jueves, 29 de diciembre de 2011

Florencia

Agosto en Roma, son las cuatro de la tarde y el calor aprieta. Me muevo por la sombra, es mi último día en la ciudad y la he recorrido entera, Foro, Coliseo, Catacumbas… es la tercera vez que estoy aquí pero siempre descubro algún rincón interesante fuera de las típicas rutas para turistas. Las italianas… ¿cómo decirlo? me resultan bastante frías, creo que “estrechas” es la palabra adecuada para definirlas. El taxi me da unas cuantas vueltas por la ciudad –el mapa y la cámara de fotos me delatan como “guiri”- y casi llego tarde a la estación, pero todavía faltan 10 minutos para que salga el tren a Florencia: El Ponte Vecchio, Miguel Ángel, tiendas y helados por todas partes… creo que me gusta más que Roma.

Estoy sudando, en el bar de la estación solo tienen Moretti y está caliente, me siento en un banco a repasar la Lonely Planet − ¡qué mala es la cerveza italiana! la próxima vez me pido una Cola− pienso mientras levanto la vista de la guía y la veo cruzar la calle, va revisando sus billetes y comprobando la hora –mira, otra que va con prisas−. Entra en la estación y la pierdo de vista, me parece agradable, pelo negro, ondulado y morenísima de piel. Su cara se esconde tras unas gafas de sol enormes, tan de moda entre las italianas, pero aún así, la intuyo bonita. La ropa, fina y ligera, se le pega al cuerpo dejando adivinar la forma de sus caderas, el movimiento de sus pechos al andar y la estrecha cintura. En un segundo la escaneo, creo que se da cuenta porque al girar la esquina vuelve la cabeza hacia mí. Por fin llega el tren, −ahora podré descansar un rato− me relaja viajar en tren, me relaja y me excita a partes iguales, sentir el aire que entra por la ventana y me acaricia y el vaivén del suave traqueteo me sumergen en una especie de sopor muy placentero. Dejo la maleta en el portaequipajes y me acomodo. No pasan ni cinco minutos cuando se abre la puerta del compartimento −¡joder!− pienso –ahora no podré estar a mis anchas− pero es ella, la chica de las gafas. Su respiración es rápida y está acalorada, se refresca con una botella de agua, saca un libro y se pone a leer sin apenas mirarme. − ¡Eh, que soy yo!− estoy tentado de decirle –el de la estación, el de las miraditas ¿no te acuerdas?− No puedo dejar de mirarla, es preciosa, un tirante de la camiseta se le resbala por el brazo dejando desnudo un hombro y el nacimiento de sus pechos que se intuyen firmes y también bronceados –será mejor que siga ojeando mi Lonely…− pero ¡La he cazado! ¡Me estaba mirando! La he pillado observándome a través de sus enormes gafas. Se las quita y unos ojos color miel se iluminan al tiempo que sonríe y me dirige un −hola− que suena travieso y cargado de promesas. − ¡Bien!−me digo –no es italiana.

Comenzamos a charlar, al principio la típica conversación de tren: ¿De dónde vienes? ¿Dónde vas? ¿Negocios? ¿Placer?, después sus tímidas miraditas se vuelven más descaradas y sus preguntas más directas. No quiero contestarlas, no quiero hablar de mí, precisamente hago este viaje para huir, al menos por unos días, de mi rutina, de mi monotonía, en fin, de mi vida. Una vida que cuando regrese seguirá estando en el mismo lugar, con la misma gente y tal como la dejé. Tampoco quiero que me cuente nada de la suya. Dos perfectos desconocidos en un tren, no necesito más. Tenemos tres horas de viaje para mirarnos, acompañarnos o simplemente sentirnos el uno al otro. Llegamos a Florencia y al fin podemos bajar de este viejo tren, aunque bien pensado, el viaje no ha estado tan mal… Ella no tiene alojamiento y le ofrezco pasar la noche conmigo, sé que es demasiado directo pero no tenemos tiempo para andarnos con rodeos, en menos de 48 horas cada uno volverá a su ciudad, a su vida. Acepta. Vamos al hotel, una vieja casona a las afueras. Dejamos las maletas y aprovechando las pocas horas de luz que quedan vamos a inspeccionar la ciudad. Nos perdemos por las callejuelas atestadas de gente, cruzamos el Ponte Vecchio, los últimos rayos de sol se reflejan en el Arno, parece oro líquido…

Cogemos un autobús y llegamos a San Miniato al Monte, una iglesia situada en lo alto de una colina y desde donde la vista de la ciudad es espectacular. Corre una ligera brisa ahí arriba y el cielo, que hasta ahora estaba despejado, se va tornando cobre arrancando reflejos rojizos de su pelo y pienso en lo atractiva que es. Nos miramos y es como si nos hubieran sacudido una descarga eléctrica, casi se puede palpar el deseo a nuestro alrededor. De repente, la brisa se convierte en viento y el cielo se oscurece, amenaza tormenta, a lo lejos se oyen truenos y empiezan a caer las primeras gotas, pocas pero suficientes para hacer que los pocos turistas que quedan corran a los autobuses. Nosotros seguimos allí, sentados muy juntos en el mirador, no nos importa mojarnos un poco después del calor del tren. Ahora llueve con más fuerza y los truenos están cada vez más cerca. Me coge de la mano y corremos a refugiarnos bajo el pórtico de la iglesia, pero ya estamos empapados. Su falda, que antes se alborotaba con libertad, ahora está totalmente pegada al cuerpo. La camiseta se le transparenta y el tirante se vuelve a resbalar por el hombro. No puedo evitarlo, más bien, no quiero evitarlo, me inclino hacia adelante para besarla, tiene la cara mojada y sabe a lluvia. Ella me rodea el cuello con los brazos y me acaricia la nuca, estamos cada vez más cerca… tan cerca que puedo sentir en mi cuerpo cada milímetro del suyo. Seguimos besándonos cada vez con más intensidad, ya es casi de noche y amparado por la oscuridad le bajo el otro tirante de la camiseta, deseaba hacerlo desde esta mañana, deseaba acariciar su piel morena, ahora temblando de frio y de deseo. Desliza las manos por mi espalda, un leve roce, casi sin tocarme, pero hace que me vuelva loco, y cuando me baja la cremallera del pantalón pierdo totalmente el control de la situación. Ya no oigo los truenos ni la lluvia, solo escucho sus gemidos que se confunden con los míos… un grito ahogado en mi cuello y un estremecimiento final me dicen que puedo abandonarme al placer…

− ¿Y ahora?− me pregunta después.

No lo sé, no quiero pensar, solo sé que necesitaba esto desde hace mucho tiempo, que mi vida estaba vacía, resultará extraño, pero he sentido más y con más intensidad en estas horas con ella que en los últimos años de mi supuesta vida de ensueño. He sido más feliz con ella, en el suelo mojado, debajo del pórtico de una iglesia de lo que no había sido en mucho tiempo y ahora lo único que quiero es que no se rompa este momento. Pero, y ¿si fuera posible? Romper con todo y empezar de nuevo. No será fácil, será difícil, muy difícil, pero ¿por qué no? Todos merecemos una segunda oportunidad. Si ella quisiera…

− ¿Ahora?− le respondo –. Ahora toca ser feliz.

María Revilla

domingo, 4 de diciembre de 2011

Ainhoa y la hoja de papel en blanco - Oleguer Solsona

Ainhoa

Ainhoa cierra la ventana, le ha entrado frio y se sienta, casi saltando sobre la silla de oficina gris. Allí, no para de moverse, inquieta. Observa el cenicero repleto de colillas, el paquete de folios de la marca Guarro. “¡Eso es lo que tú eres!” masculla. Y la hoja a medio escribir que cuelga de la máquina de escribir acabada de heredar de su abuelo. Al lado, un cubo de basura con sus predecesoras de papel, arrugadas. Ainhoa se levanta. Vuelve a sentarse, tarareando adjetivos que puedan casar con el único personaje que tiene mínimamente definido, el alter ego de Javi, que la acaba de dejar para enrollarse con otra. Pasea sobre las baldosas en forma de rombo del altillo, a pasos cortos y nerviosos, en círculos rodeando la mesa, casi flotando en el aire. “Parezco la protagonista de un anuncio de compresas” murmura. Se sienta de nuevo enfrente de la Olivetti, observa la hoja, se levanta por enésima vez. Flota enfrente las viejas librerías repletas de folletos, revistas y libros llenos de polvo. “Un día de estos tengo que limpiar” se ordena sin mucho interés. Los mira, de arriba a abajo, de derecha a izquierda, en diagonal y del revés, como buscando algún tesoro escondido entre sus páginas que le haga encender la mecha… para quemar su historia con Javi y construir una nueva, alternativa, surgida de su iniciativa y no la de él. Busca palabras, frases, nombres para personajes secundarios, para la heroína del relato. “Sería demasiado obvio llamarle Ainhoa” razona. Ahora mira por la ventana, ahora se acomoda incómodamente en el sofá decorado con un cubre verde oscuro, con algunas quemadas de los porros de Javi. Busca en el diccionario palabras al azar, a ver si se inspira “maleta, consolador… piano, jamón…baúl, pez…” recita. Nada, no le viene nada con los binomios. “Esto no tiene nada de fantástico” piensa. Luego, agarra la escoba y barre el polvo acumulado, las migajas de pan y los restos de tabaco de liar, escondiéndolo todo junto bajo la alfombra, excesivamente cara, comprada en el gran bazar de Estambul (Ainhoa no tiene paciencia ni para regatear, lo quiere todo “ya”). Ainhoa prepara un cigarrillo, marca Pueblo. “Ahí debo volver, ahí si me tratan bien” susurra. Fuma sin apenas reparar en que está dejando caer las cenizas sobre la mesa baja de Ikea. “¿Cómo se redecora mi vida sin Javi?” proclama al aire. Se incorpora, busca el móvil, reafirma que no tiene ningún mensaje de él, “capullo” dice con voz suficientemente alta para que le oigan los vecinos. Baja a la planta principal, va a la cocina, prepara un bocadillo con mucho tomate, mucho aceite y mucho chorizo que le han enviado sus padres y agarra, por si acaso, una tableta de chocolate del cajón superior. “Adiós, dieta” proclama. Ainhoa regresa al altillo, se sienta, coge el tipexx de “escobilla” y borra la última línea. Y luego la penúltima. Así que se queda sólo con el título. Pasa de la narrativa y prueba con la poesía. Le sirve el mismo título. “Al menos, no tengo que empezar de cero” se convence. Abre una lata de cerveza, intenta concentrarse. “Imposible. ¿Qué rima con imbécil?” se interroga. Chasquea los dedos y rota los hombros, hace ejercicios de estiramientos que le conducen a borrar, al fin, también el título. Saca la hoja, la gira del revés (manchando la máquina de líquido blanco pues no le ha dado tiempo para secarse). Se levanta. Los estiramientos la han hecho sudar. Ainhoa abre la ventana, le ha entrado calor y se sienta, casi saltando sobre la silla de oficina gris. Allí, no para de moverse, inquieta. Observa el cenicero repleto de colillas, el paquete de folios.…

Y así hasta llegar a un bucle, a un estado de microondas mental que le hace olvidar… “¿Quién narices me ha dejado esta vez?”

La hoja de papel en blanco

Aproximadamente, unos 7 meses después…

Allí sigue, quieta, inmóvil, inerte. Pensativa, dejándose acariciar por el viento que entra de la ventana.

Incómoda por los pegostres de tipexx en su parte de atrás, que corroboran que un día se escribió sobre ella. La razón de su existencia, su única tarea en la vida. Tiene miedo a que no la usen para idear, sorprender, rimar o dibujar. Eso es lo que más desea desde que la sacaron del paquete de la marca Guarro.

Ainhoa la ha dejado en este estado vegetal (nunca mejor dicho), completamente olvidada. Se hubiera conformado, incluso, si la hubiera utilizado como avión de papel y ser lanzada por la ventana, que se ha abierto y cerrado tantas veces en estos meses... pero la papiroflexia no ha sido ninguna de las muchas actividades que Ainhoa ha iniciado, sin éxito. Mantenerse ocupada, estos hobbies efímeros han sido sus kleenex particulares, que le limpian entre relación y relación.

Así han pasado los días para la hoja de papel en blanco, las semanas han volado y los meses se le han escapado sin unas tristes comillas que la animen. El tono de su piel ha cambiado, ha perdido ya del todo el blanco radiante de los inicios pasando a ser amarillenta.

La historia de Ainhoa daría para una novela, ha querido muchas veces auto escribirse. Y su historia, aún no ha empezado.

Tras Javi, Ainhoa ha acumulado varias historias sin final de cuento de hadas (cuanto le hubiera gustado que escribieran en ella una nueva versión de la Cenicienta). Después apareció Matías, el comedor de pizzas de pepperoni, tras cortar con ella, a Ainhoa le dio por el masaje. Compró una camilla plegable y media docena de libros. Hasta quiso practicar con el sesentón vecino del quinto. ¡Qué triste imagen para los ojos imaginarios de la hoja en blanco, cuando la toalla se deslizó y el culo flácido del señor Ortiz quedó al descubierto!

Tras Paco, el fumeta de barrio pijo, Ainhoa se decantó por hacer maquetas con palillos y después de Samuel, el latino que está estudiando un Máster en Barcelona, intentó aprender a tocar la armónica.

Y aún, más recientemente, Ainhoa ha experimentado con un huerto urbano en el balcón, hacer collages o incluso con el videoarte. Todo eso lo ha observado, sin poder opinar, viendo como Ainhoa iba perdiendo los ahorros y la ilusión.

La hoja en blanco ya lleva unos días sin luz, Ainhoa se fue hace dos semanas al pueblo y no hay noticias de ella. La hoja quiere ser útil pero no le queda esperanza. A oscuras, no puede soportar más compartir espacio con aceites corporales, una caja de palillos con un dibujo de un chino y la armónica, el instrumento más soso que se ha creado. Tiene miedo a desintegrarse con la compañía de una bolsa gigante de abono, un pote de cola y una videocámara. Así que, convencida, no le queda más remedio que reunir todas sus fuerzas, despedirse de su preciosa vivienda metálica, la máquina de escribir Olivetti, y escalar el rodillo para escapar, dejarse caer al vacío, acariciada con ese viento que tanto la ha refrescado y caer, desilusionada, al cubo de basura con otras hojas de papel, arrugadas.

El reencuentro

Un par de semanas más tarde…

Ainhoa ha vuelto del pueblo a devolver las llaves del piso. Allí se ha dado cuenta que quiere regresar con sus amigos de infancia, familia y sus lugares favoritos. Estar tranquila con ella misma, volver a sentirse capaz de hacer algo y disfrutarlo, crear su propio espacio y construir su vida sin prisas. Quién sabe si escribir, de cero, una nueva historia. Es por eso que, mientras vacía la papelera, repara en la vieja hoja de papel en blanco en la que intento escribir una historia. Pero ahora ya quiere ser ella la protagonista. Escribe en la parte donde borró el título anterior: “La historia de Ainhoa”.

Podrá recuperar la paciencia y olvidar a Javi, Paco y los otros, las baldosas en forma de rombo, abrir la nevera compulsivamente y los muebles de Ikea.

En paralelo, la hoja de papel en blanco, tras un largo mes sin más luz que la etiqueta fosforito del envase de aceite corporal, podrá recuperar la actividad y el color blanco radiante, incluso sin reparar en lo incomodo que es tener pegostres de tippex. Ser la primera página, marcar la pauta para otras, más nuevas que ella, iniciando un paisaje de muchas palabras y párrafos. Y borrar, desde lo más alto de las páginas escritas, el olor a porros y pepperoni, la pesada bolsa de abono y el pegajoso pote de cola, el sonido repetitivo de la armónica, y, sobretodo, la visión del trasero del señor Ortiz.

sábado, 3 de diciembre de 2011

MICROLOGIA (David Rubio Sánchez)

La maleta

Tiré la maleta al contenedor de basura y esperé a que el camión de recogida se la llevara. Volví a casa y la encontré en la puerta. Al día siguiente me la llevé a una montaña y la prendí fuego. No me marché hasta que la consumieron las llamas pero al regresar la descubrí en el dormitorio. Pensé que a lo mejor era yo quien tenía que marcharme de casa. Dejé la maleta y me fui a vivir a otra ciudad. Cuando estaba instalándome en mi nuevo hogar picaron a la puerta, era un mensajero que traía un paquete. Lo rompí y apareció otra vez. Decidí entonces partir a una isla desierta. En ella construí una cabaña en un árbol. Por la noche escuché un fuerte golpe en el techo, las cañas se rompieron y la maleta cayó a mis pies.

Inconcreción

El sueño de la rata era poder volar. Un día se encontró una lámpara maravillosa. Al frotarla apareció el Genio: — ¡Deseo ser ave! — exclamó la rata y el Genio la convirtió en gallina.

Alteración de estómago

Cuando fui al lavabo, el dinosaurio ya había estado allí.

Una campana en el mar


La tripulación del Wallace trasladaba una gran campana desde la fundición de Mull a la isla de Iona de donde era originario el barco. La pequeña Iona era conocida por los colores alegres de sus casas frente al mar, el vaivén de las barcas ancladas en su puerto natural y su iglesia huérfana de campana. A pesar de su belleza, las condiciones de vida allí eran duras. Los interminables días de lluvia se intercalaban con semanas enteras de espesas brumas. El verano nunca visitaba la isla y el húmedo clima alimentaba sus insaciables bosques. Con esas condiciones era imposible que alguna industria se asentara allí. Por este motivo, sus habitantes se habían tenido que acostumbrar a una vida sin comodidades modernas. A cambio, la naturaleza les daba todo para subsistir allí: abundante pesca, melosos frutos, animales para cazar,... Y cuando muy de tarde en tarde, el sol era capaz de abrirse paso entre los nubarrones, el cielo obsequiaba a los isleños con un paraíso verde donde vivir. Los visitantes aseguraban que en Iona habían pintado sus casas de malva, amarillo o rojo para poderlas distinguir de entre la niebla. Los turistas también se extrañaban que en la isla pudieran vivir sin electricidad o sin teléfono pero lo cierto era, que a pesar de todo, ningún nativo había abandonado nunca Iona. Parecía que la isla castigaba y premiaba a sus habitantes por vivir allí.

La ciudad de Mull distaba a un día de navegación de Iona. Tiempo atrás también había sido un pueblo pesquero pero el progreso gris lo había transformado en una urbe industrial y metalizada. En Mull, uno podía escuchar el ruido de las fábricas funcionando incluso de noche. El humo se había apropiado de su cielo y la tecnología de sus empleos. Los marineros fueron olvidando cómo pilotar sus embarcaciones. Los radares se ocupaban de la navegación y al introducir las coordenadas de Iona, por algún extraño motivo, las computadoras daban “error”. Por este motivo a los marineros de Iona no les quedó más remedio que dejar la isla y embarcarse para ir a buscar su campana.

El día en que zarparon, la primavera había llegado de imprevisto a los balcones del pueblo. Durante la noche anterior, una feroz tormenta había sorprendido hasta los más antiguos del lugar. Esos que sólo necesitan mirar al cielo para saber qué traerá el viento al día siguiente. En el puerto, el verde del prado llegaba hasta el nivel del agua. Y si el trajín allí menguaba, se podía escuchar el ruido de los establos lejanos. Esa mañana, la tripulación del Wallace tuvo la sensación de que el empedrado del suelo acababa de ser repuesto. Las calles brillaban más que de costumbre. Las paredes de la casas parecían recién pintadas y la plaza mayor olía a mar y a pesca recién capturada. Los vecinos saludaban a los marineros como si se reencontrasen con ellos tras darlos por perdidos. Parecía como si todo el pueblo hubiera sido construido de nuevo.

La valiente tripulación del Wallace salió al mar una azul mañana de Iona dejando atrás la dulce vista de su isla. Llegaron a Mull sin problemas pero quienes explican esta historia aseguran que una noche cerrada y lluviosa les atrapó a la vuelta. A pesar de las precauciones con que la transportaban, durante la tormenta, la campana se desató y cayó hasta el fondo del mar. La tripulación, negándose a volver a casa sin ella, se lanzó al agua a buscarla. Era como si la campana les hubiera arrastrado a todos con ella hasta el lecho del mar. Nunca más se volvió a ver al Wallace ni a su campana, nunca se encontraron los cadáveres.

Desde entonces, en noches tormentosas, hay quien en Iona aún oye la campana sonar. Su lamento redobla en las rocas de la playa. La leyenda dice que es la campana llorando por los marineros que perecieron en la mar por rescatarla. Pero en Iona saben que es la isla recordando a sus habitantes el precio que han de pagar si la abandonan.


Luis Salar Vidal

viernes, 2 de diciembre de 2011

El puente que conecta(ba) y separa - Stasa Durdic

Aquel día de primavera, Ania se encontraba en el edificio de la Facultad de Literatura cercano al Danubio. El día era claro y ella, sentada enfrente de la ventana en un aula, de vez en cuando miraba el crecido río y los magníficos puentes que conectaban dos orillas de la capital pensando qué debía escribir. De hecho, en la próxima hora y media en su ensayo tenía que responder a la pregunta de si los puentes conectan o separan, a pesar de que no estaba segura de cuál de las dos opciones era la correcta. Por un lado, el escritor Ivo Andrić, a cuyas palabras a menudo basaba sus trabajos, sostuvo que los puentes, como los de la capital, siempre conectan. Por el otro, recordó un ejemplo diferente de su infancia: un modesto puente, construido en el pueblo del cual procedía (también en el Danubio), en 1992 comenzó a separar dos países opuestos a causa de una guerra.

Una mañana del mismo año, Ania y su padre, con el objetivo de visitar al hermano de éste, se dirigieron hacia el pueblo donde realizaba el servicio militar. El pueblo se situaba en la otra orilla del río, en la provincia vecina (el Danubio formaba frontera natural entre dos de las seis provincias). Contando con que el pueblo estaba a tan sólo media hora andando de la casa familiar de Ania, ambos fueron a pie; mientras cruzaban el puente, el padre hizo una pausa para observar el nivel del Danubio, el cual les pareció muy alto, tan alto que en cualquier momento inundaría tanto su pueblo como el otro (debido a la nieve que se derretía de las montañas, cada primavera el nivel del río crecía). Además, en el agua se reflejaba el cielo gris, así como las nubes de lluvia, cosa que, con su sombra, causaba que los alrededores aparentaran lúgubres; por el miedo a que lloviera - no trajeron paraguas – prosiguieron su camino.

Pronto llegaron al campamento militar. El tío les esperaba a la entrada. Los llevó a uno de los edificios adentro del campamento y les presentó al resto de soldados. Los soldados estaban sentados en una gran mesa cuadrada (con el tiempo, Ania se enteró de que todos, menos su tío, eran de la provincia vecina) y, después de conocer a los huéspedes, uno se levantó y trajo sillas para ellos dos. A continuación, sirvió café al padre y a Ania le preguntó qué quería. La niña respondió que le diera algo dulce.

Inmediatamente el soldado se agachó y empezó a buscar algo en una caja por debajo de la mesa. Haciéndolo, sin darse cuenta provocó que la niña viera una escopeta apoyada contra la pared justo detrás de él (aunque Ania era consciente que los soldados tenían armas, nunca divisó una escopeta tan de cerca). El miedo anterior - que de repente no lloviera – ahora le resultaba totalmente insignificante en comparación con el que la escopeta despertó en ella. Por eso, apretó con toda su fuerza la mano de su padre y hundió la cabeza en la parte superior de su brazo. Desde la misma posición contempló al soldado levantándose y ofreciéndole una bolsita llena de sus bombones favoritos. Si bien la niña no los tomó. Al lado de un arma, no podía disfrutarlos.

Al sentir en su mano el fuerte apretón (que demostraba el miedo de su hija), el padre rápidamente se despidió de su hermano y de los soldados. Luego, de camino a casa, a Ania le parecía que el cielo se había despejado y el nivel del Danubio había bajado. Sin embargo, estaba equivocada. Estos dos pequeños pueblos, mucho más próximos entre sí, equiparándolos con la capital donde Ania estudiaba, dentro de poco se volvieron “lejanos”. Un par de semanas más tarde se prohibió cruzar el puente porque la guerra de los Balcanes - por la independencia de las provincias – se expandía como una inundación.

Diecinueve años después del inicio de la guerra, Ania estaba a punto de escribir el ensayo. Tenía dos cosas claras. Primero, que si hubiera nacido en otro lugar del país – no en un pueblo fronterizo - una vez más basaría su trabajo en las palabras del Andrić. Y segundo, si hubiera recordado su única comunicación con los soldados del país enemigo antes de la guerra solamente por el miedo de su primer encuentro con una escopeta, estaría convencida de lo contrario (el miedo separa la gente, no conecta). No obstante, ella se acordaba de ello también por los bombones ofrecidos, como un gesto de buena voluntad. Por lo tanto, decidió aprovechar la hora restante para plasmar en el ensayo su propio argumento: que los puentes y conectan y separan, dependiendo de su ubicación y de la época en que se vive. Y como ilustración serviría el puente de su pueblo, construido para conectar dos pueblos en dos provincias yugoslavas, que empezó a separar dos estados, Serbia y Croacia.