martes, 30 de marzo de 2010

La primera vez (Myriam)

[Extracto de un fanfic]


El frío había llegado por fin a Barcelona y los cristales estaban completamente empañados; en realidad la temperatura era más baja de lo normal para estar a mediados de octubre. Fuera, el viento silbaba lúgubremente agitando las hojas caídas de los árboles, en tonos cobre y dorado, que formaban como una alfombra de terciopelo que cubría las calles heladas. Chris acababa de recogerme de mi clase de ballet, y yo me encontraba de pie sobre la moqueta, vestida con un maillot y un tutú haciendo el tonto mientras él me miraba tumbado en la cama con una sonrisa en los labios. Obviamente ya me había duchado y cambiado después de la clase, pero a Chris le hacía gracia verme hacer algo de ballet y ahí me teníais con mi tutú de cuando representé El lago de los cisnes y mis preciosas zapatillas de punta en satén rosa claro. Hice una última pirouette y luego una réverence, exagerando los gestos para que se riera. Él se puso a aplaudir y se rió; estaba tan guapo que si le miraba era incapaz de ejecutar ni un solo paso. Esa tarde vestía una camiseta blanca muy ajustada con dibujos de calaveras en gris oscuro, de manga larga. Sin embargo, la llevaba arremangada, pues la calefacción estaba demasiado alta, y sus suaves mejillas tenían un delicioso tono rojo manzana. También llevaba un pantalón de pana marrón ancho e iba sin zapatillas, sólo con unos calcetines grises. Su pelo estaba tan increíblemente liso como siempre, y relucía como si hubieran espolvoreado algún tipo de mineral negro centelleante por cada una de sus hebras. Me sacó la lengua en broma, mostrando su piercing.


—Muy bien, eres una bailarina genial —Palmeó la cama para que me acercara y mi corazón comenzó a latir con fuerza. Recuerdo perfectamente que en ese momento sonaba Angels de Within Temptation.


Me tumbé a su lado y él me besó. Su piel estaba muy caliente y suave, y sus labios sabían a fresa. Se apartó lo justo para mirarme y suspiró tristemente mientras me colocaba bien un mechón que se había soltado del moño.


—No quiero irme pasado mañana, Iris... —Me abrazó con fuerza y yo apoyé la cabeza en su hombro.

—Yo tampoco quiero que te vayas —musité con mi vocecilla de niña, dulce y fina. Él sonrió y me miró.

—Adoro cómo hablas y sobre todo tu acento español. Es tan gracioso... —Me besó la punta de la nariz y luego la frente, las mejillas, la barbilla y por último la boca. Noté cómo su pasión crecía, mientras me introducía lentamente la lengua y su mano ascendía por mi cintura.

—Chris —exclamé apartándome un momento, con las mejillas enrojecidas, justo cuando él trataba de bajarme los tirantes del maillot. Debajo, como puede imaginarse, no llevaba sujetador—. Quiero... ya sabes, contigo, pero... quería decirte que soy virgen y... —Me sentí muy violenta y me mordí el labio inferior—. Sólo que lo tengas en cuenta.


Una sonrisa muy curiosa se formó lentamente en el rostro de Chris, y se acercó a mí para susurrarme al oído.


—¿Sabes? Yo también soy virgen.

—¡No! No te creo —exclamé, mientras poco a poco sin embargo, iba creyéndolo y sonreía llena de alborozo e incredulidad. Chris asintió aún con esa sonrisa peculiar, entre divertida y tímida, con los ojos brillantes.

—Sólo Tom lo sabe, los otros creen que lo hice con Ina. Me daba vergüenza decirles que aún soy virgen, aunque reconozco que es una chorrada. Simplemente, quería esperar a estar con la chica adecuada. Alguien de quien estuviera enamorado —Su sonrisa se dulcificó y me acarició con ternura la mejilla. Yo sentí un inmenso escalofrío y cerré los ojos para grabar bien en mi mente aquellos instantes previos.


En aquel momento comenzaban a sonar los acordes misteriosos y de lenta cadencia de Aquarius de Within Temptation, y todo a mi alrededor olía al champú de vainilla de Chris. Es curioso como hay cosas que permanecen en nuestra mente con tal intensidad que nos parece estar reviviendo un momento incluso años después. Ese fue uno de ellos. Recuerdo los nervios, el miedo y la excitación, mi corazón palpitando tan fuerte que cada latido parecía hacer temblar al mundo entero. Recuerdo perfectamente la tersura impoluta del rostro de Chris, enrojecido por el calor, sus labios seductores entreabiertos, mostrando sus dientes perlados, su nariz de muñequito, sus ojos felinos fijos en mí, brillantes. Recuerdo el zumbido de la calefacción, el silbido del viento, la sensación de mis medias rozando contra las sábanas, las manos ardientes de Chris en mi cintura. Pero sobre todo, recuerdo la sensación de euforia, de estar en un sueño, y al mismo tiempo el miedo, el miedo de estar suspendida a mil metros del suelo y no querer mirar abajo, para no ver que quizá de golpe caería sin remedio y me estamparía contra el helado suelo. Todo lo anterior a aquel momento estaba negro, completamente negro, y ya no podía volver atrás... Por suerte ya no podía volver atrás.


Si Chris siempre se había mostrado dulce conmigo, realmente aquella tarde se superó a sí mismo. Cuando apagó la luz y comenzó a besarme, yo sentí miedo, pero él supo cómo hacer que ese miedo fuera convirtiéndose lentamente en excitación, en un deseo tan punzante y doloroso de tenerle dentro de mí que olvidé cualquier manía, vergüenza o duda. Comenzó a besarme por el cuello, dándome pequeños mordiscos, y cuando llegó al maillot, me lo bajó con delicadeza y prosiguió besando y mordisqueando mis pechos, mientras yo creía estar a punto de desmayarme. De ese momento sólo soy capaz de recordar como una ola de fuego que me atrapaba de golpe en su interior y me enloquecía, y dos segundos después ya estaba desnuda y los labios y las manos de Chris estaban por todas partes, volviéndome loca.


Creo que otra cosa curiosa es cómo nos quedamos con el olor de las personas grabado en la nariz. En los meses siguientes que pasé sin la dulce compañía de Chris, su olor me siguió adóndequiera que fuera; el olor de su piel, de su pelo, de su cuerpo. Tenía un cuerpo perfecto, suave, sin apenas vello, esbelto y delgado. En ocasiones, acariciando su piel me daba la impresión de estar tocando seda, y cuando hundía el rostro en sus cabellos, su dulce e intensa fragancia me dejaba prácticamente desmayada de gusto. Me perdí totalmente en el intenso aroma de su cuerpo, como de bebé; todo él despedía un olor dulce y natural, afrutado, delicioso, y me encantaba oír como gemía de dolor y placer al mismo tiempo cuando no podía evitarlo y le clavaba los dientes, en ocasiones demasiado fuerte, por todos los rincones de su tersa y suave piel. No sabría decir cuánto tiempo nos acariciamos y recorrimos con los labios y la lengua, absorbiéndonos el uno al otro, empapándonos con tanta fuerza del aroma del otro que aún horas después su olor permaneció como grabado a fuego en mí, volviéndome loca. Sólo sé que en un momento determinado él rasgó el envoltorio del preservativo y luego se colocó sobre mí; yo me puse tensa y le recibí con temor, mientras él forcejeaba, haciéndome bastante daño, tanto que las lágrimas acudieron a mis ojos, pero al fin se deslizó dentro de mí y cuando comenzó a moverse dejé de sentir el dolor y un frenesí se apoderó de mi cuerpo.


Hicimos el amor tres veces casi seguidas. Cuando terminamos, ya estaba muy oscuro fuera. Permanecimos el tiempo que nos quedaba antes de que yo tuviera que volver a mi casa para cenar muy juntos, aún desnudos, en la cama, enredados el uno en el otro. Yo estaba apoyada en su pecho con las piernas por encima de las suyas, acariciando su suave pelo mientras él recorría la línea de mi costado y de mi pecho con las yemas de las dedos; tuve que pedirle que parara pues estaba volviendo a excitarme y no nos quedaba tiempo para hacerlo una vez más. Hacer el amor con él era una situación casi enloquecedora, pues a pesar de lo mucho que me hacía disfrutar nunca quedaba satisfecha, siempre quería más y más, hambrienta de sus besos y sus caricias, de la sensación dulce y excitante de tenerle dentro de mí y pensar que éramos uno, sólo uno.



[EL DÍA QUE CAMBIÓ MI VIDA]

viernes, 26 de marzo de 2010

UN VIAJE SIN MORALEJA. Por Jordi Piulachs.

Consciente de que sólo se tiene una primera impresión, siempre que cojo un autobús diferente al habitual me sacudo la caspa de los hombros, me abrocho la bragueta del pantalón y me peino el flequillo con los dedos mojados en saliva para que el conductor y el resto de pasajeros vean en mí a una persona pulcra y honrada y un ejemplo a seguir.
Hoy es uno de esos días.
Cuando llega el autobús me subo con tanta clase y elegancia que las personas que tengo detrás de mí me aplauden y vitorean embravecidas. Y algunas incluso lloran de la emoción. Me sonrojo y les digo que en mis treinta años de vida jamás me había sentido tan feliz.
Saco de mi bolsillo el importe exacto del billete y se lo doy al conductor. Éste, sin mirarme siquiera, se limita a eructar sonoramente. De repente noto cómo un aroma a chorizo rancio penetra por mis fosas nasales, pero lejos de provocarme asco, me abre el apetito.
Después de perder una encarnizada batalla contra una niña de once años por el único asiento que estaba libre, me conformo con apoyarme contra una ventana y ver cómo pasan los minutos de mi reloj. Uno cada sesenta segundos, más o menos.
La hipnotizadora aguja del segundero, el rítmico movimiento del autobús y el cansancio acumulado a lo largo del día, consiguen hacer que me duerma. Cuando despierto, estoy en el suelo y me faltan dos dientes. Al menos compruebo que algún buen samaritano ha intentado ayudarme, porque también me falta la cartera.
Me levanto agitado y empiezo a correr dentro del transporte público, de punta a punta, a la vez que voy gritando el jingle de un anuncio de macarrones que he visto por la televisión el día anterior. Creo que todavía no estoy recuperado del todo.
Una mujer detiene mi frenética carrera con una solemne bofetada que me hace recobrar completamente el sentido común. Le doy las gracias. Ella sonríe y me pide una cita. Me siento halagado, pero rechazo su oferta. Aunque está de muy buen ver, la verdad es que las octogenarias nunca han sido mi tipo.
Compruebo que un asiento ha quedado vacío y me dispongo a conquistarlo sin piedad. La buena noticia es que no opone resistencia. La mala, es que la humedecida tela que lo recubre me hace pensar que al pasajero anterior se le ha derramado un vaso de agua o se ha orinado encima. El reconfortante calor que abraza mis nalgas, hace que me decante por la segunda opción.
Todavía queda un rato para llegar a mi destino, así que aprovecho para sacar un libro de mi mochila y leer un poco. Se titula Mil y una formas de llamar a la puerta. Es la tercera parte de una interesantísima trilogía, capaz de abstraerte por completo. Sin embargo, hay algo que impide que me concentre. Noto como los ojos de la anciana se clavan en mi nuca, aunque también podría ser un mosquito. No, sin duda se trata de ella. Lo sé porque empieza a piropearme de forma obscena a la vez que zapatea violentamente el suelo con la pierna izquierda. Parece estar poseída. La situación es embarazosa. Me giro y le digo que soy un hombre respetable y que no voy a ceder a sus intentos por corromper mi inocencia sexual. Me llama gallina y otras cosas más graves. Ya no lo aguanto más. Soy demasiado frágil emocionalmente y me rompo en mil pedazos como un cristal.
Mis lágrimas inundan medio autobús. A lo lejos veo como una lancha se acerca a rescatar a los náufragos. Gracias a haber hecho un curso de natación por correspondencia, consigo alcanzar la puerta de salida sin problemas.

lunes, 22 de marzo de 2010

PASION (Cap. II) Conrado Sánchez

Viernes, casi las nueve de la noche cuando Emma, con los nervios a punto de hacer estallar su cerebro en pedazos, entraba por la puerta de su casa. Al fondo del pasillo Javier, su marido, gritaba con Manel, el mayor de sus dos hijos, mientras el pequeño, Roger, lloraba.

—¡Manel!, con casi trece años deberías entender que tu hermano hay cosas que aún no comprende, ¿no crees?
—¡Estoy harto de ese enano!
—¡No le vuelvas a llamar enano!
—¡Es un imbécil! ¡No hace más que incordiarme!
—¡A tu cuarto ahora mismo!
—Pero…
—¡Manel, he dicho que a tu cuarto!
—¡Me cago en…—refunfuñó Manel por lo bajo.
—¿Qué has dicho?
—¡Nada! —contestó Manel tomando el camino hacia su cuarto y encontrándose de frente con Emma.
—¿Qué pasa? —preguntó Emma en tono conciliador abrazando a Manel.
—¡Eso es! —replicó Javier mientras cogía al pequeño Roger en brazos—¡Tú mímalo! ¡Después de que él no para de joder a su hermano!
—Vete a tu cuarto, ahora vendré —le susurró Emma a Manel. —Buenas noches cariño —prosiguió Emma dirigiéndose a Javier —Ya sabes como son los dos, sabes que Roger no es precisamente un santo…
Durante varios minutos, que a Emma le parecieron días, Javier insistió en que la educación de los niños era algo muy serio y que Manel debía entender que como mayor tenía que tener más paciencia con su hermano, y que…y que…El rumor de las afirmaciones de Javier seguían persiguiéndola mientras ella se dirigía hacia su dormitorio con una sola frase en su cerebro: ¿Cómo ha podido sucederme algo así?
—¿Te pasa algo? ¿Me estás escuchando? —le preguntó Javier con tono de reproche.
—No…no…no pasa nada, he tenido un día terrible en el trabajo y tengo un dolor de cabeza tremendo…Me voy a dar una ducha.
—¡Pues anda que yo! ¡Sólo me faltaban estos dos monstruos esta tarde! —replicó Javier. —Me arreglo y me marcho, ¿recuerdas que hoy tengo la cena del tenis verdad?
—Si…si claro…
Las sensaciones se agolpaban. Por un momento pensó que todo lo que recordaba de la tarde quizás no era más que una mala pasada de su mente. Sentada al borde de la bañera, sentía como su corazón se aceleraba.
Desde que había salido de casa de Carlos, sobre las seis, y durante casi dos horas, había estado en la cafetería del centro comercial reprochándose su acción y preparándose por si Javier notaba “algo”. Se había mirado mil veces en el espejo, eliminando, casi centímetro a centímetro, cualquier rastro que delatara su aventura. Se había maquillado y desmaquillado. Había examinado su ropa con la precisión del más audaz de los detectives. Lo había borrado todo. Todo excepto la imagen de Carlos en su cuello, en sus pechos, en su vientre…Todo excepto aquel nudo que le oprimía la garganta y amenazaba con hacerla estallar en cualquier momento.
Tras una ducha rápida, recogió toda la ropa y la puso a lavar casi con la cautela de quién traslada un cadáver. Después de despedirse de Javier pidió una pizza para cenar con los niños y una vez acostados se estiró en el sofá. De pronto sonó el móvil.
—¡Carlos, por Dios!, ¿ cómo se te ocurre llamarme a estas horas?
—Perdona, pero es que me he marchado de casa poco después que tú y me he olvidado el móvil; ahora he visto que tenía varías llamadas tuyas…
—Si, si, te he llamado porque quería decirte que…bueno que…en realidad esta tarde no ha pasado nada.
—Ah, si…claro, no ha pasado nada —contestó Carlos entristecido y disminuyendo el tono de su voz.
—Quiero que lo entiendas Carlos, no quiero que nos equivoquemos, es mejor así.
—De acuerdo Emma, si es lo quieres…
—Discúlpame Carlos, no estoy en mi mejor época, y esta tarde me he dejado llevar por la sinrazón. Soy una mujer felizmente casada y no sé bien que me ha sucedido, en cualquier caso gracias por entenderme. Por cierto, ha debido ser un tu casa que he perdido un pendiente, no tendría más importancia pero hace apenas una semana que me los regaló mi marido y…
—No he visto nada —contestó Carlos en un tono de voz aún menor que el anterior- pero no te preocupes, si lo encuentro el lunes te lo llevo al despacho.
—Gracias Carlos, buenas noches.
—Buenas noches Emma, un beso.

Después de colgar Carlos se llevó las manos a la cabeza. Durante toda la tarde había estado luchando entre un infernal sentimiento de culpa y una ilusión de quinceañero que ahora, Emma, con dos frases había destrozado literalmente. Nunca debí fijarme en ella —pensó—. ¿Pero acaso somos capaces de controlar el mundo? ¿Sentía ella más de lo que decía y sin embargo lo negaba? ¿Una mujer tan felizmente casada se entrega con la pasión que ella lo había hecho? —su cerebro se enzarzaba en una telaraña de preguntas sin respuesta y además le reprochaba:—“Apenas hace seis meses de la muerte de Olga y tú ya andas con otra”—“¡Olga era la mujer de mi vida pero murió! ¿acaso debo morir yo en vida? —se contestaba en gritos interiores—. Se dejó caer hacia atrás en el sofá, como intentando mitigar las sensaciones. Recordó a Olga, un noviazgo fugaz con trágico final. La conoció en París, el verano pasado. Todo fue muy rápido, se amaron hasta el alma; un alma sola eran; un alma que les duró apenas un año. Ella en París, el aquí, y un amor loco de ida y vuelta. Ilusiones truncadas victoria del tumor. Sueños rotos. Dolor. Macabra la vida. Ni siquiera le dio el tumor la oportunidad de que los padres de Carlos la vieran sonreir. Conocer a alguien el día de su funeral, sin palabras, victoria del tumor. Y ahora Emma. Seis meses después. ¡Sólo seis malditos meses después! Pero en realidad Carlos —se intentó grabar a fuego en el cerebro— “esta tarde no ha pasado nada”. Dos hilos de lágrimas recorrieron sus mejillas, agachó levemente la cabeza, abrió su mano izquierda, clavó fijamente su mirada sobre la blanca perla de aquel pendiente.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Diálogos nocturnos (Myriam)

Os dejo con el relato que he preparado para el ejercicio de diálogos que nos puso Daniel:


— Hola, ¿cómo estás? —Mi pregunta flota en el silencio de la oscura habitación.
— ¿Hablas conmigo? —La chica alza la vista. Sus ojos me devuelven una mirada vacía, carente de expresión. Casi de inmediato, baja de nuevo la vista y apoya la barbilla en el pecho.
— Claro que hablo contigo.
— Pues no muy bien, la verdad —suspira—. Estoy cansada —Su aspecto macilento parece corroborar sus palabras. Con una mano temblorosa, se rasca la melena despeinada.
— ¿Físicamente? —inquiero, sin perderme detalle de sus movimientos.
— En realidad, no. Me refiero a que… estoy harta. Estoy agotada emocionalmente.
— ¿Por qué? —pregunto, curiosa.
— Porque te odio —responde súbitamente ella, con inesperada brutalidad, alzando la mirada y perforándome con sus ojos verdes. Se aproxima más a mí—. Porque estoy cansada de tus caprichos, de tu infantilismo, de tu estupidez, de tus baches emocionales y de tu jodida inestabilidad.
— Pero, pero… —Retrocedo unos pasos, asustada. La rabia tiñe su mirada, dándole un aspecto enloquecido, casi inhumano.
— Pero nada —prosigue ella, ahora envalentonada. Se sienta en el suelo y se acomoda el pijama—. Nada de lo que digas me hará cambiar de opinión. Son ya demasiados años.
— Exacto —asiento, entre cínica y dolida—. Demasiados años. Supongo que sólo te quedarás con lo malo. Que no recordarás ni uno sólo de los buenos ratos que hemos pasado juntas, cuando aprobamos el examen de conducir, cuando nos licenciamos… cuando nos enamoramos por primera vez.
— Y cuando me heriste por primera vez—añade ella con voz venenosa—. ¿Eso no lo recuerdas?
— Por supuesto que lo recuerdo —Mi voz estrangulada es apenas un susurro.
— Nadie lo diría —señala ella, todavía temblorosa por la furia—. No has dejado de hacerme daño ni uno sólo de estos años. Ni uno solo.
— Sabes que nunca ha sido mi intención…
— ¡A la mierda tu intención! —me interrumpe ella, golpeándose los muslos con los puños. Empiezo a sentir cómo la ansiedad crece en mi interior.
— Cálmate, por favor. Sabes que no conviene…
— ¿El qué? —Brinca incorporándose sobre las rodillas y aproxima su cara a la mía—. ¿Otro ataque de ansiedad? ¿Más dolor? No podrías soportarlo, ¿verdad? En el fondo nunca has sido más que una cobarde. Una debilucha.
— Sabes que eso no es cierto —musito. Lágrimas de angustia empiezan a resbalar por mi rostro.
— Mírala —se burla ella, riéndose perversamente—. Pobre niña triste. Pobre alma incomprendida. Todos te abandonan. Todos te decepcionan. Tal vez simplemente no puedan soportarte. Eres patética —La chica casi escupe sus últimas palabras, tal es su desprecio.
— ¡Cállate!
— No voy a callarme. Voy a decirte todas las verdades a la cara, incluso las que no quieres oír. Porque sí, nadie te soporta. No eres más que una criatura siniestra y deprimente. Incluso tú misma lo estás viendo. Nacida para destruir… y autodestruirse.
— Sabes bien que hay un modo muy fácil de conseguir que te calles —susurro, y mi voz es casi peligrosa.
— Lo sé. ¿A qué esperas? ¡Vamos! Hazme daño una vez más. Total, ¿qué me importa? El dolor es éxtasis para mí.
— No te pongas cínica. Sabes que no lo soporto.
— Oh, disculpa —La chica sonríe afectadamente—. Olvidaba que casi no soportas nada ni a nadie, exceptuando todas las tonterías que te interesan y las personas que te convienen según el momento, claro.
— Vete a la mierda —mascullo encolerizada, levantándome del suelo. La chica me imita.
— ¿Adónde crees que vas?
— No te aguanto más, ya te lo he dicho. Voy a hacer que cierres esa estúpida bocaza insolente tuya, y lo voy a hacer ahora.
— Nunca podrás silenciarme —insiste ella, mientras busco afanosamente en uno de mis cajones—. Jamás te sentirás feliz. Jamás hallarás la paz, incluso aunque logres enmudecerme durante ciertos momentos. Lo sabes muy bien.
— Ahora mismo, lo único que quiero es dormir —contesto algo más calmada, mientras sigo hurgando en el cajón. Por fin, mis dedos se cierran en torno a lo que estoy buscando, y lo saco cuidadosamente de su escondite.
— Cuando despiertes, seguirás encontrándote igual de mal —prosigue ella, incansable—. Con hacerme daño no te sentirás mejor.
— ¿Eres un disco rayado? He oído tus monsergas un millón de veces. A ver si te das cuenta de que tus chorradas no te servirán de nada conmigo —Horrorizada y fascinada a un tiempo, observo el brillo de la cuchilla destellar entre mis dedos a la escasa luz de la lamparilla de mi mesita de noche.
— Nunca te lo perdonaré —murmura ella, ahora con lágrimas en los ojos—. Jamás perdonaré todo el daño que me estás haciendo.
— Vaya —Sonrío amargamente—. Por fin coincidimos en algo.

Ella trata de farfullar, pero es demasiado tarde. Sabe que ninguna de sus palabras podrá convencerme. Lo sabe porque yo lo sé, y a fin de cuentas, somos la misma persona.

Con una precisión escalofriante, trazo cuatro cortes paralelos en mi antebrazo. Al momento, ella enmudece y cuando la miro de nuevo, ha vuelto a convertirse en el trémulo y mortecino reflejo de mí misma en el espejo.

— Esta noche he logrado silenciarte —susurro, apretando un Kleenex limpio contra mi magullado brazo, mientras sigo observándome en el espejo que hay frente a mí. Las lágrimas resbalan por mi rostro pálido y ojeroso, como diamantes sobre nieve sucia—. Pero ¿cuántas más podré hacerlo?

En ese momento, el dolor empieza a manifestarse con más intensidad, propagándose en latidos sordos que reptan velozmente por mi brazo, borrando cualquier otro pensamiento de mi mente. Con un suspiro, doy por terminada la conversación sin esperar una última respuesta, y me deslizo entre las frías sábanas, rindiéndome al inevitable abrazo del olvido.

lunes, 15 de marzo de 2010

"En clase de música" (Txus Molina)

Úrsula escribe sobre el muro del patio, con una cáscara de pipa en la mano. Sobre el muro hay pintadas siluetas de niños vestidos con batas a rallas, que juegan felices cogidos de la mano. Pero sus trazos no siguen el contorno de las siluetas, más bien perfilan números gigantes para que puedan verlos hasta los de la última fila. Nadie mejor que ella para entender la dificultad de percibir algunas figuras desde la distancia: es el lastre de los miopes.
Interrumpe intermitentemente su tarea, volviéndose hacia atrás para aclarar lo que está escribiendo, por si alguno de los oyentes se ha perdido entre tanta fórmula. Aclara que las mates son más fáciles de lo que parecen.
Desde el extremo opuesto del patio, Cecilia, una de las maestras, observa a Úrsula hablando sola.
Suena un silbato, la cara de Úrsula se torna agria. Hace un estudiado gesto con la nariz para colocarse bien las gafas, cuyos cristales empequeñecen el tamaño de sus ojos.
Lanza la pipa y corre hacia una de las filas.

Úrsula observa, sentada en su pupitre, los lemas que decoran las paredes del aula: “Amaos los unos a los otros como Dios os ha amado”, “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”…
El resto de la clase arma barullo alrededor de las mesas, aprovechando la ausencia del profesor. Unos minutos más tarde, Viçens, entra airado con las manos llenas de papeles que va perdiendo a su paso. Deja los restantes en su mesa, y vuelve a recoger los que se le han caído. Por el camino ordena a los niños que se callen, con la voz un tanto elevada, pero sin mucha autoridad. Los alumnos no se calman hasta la tercera vez que alza la voz. A pesar de que el silencio aún no es absoluto, Viçens, resignado, inicia la clase.
Meritxell, ocupa el asiento contiguo al de Úrsula. Su pupitre es un caos, su bata siempre está mugrienta y agujereada de tanto arrastrarse por el suelo. Es más: huele a cemento. Jamás está quieta. Poco después de sentarse inicia, como acostumbra un ataque de pellizcos dirigidos al brazo de Úrsula, con una sonrisa maliciosa. Úrsula ni se inmuta, su pupitre está impecable.

En el recreo, Úrsula sigue con su lección de matemáticas. Su voz se va distorsionando según a cuál de sus alumnos invisibles está interpretando.
Cecilia se acerca.
- Úrsula, ¿Con quién estás hablando?
Úrsula se sonroja y baja la mirada sin contestar a su pregunta. Cecilia se agacha y apunta con el dedo índice hacia un grupo de niñas sentadas en el suelo jugando a “cromos de picar”.
- ¿Has jugado alguna vez?
Úrsula mueve la cabeza dando una respuesta negativa. Cecilia la anima a probarlo. Úrsula se acerca al grupo de niñas.
- ¿Puedo jugar?- con la mirada baja.
- Creo que con tu corte de pelo te vas a encontrar más a gusto jugando a fútbol -le sugiere una de ellas meneando su larga trenza dorada. Las demás empiezan a reír mientras Úrsula se aleja cabizbaja.

Consuelo, madre de Úrsula, lava los platos, un tanto alterada, susurrando algo incomprensible. Sobre uno de los fogones se fríen unas patatas. Consuelo se detiene, menea la nariz y exclama un “mierda” mientras suelta el plato que estaba fregando. Toma un cucharón y remueve las patatas agarradas en la sartén. Sus brazos están aun cubiertos de jabón, unas gotas del cual han caído sobre las patatas. Úrsula aparece en el umbral de la puerta, cabizbaja. Su madre no le presta mucha atención.
- Mami… -sollozando- Hoy me han dicho que parezco un niño con el pelo tan corto…
Consuelo, demasiado sumida en sus conflictos culinarios le exclama:
- Tú no les hagas ni caso. Tu corte de pelo es de lo más moderno, al estilo “Ángela Channing”, personaje de una de las series que está más de moda. Además –prosigue- es muy práctico: así sólo tienes que ir a la peluquería una vez al año.


Úrsula camina por el patio con la cabeza bien alta. Al fin y al cabo, lleva un peinado de alguien muy famoso. Pasa por delante del muro sobre el que acostumbra a dar la lección, sin detenerse. Se dirige hacia el campo de fútbol. Encuentra a un grupo de niños formando equipos. Pau, uno de ellos, se propone como capitán de uno de los equipos. Gerard se ofrece para ser el cabeza del equipo contrario. Interviene Úrsula.
- ¿Pue… puedo jugar? -con aire tímido.
- ¡No! – exclama Pau.
Raúl, amigo de Pau, se acerca a él.
- Oye, pues no es mala idea, sólo somos nueve, Carlos se ha puesto malo. Si ella juega podremos formar dos equipos.
- Bueno, está bien –suspirando.
Gerard y Pau se juegan a “piedra, papel o tijera” quién elegirá primero. Gana Gerard. Pau arruga la frente: Úrsula tendrá que jugar en su equipo. Van eligiendo alternativamente hasta conformar los dos equipos. Como Pau ya había previsto, Úrsula jugará con ellos. La coloca en la portería.
Se inicia el partido. Úrsula se mantiene atenta al juego. Sacan desde el centro. Uno de los niños del equipo contrario se hace con el balón. Se acerca. Úrsula lo mira intimidada. Lanza a portería. Ella se queda mirando el balón con cara de pánico. Se agacha cubriéndose la cabeza con las manos. El balón entra en la portería. Se arma un barullo entre los niños de su equipo.
- ¡Mira que bien nos ha venido la nueva incorporación! –recrimina Pau a Raúl con tono irónico.
- ¡Tampoco es para ponerse así!, sólo es un juego…
Pau se acerca a Úrsula.
- No sé de qué te sirve tener cuatro ojos…
- ¡Déjala en paz! –le interrumpe Raúl.
- “Uuuhhh” ¿Ahora la vas a defender? ¡Ni que fuera tu novia!
Todos los demás se ríen a carcajadas. Raúl se sonroja, arruga la frente, y le lanza una mirada completamente sumida en ira. Se avalancha sobre él. Todos los demás los animan formando un círculo y gritando: “Pelea, pelea”. Cecilia se percata de la situación y se aproxima. Separa como puede a Raúl y Pau.
- ¡Parad de una vez! ¡Si os volvéis a pelear os quedáis todos sin recreo! –Se calma- Venga seguid jugando…
Raúl se acerca a Úrsula.
- ¡Eh! La próxima vez que veas acercarse el balón no escondas la cara. ¡Cógelo, que no te comerá!
Se reanuda el juego. Uno de los chicos del equipo contrario le quita el balón a Pau. Después de su arrogancia, tampoco es tan bueno, piensa Úrsula. El delantero se acerca a la portería. Úrsula se concentra. Lanza el balón. Ella se queda mirando fijamente su trayectoria. Ésta vez, se mantiene erguida. Observa como se aproxima hacia ella y sin tiempo a reaccionar, éste impacta contra su cara. Sus gafas caen al suelo. Se agacha tocándose la cara con una mano, un poco temblorosa, mientras palpa el suelo en busca de sus gafas con la otra. Avanza, al no encontrar nada, un paso para alante. Se oye un “creck”.

Úrsula entra en la cocina, con las gafas partidas sobre sus manos. Su madre, está batiendo unos huevos un tanto ensimismada.
- Pero… ¿Qué ha pasado?
- Pues… jugando a fútbol, me han dado un pelotazo… y… me las he pisado, mientras las buscaba.
Consuelo, deja los cacharros y lanza un fuerte suspiro. Baja la mirada, dirigiéndola hacia su hija.
- Hija… ¿cómo has podido pisarlas tu misma?
Mientras se seca las manos se queja de lo mal que van de dinero. Toma las gafas descompuestas.
- ¡Ven! vamos a hacer un apaño para que puedas aguantar con las viejas hasta final de mes.

Úrsula se detiene en el umbral de la puerta del aula. Sus gafas están unidas por un trozo de esparadrapo. Entra con un aire temeroso. Viçens todavía no ha llegado. Nadie ocupa su pupitre. Al verla entrar, un alud de carcajadas se extiende por el aula. Úrsula ocupa su asiento y ordena los libros del interior del pupitre. Llega Viçens. Pide silencio, pero como de costumbre, no lo consigue. Tras el tercer grito, los alumnos van ocupando sus asientos. Meritxell se sienta. Empieza, como acostumbra, a pellizcar a Úrsula con malicia. Úrsula no muestra ningún tipo de resistencia, sigue mirando al frente, presionando los labios con ira. Meritxell deja de pellizcar al no provocar en ella ninguna reacción. Pasa a entretenerse hurgando en su caótico pupitre. Úrsula relaja la expresión de su cara, sin llegar a mirar qué está haciendo su compañera. Gira la cabeza y se queda absorta mirando por la ventana. Sueña a menudo que Bastián, el perro volador de la Historia Interminable, aparece por la ventana para rescatarla y dar su merecido a los demás. Meritxell le toca el brazo con la punta del dedo índice para llamar su atención. Úrsula se gira. Su mirada se nubla progresivamente tras las friegas que le da Merixtell, con una barra de pegamento, sobre el cristal de sus gafas. Un estallido de risas inunda de nuevo el aula. Viçens intenta controlar la clase, con ciertos apuros. Úrsula suspira mientras piensa que es una lástima que los perros no vuelen. Se levanta, y se dirige hacia el baño para limpiarse las gafas.

Úrsula entra en la cocina. Consuelo está a punto de darle la vuelta a la tortilla de patata.
- Hija, pásame la tapa de la sartén.
- Mamá… tienes que cambiarme de colegio –mientras le pasa la tapa- ¡ya no aguanto más! Hoy en clase una niña me ha puesto pegamento sobre las gafas reparadas. Todos se reían sin parar…
Consuelo le da la vuelta a la sartén. Cuando la levanta, sólo una porción de tortilla ha quedado sobre la tapa.
- “Me cago en la mar” -en voz baja.
Deja la sartén y la tapa sobre el mármol.
- Lo que tienes que hacer es: ¡darle un buen guantazo a esa niña!
Úrsula mira a su madre con ira: seguro que cualquier otro padre la cambiaría de escuela.

Úrsula está sentada en su pupitre. Viçens reparte algunos instrumentos para que los alumnos los puedan ver. Meritxell empieza a pellizcarla como acostumbra a hacer en las clases de música. Úrsula arruga su frente. Viçens vuelve a su mesa. Explica el funcionamiento de cada instrumento, pero no se le llega a entender por el barullo que forman los alumnos. Algunos empiezan a tocar los instrumentos sin ton ni son. Meritxell pellizca más intensamente a Úrsula, excitada por el ruido, mientras le cuchichea que lo hace porque es fea. Úrsula presiona los labios con ira, sin dejar de mirar al frente. El barullo cada vez es más estridente, una mezcla de flautas desafinadas y “tamtames” golpeados bruscamente. Meritxell se levanta para coger algo del corcho. Vuelve a su sitio. Úrsula nota un pinchazo de aguja en el brazo. Se gira inmediatamente mirando a Meritxell, con los ojos sumidos en ira. Levanta su mano derecha y la golpea con todas sus fuerzas en la mejilla.
Meritxell empieza a llorar desconsoladamente, pero nadie la atiende. Todos están extasiados, sumidos en una especie de trance. Viçens se percata y se queda mirando fijamente a Úrsula, que baja la mirada esperando represalias. Viçens golpea la pizarra. Los alumnos no se calman. Se aproxima aceleradamente hacia uno de ellos: Pau, el que arma más barullo. Le retira la flauta. Pau le exclama que es un “maricón”. Viçens alza la flauta con brusquedad como si fuera a golpearle. Lo mira un instante y baja la mano. Se hace un silencio irrumpido por los sollozos de Meritxell.

Úrsula, en el patio, conduce un autocar invisible. Explica a sus alumnos imaginarios que hoy es un día muy soleado, un día perfecto para salir de excursión. Suena el silbato.
Entra al aula y toma su asiento. Meritxell se sienta a su lado. Le da los buenos días de una manera incomprensiblemente dulce. Le explica que pronto será su cumpleaños y que está invitada a su fiesta. Úrsula la mira sorprendida.
Se hace un silencio interrumpido por unos pasos firmes. Es Eulalia, la nueva profesora de música.

domingo, 14 de marzo de 2010

"Monólogos estropajiles" (Txus Molina)

Consuelo seca los platos con un trapo y los coloca en las estanterías. Desde que ha ganado unos quilos, ya no es la misma. Se agota con facilidad…
La puerta de la cocina esta entreabierta. De fondo, le llega el sonido del televisor: Julio, su marido está siguiendo el final de la copa. Consuelo grita su nombre. Como de costumbre, no recibe ninguna respuesta. Suspira y le pregunta, sin moverse de la cocina, que va a querer para cenar. Sigue sin recibir una respuesta y se dice a sí misma, en voz baja, que hará lo mismo de siempre. Empieza a cortar patatas.

Consuelo, espera en correos, para recoger una carta certificada. El calor en la sala es insoportable, lo que hace la espera aún, si cabe, más larga. Por fin es su turno. El hombre de la ventanilla le da la carta. Su expresión se torna agria: es de hacienda. Sale del edificio y se sienta en un banco. Abre la carta lentamente. La lee. Sus ojos se nublan al saber que ha sido multada, y tendrá que pagar en un periodo de un mes, sin la posibilidad de fraccionamiento. Consuelo rompe la carta. Piensa porqué siempre pillan los del pueblo raso. Se apoya en el banco. Decide que será mejor no comentar nada a Julio, no vaya a ser que pierda los nervios. Hace tiempo que no le pasa, pero será mejor no tentar la suerte.

Consuelo, en la cocina, lava los platos un tanto alterada. Susurra algo indescifrable. Levanta el estropajo mirándolo fijamente.
- ¿Cómo me lo voy a hacer para reunir tanto dinero? -le dice- Tendré que pedir ayuda… Pero… ¿a quién?
Espera unos segundos como si estuviera recibiendo una respuesta.
-Si claro… -prosigue- ya sé que lo lógico sería comentárselo a Julio, pero es que siempre que le he hablado de dinero se ha puesto hecho una furia. Si… -continua como si alguien la estuviera interrumpiendo- ya sé que tendría que ser más valiente, pero temo una discusión que acabe con todo, ¿a dónde podría ir con mis hijas teniendo un sueldo tan bajo?
Se hace un silencio. Le cuesta un poco rascar los restos de comida. Ya no es el mismo, está un poco viejo, pero le da pena cambiarlo. Se ha encariñado, ya que es el único de la casa con el que se puede desahogar. Sobre un fogón se fríen unas patatas. Consuelo se detiene, menea la nariz y exclama un “mierda” mientras suelta el plato que estaba fregando. Toma un cucharón y remueve las patatas agarradas en la sartén. Sus brazos están aún cubiertos de jabón, unas gotas del cual han caído sobre las patatas. Úrsula, hija mediana de Consuelo, entra en la cocina.
- Mami… -sollozando- Hoy me han dicho que parezco un niño con el pelo tan corto…
Consuelo, demasiado sumida en sus conflictos culinarios le exclama:
- Tú no les hagas ni caso. Tu corte de pelo es de lo más moderno, al estilo “Ángela Channing”, personaje de una de las series que está más de moda. Además –prosigue- es muy práctico: así sólo tienes que ir a la peluquería una vez al año.
Úrsula se toca el pelo y se va hacia su habitación más tranquila.

Consuelo marca un número en el teléfono. El señor Álvaro contesta al otro lado de la línea. Ella le pide si podrían concertar una cita. Él le propone un encuentro al día siguiente. Cuelga el teléfono. Consuelo casca unos huevos y los bate. Mira las patatas, pero aún les quedan algunos minutos. Coge el estropajo y friega los cacharros que ha ensuciado. Se detiene, y levanta el estropajo hasta la altura de sus ojos:
- Si -en voz baja- ya sé que es muy humillante pedir dinero al Sr. Álvaro, pero la verdad es que me voy a dejar de tantas tonterías, porque de qué sirve la dignidad cuando hay necesidad.
Está inmersa en sus pensamientos cuando entra su hija con las gafas partidas sobre sus manos.
- Pero… ¿Qué ha pasado?
- Pues… jugando a fútbol, me han dado un pelotazo… y… me las he pisado, mientras las buscaba.
- Hija… ¿cómo has podido pisarlas tu misma? –suspirando.
Mientras se seca las manos se queja de lo mal que van de dinero. Mira a su hija, mientras piensa que le gustaría que las cosas fuesen de otra manera, pero que se le va a hacer: ¡son así!
- Ven Úrsula, vamos a hacer un apaño para que puedas aguantar con las viejas hasta final de mes.
Le coge las gafas. Entra en el baño, abre un botiquín y saca el esparadrapo.

Consuelo está limpiando el polvo de la habitación de Julio. Hace ya unos cuantos años que duermen separados. Todo está intacto, nada ha cambiado de sitio. Pero parece que precisamente lo que provoque tanto polvo sea eso: el desuso. Deja el plumero y se sienta un momento en la cama. Cinco minutos, piensa. Pero no descansa ni un minuto. Aprovecha que está sentada para poner un poco de orden. Vacía el cajón de los calzoncillos, que está un tanto desordenado. Los saca todos. Mira uno a uno, como si hiciera mucho tiempo que no ve un calzoncillo. La mayoría están agujereados, otros amarillos del color del “ajo frito”. Piensa que ese hombre es un desastre, tendrá que ir a comprarle unos nuevos. Mete la mano para sacar los últimos, ya que el cajón está un poco atascado. Palpa algo extraño. Saca el objeto. Es un monedero. Lo observa como si nunca lo hubiera visto. Finalmente lo abre. En su interior sólo hay billetes. Completamente atónita, se pregunta por qué tendrá su marido setecientos euros escondidos en el cajón de los calzoncillos.

Consuelo, en la cocina, está a punto de darle la vuelta a la tortilla de patata. Úrsula entra.
- Hija, pásame la tapa de la sartén.
- Mamá… tienes que cambiarme de colegio –mientras le pasa la tapa- ¡ya no aguanto más! Hoy en clase una niña me ha puesto pegamento sobre las gafas reparadas. Todos se reían sin parar.
Consuelo le da la vuelta a la sartén. Cuando la levanta, sólo una porción de tortilla ha quedado sobre la tapa.
- “Me cago en la mar” -en voz baja.
Deja la sartén y la tapa sobre el mármol.
- ¡Lo que tienes que hacer es darle un buen guantazo a esa niña!
Úrsula se va. Consuelo recoge los pedazos y los intenta colocar en un plato. Coge el estropajo para limpiar el destrozo. Le susurra:
- Ojalá yo tuviera cojones para darle una buena ostia a mi marido. Yo trabajando como una mula, y él allí, ¡apoltronado en el sofá!
Espera unos segundos como si estuviera recibiendo una repuesta. Continúa:
- Ya sé que ni siquiera soy capaz de contarle que he encontrado el dinero… Pero es que tú no sabes cómo se pone Julio cuando se enfada.
Consuelo lleva la tortilla a la mesa. Úrsula y sus dos hermanas aparecen ansiosas por probarla. Consuelo gira la cabeza llamando a Julio a la mesa. En el sofá, iluminado con el reflejo de la televisión, yace un busto de mármol, con la mirada triste.

"Julio el Busto" (Txus Molina)

Un televisor un poco cubierto de polvo, sobre el que descansa un pañito que sostiene algunas figuras de porcelana, retransmite el Arsenal-Barça. El partido no está muy emocionante.
Sintoniza otro canal. Ahora es algún documental de Jack Custo.
Desde la cocina, una voz femenina pronuncia su nombre. Julio emite una especie de sonidos guturales, sin llegar a articular ninguna palabra. La misma voz vuelve a intervenir: Le pregunta qué va a querer para cenar. Julio susurra un “tttoootto…” desistiendo al final como si de un trabalenguas muy difícil se tratara.
Mira el televisor. Es como una pecera cuyos peces, amorrados al vidrio, le observan con cierta sorna. Vuelve a cambiar.
Matías Prat anuncia las consecuencias devastadoras que ha dejado a su sombra la tan hablada crisis. Por si los telespectadores aún no están suficientemente aterrados, prosigue hablando de la nueva patera que ha llegado a las costas gaditanas, de las tragedias naturales que está provocando el calentamiento global y de las epidemias que surgen entre los animales de granja. Julio ya no sabe si es mejor estar al corriente de lo que sucede en el mundo exterior. Antes le gustaba mantenerse enterado, aunque tan sólo fuese para tener algo de que hablar en el bar que frecuentaba para hacer unas cañas tras la jornada laboral. Matías termina su informativo con el postre: las caras de niños felices, tras despertar el día en que los reyes han pasado por sus casas para dejar algunos regalos, una mentira piadosa que no sólo pretende endulzar el informativo a los más pequeños. Aunque con el tiempo que lleva sin salir de casa, desde que perdió su empleo, tampoco sabe si el resto de noticias son muy rigurosas. En su opinión se podrían haber ahorrado el postre: ¡a quién le importan los regalos que puedan recibir esas criaturas tras el bombardeo de desastres!
Oye unos pasos que se precipitan hacia la cocina. Es Úrsula, su hija mediana que pasa a través del comedor si ni tan siquiera saludarlo. Instantes después empieza a oír unos susurros. Intenta concentrarse con la intención de descifrar de qué están hablando, pero es inútil. No le sirve de ayuda el extractor, o el rumoreo de la televisión, que no puede apagar: eso lo delataría. Además tampoco quiere hacerle eso a su gran compañera, su única interlocutora.
El televisor cambia de canal. Aparece un hombre de avanzada edad, con una camisa un poco arrugada, sentado sobre una silla que yace en una tarima y con un rotulo digital que lo presenta: Es Julio y hace un tiempo que ya no se habla con las mujeres de su casa. Julio mira intrigado el televisor. Patricia, la presentadora, complementa la presentación de su invitado. Explica que hace años que perdió la comunicación con su mujer y sus hijas: ahora lo único que oye en su casa son susurros. Se dirige hacia su invitado.
- Julio, ¿Cómo comenzó esta situación?- le pregunta con aire interesado.
Julio encoge los hombros y baja la mirada.
- Pues… no lo recuerdo exactamente…- con tono apagado.
Patricia se lo queda mirando fijamente cómo si esperara una explicación complementaria. Descontenta con su escueta respuesta, insiste:
- Veamos, a ver si te podemos ayudar a recordar –caminando de un lado hacia el otro- ¿cómo era tu relación con ellas en su infancia? ¿Las llevabas al parque? ¿Les contabas cuentos? ¿Y con tu mujer?
- La verdad es que siempre que llegaba a casa, las niñas estaban dormidas, siempre llegaba muy tarde del trabajo, ya sabes… empiezas con una caña al acabar tu jornada…
Patricia se gira dirigiéndose hacia el público.
- Bueno… esa no era la mejor manera de cultivar tu relación con ellas – se vuelve hacia Julio- ¿Y con tu mujer?
Julio baja la mirada.
- Bueno, en aquella época… teníamos discusiones, yo creía que ella no administraba muy bien el dinero, y que descuidaba sus tareas de la casa. Ella me echaba en cara que no estuviera nunca en casa… Además, desde que nacieron las chiquillas… usted sabe… dejamos de tener relaciones…
Patricia suspira y añade:
- Veo que no iba muy bien la cosa… bueno, si hubieras estado más presente… o la hubieras ayudado más… Y… ¿Tenías algún detalle con ella? ¿Le decías lo guapa que estaba?
- No… nunca he sido muy detallista… ni me ha gustado echar piropos…
- ¡En fin, esa no es la mejor manera de avivar la llama del amor!- con tono condescendiente.
El público aplaude. Prosigue con intención de obtener más información.
- ¿Y cuando las niñas ya estaban más creciditas? ¿Te interesabas por su vida social? ¿Estabas al día de cómo iban en el colegio?
- Pues, verá… -encogiendo los hombros otra vez- Por aquella época, cuando González…, estaba un poco deprimido después de quedarme en paro, y no tenía muchas ganas de hablar con nadie…
- Pero… ¿hablaste alguna vez con ellas del tema? ¿De cómo te sentías?
- De que serviría hablar de eso con ellas –bajando la mirada.
- Pues como mínimo sabrían qué le pasaba…
Patricia prosigue:
- Y ahora ¿qué relación mantienes con ellas?
- Pues… mi mujer me dejó hace tres años y mis hijas no viven en casa – con tono melancólico.
Patricia se acerca a él con una pose dramática.
- Julio, mírame, ¿qué les dirías si estuvieran presentes? -con un aire dramático excesivamente forzado.
Julio levanta la mirada, ahora sonríe con los ojos nublados.
- Pues, que me vengan a ver y me cuenten qué tal les va con sus maridos… y ¡qué las quiero mucho!
El público aplaude emocionado. La presentadora sonríe. Se gira dirigiéndose a la cámara.
- Pues escuchen bien desde sus casas: hoy Julio va a poder conseguir hablar con una de sus hijas, ya que hemos podido localizar su número de teléfono –levantando el dedo índice- pero señores, señoras, ¡todo esto y más después de la publicidad!
Tras mostrar el logo del canal dónde se retransmite el programa, con una música de ascensor, aparece un niño con una enorme mancha de barro. Su madre entra en escena después explicando que no sabe que sería de su vida sin su detergente favorito. Se oyen unos pasos suaves saliendo desde la cocina. Justo después, oye más susurros, hecho que le extraña ya que su mujer debe estar sola en la cocina. Se concentra con el intento de descifrarlos, pero de nuevo es imposible. Los susurros se detienen intermitentemente. Por momentos piensa que su mujer debe estar volviéndose loca. En la televisión aparece un paisaje en movimiento con una linda melodía. Se relaja. Unos instantes después, irrumpe un coche con la familia perfecta. Julio se pone tenso. Acto seguido se suceden una serie de anuncios insoportables, pero no puede cambiar de canal o se perderá el desenlace. Llega el momento esperado. Aparece, de nuevo, el logo del canal dónde se retransmite el programa, con la misma música.
Patricia hace un breve resumen de la historia de su invitado. Da la señal para que la llamada entre en directo. Se queda a la espera. Diez segundos después se coloca la mano en el oído, arruga su frente:
- ¿Carmen?
No hay respuesta.
- Carmen ¿Estás ahí?
- Sí – con tono displicente.
- Bueno, ahora es tu momento –dirigiéndose a Julio.
- “Hiiijjja…”
Carmen lo interrumpe.
- Mira papá, vivo dos pisos más abajo, y no tienes que ir a un programa para hablar conmigo –con aire indignado.
Patricia, con miedo a perder el dramatismo que mantiene su audiencia, pide una aclaración a Carmen.
- ¿Eso quiere decir que aceptas volver a hablar con tu padre?
Carmen le contesta, con tono displicente
- No, eso quiere decir un: que vivo dos pisos más abajo, y que no tiene que ir a un programa para hablar conmigo –muy solemne. Añade- No pretendas ganar ahora, y menos a través de un programa de televisión, una confianza que nunca has cultivado.
Cuelga el teléfono. Patricia se dirige a Julio.
- Bueno Julio, espero que todo salga bien, y que podáis arreglar vuestro conflicto en un espacio más íntimo –con un tono más tierno.
El público aplaude. Los ojos de Julio están nublados. La presentadora prosigue presentando a su siguiente invitado: Arnaldo, un “travesti” al que no aceptan como tal en su lecho familiar.
Se oye un ruido de platos y cubiertos que chirrían al chocar unos con otros. Sus hijas preparan la mesa para la comida, entre susurros. Consuelo, la mujer de Julio, sale de la cocina con una tortilla en la mano. La deposita en la mesa. Gira la cabeza llamando a Julio a comer. En el sofá, iluminado con el reflejo de la televisión, yace un busto de mármol, con la mirada triste.

miércoles, 10 de marzo de 2010

Hojas en el viento - fragmento (Myriam Oliveras)

Paseamos unos instantes en silencio, maravillándonos de la plateada belleza de la noche, de la quietud de la playa, con el eco de las risas y la música de los chiringuitos de fondo y el suave murmullo del mar rodeándonos. Bill me cogió dulcemente la mano y yo enlacé mis dedos con los suyos. Una punzante melancolía me invadió, mientras contemplaba su rostro perfecto bañado por la luz de la luna. Nunca sería más mío que en aquel momento, simplemente estando a mi lado, paseando en una playa cualquiera, perdidos en una ciudad que él pronto abandonaría. Y yo sería como otra de esas chicas dejadas atrás, sólo que yo no quería vender mi cuerpo y mi amor por él a un precio tan alto, y sabía que él tampoco lo deseaba, por más que todos los famosos fueran iguales. Yo le creía, sabía que él era distinto, lo sentía por la sinceridad que traslucían sus palabras, dulces y melodiosas, y su mirada de ángel.

Así que no, nunca sería más mío de lo que era en aquel momento. Su mano junto a la mía y el sueño de tenerle diluyéndose a cada minuto que pasaba. El dolor en mi corazón fue incrementándose, doliéndome a cada paso que dábamos, el uno al lado del otro, a cada respiración de mis temblorosos pulmones. La luna dibujando hermosos dibujos de sueño y plata sobre su rostro de seda y la brisa cantarina jugueteando con los diamantes negros prendidos en sus cabellos de miel y pino.

—¿En qué piensas? —susurró él deteniéndose y cogiéndome para mirarme frente a frente. Me puse tensa ante su proximidad. Su rostro caliente y suave estaba tan cerca del mío…

No pude evitar que los ojos se me llenaran de lágrimas, pero parpadeé para evitarlas y miré a lo lejos, suspirando. Una brisa más fría nos rodeó, como una mano de hielo cerrándose en torno a nosotros en el fuego de un desierto eterno.

—En nada —repliqué evasivamente. Mil respuestas pugnaban por salir de mis labios, pero los había tejido con una telaraña de dolor y resignación, de sueños rotos y amor frustrado, y dentro de mí se quedarían.

—Me gustas, Virginia —dijo Bill simplemente, muy serio. Me quede atónita y no pude reaccionar. Le miré fijamente a los ojos y supe que había sido un error, pues quedé prendida de ellos, de su magia dorada y oscura, como un cálido baño de chocolate que quería hundirme en su interior—. No puedo negarlo ni fingir que no es así. Pocas veces me sucede que conecte tanto con alguien.

—Sabes, Bill, tú también me gustas, pero… —Él me puso un dedo en los labios para acallarme, y me miró con una tristeza infinita impresa en la hermosura de sus ojos de topacio y café. Sonrió con una ternura desolada que me partió el corazón. Una dulce canción de guitarra sonaba a lo lejos, y cada acorde me destrozaba todavía más por dentro.

—No digas nada. No digas “pero”. Sólo vive. Nunca más existirá esta noche, ¿te das cuenta? Nunca más será hoy, 26 de junio de 2008, Bill y Virginia en la playa de Barcelona, una noche de verano con la luna sobre nosotros y la brisa del mar rodeándonos. Nunca más.

—Sería hermoso dejarse llevar —admití con una tristeza impresa en mis palabras que incluso a mí me sorprendió. La mirada de Bill me traspasaba. Levanté la vista y me perdí en sus ojos—. Bill, si supieras lo duro que es esto para mí… Quiero dejarme llevar, pero tengo miedo. Miedo de lo que pasará mañana.

—En la última época de mi vida he estado pensando como tú, asustado de cada paso que daba, temiendo enamorarme, temiendo conocer a alguien y que me hiciera daño cuando me demostrara que sólo le importo por mi fama. ¿Sabes lo que es eso? —Negué con la cabeza, sintiendo un estremecimiento en el alma, que se había hecho un ovillo a mis pies. Mi corazón a saber dónde estaba. Bill meneó la cabeza, se mordió los labios y prosiguió—: Temiendo no poder confiar en nadie, temiendo tal vez haber olvidado cómo hacerlo. Pero estoy cansado… La vida no se construye por pensamientos ni actos racionales. El futuro está en nuestra mente y lo que tenemos no son más que pequeños fragmentos que vamos uniendo poco a poco, tejiéndolos con el hilo de nuestras experiencias. Si no nos dejamos llevar, la vida pasará ante nuestros ojos como un espectáculo al que asistiremos como espectadores, y no como protagonistas.

—A veces la vida te arrebata las riendas de las manos… —susurré dulcemente, mirándole a los ojos con infinita ternura. Me sentía tan comprendida en aquel instante, tan dentro de él, tan solos en nuestro mundo, que sentí un escalofrío—. A veces —proseguí, envalentonada—, te enamoras de quien no debes y toda tu vida cambia en un solo instante. Y entonces eres como los granos de arena que la brisa marina levanta, o como las hojas caídas de los árboles, danzando llevadas por el viento.

—¿Y si ahora ya no sólo somos esas hojas? ¿Y si nos convertimos también en el viento, en los elementos y en la esencia pura de las cosas, y decidimos adónde iremos, hacia dónde queremos bailar? —Bill me seguía el juego, sus ojos agrandados por la sorpresa de encontrar a alguien que sentía como él.

Y yo sentía lo mismo, sentía tan parecido a él que me aterraba. Era como mi alma gemela. Me sentía como si fuésemos la misma estrella, caída a la tierra, y dividida en dos, y como si en ese momento estuviésemos uniéndonos de nuevo, y nuestro propio resplandor me cegara con su estela de oro y fuego.

—Pero el viento puede tomar las riendas de nuevo… —murmuré dudosa, casi jadeando por la proximidad cada vez más evidente de Bill, el miedo temblando en mi corazón, cobarde y asustado. El último velo de mi resistencia cayó cuando Bill acercó más su rostro al mío. Nuestras frentes estaban casi apoyadas la una contra la otra y ambos respirábamos fatigosamente.

—Nunca volveremos a vivir este momento —insistió él de nuevo, enlazando sus manos con las mías y me miró fijamente a los ojos—: Y… nunca volveré a desear besarte tanto como lo deseo ahora.

Sus labios, dulces y húmedos, atraparon los míos, y ambos se unieron en un círculo de azúcar y fuego, mientras nuestras almas parecían desprenderse de nuestros cuerpos y bailar dulcemente en el aire, suspendidas sobre nosotros, cogidas de la mano. Sus labios sabían a todas las cosas dulces del mundo, a caramelo y crepúsculo de oro, a sueño danzarín, a agua caliente; mullidos y ardientes, deliciosos y adictivos. Mi alma temblaba y pugnaba por huir de los límites opresores de la carne, como el sentimiento lucha cuando lanzan sobre él la red metálica de la palabra.

Bill me estrechó contra él, dejando escapar un suspiro, y me acarició el pelo y la espalda mientras seguía besándome dulcemente, cada vez más apasionado. Sus manos eran suavísimas y el modo en que se perdían en mi nuca, levantándome el cabello, me enloquecía. Yo también hundí mis dedos en sus cabellos suaves y flexibles, que estaban tiesos por el efecto de la laca pero en absoluto pegajosos ni enredados, sino sueltos, secos y bien cuidados, y luego las deslicé lentamente por su espalda esbelta, dejando que se perdieran por la curva de sus caderas y de su trasero. Él me apretó más contra él y sentí el calor de su cuerpo, de su piel deliciosa y resbaladiza como el satén. Todo él era duro y apuesto, delgado, de líneas perfectas y elegantes, y abrazarle era como rozar la perfección.

No sé cuánto rato estuvimos besándonos, perdí por completo el sentido del tiempo y olvidé mi propio nombre y mi vida entera, mientras él absorbía mi espíritu, mi esencia y todo lo que yo era a través de mis labios, como un ladrón de vidas ajenas. En algún momento nos dejamos caer sobre la arena fría y mullida, él encima de mí, cada curva de su cuerpo encajando sobre las mías. Mis manos se perdieron bajo su camiseta y cuando rocé su piel con las yemas de los dedos, creí enloquecer. Era seda, simplemente. Seda, satén, raso, terciopelo. Era agua, de tan resbaladiza. Era como apoyar la mano en un montoncito de harina, era como acariciar la espalda de un bebé, como rozar una nube, esponjosa y tierna. Era todo eso y mucho más.

Y su olor… Jamás se me olvidaría, nunca podría borrarlo de mis recuerdos. Aquel aroma embriagador, a bosque de pinos, a leña, a fuego, a canela, mezclado con frutas silvestres y salvajes, frutas prohibidas que él me daba a morder delicadamente de su boca de labios húmedos y sensuales, como una fuente de vida, como el aire que respiraba. Sus labios… no puedo describir cómo eran sus labios. Besarle era demasiado maravilloso. La de veces que había recreado escenas parecidas en mi mente, en mis fantasías más descabelladas, y ahora eran realidad. Estaba besándole. Ese cuerpo cálido y apretado contra el mío era el de Bill. No era un sueño.

Sobre nosotros, las estrellas fueron perdiendo paulatinamente su brillo, mientras Bill y yo nos besábamos y reíamos, reíamos y nos besábamos, hablando en susurros y acariciando en ocasiones nuestros rostros fríos y mojados por la humedad del aire, mirándonos solemnemente, sabiendo que estábamos viviendo un instante que no existía, perdido en el curso del tiempo. Y el cielo poco a poco fue volviéndose malva, y luego rosa, y luego naranja, y el aire resplandecía a nuestro alrededor mientras una explosión de magia, cobre y oro líquido parecía tener lugar en el cielo.

Cuando por fin nos levantamos, entumecidos y agarrotados por las horas tumbados en la arena, sobre nuestras cabezas despuntaba el brillo ardiente del amanecer. El amanecer más hermoso que había tenido el placer de contemplar en mi vida.

El sol apareció como una bola de fuego roja en el horizonte y comenzó a teñir el cielo con su resplandor, eliminando los últimos vestigios de la noche. En ese momento supe que, con Bill o sin él, el sol ya nunca volvería a ser igual para mí. Cada amanecer de mi vida, cada uno de todos los amaneceres que me quedaban por vivir, recordaría aquella noche eterna y aquel despertar a la vida, cálido e irreal, en los brazos seguros y tiernos de la persona que más amaba en el mundo.



Myriam Oliveras

Hojas en el viento (fragmento) (Myriam Oliveras)


Es curioso lo que representan los sueños para los seres humanos. Nos pasamos la vida soñando: cuando dormimos, cuando pensamos, cuando caminamos por la calle perdidos en nuestras fantasías, cuando nos ilusionamos. Los sueños lo significan todo, y a veces, llegan a dominar nuestra propia vida. En ocasiones, deseamos algo que es imposible, pero nuestra mente se niega a aceptarlo; por algo es un sueño. Un simple sueño, irrealizable, mágico y maravilloso, precisamente porque resulta tan intangible para nosotros, tan imposible de alcanzar como la luna colgando en el cielo durante las largas noches oscuras.

Una vez tuve un sueño, pequeño y brillante, delicado y prístino como las estrellas cegadoras que refulgen sobre nuestras cabezas. Sí, tuve un sueño, puro, centelleante y maravilloso, que mi corazón guardó como un pequeño tesoro en su interior, protegido por una caja de fino cristal. Y una vez, soñé que ese sueño podía cumplirse. Y ese sueño se cumplió. A veces, cuando lo que más habías deseado durante toda tu vida se cumple, te sientes desorientada, perdida, mareada, como si no supieras bien lo que está ocurriendo. Tienes miedo de perder ese sueño, que parece tan frágil, tan reluciente entre tus manos. Quieres apretarlo muy fuerte para que nunca se escape, pero tienes miedo de romperlo. Sin embargo, si lo dejas demasiado libre, tal vez salga volando como un pájaro y nunca más regrese. Es algo tan difícil de mantener, que a veces, cuando el sueño se cumple, te sorprendes pensando que todo era más sencillo cuando el sueño era simplemente un sueño, algo irrealizable. En nuestra imaginación todo sucede de un modo previsto, pero cuando la magia entra en nuestras vidas, las cosas se vuelven inestables. De golpe, ya nada es seguro ni manejable. Nuestro sueño nos controla a nosotros, y no a la inversa.

En ocasiones, nos sentimos perdidos. No sabemos qué hacer, ni en quién confiar. No sabemos cómo actuar, ni cómo retener ese inseguro sueño que destella como purpurina entre nuestros dedos, voluble y quebradiza. Y entonces, somos como hojas arrancadas salvajemente de los árboles, hojas inseguras y débiles lanzadas al viento sin que puedan escapar al control de éste, sin que sean ya capaces de guiar el curso de su recorrido. Y volamos y giramos en el aire, en una enloquecedora danza controlada por los suspiros crueles del viento. Ya no controlamos nuestros destinos y, en ocasiones, cometemos auténticas locuras. Porque ya no somos dueños de nuestras vidas.

Como hojas en el viento, giramos y bailamos en un círculo de oro y fuego durante el verano, nos deleitamos con los olores de las flores en una primavera eterna. En otoño los colores vino, ocre, dorado y cobre de la naturaleza nos maravillan, y en invierno danzamos en torno al hielo y la escarcha, planeando entre los delicados copos de nieve. Pero no sabemos cuando puede levantarse una temible ventisca que lo destruya todo, incluidos a nosotros.

Somos como hojas en el viento. Simples y frágiles hojas en el viento.


Myriam Oliveras



martes, 9 de marzo de 2010

DOLOR AUTOR CONRADO SANCHEZ

Andaba vagando por el centro de aquella gran ciudad. Eran ya casi las diez de la noche de un viernes cualquiera. La corbata que tan elegante lucía en la mañana caía absolutamente desorientada; la camisa y la elegante americana a juego con el pantalón, apestaban a tabaco; acababa de consumir el tercer whisky en un bar postmoderno donde, a sus cuarenta y algo, con aspecto de oficinista errático, le habían servido de mala gana. Justo antes de salir de aquel local tan fashion, uno de los tantos espejos que lo decoraban le había devuelto la imagen de un tipo hundido, con una barba incipiente y algunas canas. La imagen que hacia dos días hacía girarse a más de una mujer hoy escupía dolor y pena. Dolor. Pena.

El apetito había huido como despavorido. Desde hacía dos días apenas comía. Desde hacía dos días casi no dormía. Llevaba huyendo dos días. Dos malditos días. De repente sintió el timbre del móvil y casi con desesperación lo buscó en el bolsillo interior de su americana. Mentira. El maldito teléfono no había sonado, quizás si en su deseo, pero en realidad hacía dos largos días que no sonaba. Probablemente estaría una eternidad sin sonar.

Amar duele. Ese era el título de una bella canción que ahora le resonaba con amargura en su perdida mente. ¿Qué era el amor? Acaso una burla del destino. Un sentimiento capaz de dar vida y de hacer morir. Acaso una broma macabra en el camino. Amor, hasta hace dos días sol, hoy tinieblas.

Siguió caminando entre la gente sin ver, sin ser visto, sin ser nadie, sin querer ser. Exhausto, se sentó en un banco y hundió su mirada en el asfalto. Segundos después, la luz de una intensa luna de invierno, creó reflejos caprichosos con las lágrimas que se derramaron suavemente por sus mejillas hasta el suelo. Hacía dos días que lloraba.

Hacía dos días que la primavera lo había dejado huérfano, que las mariposas eran negras, que el sol abrasaba con su helor.

Hacía dos días que Gloria, su princesa Gloria, entregaba sus pétalos a otro trovador.

Fragmento capítulo 18 de mi novela "La huérfana en el cementerio"


Aquellas fueron unas Navidades extrañas para Lidwine. Mientras el avión que la llevaba a Lyon, para reunirla de nuevo con Béatrix, la única familia que nunca había tenido, surcaba los encapotados y tenebrosos cielos, miraba de reojo a la persona que tenía al lado preguntándose si la querría en realidad, si la estaría engañando. El rostro de Grégory era suave e inocente como el de un bebé; sus ojos azul celeste relucían de candidez, sus labios dulces y gruesos estaban fruncidos mientras mordisqueaba los restos de una piruleta, concentrado en el sudoku de la revista que tenía en la mano. Mechones rizados, de un cremoso rubio oscuro con mechas doradas, se enroscaban sobre su inmaculada frente, y sus mejillas estaban encendidas, como las de un adorable niño pequeño. ¿Era posible que hubiera verdad en las palabras de Ruben? ¿Podría ser realmente capaz Grégory de engañarla con tanta frialdad? Vaya, ¿cómo podría ser cierto? Le cogía la mano con cariño de vez en cuando, la besaba cada cinco minutos, le sonreía con su sonrisa traviesa de dientes perfectos que le hacía temblar las rodillas, sintiendo que nunca estaría a la altura de su belleza, y en definitiva, la hacía sentir más querida que nunca a cada instante, preocupándose por su bienestar y acariciándola como si fuera su gatita. Pero ¿por qué tenía Lidwine la sensación de que, realmente, no la escuchaba? ¿Por qué se sentía tan incómoda en ocasiones, como si no encajara en el mundo de Grégory? Era desconcertante.

“Me estoy volviendo paranoica incluso respecto a Grég”, pensó Lidwine con tristeza, mordisqueando una patata mientras estudiaba el hermoso perfil de éste, tan concentrado en la revista. Parecía tan dulce, tan inocente, con su cara de niño, de ángel celestial… Era imposible que Grégory le hiciera daño. Sólo de mirarle, su corazón temblaba de ardor y profundo enamoramiento. Qué más daba si a veces, cuando estaban con Dorine, pareciera que se entendían más entre ellos, o que a veces tomaran un refresco juntos en la cafetería. Grégory no sería capaz de engañarla.

—¿Ocurre algo, cariño? —preguntó Grégory con su cara perfecta contraída por la preocupación mientras alzaba la mirada del sudoku y la tomaba de la mano. Sus mejillas y sus labios, más dulcemente rojos que nunca, y su cabello agitado, que había crecido mucho en los últimos meses y ya le rozaba el cuello, enroscándose deliciosamente, fue más de lo que Lidwine pudo soportar, y con el corazón palpitante se lanzó a sus brazos, sintiendo que los ojos se le llenaban de lágrimas, por lo que ocultó el rostro, vigilando no mancharle de maquillaje, en el cuello de la inmaculada camisa blanca de Grégory. Ésta, combinada con unos pantalones grises de vestir y lustrosos zapatos modernos, le daba un aspecto de colegial inglés, sólo le faltaba la corbata, y estaba tan arrebatador que Lidwine no podía esperar a que estuvieran solos en su habitación. La pasión que sentía por Grégory la absorbía y a la vez, la hacía sentir siempre frustrada, incómoda, tonta y vulnerable. Era como un fuego devastador que la consumía lentamente y que sólo ella parecía sentir.
—No es nada —musitó apretando los labios contra el fragante y suavísimo cuello de Grégory, sintiendo su cuerpo de delirio apretado contra ella, haciéndola sentir ligeramente mareada. Se secó una lágrima con disimulo y deseó que realmente no ocurriera nada. Suavemente, se apartó para mirarle a los ojos, y éste le devolvió la mirada con un semblante de preocupación tan encantador y considerado que no pudo evitar lanzarse contra él de nuevo y besarle apasionadamente en los labios.
—Tú me quieres, ¿verdad? —preguntó con voz desesperada, tomándole de las manos y mirándole implorante.

Grégory la miró sorprendido.

—Por supuesto, Lidwine, ¿a qué viene eso? —Tomó su rostro asustadizo y pálido entre sus dos grandes manos y la miró con ternura—. ¿Qué te hace sospechar lo contrario?
—Oh, Dios —sollozó ella sin poder contenerse, apretándose contra él con desesperación, y cerrando los ojos—. Júrame que no me dejarás, que siempre me vas a querer.
—Vaya, por supuesto que sí, mi amor —Grégory la miró con su traviesa sonrisa despreocupada y lamió su piruleta seductoramente.

Lidwine por poco enloqueció al contemplar su perfecto rostro, rabiosa por su tranquilidad, por su aplomo y compostura, y se lanzó sobre sus labios salvajemente, casi devorándole, tomándole desprevenido.

—Te quiero, te quiero, te quiero —susurró entre beso y beso, mientras el sonriente Grégory alzaba las cejas entre gozoso y sorprendido.

Y mientras sentía latir, casi ahogándose, su corazón enamorado, deseó poder notar que Grégory sentía el mismo amor desesperado y obsesivo que ella debía soportar ardiendo en su interior, día tras día. Mientras él reía ante su pasión y la contemplaba con aquellos ojos inocentes y traviesos a la vez, que siempre la hacían sentir tímida, torpe y temblorosa, deseó poder ser como él. Deseó poder olvidar las preocupaciones y percibirle más cerca. Deseó que su amor no le causara dolor, sino felicidad. No entendía cómo un amor tan maravilloso y correspondido podía hacerla sentir tan frustrada, tan sedienta de cariño.

—Yo también te quiero —replicó él al fin, besándola con el mismo ardor pero sin su desespero y su miedo, siempre confiado y risueño.

Y en tanto que el avión surcaba rápidamente las nubes dejando una suave estela, Lidwine deseó con todo su corazón ser capaz de confiar en él ciegamente. Ser capaz de creerle. Su amor era como la sensación de miedo que tenía en el estómago cada vez que el avión descendía unos metros. Sólo esperaba que el amor entre ella y Grégory nunca se viera obligado a realizar un aterrizaje forzado.



Myriam Oliveras