tragada por el jaguar, la serpiente o el águila, sus indiscutibles padres creadores. Eso sí, y él bien que lo sabía, dejando tras de sí las huellas mohosas de su pasada gloria.

Sus pasos firmes en la trocha, eran seguidos con amplio respeto por su equipo que lo idolatraba por sus enormes conocimientos y su gran calidad humana. Además Florencio, amaba lo que hacía, amaba con todo su fervor el antiquísimo legado que los pueblos mesoamericanos habían dejado para que un día, él, Florencio Torres, los recogiera de la Tierra y se los diera a conocer a su gente. A los herederos de los pueblos del Sol.

En un alto en el camino, alzó los binoculares y creyó distinguir una especie de claro en la tupida manta arbórea que se cernía sobre el equipo.

- ¡Tomás, César, Jacinto, Olivia, miren allí! – les indicó a sus arqueólogos y acto seguido se pasaron uno a uno los binoculares.

Ninguno de ellos, incisivos visitantes de Uaxactún, se habían percatado nunca de ese poco definido claro, como dejado expresamente por la naturaleza. Cóatl, el guía del sitio, baquiano del Petén creía haberse adentrado alguna vez por él, aunque igual era un chico bastante joven, delfín del oficio de su ya nonagenario padre. Todos descendientes directos de aquellos pueblos del Sol.

Por cierto que a las diez y media de la mañana, el sol ya había despuntado en todo su esplendor y picaba un poco en la piel de los arqueólogos. Decidieron encaminarse utilizando los machetes que el guía maya había traído en casos como éste. Tres afiladas hojas aparecieron como el conejo de un mago, en el fondo de la mochila del joven. Labrando un estrecho sendero, evitando las espinas de los árboles y las hojas que provocan urticaria al contacto de las pieles sensibles de ciudad, Florencio marchó atrás de Cóatl y en fila india el resto de la expedición que ya se estaba saliendo de los linderos históricos de Uaxactún.

Por la mente de Florencio no pasaba nada más que el posible descubrimiento de alguna pequeña muralla o de algún puesto de vigilancia adelantado. Al cabo de dos horas, a ese ritmo y con el incesante blandir de las cuchillas entremezclado con el encantador sonido de la selva guatemalteca reclamando su lugar en ese mágico mundo, hasta pensó en abandonar. Probablemente, Cóatl los había extraviado y estaban perdiendo un valioso y costoso día de investigación en el sitio. Después de un debate interno, se decidió por confiarle media hora más a su guía, al fin y al cabo, el trabajo no iba nada atrasado y podían darse ese pequeño lujo.

Sorprendido por su exactitud, Florencio puso un pie en el descampado que habían visto desde la trocha, dos horas y media después del primer machetazo al margen del camino.

A primera vista, no observaron nada más que jungla alrededor del pequeño círculo. Sin embargo, al sentarse a comer sobre unas salientes de roca las provisiones que habían traído, pudieron escuchar a lo lejos un feroz rugido.

- ¡El jaguar! – exclamó pasivamente Cóatl.

- Es raro escucharlos tan nítidamente en estos días – se sorprendió Florencio.

En un par de minutos más, escucharían ahora sí, con más vehemencia el rugido del mayor felino en tierras americanas. Esta vez se aterrorizaron. En breves segundos, el espléndido animal se detendría a unos doscientos metros de los arqueólogos y los miraría fijamente durante unos maravillosos segundos. El jaguar, después, salía del descampado a paso despreocupado.

Florencio no abandonaba su asombro y con la curiosidad característica de un investigador de campo, alcanzó en breves zancadas el lugar que hace un minuto ocupaba el bello animal. Al llegar, comprobó que se trataba de una zona ligeramente cenagosa, por lo que la fiera marca de sus cuatro huellas, se habían impreso en la milenaria tierra a fuego.

Siguiendo un instinto de furia, casi de locura ancestral, de rabia empalagosa, de devolverle a la larga noche de los 500 años, la luz que un día tuvo, extrajo un pequeño pico que traía consigo todo el tiempo cuando salía de expedición y con todas sus fuerzas empezó a cavar en ese lugar mítico marcado por las patas del jaguar. Cóatl y los demás, lo acompañaron cada quien con lo poco que tenía a mano y en un par de horas entre los seis, lograron hacer un agujero respetable que dejaba observar con sorpresa una enorme piedra rectangular, que Florencio rápidamente identificó como maya clásico.

No podían abandonar este descubrimiento a su suerte. Hoy en día, aún rondan quienes hacen negocio lucrativo de estos tesoros de la Humanidad. Rápidamente, Florencio se comunicaba con su campamento base en Uaxactún y toda su gente se desplazaba con el mayor equipo posible y con mano de obra indígena del lugar, al descampado.

Al cabo de tres semanas de dura labor dirigida por Florencio Torres, un inmenso edificio potencialmente un templo sacerdotal, según las opiniones del grupo, emergía claramente del corazón del Petén. Todo debido a la aparición casual del jaguar en medio de un descampado olvidado por los siglos y casi tragado por el manto de árboles tropicales.

Una década después, el Dr. Florencio Torres, puede recordar con tranquilidad aquel día, en el que su aguzado instinto y su amor por la tierra sagrada de sus antepasados, al hacerle caso a las señales crípticas de la naturaleza, descubriría el templo sacerdotal, pilar y eje fundamental de toda la ciudadela maya que se descubriría tras dos intensos años de excavaciones.

Ese día, aquella gloriosa jornada en la jungla que había empezado con un par de tazas de café, Florencio había inscrito su nombre en el salón de la fama de los arqueólogos expertos en el mundo maya, pero más que una satisfacción personal, había significado una gran reivindicación para la memoria colectiva de aquellos descendientes de los hijos del jaguar, que una larga noche de 500 años le había arrebatado su identidad trucada por una cruz.

A PESAR DEL FADO por Javier Montes de Oca Rodríguez

Una voz de ángeles. Una belleza sin parangón por esas tierras rurales, por esos coloridos campos, surcados del dorado fulgor del trigo y por los suaves movimientos de las vides con el mecer del viento otoñal. Unos ojos almendrados y verdosos como las de una princesa mozárabe. Y el Fado, estaba el Fado. La saudade que pellizca de melancolía todo el entorno pero que no lo deja ser alguien más. Es esa saudade que le otorga el zumbido empalagoso a esa mujer crecida en esas tierras lusitanas.

A Olivia nunca nada la detuvo en su pequeño Abrantes natal. Desde que era sólo uma menina, su madre le atizó que era la criatura más hermosa de todo el pueblo y fue madurando de esta manera, haciéndole sombra a sus dos hermanas menores, Graça y Natividade que sin embargo, en nada tenían que envidiar a la brillante Olivia ni en belleza ni en inteligencia. No obstante, estaba el Fado, siempre el Fado.

Con el pasar del tiempo, que en aquellos terrenos de Dios, es igual a decir mucho, la madre de Olivia, Assumçao, conoció en una pequeña botica del pueblo a Márcia, una delgada mujer de cabellos ocres, cuya afabilidad en el trato encantó de buenas a primeras a la gran matrona alentejana. Esta chica seductora, obstinada del ruido y de la polución de los barrios bajos de Lisboa, acababa de asentarse en Abrantes por una temporada, a fin de poder reencontrarse con su fuero interno que ya la tenía consumiendo pastillas ansiolíticas. Y muy a pesar del Fado.

Pues sí, Márcia, ahora en sus lejanos treintas, era profesora y cantante de Fado en el barrio capitalino de A Moureria, y ya reventada de la ciudad, decidió establecerse en la ruralidad bucólica de aquel pueblo del centro de Portugal, a la par que, estaba segurísima de eso, esta mudanza incrementaría su saudade por los barrios céntricos y en ocasiones, pérfidos, que solía frecuentar.

De esta manera, la ilusión pintoresca de la señora Assumção, porque su hija aprendiese a cantar el Fado de sus amores, ya podía materializarse. Fado, saudade, Fado. Nada era suficiente para satisfacer a Márcia en sus ansias por hacer de Olivia, ya casi una adolescente de ojos profundos, en una grácil cantante de Fado.

Pasaron los meses y la relación profesora-alumna se fue estrechando cada vez más, hasta que Olivia ya casi pasaba más tiempo con su instructora que con su madre. Sin embargo, realmente había algo en esta chica que a todos hechizaba. Márcia no recordaba haber querido nunca tanto a una alumna, como a esta pequeña chicuela de la clase obrera. Además, su voz, había algo tan teatral en su voz, que Márcia sin saberlo, se estaba haciendo fanática de su pupila. Es cierto que había conseguido un par de alumnas más en el pueblo, pero ninguna le llegaba a las tonalidades exquisitas ni al lirismo que la voz, aún por labrar de la chica, podía alcanzar.

Pasaron los años y Olivia cumplió 21. Hace tiempo ya, que no había vuelto a ver a Márcia, ni siquiera había sabido de ella. Su otrora amada profesora. Aquella que, junto con su madre, sus hermanas, los chicos del colegio y todo su pueblo habían forjado su vanidad, su carácter indomable, que tanto contrastaba con su origen humilde y con sus evocaciones sobre el escenario. Pero ahora estaba Lisboa. Nunca más volvería a ese pueblo de mierda, lleno de campesinos olorosos, locos por el alcohol. Ahora, tenía al Fado y el Fado la tenía a ella. Estaba abriéndose camino a fuerza de su belleza, su embelesamiento al cantar y su carácter.

Olivia, sólo había conseguido entrar a cantar en pequeñas tabernas, tascas y Casas de Fados, acompañada en cada sitio por músicos diferentes, que con paixão lusitana, hacían vibrar las cuerdas de la viola y de la guitarra portuguesa. Pero los elogios al final de cada pequeña presentación eran sublimes y siempre exacerbaban el talento de la chica del Alentejo. Su talento fue in crescendo, así como su soberbia y amor propio.

Sin haber jamás entrado a un estudio profesional, ni haberse presentado en ninguna sala realmente importante de la capital, Olivia ya se veía casi escoltando a la mítica Amália Rodrígues. Cualquier pequeña desavenencia en el día a día le hacía perder la compostura y su escultural figura perdía parte de su esplendor. Su furia a la hora de un contratiempo, por nimio que resultara, la hacía alejarse maldiciendo y no encarar como una auténtica cantante folklórica los detalles que pudieran estar estorbando su perfección. Pero siempre le quedaba el Fado, ese cantar longevo que había aprendido con tanto cariño y que le había enseñado tantas cosas. Pero, ni él podía con su vanidad.

Sus peticiones a la hora de firmar contrato con los dueños y administradores de los locales nocturnos donde se presentaba, así cómo a la hora de sus largos ensayos con sus músicos, se iban volviendo cada vez más excéntricas y alejadas de la niña de cuna proletaria, educada con firmeza por su madre. Pero su voz y su juventud la avalaban. Siempre todos, terminaban firmando y cediendo a su vanidad.

Al fin la carta que estaba esperando le había llegado. La audición que había hecho en el lujoso Teatro da Trindade lisboeta, había dado sus frutos. ¡En su fina acústica resonaría por fin el Fado lírico de Olivia Almeida! La nueva Amália Rodrígues había llegado. Al menos, eso era lo que la vanidosa chica había hecho inscribir en el cartel promocional de su gran estreno.

Llegó el día. Su madre, sus hermanas, sus antiguos compañeros del colegio de Abrantes estaban ahí. El clérigo del pueblo, el ganadero, el panadero, el viticultor, incluso amigas de la más tierna infancia que tenía más de un lustro que no veía ni contactaba. El sonido era perfecto, ya lo había comprobado en la prueba de sonido. La iluminación era majestuosa. Esta vez tendría más músicos, todo un conjunto de piano y cuerdas que se sumaría a sus incondicionales João en la viola y Custódio en la guitarra portuguesa. El traje que se había hecho confeccionar especialmente, realzaba sus 23 años de una manera que ni el más excelso de los pintores realistas habría logrado esbozar.

Olivia salió al escenario, soberbia, micrófono en mano, con su clásica mirada engreída y jactanciosa. Aún así recibió una ovación al salir. Abrió la boca y nada. Ni una nota, ni una frase, ni un Fado, ni siquiera una saudade. Nada. La voz tan preparada en otras ocasiones, ésta vez no se atrevió a asomarse. Decepción y dolor. Ahora la saudade se había transformado en lágrimas espesas. Pataleó y se fue corriendo tras bastidores. Hubo que suplirla con una cantante residente del Teatro da Trindade, que siempre está preparada por si estos casos. Al final de cuentas, Olivia también es humana.

Al día siguiente alguien llamó a su móvil. Era una voz harto conocida, perdida en la lejanía de aquellos trigales y aquellas vides de su infancia y adolescencia. Suave como una madre cariñosa, pero firme como una profesora de corazón, de esas que probablemente se tenga una sola en la vida, le dijo cantando:

- Olivia, te lo dije. Y no me quisiste hacer caso. Minha menina, eu te perdoo.

Márcia del otro lado del teléfono alcanzó a oír el triste lloriqueo de la humilde aprendiz de fadista alentejana.

UNOS CUANTOS SAPOS PARA LAMER Por Javier Montes de Oca Rodríguez

Había llovido providencialmente y como los dioses mandan aquella madrugada. Tare’ Boh se asomó fuera de la gran choza comunal donde cada mañana la familia polinesia podía observar detenidamente al gran disco de fuego despuntar. Con su complexión delgada y sus pasos ágiles y firmes se acercó cautelosamente al borde del mar, disfrutando con cada bocanada, del aire más puro del planeta. Por supuesto, el único que conocía aquel hombre de una treintena de años, con la piel curtida por el fuerte sol del Pacífico y unos bucles dorados característicos de su bravía raza.

El botuto, ese gran molusco que tiene la responsabilidad de llevar sobre sus inexistentes hombros el arduo peso de ser el sostén de toda esta humilde comunidad polinesia, se encontraba estoicamente bajo la arena, con tan sólo saber dónde buscar, a la espera de ser recogido por unas fuertes manos y aprisionado en una pequeña cesta confeccionada desde hacía siglos de la misma manera por los antepasados de Tare’ Boh.

La arena húmeda aún, por el torrencial diluvio al alba hacía sonreír a este joven polinesio cuyo horizonte terminaba al acabarse este pequeño atolón polinesio. Tare’ Boh recogió su arpón tradicional que había dejado escondido la tarde anterior, al recodo del saliente de una roca, y sin pensarlo dos veces se sumergió en las templadas y mansas aguas en busca de algún botuto que llevarse a la boca.

Lo siguiente que recuerda Tare’ Boh es hallarse en un sombrío espectro, tan oscuro como la Madre Noche que ha sido puntual a su cita desde los orígenes del tiempo. Podía contar con los dedos de una sola mano, las veces que había tenido miedo en su vida. La primera vez que vio al hombre blanco, un neozelandés de aspecto abrumador que ostentaba una raída barba rojiza. La segunda vez, cuando debió enfrentarse a Squa-Lloh, el más grande de los tiburones de vientre blancuzco que había visto en su vida y la noche de bodas, cuando temió verdaderamente fallarle a aquella angelical criatura que le habían asignado por esposa.

Pero ésta vez, era realmente diferente. Esa bruma, pestilente y pegajosa, lo había dejado atontado y mareado. No era capaz de recordar cómo había podido llegarse hasta allí. ¿Sería un malvado hechizo? Tare’ Boh no podía descartar esta explicación. Así que a tientas, en una oscuridad tan terrible como la de su vida anterior no-nata, empezó a tocar esas paredes que se le antojaron corrosivas y babosas. Luego de una hora de andar en círculos, puesto que el espacio era obstinadamente reducido, pateó algo accidentalmente que le provocó un alarido. Su pie se había topado en su pesaroso andar con algo muy sólido y distinto a la materia pastosa que había palpado durante todo aquel tiempo.

Se acercó a aquello y aguzando la vista lo más que pudo durante unos minutos que parecieron centurias, logró entender su forma. Esto sí que lo conocía. Los hombres blancos lo traían consigo eventualmente para guardar objetos pesados y para pagarles con su contenido al pueblo polinesio. Tare’ Boh no podía recordar bien cómo llamaban a este gran cesto los blancos. Sin embargo, logró configurarse con sus manos y su escasa vista, la forma que tenía y logró abrirlo.

- ¡Ahhh! – exclamó triunfante. Baúl, ya recordé, baúl.

Así llamaban los blancos a ese cesto pesado de metal que contenía cualquier cosa que se quisiera. Si bien no resultaba tan útil a la hora de transportar botutos. Al abrir el baúl e introducir sus manos, proyectando su alma en aquel acto, encontró otro artilugio de la hechicería blanca, que también había visto ocasionalmente cuando el hombre blanco tenía algún problema con sus canoas y debían quedarse a pasar la noche en su isla, entre ellos. Sin embargo, Tare’ Boh no tenía ni un ápice de idea sobre cómo utilizar ese extraño cilindro, que además estaba enteramente recubierto de aquella sustancia asquerosa que ya hasta le resultaba familiar.

Con sus nudosos dedos comenzó a inspeccionarla de una manera parecida a cuando labraba un arpón para la pesca. Nada, no ocurría nada. De pronto y con un golpe de su dedo pulgar, logró deslizar un saliente del cilindro y se encendió precipitadamente una luz. Tare’ Boh temblando de miedo, recordó que justamente esto era lo que hacía el hombre blanco. Reproducir durante la noche una estela del disco sol a través de este pequeño cilindro. Le volvió el color al cuerpo, si es que esto podía llamarse color y utilizando a su antojo, aquel rayo de sol encerrado, inspeccionó el llamado baúl. Lo que emanó de él sería algo que cambiaría su vida, pensaría posteriormente.

Un magnífico arco iris en veloces espirales, como un pez en el agua, se enroscaba en forma ascendente sobre un haz mayor de luz blanca e iluminó todo el oscuro recinto. Tare’ Boh, no obstante, esta vez no tuvo miedo. No más que aquella primera noche con su mujer en el lecho.

Del arco iris se desprendieron aromas parecidos a los de las flores silvestres y una voz endiosada, pero de dulce tono le dijo en perfecta lengua Sulawesi:

- Tare’ Boh no tengas miedo. Estás en el interior del gran estómago de Balloj, el pez más grande y más sabio que se haya paseado por este océano turquesa. El pez te ha tragado cuando fuiste a pescar esta mañana, mas no te hará ningún daño, puesto que su misión en la tierra es la paz. Este era el único lugar donde se le podía revelar a alguien de espíritu puro, el método más eficaz de salvar a la Humanidad del desastre que se le avecina en unos años. Todavía estás a tiempo. Aguza tus sentidos que te voy a indicar la forma como los dioses desean que se haga. Memoriza cada vocablo que saldrá de mí y luego pídele al primer hombre blanco que visite el atolón que te lleve en su canoa y te ayude a difundir el mensaje.

Tare’ Boh obedeció al fulgor multicolor que se enrollaba como gusanos y echando una furtiva mirada a las paredes del estómago del pez se sentó plácidamente con las piernas cruzadas.

Al terminar aquella melodía y transformar la conciencia del joven polinesio, Balloj el gran pez lo expulsó con fuerza por una de sus agallas, dejando el baúl en sus pegajosas entrañas y deslizándose se nuevo como una gran penumbra que se desvanece hacia las profundidades del Océano Pacífico.

Tare’ Boh durmió esa oscura noche en la orilla del mar, inconsciente, bajo el manto protector de las estrellas, que en estas latitudes australes se manifiestan brillantes como óculos celestes. Cuando despertó nuevamente, tenía a toda su comunidad y familia en su entorno, rodeándolo con sus cabellos amarillos crispados y bendiciéndolo por haber regresado.

Tare’ Boh se repuso de un salto y visiblemente emocionado con lágrimas en los ojos, exclamó que tenía algo que contarles, algo que les haría cambiar su vida y la de los hombres blancos para siempre…

- Éste…éste…ehmm, no me sale, lo que me dijo aquella voz celestial. Ehmm…arco iris, pez, baúl, botuto, arpón…no, no era eso. ¡Mierda, no puede ser! Creo…creo, creo… que ¡se me olvidó! La luz, saliendo del baúl, dentro del estómago de un gigante pez, me dijo que cambiaría a la Humanidad, que no olvidara ni una palabra, me lo dijo, lo juro, no estoy loco, también juro que no bebí alcohol de palma ni lamí a los sapos de la charca, lo juro. ¡Tengo que recordarme!

Absortos, los hombres con la mano en la frente, los niños con los dedos en la boca y las mujeres con sus ojos fuera de sí unidos en una plegaria por Tare’ Boh, lo contemplaban con lástima, con un sentimiento de amor fraterno, que exasperó aún más al joven pescador.

- Lo siento, mi gente, lo siento mucho. Pero el método para salvar a la Humanidad se quedó dentro del estómago del gran pez en el baúl con la voz celestial que emanó cuando logré encender el cilindro del hombre blanco. Lo olvidé para siempre. Ahora sí, necesito el licor de palma y unos cuantos sapos para lamer.

sábado, 14 de enero de 2012

DUÉRMETE NIÑO, DUÉRMETE YA ...(David Rubio Sánchez)

Llegué tarde a la escena del crimen, como me gustaba. Prefería llegar cuando la policía científica ya había avanzado en la recopilación de pruebas y los de apoyo psicológico habían tranquilizado a la víctima. Eso me daba perspectiva para investigar, sin todos esos dramas emocionales tan molestos para el razonamiento. Sobretodo cuando se trata de la desaparición de un bebé de dos meses, como era el crimen denunciado por la madre, la Sra. Díaz, quien, parece ser, se despertó por la mañana y no encontró a su hijo en el moisés. Vivía sola en un piso de una escalera de pocos vecinos, solamente dos plantas y tres viviendas en cada una. Pregunté a la científica si la puerta de entrada había sido forzada y me dijeron que no. Tampoco habían encontrado huellas y la casa no presentaba mayor desorden que el normal. El piso era pequeño un comedor, un lavabo y un pasillo que conectaba las dos habitaciones. Pregunté a la de apoyo psicológico si había podido sacar algún dato relevante de la madre. Me dijo que no, estaba en estado de schock. Salí al rellano, en la vivienda que daba a la izquierda vivía el matrimonio González, el agente Martínez estaba hablando con el marido, de unos cuarenta y tantos años que vestía un mono azul de trabajo. En la que daba a la derecha parecía que el dueño se había ido un mes antes. Subí a la segunda planta, un agente estaba acabando de interrogar a una anciana le comentó que no sabía que estaba embarazada dado que la Sra. Díaz no salía mucho a la calle desde que se separó, si que sabía que el matrimonio vecino, los Sres. González, habían tenido un niño hacía poco. En las otras dos viviendas vivían dos estudiantes y un matrimonio con dos hijos. Corroboraron lo dicho por la anciana y añadieron que las peleas de la Sra. Díaz con el exmarido eran habituales antes de separarse un año antes. Bajé a la primera planta. El agente Martínez me dijo que el Sr. González no escuchó nada raro esa noche. Con la mujer no había podido hablar, se encontraba durmiendo. Entré otra vez en la casa, la madre se encontraba sedada, ya no la oía gritar. Una agente me llamó, encontró en el lavabo muchos fármacos que la psicóloga de apoyo reconoció que se recetaban a enfermos de esquizofrenia. Me quedé mirando el moisés vacío. Llamé a comisaría para que localizaran en el Registro civil si la madre había inscrito a algún niño. También pedí que se consultara en todos los hospitales de la ciudad por sí habían asistido a la Sra. Díaz en algún parto. Mientras revisaba los armarios donde encontré numerosa ropa de bebé, me confirmaron que habían localizado al exmarido. Dijo que la última vez que la vio fue un año antes más o menos, textualmente comentó que no quería saber nada de esa loca. Busqué fotos del niño mientras la psicóloga apuntaba la necesidad del ingreso de la mujer en un centro. No encontré ninguna foto. En comisaría me informaron que no había inscrito ningún niño en el Registro y que no constaba historial médico del parto en los hospitales a nombre de la mujer. Había oído hablar de embarazos psicológicos e incluso de que algunos animales se apropiaban de muñecos a los que trataban como a sus crías. Parecía que ello también se podía dar en humanos.

Una semana después me acerqué al centro donde ingresaron a la Sra. Díaz. Hablé con la psicóloga que la trataba. Le seguían la corriente diciéndole que la policía buscaba a su hijo. Tampoco decía gran cosa, solo dibujaba. Pedí ver esos dibujos por si me servían de algo. Eran solo caras esquemáticas de niño, y en todas tenía un pequeño punto en la mejilla. La psicóloga me dijo que a veces eran signos de reafirmación. También me llamó la atención una hoja donde se mostraba a ella misma tumbada, y un niño sostenido por una figura masculina de color azul. Del niño todavía colgaba el cordón umbilical. Le pregunté si sabía que podía significar esa figura azul, no lo sabía a veces podían significar algo y a veces nada.

Quería ver el piso por última vez y, en silencio, observar si las paredes podían decirme algo más. Cuando llegué me encontré con la Sra. González en el rellano. Llevaba a su bebé durmiendo en el cochecito. Observé una tirita sobre su mejilla. Me dijo que tenía unas uñas muy afiladas y le ponía calcetines en las manos para que no se arañara. Me fijé en que en ese momento no los llevaba. Le comenté que iba a cerrar el caso, la Sra. Díaz estaba desequilibrada y había fantaseado su maternidad. Me confirmó que era muy rara mientras rebuscaba las llaves en su bolso. Estaba nerviosa. Miré al bebé, recordé el mono azul de trabajo que llevaba su marido en la mañana de la desaparición y exclamé — De todas formas perder a un hijo es lo peor que le puede pasar a una madre—. La mujer dejó de rebuscar las llaves. Sollozó mientras yo le quitaba la tirita al bebé dejando visible un negro lunar en su mejilla, el mismo de los dibujos que a veces sólo reflejaban la realidad, sin más significado.

Devolví el bebé a su madre, todavía ingresada. La mujer rompió a llorar cuando lo puse en su regazo. La psicóloga sorprendida se me acercó. Le expliqué que la Sra. Díaz había llevado su embarazo en secreto por temor a que, por su enfermedad, le quitaran la custodia. Por otro lado el matrimonio vecino, los Sres. González llevaban mucho tiempo deseando tener un hijo, habían sufrido varios abortos, hasta que por fin lo tuvieron. En la noche del parto la Sra. Díaz se asustó, les pidió ayuda. El vecino la asistió en el parto y también le prometió no decir nada a nadie. Sin embargo el bebé del matrimonio murió, y el vecino desesperó. Fue entonces que le pasó por la cabeza que él y su esposa se merecían ser padres y podrían dar un futuro mejor al bebé de la Sra. Díaz, que al fin y al cabo estaba loca. Enterraron a su bebé en la montaña y utilizaron una llave que le sustrajeron en una visita por la mañana. Pensaron que como nadie creería que había tenido un bebé, la policía no lo buscaría. El lunar del bebé era el único signo distintivo por eso lo taparon con una tirita hasta que nadie notara que el suyo no lo tenía cuando nació.

jueves, 12 de enero de 2012

Una mentira para dos manchas y tres beneficios – Stasa Durdic

Aunque hacía frío ese jueves, incluso una hora después de su llegada el juez caminaba alrededor del hombre ahorcado en un árbol de un campo cercano a una villa. Mientras tanto, el cuerpo fue fotografiado varias veces y el médico terminó su informe sobre el suicidio cometido más o menos a las nueve horas de la noche pasada. Sólo se esperaba que el juez ordenara a la policía que lo quitaran del árbol, lo pusieran en el coche y se lo llevaran a la capilla. Sin embargo, el juez no ordenó nada.

Esperando que llegara su ayudante – éste se había quedado en la villa para traerle una taza de café con el fin de calentarse antes de la vuelta al juzgado ubicado en un pueblo remoto a unos cien kilómetros - el juez pensaba acerca lo que sabía sobre Luis. Primero, la policía le informó que trabajaba en el mismo juzgado pero como ayudante de otro juez; aparte, tenía constancia de numerosos engaños relacionados con los crímenes. Segundo, los curiosos villanos que se encontraban allí le comentaban que, aunque era alcohólico, Luis bebía solamente en bares por las noches y durante esas borracheras, a menudo decía que se suicidaría si su esposa intentaba divorciarse de él. Y tercero, la esposa de Luis - no tenían hijos - había confesado que en los últimos meses le chantajeaba con el divorcio para que dejara el alcohol. Además, hacía una semana por fin ella entregó los documentos y le pidió el divorcio. En otras palabras, el motivo claro para cometer el suicidio, así como la falta de huellas en el cuerpo de Luis, implicaban que no fuera necesario enviar el cuerpo a una autopsia.

Unos minutos más tarde, la llegada del ayudante interrumpió los pensamientos del juez; una vez en el sitio, el ayudante se fijó en el cuerpo y torpemente le dio el café al juez, por lo que éste se derramó en su chaqueta y provocó una mancha negra. Molesto, el juez le preguntó qué estaba pasando y el ayudante le susurró una información beneficiosa. De hecho, Luis, su compañero y amigo íntimo, el martes por la tarde recibió la petición para el divorcio y planificó, después de salir de trabajar el miércoles a las cinco, coger el primer autobús e ir a la villa - a causa de su trabajo se veía obligado a vivir en un apartamento alquilado en el pueblo - y hablar las cosas con su esposa (según las palabras del ayudante, Luis la amaba mucho y con ella compartía todo). Agradeciéndole la información, el juez llamó a la estación de autobuses y se enteró de que el primer autobús después de las cinco salía a las seis. Enseguida preguntó a la mujer si vio a Luis el día anterior. La mujer lo negó. En consecuencia, el juez ordenó enviar el cuerpo para que hicieran la autopsia.

La misma tarde, esperando los resultados en su despacho, el juez explicaba las razones de su decisión al ayudante: “Para empezar, Luis salió del trabajo a las cinco, cogió el autobús no antes de las seis, viajó al menos una hora y media hasta llegar alrededor de las ocho a la villa. Por lo tanto, en una hora no tuvo tiempo de emborracharse en un bar y suicidarse bajo los efectos del alcohol. Aparte de no tener sentido ya que él intentaba ir a casa y hablar con la esposa.” Justo al decir esto, llegaron los resultados de la autopsia. En ellos estaba escrito que en la parte posterior del cuello se encontraron dos fuerte golpes con un objeto contundente el cual le provocó la muerte. El ahorcamiento, según creía el juez, era una forma de ocultar la verdadera causa de la muerte dando a entender un suicidio, por lo que de repente llamó a la policía de la villa. A unos les ordenó el procedimiento rutinario, que arrestaran al único miembro de la familia de Luis, su esposa, y a otros que obtuvieran información sobre ella con el fin de encontrar algo sospechoso. La policía actuó con rapidez y en media hora el juez tuvo otra información curiosa. Los vecinos habían declarado que la mujer tenía un amante en la villa con quien quedaba siempre en su casa por las noches, cuando el marido se encontraba en el pueblo. En consecuencia, el juez empezó a dictar un informe a la vez que pidió un café para celebrar su triunfo: “Luis vino a casa sin avisar a nadie, vio el amante, le atacó - se supone que a la mujer no la atacó si la amaba tanto - y el amante mató a Luis debido al pánico. Por otra parte, si Luis compartió todo con su mujer, entonces compartió también su conocimiento del trabajo, los trucos. Por ejemplo, que la manera de evitar dejar huellas era envolver el cuerpo en un edredón. Luego entre los dos ´ahorcaron´ a Luis ya que uno solo no podría hacerlo; finalmente, hicieron un pacto de silencio sobre todo lo que había sucedido.” Por otra parte, el ayudante escuchó cuidadosamente y después de la explicación tuvo una duda, una vez más beneficiosa: “Pero, señor, si el golpe estaba en la parte trasera del cuello y Luis atacó al amante, la única persona que podía golpearle así sería la esposa, ¿no?”

En ese mismo instante, al despacho entró el policía que había arrestado a la esposa. Asustada, incluso antes del principio del interrogatorio, confesó que había asesinado a su marido con un paraguas estando en la casa con el amante. El juez inmediatamente derramó un sorbo de café sobre su camisa y el informe recién imprimido y casi perfecto, como el mencionado crimen. El ayudante se acercó a hacer la tercera cosa beneficiosa en ese frío jueves: limpiar todo.

lunes, 9 de enero de 2012

EL JINETE DE ABULABBAS ( David Rubio Sánchez )

Muchos son los años que han pasado desde que mis ojos vieron por primera vez el palacio de Aquisgrán. Montaba a lomos del elefante blanco Abulabbas, escoltado por la embajada que mi señor el califa Harun al- Raschid dispuso para hacer entrega de valiosos regalos a su amigo y aliado el emperador Carlos. Todavía resuenan en mis oídos los vítores de las gentes que desde la ciudad seguían asombrados a un animal nunca visto hasta entonces en Occidente. Yo compartía su alegría porque después de un viaje de cinco años podría volver a Bagdad para poder casarme con mi amada Judith.

Pronto esa alegría desapareció. Tras ser recibidos por el mismo emperador, los médicos de palacio le informaron que nadie en todo el Imperio tenía ni idea de cómo cuidar, alimentar o sanar a un elefante. Me ordenó entonces quedarme a su cuidado dado que según le habían informado yo era su mouth, su jinete, su cuidador desde que nació. Al apenas conocer su idioma imploré en el mío al emisario que nos acompañó desde Bagdad para que informara al emperador que allí me esperaba mi prometida. Pero fue en vano, poseer el único elefante de toda Europa le entusiasmó sobremanera. Me dio su palabra de que informaría de mi situación a través de sus emisarios a la misma Judith para que se enorgulleciera de mí porque iba a servir personalmente al emperador de la cristiandad, Carlomagno así proclamado por el mismísimo Papa de Roma.

Aquella noche y las que siguieron las pasé llorando mi soledad en aquella fría tierra tan distinta a la mía, maldiciendo a ese elefante al que un día decidí criar pese a las advertencias de los viejos de mi aldea que consideraban de mal augurio el nacimiento de una criatura albina. Ese augurio se cumplió cuando el día anterior a mi boda con Judith, un soldado del califa me ordenó partir con Abulabbas con la embajada a Occidente, pues había decidido ofrecérselo junto con otros regalos. “¿Por qué yo y mi elefante?”, pregunté. “Por judío y por albino”, me respondió.

Una mañana mientras cepillaba a Abulabbas en la casa de las fieras, como así se llamó el recinto donde se guardaba en las afueras del Palacio, me sorprendió la presencia de la mujer más hermosa que jamás vi. Vestía una camisola blanca y calzas. El viento parecía acariciar su larga melena rubia coronada con guirnaldas de flores. Me miraba con cara divertida y me decía cosas que apenas entendía. Se acercó y comenzó a cepillarlo mientras tarareaba una canción. Puso la mano sobre su pecho y escuché su nombre: Gisela. Yo hice lo mismo y le dije el mío, Isaac. Sus visitas se repitieron día tras día, y pronto supe que era hija del emperador pese a que su vestimenta difería tanto de la de sus altivas hermanas que llevaban cubierto su pelo con un velo y bellas túnicas, doradas o lilas, de seda. Siempre lucía una sonrisa y no tenía reparos en juguetear con el elefante ni en enseñarme a hablar su lengua.

Poco a poco el recuerdo de Judith ya no apenaba mi corazón tanto como lo alegraba la presencia de Gisela. ¿Tan frágil era mi amor?, ¿tan vacías mis promesas de fidelidad que los años transcurridos sin verla hacían que mi pecho ardiera por otra mujer? No debía ser así, era necesario que volviera a Bagdad, pero no podía hacerlo mientras Abulabbas viviera. Y así decidí una noche verter un preparado, que le haría morir, en el barreño donde bebía agua. Sentí hastío al verle confiado dispuesto a saciar su sed, como una ofrenda inocente a un sacrificio. Acaso no era yo el único culpable de que mi corazón clamara por quedarse en Aquisgrán con Gisela. Yo era el que debía beber de esa agua y corrí dispuesto a sumergir mi cabeza en el barreño. En ese momento Abulabbas lo volcó con su pata como si supiera el contenido. Me abracé a él y él rodeo mi cuello con su trompa. Nunca sabré si fue un abrazo de redención, pero así lo tomé.

Y llegó el día, en uno de los paseos que terminaban con Abulabbas bañándose en el Rin, en el que mi cuerpo de piel oscura se unió con el de Gisela. Allí, bajo la arboleda, comprendí que me había enamorado de quien jamás sería mi esposa ni la madre de mis hijos. Gisela me acarició el pelo “no pienses en lo que pasará, piensa sólo en amarme día a día”, dijo y me contó el gran amor que su padre sentía por sus hermanos y, especialmente, por ellas. Tanto, que nunca las dejaba abandonar el Palacio sin él. Tampoco aceptó desposarlas con ningún pretendiente de la alcurnia que fuera con tal de poder verlas cada día. Por eso sus hermanas, siempre con discreción, tenían encuentros con hombres de palacio, como lo hacía Berta con el poeta Angilberto. De esta manera consumábamos nuestro amor en recodos escondidos, a deshoras en la termas o incluso en su alcoba. Para no levantar sospechas entre la guardia llegué a explicar que los paseos nocturnos eran saludables para Abulabbas y con ello podía deambular a mi antojo por el Palacio. Siempre bajo el cobijo del elefante nuestras almas se desnudaban y compartíamos ilusiones rotas y deseos escondidos, como su anhelo por conocer las tierras que había más allá de Aquisgrán, por las que tanto me preguntaba, y que sólo podría conocer a través de sus maestros en la Academia palatina.

Pero la felicidad no pertenece a los siervos si no a sus señores y llegó el día en el que el mío quiso que fuera con Abulabbas a una guerra contra los normandos en tierras danesas, quería utilizarlo como lo hacían los reyes persas. Traté de explicarle que los elefantes de guerra debían ser entrenados desde su nacimiento si quería que fueran útiles en la batalla. No me escuchó como tampoco lo hizo años atrás. La noche anterior a la partida hubo un eclipse de luna, abrazada a mí, Gisela lloró al creer que era una mala señal. Para consolarla le expliqué que sólo era la consecuencia del movimiento de las esferas celestes concebido por el griego Tolomeo como me explicó una vez un sabio en Bagdad. Otra vez hice caso omiso a los augurios. Cuando regresé cinco años después lo hice sin Abulabbas que falleció no por las flechas pero si por el frío y lo que era peor con la palabra del emperador de que ya debía volver a Bagdad y casarme con Judith si todavía me esperaba.

Gisela seguía igual de hermosa como la conservaba en mis recuerdos y tras llorar la muerte del elefante, tal era el cariño que sentía por él, nos amamos por última vez. Yo no podía quedarme en Aquisgrán sin explicarle el motivo a su padre y éste jamás aprobaría nuestro amor. Por eso decidimos marcharnos de noche y quedamos en la casa de las fieras. Ya tenía recogidas mis provisiones y preparado el caballo cuando apareció no la bella figura de Gisela sino la regia presencia del emperador. Por su mirada comprendí que se había enterado de nuestros planes. Se quedó de pie sin decir nada. Su figura alta y poderosa me hacía más pequeño mientras trataba de explicar cuanto amaba a su hija. Finalmente me habló “como hombre entiendo tu proceder, como emperador nunca podré consentir que un siervo judío se despose con una hija mía, como padre no podría soportar que Gisela abandonara Aquisgrán”. Me dijo que no debía temer por mi vida porque así se lo había prometido a su hija, pero me ordenó marchar. Y partí de noche a lomos de un caballo rumbo a ninguna parte, en silencio, pero sobretodo sin ella.

La brujería - Stasa Durdic

Aún era de día cuando Marco llegó al piso donde vivía su novia Ana. Se sentía incómodo y no pudo sonreír a los amables vecinos que le saludaban mientras subía las escaleras. La causa de esa incomodidad se hallaba en su intención - estaba seguro de ella - de romper la relación con Ana, todo y no saber cómo. ¿Debería comenzar de forma indirecta? ¿O provocarle para que se pelearan? No conseguía decidirse, ni se atrevía a pulsar el timbre después de incluso quince minutos de pie en la puerta.

Sin embargo, su miedo se interrumpió pronto, en el preciso instante que la madre de Ana, yendo hacia algún lugar, abrió la puerta desde el interior del piso. De hecho, la mujer, viendo a Marco en frente suyo, le saludó, le dijo que Ana se encontraba en su habitación y le invitó a entrar libremente. El chico obedeció, aunque sus pasos pesaban mucho y no se parecían en nada a los de una persona libre.

Justamente al entrar en la habitación y buscar un sitio para sentarse, Marco obtuvo la idea de cómo manifestar su intención pese a que – sin ser capaz de explicar por qué razón - Ana todavía le atraía. Por otra parte, fácilmente lograba enumerar las cosas concretas que le molestaban de ella. La primera cosa, fumaba demasiado. La segunda, debido a su pelo denso, la cabeza de Ana daba la sensación de ser muy grande en comparación con su cuerpo delgado. Y la tercera, la más grave, ella reaccionaba chillando cuando alguien le dirigiría una crítica negativa (como una bruja, opinaba Marco); por eso, él no se atrevía hacerlo. Aparte, a Marco también le fastidiaba que, como consecuencia de su enorme interés por la fotografía, la habitación de Ana estaba llena de fotografías dispersas y no había suficiente sitio para acomodarse. No obstante, estas fotografías le acabaron de dar la idea de, indirectamente, aclararle el mayor motivo de sus ganas de romper: la falta de su libertad en la relación.

– ¿Sabías que los indios americanos tenían miedo de fotografiarse ya que creían que la cámara robaba y capturaba la libertad de sus almas? – hizo cuidadosamente la introducción.
– Una acción similar a la brujería, ¿eh? – respondió Ana, sonriendo.

Marco no esperaba tal respuesta y menos acompañada por aquella sonrisa en la cara de su novia sentada en el marco antiguo de la única ventana abierta. Pero lo que Marco incluso menos esperaba era la aparición. De hecho, le parecía que, en vez de su pelirroja novia de ojos claros, iluminada por la luz del sol poniente y envuelta en el humo del cigarrillo que fumaba, una bruja medieval - en la edad media las mujeres pelirrojas con ojos claros a menudo se consideraban brujas - le seducía con su sonrisa a través del humo proveniente del fuego de una hoguera. Sin embargo, rápidamente se contuvo y volvió a ver únicamente a Ana y a las llamativas mangas anchas de la camiseta blanca que vestía; precisamente ellas le inspiraron para que cambiara su táctica e intentara provocarla.

– ¡Con esas mangas ridículas sólo falta que vueles! – exclamó Marco – Como una lechuza.
– ¿Una lechuza blanca? – contestó ella tranquilamente, refiriéndose al color de las mangas.

Marco se sorprendió por esta inesperada tranquilidad y empezó a preguntarse. ¿Cómo es que no se le había ocurrido que su bruja “mala” podría volar usando las alas blancas de una lechuza sabia? ¿Y por qué todo el rato se fijaba en sus cosas más negras cuando ella - lo veía claro - también era sonriente y tranquila a veces? No sabía cuál era la respuesta tanto cuanto anteriormente no era capaz de explicar por cual razón Ana le atraía. Por otra parte, estaba seguro de que en ese caliente atardecer de verano inesperadamente comenzó a amar y a aceptar lo bueno y lo malo de Ana. Por lo tanto, tuvo que asegurarse que hubiera una próxima quedada:

– ¿Qué rápido se hizo la noche, no? Debería irme. ¿Nos vemos mañana?

Tan pronto como ella asintió con la cabeza, Marco se levantó. Sonriendo e imaginando sus dos caras felices en las fotografías de un futuro mutuo, se dirigió hacia la salida. Al parecer, caminaba de la misma manera como media hora antes, mientras entraba al piso (solamente al parecer ya que sus pasos de la entrada pesaban mucho). Por lo contrario, los de la salida, los que le acercaban a la oscuridad del pasillo, así como a la de la noche, eran ligeros. En otras palabras, ahora Marco se sentía cómodo y más libre que nunca, aunque bastante desorientado. Como si estuviera embrujado.