sábado, 9 de junio de 2012
Observó el reloj mudo y comprendió que su tiempo había acabado.
sábado, 19 de mayo de 2012
miércoles, 25 de abril de 2012
Cabezones por Javier Montes de Oca Rodríguez
martes, 17 de abril de 2012
El Principito en Guantánamo por Javier Montes de Oca Rodríguez
jueves, 15 de marzo de 2012
MAESTRO CHUNG, ¡VEO A LOS YAKS CUANDO VUELO! por Javier Montes de Oca Rodríguez
jueves, 16 de febrero de 2012
ESAS PEQUITAS ROJIZAS por Javier Montes de Oca Rodríguez
lunes, 23 de enero de 2012
¡UNA ASPIRINA, POR FAVOR! por Javier Montes de Oca Rodríguez
Aquella tarde estival, Farruco debió moverse a la capital, lo cual era ya mucho decir para él. Nunca había estado inmerso en ese caos andante. Todo se movía a gran velocidad. No recordaba que Camila, su borrica, lo hiciera a tamaña velocidad. Una vez le había mezclado un poco de café recién colado con su agua y había estado más activa que de costumbre. Pero hasta ahí.
Cornetas por aquí, estruendos por allá. ¡No! Todo era tan diferente de su apacible llanura, de su verdor eterno que se difumina en la lejanía.
Sin embargo allí estaba. Había tenido que venir por un asunto mundano, un mero trámite burocrático. A Farruco que nunca sufría de ningún mal, le estaba doliendo la cabeza. Una vez, hacía años, se había tenido que tomar una aspirina, porque la practicante del caserío, que iba a visitarlos una vez al mes, así se lo había ordenado. Pues esta vez y bien lejos de su plantío de caña de azúcar, estaba sintiéndose igual de mareado que en aquella rara ocasión.
Pensó que probablemente si entraba y se pedía un café negro, bien cargado, podía pasársele esa desagradable y agobiante sensación. El joven de la barra lo atendió.
- ¡Ay mi Don, está usted cómo pálido! ¿Se me siente bien? – le espetó a la par que le servía el negrito bien cargado como este sereno señor, presumiblemente llegado de las llanuras se lo había pedido.
- Sí, claro, mi hijo. ¿Pues y porqué no? – le había dicho con el típico acento de la gente venida de por allá.
Mientras Farruco se despachaba su cafecito, empezó a sentir como lo rodeaban tantos sonidos molestos que empezaba a acrecentarse su malestar. Un chillido cómo el de un pajarito en agonía y una chica que dice socarronamente:
- ¡Aló Juan Fernando! Séme sincero…¿te gustaron las bragas que me puse ayer para ti?
Y luego, un no sé qué de sonido infernal como de gata en celo y el gordo de la esquina, que se le ve que no ha trabajado un día en su vida por la barriga que ostenta, que dice con su voz gutural:
- Pero bueno mamita, tú sabes que eso no se hace así. Haz las vainas bien.
Luego otro ring ring y otro teléfono más y más. Farruco no se lo puede creer. Él, que apenas utiliza el teléfono público del caserío una vez a la cuaresma, y aquí en la capital al parecer nadie puede vivir sin sus alóes, ni sus ring-rings.
Pensó rápidamente sobre lo que opinaría Clementina, su mujer, de esas muchachitas que hablan de tangas por teléfono móvil.
Apuró su café y salió del lugar. La concurrida plaza llena de gente, de colores, de vendedores ambulantes, de predicadores del evangelio, de pregoneros con sus periodicuchos y de partisanos políticos exigiendo una revolución ya, le pintaban un panorama demasiado confuso en su cabeza habituada a muchos metros cuadrados de caña que cortar y de caña que recoger. Pero claro, su pueblo era tan pequeño que una vez, un antiguo patrón que había tenido, le había dicho que a menudo ni siquiera salía en los mapas de carretera. ¿Cómo carajo entonces iba a tener una delegación gubernamental para efectuar el laborioso papeleo que había venido a hacer?
Gente camina por aquí y por allá, por las aceras y en plena avenida, porque hay tantos vendedores ambulantes que se han adueñado del camino, que la gente debe de saltar y caminar peligrosamente de la mano de los carros. El semáforo, ¡qué fastidio!, ¿se cruzaba era con el rojo o con el fulano verde? Mejor esperaba a ver qué hacía la gente a su alrededor. Tenían que estar habituados a esa amarga tricromía. Digo “tri”, porque también hay un amarillo en el medio de ambos. ¡Verde! Okey, era el verde, cruza en medio de sus pensamientos e intenta entrelazar los suyos con sus vecinos del rayado que con el paso del tiempo y del fuerte sol reclama ya una nueva mano de pintura. No lo consigue, cada quién anda en lo suyo, aunque sí observa la furtiva mirada que el chico moreno le echa al abombado trasero de la chica que cruza enfrente de él. De nuevo, ¿qué pensaría Clementina de esto?
Llegó a la plaza y se sentó en el banquito verde, de esos que les deja a los incautos viandantes pequeños trozos de pintura descorchada en la camisa. Pensó Farruco, que al menos la diligencia de aquella mañana le había salido bien. A él no le importaban los madrugonazos. Más bien era raro el día que no lo hiciera. Y a las 4.30 de la mañana ya había tenido que estar en la larga cola que se hacía afuera de la delegación. Hacía un poco de frío, más del que estaba acostumbrado el buen viejo llanero, para quien una noche y una madrugada es sinónimo de intenso calor, tanto como lo puede ser el mediodía de aquella vasta soledad infinita de sus sabanas. Eso no le había importado. Pero el ver que los chicos de la cola, se entretenían a esas horas y sin siquiera un cafecito, con sus teléfonos móviles dale que dale a las teclas. Con sus soniditos fastidiosos en un vaivén intenso de rápidas movidas dactilares, eso sí lo tenía perturbado. ¿Qué tanto podían hacer esos chicos con esos pedazo de teléfonos del carajo?
Farruco no necesitaba comunicarse con nadie para realizar su labor cotidiana. Él se montaba en su burrita y dale que te pego, llegaba prontamente a su cañaveral, cortaba durante horas las mejores, las organizaba, las montaba en una carretilla, y luego venía a fin de tarde el capataz en su Jeep y se las llevaba. Al final de la semana, Farruco tenía su sueldito que le alcanzaba perfectamente para tener su pequeño terruño junto a Clementina en su llanura. No hacía falta nada más.
Esos condenados teléfonos que tanto sonaban en la capital y esos alóes sinceros e insinceros que podían escucharse a cada instante lo superaban. No deseaba consumir más aspirinas, ni mucho menos saber qué diablos le pareció al tal Juan Fernando las bragas que la chica de la cafetería se había comprado para quién sabe cuáles menesteres o artes antiguas.
Descansó un rato en el banquito verde, hinchiendo sus pulmones del más puro y tóxico smog capitalino y Farruco emprendió con paso cansado su regreso al terminal de bus que lo llevaría de nuevo a su llano. Bien lejos de los teléfonos móviles y de los predicadores del evangelio.
lunes, 16 de enero de 2012
LO QUE OCULTAN UNAS GAFAS DE SOL - Oleguer Solsona
Aquella playa le recordaba los muchos veranos que había estado en un sitio como éste. Recuerda las primeras discusiones de sus padres que acabaron en divorcio cuando apenas iba a la guardería.
Después, el divorcio, y poco más tarde, no volver a ver a su padre, que se fugó buscando su propio mar en calma. Desde entonces, todos los tormentosos veranos de niñez, yendo de la mano de su madre, esbelta y jovial, saliendo a comer un helado. Cada Agosto tenía un padre distinto que le pagaba esos helados. Y las entradas al circo, y las horchatas refrescantes, y las excursiones en barca con su madre y los menús infantiles en restaurantes caros. Con sus ojos de niño,
podía ver como ella, sin pudor, acostada cada verano en arenas de distintas texturas, les metía descaradamente la mano bajo el bañador.
La pelotita del niño, rebota contra sus pies. Le pide amablemente que se la devuelva, sin pedirle perdón. Tiene la misma mirada inocente como la que tenía él a su edad. Esboza una pequeña
sonrisa, educada. La primera del día, quizás de la semana o del mes. El niño se gira, con la pelotita en las manos, sin darle las gracias.
Pasó la adolescencia entre historias románticas sin final feliz y sinsabores, siempre mas agrios que dulces. No podía enamorarse, el tiempo era escaso, y con absoluta probabilidad, al verano siguiente no repetiría el lugar de veraneo. No importaban más que los momentos, los únicos cálidos de Agosto, bajo el muelle y la luna veraniega. Se volvían helados cuando comprobaba que, cuando más se acercaba al final, las caras de las chicas más se parecían a ella.
Da un paseo de unos minutos por la orilla. Un par de chicas paseando en dirección contraria se paran en cuando lo ven. Le preguntan si tiene un cigarro. Niega con la cabeza. Se miran
sonrientes. Le invitan a tomar una copa esta noche. Apuntan sus números de móvil en un papelito. “No te olvides de llamar” le recuerdan antes de despedirse.
“¿Ya has ligado otra vez?” le pregunta su madre al volver a la toalla “No paras ¿eh?” Como si todo el mundo fuera como ella, reniega con voz imperceptible… Rompe sus pensamientos,
abruptamente, el niño de antes que pasa corriendo a su lado, llenándole de arena.
Entrando en la mayoría de edad, siguió penetrando a marchas forzadas en los callejones oscuros de la noche. De día, trabajaba en cualquier restaurante de la zona. Sus amistades le duraban lo
mismo que el paso de los turistas. Las cervezas de después del turno de noche, con otros cocineros y camareros venidos de la España interior, le hacían no morir de asco en la tediosa y mecánica tarea de servir sangrías, paellas y calamares a la romana. Lo peor era cuando su madre iba a comer con el novio de moda. En ese turno, siempre equivocaba algún pedido o quebraba platos que se le escapaban de las manos.
“Joshua, ven aquí” oye chillar a una señora con bañador de flores a pocos metros de él. “Estate quieto”. Se asombra de la contradicción evidente de las órdenes de la señora y agradece tener un nombre de lo más común. En eso, sólo eso, ha tenido más suerte que el niño.
Guarda pocos recuerdos gratos de los Julios y Agostos vividos hasta ahora. Cada época, con su conclusión, la redacción sobre el verano del primer día de clase, los exámenes de recuperación
o el fin de contrato antes de volver a la ciudad.
A su lado, su madre hablando con un empresario divorciado de pelo canoso. Ella no disimula, poniendo en práctica su habitual rito de coqueteo. Lo ha visto demasiadas veces como para no
anticiparlo con total Moviendo suavemente la cintura hacia el, para que pueda observar lo bien que conserva su cuerpo.
—Vamos a comer, recoge las cosas. Nos invitan— le ordena su madre unos minutos después.
Él recoge la toalla, parsimonioso, siguiendo los pasos de la nueva pareja. De nuevo la dichosa pelotita de Joshua le golpea. No sabe si aguantará otro verano más. Quiere dejar de sentirse
permanentemente un niño.. Envía muy lejos, con la mirada perdida entre el chiringuito y el puesto de piraguas, de un fuerte puntapié, la dichosa pelotita azul. No sabe si podrá seguir con la tarea de conocer mujeres si la única que le importa apenas le presta atención. Rodeado de miradas incrédulas, habiendo perdido su anonimato, arrastra los pies tras la nueva pareja. “Sólo un poco de cariño, mamá” demanda mentalmente observándola, “es lo único que pido”.
Aquel día en que se aclaró la noche por Javier Montes de Oca Rodríguez
El día en que Florencio Torres haría el descubrimiento de su vida completamente por azar, se había levantado con exageradas ganas de tomar café. Quizás hubiera sido la taza de cerámica tradicional de estilo precolombino que tenía como amuleto cada vez que iba a trabajar, pero la magnífica ciudadela maya que descubriría para el mundo aquel día lo haría sentirse como un arqueólogo con suerte.
La noche anterior, muy estrellada, no había logrado dormir porque su equipo estaba de guasa. Había sido el cumpleaños de uno de sus aprendices de investigador y el aguardiente de coco había rodado bastante bien por todo el equipo. A Florencio no le molestaba en absoluto que su equipo se distendiera un rato del agobiante trabajo de excavar, recoger, limpiar e identificar los restos de aquel conocido sitio maya en la selva guatemalteca. Él mismo le había dado un par de tragos a este embriagante alcohol de la jungla. Probablemente gracias a él hubiera podido dormir tan bien en su rudimentaria tienda de campaña cerca del paso de un arroyo, omitiendo las incesantes picaduras de mosquitos y otras plagas entomológicas. Pero no, igualmente había dormido fatal.
El día del descubrimiento, bebió dos tazas del mejor café de la región y revisó los planos del sitio que ahora estaba estudiando, para complementar investigaciones previas realizadas por su mentor. Se untó pomada mentolada para aliviar las picaduras y se acicaló un poco, afeitándose ligeramente los poblados bigotes amarillentos de tanto fumar. Florencio no tenía pensado realizar algún día un hallazgo que lo catapultase al salón de la fama de los principales expertos en el mundo maya. Tan sólo tenía pensado hacer un pequeño recorrido en torno al sitio de Uaxactún con parte de su equipo y de ahí nuevamente a proseguir con el arduo trabajo de identificación de vasijas y otros enseres funerarios del período clásico maya. Nada más.
Así que cogió su mapa, sus binoculares, su mochila raída por el uso con un parche de una bandera incaica cosido y se encaminó por la trocha que se pierde desde el sur del sitio adentrándose en los verdores de la selva del Petén. Florencio fumaba como chimenea, cosa que hacía indiferentemente si se encontraba dando clases en
Sus pasos firmes en la trocha, eran seguidos con amplio respeto por su equipo que lo idolatraba por sus enormes conocimientos y su gran calidad humana. Además Florencio, amaba lo que hacía, amaba con todo su fervor el antiquísimo legado que los pueblos mesoamericanos habían dejado para que un día, él, Florencio Torres, los recogiera de
En un alto en el camino, alzó los binoculares y creyó distinguir una especie de claro en la tupida manta arbórea que se cernía sobre el equipo.
- ¡Tomás, César, Jacinto, Olivia, miren allí! – les indicó a sus arqueólogos y acto seguido se pasaron uno a uno los binoculares.
Ninguno de ellos, incisivos visitantes de Uaxactún, se habían percatado nunca de ese poco definido claro, como dejado expresamente por la naturaleza. Cóatl, el guía del sitio, baquiano del Petén creía haberse adentrado alguna vez por él, aunque igual era un chico bastante joven, delfín del oficio de su ya nonagenario padre. Todos descendientes directos de aquellos pueblos del Sol.
Por cierto que a las diez y media de la mañana, el sol ya había despuntado en todo su esplendor y picaba un poco en la piel de los arqueólogos. Decidieron encaminarse utilizando los machetes que el guía maya había traído en casos como éste. Tres afiladas hojas aparecieron como el conejo de un mago, en el fondo de la mochila del joven. Labrando un estrecho sendero, evitando las espinas de los árboles y las hojas que provocan urticaria al contacto de las pieles sensibles de ciudad, Florencio marchó atrás de Cóatl y en fila india el resto de la expedición que ya se estaba saliendo de los linderos históricos de Uaxactún.
Por la mente de Florencio no pasaba nada más que el posible descubrimiento de alguna pequeña muralla o de algún puesto de vigilancia adelantado. Al cabo de dos horas, a ese ritmo y con el incesante blandir de las cuchillas entremezclado con el encantador sonido de la selva guatemalteca reclamando su lugar en ese mágico mundo, hasta pensó en abandonar. Probablemente, Cóatl los había extraviado y estaban perdiendo un valioso y costoso día de investigación en el sitio. Después de un debate interno, se decidió por confiarle media hora más a su guía, al fin y al cabo, el trabajo no iba nada atrasado y podían darse ese pequeño lujo.
Sorprendido por su exactitud, Florencio puso un pie en el descampado que habían visto desde la trocha, dos horas y media después del primer machetazo al margen del camino.
A primera vista, no observaron nada más que jungla alrededor del pequeño círculo. Sin embargo, al sentarse a comer sobre unas salientes de roca las provisiones que habían traído, pudieron escuchar a lo lejos un feroz rugido.
- ¡El jaguar! – exclamó pasivamente Cóatl.
- Es raro escucharlos tan nítidamente en estos días – se sorprendió Florencio.
En un par de minutos más, escucharían ahora sí, con más vehemencia el rugido del mayor felino en tierras americanas. Esta vez se aterrorizaron. En breves segundos, el espléndido animal se detendría a unos doscientos metros de los arqueólogos y los miraría fijamente durante unos maravillosos segundos. El jaguar, después, salía del descampado a paso despreocupado.
Florencio no abandonaba su asombro y con la curiosidad característica de un investigador de campo, alcanzó en breves zancadas el lugar que hace un minuto ocupaba el bello animal. Al llegar, comprobó que se trataba de una zona ligeramente cenagosa, por lo que la fiera marca de sus cuatro huellas, se habían impreso en la milenaria tierra a fuego.
Siguiendo un instinto de furia, casi de locura ancestral, de rabia empalagosa, de devolverle a la larga noche de los 500 años, la luz que un día tuvo, extrajo un pequeño pico que traía consigo todo el tiempo cuando salía de expedición y con todas sus fuerzas empezó a cavar en ese lugar mítico marcado por las patas del jaguar. Cóatl y los demás, lo acompañaron cada quien con lo poco que tenía a mano y en un par de horas entre los seis, lograron hacer un agujero respetable que dejaba observar con sorpresa una enorme piedra rectangular, que Florencio rápidamente identificó como maya clásico.
No podían abandonar este descubrimiento a su suerte. Hoy en día, aún rondan quienes hacen negocio lucrativo de estos tesoros de
Al cabo de tres semanas de dura labor dirigida por Florencio Torres, un inmenso edificio potencialmente un templo sacerdotal, según las opiniones del grupo, emergía claramente del corazón del Petén. Todo debido a la aparición casual del jaguar en medio de un descampado olvidado por los siglos y casi tragado por el manto de árboles tropicales.
Una década después, el Dr. Florencio Torres, puede recordar con tranquilidad aquel día, en el que su aguzado instinto y su amor por la tierra sagrada de sus antepasados, al hacerle caso a las señales crípticas de la naturaleza, descubriría el templo sacerdotal, pilar y eje fundamental de toda la ciudadela maya que se descubriría tras dos intensos años de excavaciones.
A PESAR DEL FADO por Javier Montes de Oca Rodríguez
Una voz de ángeles. Una belleza sin parangón por esas tierras rurales, por esos coloridos campos, surcados del dorado fulgor del trigo y por los suaves movimientos de las vides con el mecer del viento otoñal. Unos ojos almendrados y verdosos como las de una princesa mozárabe. Y el Fado, estaba el Fado. La saudade que pellizca de melancolía todo el entorno pero que no lo deja ser alguien más. Es esa saudade que le otorga el zumbido empalagoso a esa mujer crecida en esas tierras lusitanas.
A Olivia nunca nada la detuvo en su pequeño Abrantes natal. Desde que era sólo uma menina, su madre le atizó que era la criatura más hermosa de todo el pueblo y fue madurando de esta manera, haciéndole sombra a sus dos hermanas menores, Graça y Natividade que sin embargo, en nada tenían que envidiar a la brillante Olivia ni en belleza ni en inteligencia. No obstante, estaba el Fado, siempre el Fado.
Con el pasar del tiempo, que en aquellos terrenos de Dios, es igual a decir mucho, la madre de Olivia, Assumçao, conoció en una pequeña botica del pueblo a Márcia, una delgada mujer de cabellos ocres, cuya afabilidad en el trato encantó de buenas a primeras a la gran matrona alentejana. Esta chica seductora, obstinada del ruido y de la polución de los barrios bajos de Lisboa, acababa de asentarse en Abrantes por una temporada, a fin de poder reencontrarse con su fuero interno que ya la tenía consumiendo pastillas ansiolíticas. Y muy a pesar del Fado.
Pues sí, Márcia, ahora en sus lejanos treintas, era profesora y cantante de Fado en el barrio capitalino de A Moureria, y ya reventada de la ciudad, decidió establecerse en la ruralidad bucólica de aquel pueblo del centro de Portugal, a la par que, estaba segurísima de eso, esta mudanza incrementaría su saudade por los barrios céntricos y en ocasiones, pérfidos, que solía frecuentar.
De esta manera, la ilusión pintoresca de la señora Assumção, porque su hija aprendiese a cantar el Fado de sus amores, ya podía materializarse. Fado, saudade, Fado. Nada era suficiente para satisfacer a Márcia en sus ansias por hacer de Olivia, ya casi una adolescente de ojos profundos, en una grácil cantante de Fado.
Pasaron los meses y la relación profesora-alumna se fue estrechando cada vez más, hasta que Olivia ya casi pasaba más tiempo con su instructora que con su madre. Sin embargo, realmente había algo en esta chica que a todos hechizaba. Márcia no recordaba haber querido nunca tanto a una alumna, como a esta pequeña chicuela de la clase obrera. Además, su voz, había algo tan teatral en su voz, que Márcia sin saberlo, se estaba haciendo fanática de su pupila. Es cierto que había conseguido un par de alumnas más en el pueblo, pero ninguna le llegaba a las tonalidades exquisitas ni al lirismo que la voz, aún por labrar de la chica, podía alcanzar.
Pasaron los años y Olivia cumplió 21. Hace tiempo ya, que no había vuelto a ver a Márcia, ni siquiera había sabido de ella. Su otrora amada profesora. Aquella que, junto con su madre, sus hermanas, los chicos del colegio y todo su pueblo habían forjado su vanidad, su carácter indomable, que tanto contrastaba con su origen humilde y con sus evocaciones sobre el escenario. Pero ahora estaba Lisboa. Nunca más volvería a ese pueblo de mierda, lleno de campesinos olorosos, locos por el alcohol. Ahora, tenía al Fado y el Fado la tenía a ella. Estaba abriéndose camino a fuerza de su belleza, su embelesamiento al cantar y su carácter.
Olivia, sólo había conseguido entrar a cantar en pequeñas tabernas, tascas y Casas de Fados, acompañada en cada sitio por músicos diferentes, que con paixão lusitana, hacían vibrar las cuerdas de la viola y de la guitarra portuguesa. Pero los elogios al final de cada pequeña presentación eran sublimes y siempre exacerbaban el talento de la chica del Alentejo. Su talento fue in crescendo, así como su soberbia y amor propio.
Sin haber jamás entrado a un estudio profesional, ni haberse presentado en ninguna sala realmente importante de la capital, Olivia ya se veía casi escoltando a la mítica Amália Rodrígues. Cualquier pequeña desavenencia en el día a día le hacía perder la compostura y su escultural figura perdía parte de su esplendor. Su furia a la hora de un contratiempo, por nimio que resultara, la hacía alejarse maldiciendo y no encarar como una auténtica cantante folklórica los detalles que pudieran estar estorbando su perfección. Pero siempre le quedaba el Fado, ese cantar longevo que había aprendido con tanto cariño y que le había enseñado tantas cosas. Pero, ni él podía con su vanidad.
Sus peticiones a la hora de firmar contrato con los dueños y administradores de los locales nocturnos donde se presentaba, así cómo a la hora de sus largos ensayos con sus músicos, se iban volviendo cada vez más excéntricas y alejadas de la niña de cuna proletaria, educada con firmeza por su madre. Pero su voz y su juventud la avalaban. Siempre todos, terminaban firmando y cediendo a su vanidad.
Al fin la carta que estaba esperando le había llegado. La audición que había hecho en el lujoso Teatro da Trindade lisboeta, había dado sus frutos. ¡En su fina acústica resonaría por fin el Fado lírico de Olivia Almeida! La nueva Amália Rodrígues había llegado. Al menos, eso era lo que la vanidosa chica había hecho inscribir en el cartel promocional de su gran estreno.
Llegó el día. Su madre, sus hermanas, sus antiguos compañeros del colegio de Abrantes estaban ahí. El clérigo del pueblo, el ganadero, el panadero, el viticultor, incluso amigas de la más tierna infancia que tenía más de un lustro que no veía ni contactaba. El sonido era perfecto, ya lo había comprobado en la prueba de sonido. La iluminación era majestuosa. Esta vez tendría más músicos, todo un conjunto de piano y cuerdas que se sumaría a sus incondicionales João en la viola y Custódio en la guitarra portuguesa. El traje que se había hecho confeccionar especialmente, realzaba sus 23 años de una manera que ni el más excelso de los pintores realistas habría logrado esbozar.
Olivia salió al escenario, soberbia, micrófono en mano, con su clásica mirada engreída y jactanciosa. Aún así recibió una ovación al salir. Abrió la boca y nada. Ni una nota, ni una frase, ni un Fado, ni siquiera una saudade. Nada. La voz tan preparada en otras ocasiones, ésta vez no se atrevió a asomarse. Decepción y dolor. Ahora la saudade se había transformado en lágrimas espesas. Pataleó y se fue corriendo tras bastidores. Hubo que suplirla con una cantante residente del Teatro da Trindade, que siempre está preparada por si estos casos. Al final de cuentas, Olivia también es humana.
Al día siguiente alguien llamó a su móvil. Era una voz harto conocida, perdida en la lejanía de aquellos trigales y aquellas vides de su infancia y adolescencia. Suave como una madre cariñosa, pero firme como una profesora de corazón, de esas que probablemente se tenga una sola en la vida, le dijo cantando:
- Olivia, te lo dije. Y no me quisiste hacer caso. Minha menina, eu te perdoo.
Márcia del otro lado del teléfono alcanzó a oír el triste lloriqueo de la humilde aprendiz de fadista alentejana.
UNOS CUANTOS SAPOS PARA LAMER Por Javier Montes de Oca Rodríguez
Había llovido providencialmente y como los dioses mandan aquella madrugada. Tare’ Boh se asomó fuera de la gran choza comunal donde cada mañana la familia polinesia podía observar detenidamente al gran disco de fuego despuntar. Con su complexión delgada y sus pasos ágiles y firmes se acercó cautelosamente al borde del mar, disfrutando con cada bocanada, del aire más puro del planeta. Por supuesto, el único que conocía aquel hombre de una treintena de años, con la piel curtida por el fuerte sol del Pacífico y unos bucles dorados característicos de su bravía raza.
El botuto, ese gran molusco que tiene la responsabilidad de llevar sobre sus inexistentes hombros el arduo peso de ser el sostén de toda esta humilde comunidad polinesia, se encontraba estoicamente bajo la arena, con tan sólo saber dónde buscar, a la espera de ser recogido por unas fuertes manos y aprisionado en una pequeña cesta confeccionada desde hacía siglos de la misma manera por los antepasados de Tare’ Boh.
La arena húmeda aún, por el torrencial diluvio al alba hacía sonreír a este joven polinesio cuyo horizonte terminaba al acabarse este pequeño atolón polinesio. Tare’ Boh recogió su arpón tradicional que había dejado escondido la tarde anterior, al recodo del saliente de una roca, y sin pensarlo dos veces se sumergió en las templadas y mansas aguas en busca de algún botuto que llevarse a la boca.
Lo siguiente que recuerda Tare’ Boh es hallarse en un sombrío espectro, tan oscuro como
Pero ésta vez, era realmente diferente. Esa bruma, pestilente y pegajosa, lo había dejado atontado y mareado. No era capaz de recordar cómo había podido llegarse hasta allí. ¿Sería un malvado hechizo? Tare’ Boh no podía descartar esta explicación. Así que a tientas, en una oscuridad tan terrible como la de su vida anterior no-nata, empezó a tocar esas paredes que se le antojaron corrosivas y babosas. Luego de una hora de andar en círculos, puesto que el espacio era obstinadamente reducido, pateó algo accidentalmente que le provocó un alarido. Su pie se había topado en su pesaroso andar con algo muy sólido y distinto a la materia pastosa que había palpado durante todo aquel tiempo.
Se acercó a aquello y aguzando la vista lo más que pudo durante unos minutos que parecieron centurias, logró entender su forma. Esto sí que lo conocía. Los hombres blancos lo traían consigo eventualmente para guardar objetos pesados y para pagarles con su contenido al pueblo polinesio. Tare’ Boh no podía recordar bien cómo llamaban a este gran cesto los blancos. Sin embargo, logró configurarse con sus manos y su escasa vista, la forma que tenía y logró abrirlo.
- ¡Ahhh! – exclamó triunfante. Baúl, ya recordé, baúl.
Así llamaban los blancos a ese cesto pesado de metal que contenía cualquier cosa que se quisiera. Si bien no resultaba tan útil a la hora de transportar botutos. Al abrir el baúl e introducir sus manos, proyectando su alma en aquel acto, encontró otro artilugio de la hechicería blanca, que también había visto ocasionalmente cuando el hombre blanco tenía algún problema con sus canoas y debían quedarse a pasar la noche en su isla, entre ellos. Sin embargo, Tare’ Boh no tenía ni un ápice de idea sobre cómo utilizar ese extraño cilindro, que además estaba enteramente recubierto de aquella sustancia asquerosa que ya hasta le resultaba familiar.
Con sus nudosos dedos comenzó a inspeccionarla de una manera parecida a cuando labraba un arpón para la pesca. Nada, no ocurría nada. De pronto y con un golpe de su dedo pulgar, logró deslizar un saliente del cilindro y se encendió precipitadamente una luz. Tare’ Boh temblando de miedo, recordó que justamente esto era lo que hacía el hombre blanco. Reproducir durante la noche una estela del disco sol a través de este pequeño cilindro. Le volvió el color al cuerpo, si es que esto podía llamarse color y utilizando a su antojo, aquel rayo de sol encerrado, inspeccionó el llamado baúl. Lo que emanó de él sería algo que cambiaría su vida, pensaría posteriormente.
Un magnífico arco iris en veloces espirales, como un pez en el agua, se enroscaba en forma ascendente sobre un haz mayor de luz blanca e iluminó todo el oscuro recinto. Tare’ Boh, no obstante, esta vez no tuvo miedo. No más que aquella primera noche con su mujer en el lecho.
Del arco iris se desprendieron aromas parecidos a los de las flores silvestres y una voz endiosada, pero de dulce tono le dijo en perfecta lengua Sulawesi:
- Tare’ Boh no tengas miedo. Estás en el interior del gran estómago de Balloj, el pez más grande y más sabio que se haya paseado por este océano turquesa. El pez te ha tragado cuando fuiste a pescar esta mañana, mas no te hará ningún daño, puesto que su misión en la tierra es la paz. Este era el único lugar donde se le podía revelar a alguien de espíritu puro, el método más eficaz de salvar a
Tare’ Boh obedeció al fulgor multicolor que se enrollaba como gusanos y echando una furtiva mirada a las paredes del estómago del pez se sentó plácidamente con las piernas cruzadas.
Al terminar aquella melodía y transformar la conciencia del joven polinesio, Balloj el gran pez lo expulsó con fuerza por una de sus agallas, dejando el baúl en sus pegajosas entrañas y deslizándose se nuevo como una gran penumbra que se desvanece hacia las profundidades del Océano Pacífico.
Tare’ Boh durmió esa oscura noche en la orilla del mar, inconsciente, bajo el manto protector de las estrellas, que en estas latitudes australes se manifiestan brillantes como óculos celestes. Cuando despertó nuevamente, tenía a toda su comunidad y familia en su entorno, rodeándolo con sus cabellos amarillos crispados y bendiciéndolo por haber regresado.
Tare’ Boh se repuso de un salto y visiblemente emocionado con lágrimas en los ojos, exclamó que tenía algo que contarles, algo que les haría cambiar su vida y la de los hombres blancos para siempre…
- Éste…éste…ehmm, no me sale, lo que me dijo aquella voz celestial. Ehmm…arco iris, pez, baúl, botuto, arpón…no, no era eso. ¡Mierda, no puede ser! Creo…creo, creo… que ¡se me olvidó! La luz, saliendo del baúl, dentro del estómago de un gigante pez, me dijo que cambiaría a
Absortos, los hombres con la mano en la frente, los niños con los dedos en la boca y las mujeres con sus ojos fuera de sí unidos en una plegaria por Tare’ Boh, lo contemplaban con lástima, con un sentimiento de amor fraterno, que exasperó aún más al joven pescador.
- Lo siento, mi gente, lo siento mucho. Pero el método para salvar a