jueves, 16 de octubre de 2014


SÓLO VENGO PARA AVISAR


Raquel Fernández Amandi

 

¾Ave María Purísima.

¾Sin pecado concebida.

El olor a vela, el incienso y el perfume rancio de señora mayor se mezclaban en el ambiente provocándole un estado de aletargamiento constante. El nivel justo de sopor para poder sobrellevar las repetitivas confesiones de sesentonas artríticas y niños de catequesis. Uno de sus profesores del seminario les había advertido en su día de lo tedioso de este sacramento: “de mano puede pareceros divertido, pero es un soberano coñazo”. Tenía razón. No había nada de aquellas suculentas historias de lujuria y deseos prohibidos que contaban las películas de posguerra, ni siquiera un triste robo había llegado a sus oídos en las horas que había pasado allí sentado. Domingo tras domingo la misma aburrida sucesión de envidias vecinales, de desobediencia infantil y de gula, mucha gula.

¾¿Cuánto hace que no se confiesa? ¾suspiró con desinterés¾. Ahora vendría lo típico, un tímido “Bastante…” o un “Dos o tres semanas”.

¾Nunca lo he hecho.

Dio un respingo. Sorprendido, se enderezó en el incómodo sillón de terciopelo granate.

¾Y, la verdad ¾continuó el feligrés¾, tampoco creo que lo vuelva a hacer.

¾Vaya, en tal caso ¿a qué se debe…?

¾Voy a matar a un hombre.

Semejante declaración lo pilló desprevenido. El corazón se lanzó a palpitar como si le fuera la vida en ello. El alzacuello le oprimía la garganta y el oxígeno parecía huir de sus pulmones. Intentó recomponerse.

¾Vaya ¾no alcanzaba a decir mucho más. Era uno de esos momentos en que un buen sacerdote marcaría la diferencia reconduciendo a la oveja descarriada al redil con una sola frase, pero a un novato como él no se le ocurría nada¾. Vaya… ¾repitió¾ y… o sea que usted… vaya que ¿va a asesinar a alguien, dice?

¾Exacto.

¾¿Y, y… quiere que Dios le perdone de antemano? ¾ahora hasta tartamudeaba, qué vergüenza.

¾Bueno, eso sería lo ideal pero para que me perdone tengo que arrepentirme ¿no?

¾En principio, sí, claro ¾se escuchó decir a sí mismo, aún pasmado ante el surrealismo de la conversación.

¾Vale, entonces no. Sólo vengo para avisar.

La serenidad que dejaban traslucir sus palabras era asombrosa. Trató de identificarlo. Sus facciones, desdibujadas por la rejilla del reclinatorio, no le resultaban desconocidas, pero tampoco alcanzaba a verle bien la cara. Su mente iba a mil por hora y, por esas cosas de la vida, se detuvo justo en el catecismo infantil. Con el soniquete típico de las tablas de multiplicar resonaron en su cabeza las frases: “Examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia”. Sí, siempre les habían recalcado que en situaciones críticas lo mejor es ceñirse al protocolo establecido. Ya habían tocado los dos primero puntos así que a por el tercero.

¾Bien… bueno… ¿y propósito de enmienda, tiene? Vaya, ¿tiene la firme intención de no hacerlo más?

¾Hombre, claro que no lo volveré a hacer ¾respondió casi ofendido. Con un tono de esos que te contestan y te llaman tonto a la vez.

¾Estupendo ¾sabía que no tenía demasiado sentido pero se sintió aliviado.

Siguió tachando mentalmente: “decir los pecados al confesor” era evidente que ya se los había dicho, y... “cumplir la penitencia”. Ah, sí, penitencia, imponer penitencia se le daba bien. Carraspeó, se volvió a enderezar y en el tono más ceremonioso que pudo encontrar casi declamó:

¾Hijo mío, en vista de la gravedad de tus pecados, pero sobre todo teniendo en cuenta tu propósito de enmienda, reza un Padre Nuestro y dos Señor Mío Jesucristo concentrando tu corazón y tus esfuerzos en intentar no volver a pecar ¾sin darle opción a meter baza, continuó de carrerilla¾. Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

¾Amén ¾contestó con idéntica solemnidad.

Recortado contra la rejilla de madera lo vio levantarse e ir hacia la zona de bancos, una vez más trató de reconocerlo, sin éxito, mientras se arrodillaba de espaldas a él.

Un Padre Nuestro y dos Señor Mío Jesucristo después, cuando ya otro penitente ocupaba el reclinatorio del confesionario, un disparo resonó entre los muros del templo y el cuerpo del feligrés absuelto cayó inerte sobre el suelo de mármol de la iglesia.


ESMERALDA


Jon Igual Brun

 

Una soleada mañana de mayo, en el quinto piso de una casa en obras, un albañil juega con un ladrillo. Lo sostiene con una mano, lo lanza hacia arriba un palmo o dos y lo vuelve a coger. Al golpear su mano hace un ruido seco. ¡Plaf! “Me la has jugado, tío, y a mí no me gusta que me la jueguen”. ¡Plaf! La persona que tiene enfrente, un chico más joven, parece algo nervioso, pues su mirada no para de ir del ladrillo a los ojos del otro. “Tú me la jugaste a mí primero...” tartamudea, “no me habías contado todo el plan”. ¡Plaf! El ladrillo es agarrado con fuerza; al ser desplazado hacia atrás roza el rostro contraído por la rabia del albañil y es lanzado en dirección al joven. Avanza decidido hacia su objetivo, pero los reflejos de éste son más rápidos de lo esperado y el ladrillo choca con un andamio, se parte en dos, y mientras uno de los trozos aterriza sano y salvo en el suelo, el otro inicia su descenso hacia el parque que hay debajo.

Pasa el cuarto piso, el tercero, el segundo... Atraviesa las ramas llenas de hojas de un árbol y vuelve a partirse en dos al aterrizar en la cabeza de una señora que pasea a su caniche. Uno de los trozos del ladrillo sale rebotado y golpea en el cuello a la perrita. Afortunadamente, tanto el collar como el cráneo de la dueña han amortiguado la caída lo suficiente como para que este segundo impacto no tenga ninguna fatal consecuencia. Asustada, la perrita sale corriendo sin más rasguños que los sufridos por la chapa que hay en su collar, donde ahora cuesta un poco más leer el grabado que dice: Esmeralda.

Ajena a los gritos de horror de la gente, Esmeralda corre sin rumbo fijo. Esquiva como puede a las numerosas personas que avanzan en dirección opuesta, atraídas por el tumulto de curiosos que se está formando alrededor de su difunta dueña. “¡Que alguien llame a una ambulancia! ¡Qué horror!”, gritan a su paso. La perrita gira a la derecha, entra en un jardín y se esconde debajo de unos arbustos. Una vez resguardada se relaja un poco y echa una meada, descargando así parte de su tensión. Sin embargo su momento de tranquilidad no dura mucho, ya que un gran perro negro entra en su escondrijo y empieza a olisquear el suelo recién regado por Esmeralda. Ésta, molesta, se da la vuelta, gruñe, ladra, pero el otro perro más que intimidarse parece divertirse. Salta hacia atrás, luego hacia delante, le devuelve los ladridos. Entonces la perrita sale corriendo, mira hacia atrás y al ver que su nuevo compañero le sigue, para su carrera y vuelve a ladrarle. Esta vez el perro apoya sus negras patas en Esmeralda e intenta inmovilizarla, pero la perrita muerde una de las patas y consigue escapar. El juego continúa y el perro negro no cede en su empeño hasta que consigue colocarse detrás y empieza a mover rítmicamente su cadera. A Esmeralda, que parece que ya ha superado la muerte de su dueña, no parece molestarle.

Sin embargo la pareja es distraída por una piedra puntiaguda y de color naranja que cae a pocos centímetros de ellos. “¡Cógelo, Rex! ¡Deja a la perra!”, grita un chico que no se ha fijado en las motitas rojas que tiene la piedra que le trajo su perro hace un rato. Ahora que la piedra ha entrado en escena, Rex no sabe si seguir con la tarea que tiene entre manos o saltar a por ella, pero en cuanto ve a Esmeralda olisqueándola, toma su decisión y la coge antes de que la perrita pueda evitarlo. Ahora es Esmeralda la que corre detrás de su pretendiente mientras éste escapa divertido.

En su carrera se cruzan con un hombre y una mujer que caminan a toda prisa. “¡Eres un imbécil! ¿Cómo se te ocurre lanzar un ladrillo desde ahí arriba? Ahora, aparte de un ladrón ¡eres un asesino!”, grita ella. “¡Cállate! No te pongas histérica, el pringado de Mario no dirá nada, me tiene miedo, nadie tiene porque enterarse”. “¡Sí, ya! Igual que no dijo nada de lo del robo... ¡Eres un imbécil! No sé cómo me convenciste para hacerlo. ¡Ya no quiero tener nada que ver con esto!”. La chica se da la vuelta, pero el otro hombre la sujeta del brazo y le da un puñetazo en toda la cara mientras grita: “¡Zorra!”. Un adolescente que acaba de presenciar lo ocurrido, se acerca al hombre y dice: “¡Tranquilo, tío!”, a lo que el hombre responde con otro puñetazo.

Al escuchar el gemido de su amo, Rex para en seco y, seguido de cerca por Esmeralda, comienza a correr de vuelta. Suelta la piedra y se abalanza sobre el pie del agresor, que esquiva la embestida en el último momento. El hombre aprovecha la oportunidad para darse la vuelta y salir corriendo, sin embargo, en medio de tanta confusión, tropieza con un trozo de ladrillo, pierde el equilibrio y cae redondo al suelo. Esmeralda, que se siente más valiente en compañía de su nuevo amigo, salta encima del hombre y le muerde en la cara. Sus gritos no tardarán en llamar la atención de los policías que están llegando al parque.

METAMORFOSIS


Enrique Maciel

 

Nunca pensé que el evitar pisar una insignificante cucaracha me traería tantos problemas. Debo reconocer que al principio todo iba sobre ruedas. Era algo diferente tener una cucaracha de mascota y una compañía inseparable. Un día decidí  llevarla a mi trabajo. Allí todo empezó a cambiar. Como éramos “amigos” colaboraba conmigo en forma desinteresada. Hacía el papeleo que no me gustaba hacer y me consolaba cuando estaba agobiado. Por comodidad dejé que cada vez abarcara más y más. Cada día que pasaba notaba que su fisonomía era más humana y no tenía problemas en expresar sus opiniones sobre fútbol, economía o relaciones amorosas. Incluso mis compañeros decían que era más alegre, guapo y eficiente que yo. Así fue que escalando de a poco, Gregorio se convirtió en mi jefe y yo me convertí en una insignificante cucaracha que busca empleo.