martes, 29 de noviembre de 2011

LA PUERTA DE LOS HOMBRES (David Rubio Sánchez)

“Horrible crimen ritual en la Noche de San Juan. Encontrados restos de piel humana junto a una muleta en la playa. Se piensa que una secta satánica pudo degollar a un hombre cuya identidad no se ha podido confirmar…”. Escuché la noticia mientras desayunaba, sonreí, qué lejos estaban de la realidad y rememoré los hechos ocurridos desde que la noche anterior me encontraba en la habitación del sanatorio donde vivía, la fría luz de los fluorescentes no ayudaba a mis cansados ojos a distinguir las letras del libro que sostenían mis temblorosas manos. Tenía calor y con cuidado cogí mi bombona de oxígeno y me levanté de la cama para abrir la ventana. El cáncer de mis pulmones ya no podía ser derrotado pero dada mi avanzada edad, tampoco era agresivo, me consumiría lentamente. Me mataría como había transcurrido mi vida en soledad, sin estridencias, sin pasión. Se escuchaban ecos de algarabía y petardos que me recordaron que esa noche era la verbena de San Juan. De pequeño me gustaba ver como se prendían hogueras, me quedaba extasiado viendo alzarse las llamas. Nunca me permití una locura, nunca luché por una idea, nunca lloré un amor y fue entonces que me vino a la cabeza la descabellada idea de salir a verlas por última vez. Estaba prohibido salir más allá de las diez de la noche, pero lejanas risas y tintineos de copas me hacían pensar que los enfermeros estaban entretenidos. Andar podía con una muleta. La bombona de oxígeno no me la podía llevar, pero a paso lento y con un ventolín en el bolsillo me apañaría.

Me puse el chándal y salí a la calle. El sanatorio estaba en la parte alta de un pueblo costero, de casas blancas y calles estrechas. Había sido construido en la ladera de una montaña que terminaba de forma abrupta en una cala, a orillas del Mediterráneo. Más allá del pueblo sólo había bosque. Conforme llegaba al centro las calles se iban abarrotando de gente. Los petardos sonaban con toda su potencia. De pronto irrumpió un tropel de tambores acompasados que hacían daño a mis oídos, era un pasacalle. Demonios disfrazados danzaban bajo las bengalas ardientes. Incluso alguno era capaz de echar fuego por la boca. El humo invadía la calle. Me ahogaba. El gentío que les acompañaba corría bramando y carcajeando. Me empujaban, las chispas me quemaban, sentí miedo. Me senté en el tranco de una puerta y cubrí mi cara con mis brazos. Empecé a llorar. ¿Qué hacía allí?, era ya tarde para demostrar el arrojo que nunca tuve. Poco a poco los tambores se fueron alejando, la calle volvía a quedarse vacía. Yo no quería moverme, quería morir ya cuando él me tocó. - Se encuentra bien - levanté la cabeza y ante mí apareció una figura espectral. Llevaba puesta una gabardina y guantes. Su cabeza estaba cubierta por un pasamontañas sólo quedaban al descubierto unos ojos hipnóticos, extraños, cautivadores, inquietantes. La figura se presentó. – Disculpe mi aspecto, tengo la piel delicada y me cubro para evitar quemaduras, mi nombre es Bartolomé, ¿me permite acompañarle? Yo tampoco soy ningún jovencito, ¿a dónde va? - No supe que decirle. –Comprendo sólo está paseando, bien yo me dirijo a la playa por un asunto, si quiere le acompaño hasta la pequeña dehesa donde los vecinos están celebrando la verbena.

Cuando llegamos la orquesta tocaba pasodobles y rumbas. Había largos tablones dispuestos a modo de mesas llenos de cocas y botellas de cava. Alegres farolillos y banderines colgaban de los árboles. Los niños corrían con sus petardos. No tan niños se daban sus primeros besos en lugares más escondidos. Los miraba con envidia, cuánto deseaba en ese momento haber sido partícipe, alguna vez, de una fiesta como ésa, de compartir esos rostros satisfechos con su vida. Bartolomé me susurro al oído – no te veo feliz aquí, no pareces acostumbrado a fiestas, yo tampoco disfruto con ellas, la verbena es una aberración de lo que esta noche significa, dejémosles con sus bailes, acompáñame más allá de aquel sendero-. Me ahogaba, mi cuerpo cansado me pedía quedarme allí sentado, oyendo las canciones, viendo parejas bailando, pero eso es lo que había hecho toda mi vida y por eso me sentía desgraciado. Acepté

La música y las luces quedaban atrás. La tenue luz de la luna era la única iluminación del sendero vigilado por olmos y encinas. El olor a tomillo y romero ya se podía distinguir del de la pólvora. Observé a una mujer haciendo una cruz a un árbol y a otras recogiendo helechos y hierbabuena. – Esas mujeres que ves están preparando ritos de amor, estamos llegando al lugar donde las almas sufren y se resisten a ser desgraciadas- . Bartolomé continuó – la vida es única y corta por eso los humanos quieren que sea especial, perfecta pero siempre falta algo, amor, suerte, inocencia, dime ¿qué es lo que te falta a ti?. Le respondí que una nueva vida sin todos los errores que han hecho que acabara sólo mis últimos días. Llegamos al final del sendero.

La cala quedaba justo detrás de unos matorrales. Bartolomé me contó que esa noche había tenido muchos nombres, entre ellos el de Puerta de los Hombres. Me habló de cómo el divino sol, a partir de este solsticio, iba abandonando su presencia en los cielos para penetrar en el interior de los hombres para iluminar su espíritu, purificarlo y renovarlo. Era como si el hombre penetrara en la dimensión divina. No comprendí que me estaba diciendo hasta que aparté los matorrales y vi la playa. Decenas de hogueras de fulgurante luz entre la oscuridad más perfecta. Cielo y tierra unidos por enormes columnas de fuego y humo alrededor de las cuales saltaban y danzaban hombres que ya no eran hombres sino almas atormentadas que buscaban la luz como los ahogados buscaban el aire al sacar la cabeza del agua. Me giré y vi que Bartolomé había descubierto su cara desfigurada, la piel se descolgaba tapándole su boca, los labios llegaban a su cuello, las orejas se desprendían. Grité. -¿Qué eres?-. Me respondió - Sois desdichados por naturaleza y es entonces cuando creáis símbolos que os consuelen y estos cobran vida propia por la fuerza de vuestras súplicas. Uno de ellos es la serpiente como guardiana de vuestro deseo de inmortalidad. Ese símbolo cobró vida en mí desde hace tres mil años, mi piel se muda cuando mi cuerpo envejece, volviendo a ser joven y fuerte. Este don sólo puede tenerlo una persona en el mundo-. Y fue entonces cuando me lo ofreció y yo lo acepté. Bartolomé siseo y del suelo emergió una serpiente. Con un cuchillo se hizo un corte en su muñeca y luego en la mía, después cogió a la serpiente y tras morder su herida hizo lo mismo con la mía. Empecé a respirar mejor, sentí horribles retortijones en mi cuerpo, la piel me ardía. Bartolomé se dirigió al mar. Le llamé ¿por qué has renunciado a tu don?, se giró – Para mí ya era una carga, con los años comprenderás que la vida es especial precisamente porque es corta y única-. Siguió su camino sin volver atrás hasta que las aguas iluminadas por la luna taparon su cuerpo. Me quedé en la playa retorciéndome de dolor, la piel de las manos se desgajaba pero notaba a la vez que mis músculos volvían a ser fuertes.

Amaneció y la brisa matutina me despertó. Me levanté sin dificultad, corrí y salté de alegría. Nunca me supo más dulce el aire que respiraba. Incluso volvía a tener pelo. Deje mi muleta junto a los restos de piel entre la arena. El día era largo, Bartolomé me había dado una nueva vida y esta vez no la desaprovecharía, tiempo tendría para pensar en sus últimas palabras. Tenía hambre y me fui a desayunar.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Soledad compartida

Soledad compartida

Loreto y Milagros se llevan bien, quizá su relación no es tan estrecha como cuando eran niñas, que resultaban inseparables, pero no hay entre ellas grandes rencillas, al menos aparentemente... Loreto, la mayor, es demasiado alta para la época, de pecho alto y generoso, caderas rotundas y una nariz aguileña que desbarata lo que podía haber sido una cara, si no bonita, al menos agradable. Milagros, por el contrario, es esbelta, delicada, poseedora de una belleza lánguida, casi enfermiza. En su cara ovalada destacan los ojos, de un verde claro casi transparente, en contraste con el rojo intenso de los labios. Es bella y sin embargo, envidia la energía de Loreto, siempre de buen humor, cada vez que la oye reír siente una punzada de rabia en el pecho. Loreto, ignorante de los sentimientos de su hermana pequeña, siente por ella la misma adoración que sintió cuando nació y se la pusieron entre los brazos, envuelta en mantas rosas.

Viven en Meneses, uno de esos pequeños pueblos que salpican la Tierra de Campos, donde los amaneceres componen un lienzo casi inolvidable cuando poco a poco el cielo se va aclarando, desprendiéndose de ese azul oscuro, casi negro, tapizado de estrellas, tan típico de las noches castellanas. El sol se eleva majestuoso, tiñendo de un amarillo luminoso las calles del pueblo. A lo lejos, el ladrido lastimero de algún perro pastor y el canto del gallo anuncian un nuevo día. Las casas de adobe tienen el color del caramelo bajo la luz intensa de la mañana y de la plaza emana una paz, solo rota por el tintineo de los cubos metálicos y los saludos somnolientos de las mujeres que van a buscar agua a la fuente. Entre esas mujeres están nuestras protagonistas, hijas de Don Alfonso, si no el más, uno de los más ricos del pueblo y que a pesar de tener varias personas a su servicio, entre mozos de cuadra y sirvientas, prefieren ir ellas mismas a la fuente. Es de los pocos momentos en los que pueden charlar con sus vecinas, el resto del día apenas salen de casa, pasan las horas entre las labores de punto y ganchillo y el rosario diario, dirigido siempre por Doña Úrsula, su madre, alrededor del brasero en invierno o en el patio, a la fresca, en verano. Y así van pasando los días, se deslizan unos detrás de otros, dejando una pátina de tedio en sus vidas.

Hasta que un día, todo cambió. Un domingo, Loreto no había ido a misa porque no se sentía bien, Milagros preocupada por su hermana no esperó a que Don César diera la última bendición y salió corriendo hacia la casa. Cuando llegó, escuchó unas voces que, aunque susurraban, reconoció como las de Loreto y Don Miguel, el médico. Entró en tromba en la habitación temiendo que su hermana hubiera empeorado pero lo que vio le cortó el aliento. Don Miguel besaba el cuello de Loreto mientras sus manos se aferraban a sus caderas y ésta con la cabeza echada hacía atrás gemía de placer. Estuvo a punto de perder el sentido, tuvo que hacer un gran esfuerzo para llegar a la cocina, mojarse la cara e intentar pensar con claridad. ¿Cómo y en qué momento Loreto había tenido la oportunidad de entablar una relación con el médico? Recordó una noche que Doña Úrsula se puso muy enferma y fue Loreto la primera en reaccionar, se echó una toquilla sobre los hombros y con el moño deshecho fue a buscar a Don Miguel ¿Sería que al verla así, en camisón y con el cabello suelto como una aparición se había prendado de ella? Se dio cuenta de que últimamente Loreto se arreglaba con más cuidado del habitual para ir a la iglesia los domingos, se daba un toque de carmín y prácticamente se bañaba en agua de colonia. También buscaba cualquier excusa para intentar burlar la estrecha vigilancia de la madre, aunque fuera por unos minutos. ¿Y las cartas? Loreto le decía que eran de una vieja maestra que había estado en el pueblo, pero que Milagros era demasiado pequeña para poder recordarla. Ahora ya no se lo creía, ahora ya no se creía nada de lo que pudiera decirle su hermana. ¿Qué podía hacer? ¿Contárselo todo a su padre? No. Don Alfonso era capaz, si no de matar a Don Miguel, si de utilizar todas sus influencias, que no eran pocas, para que le destinaran a otro pueblo y alejarle para siempre de allí. Pero, entonces ¿Qué haría ella sin Don Miguel? Enamorada de él desde que era una niña, hasta donde le alcanzaba la memoria siempre le había querido. Por su naturaleza enfermiza tenía que visitarla muy a menudo, casi todas las semanas. A veces no sabía si la enfermedad venía a ella o, por el contrario, era ella la que clamaba por estar enferma para verle.

Pasaron una, dos semanas, pensaba que se iba a volver loca, no podía borrar de su mente la escena que había visto aquel domingo terrible, hiciera lo que hiciera, la imagen volvía una y otra vez. En cambio, Loreto cada día más guapa, los ojos le brillaban con tal fuerza y su sonrisa era tan radiante que hacían que uno olvidara su nariz aguileña, la misma que hasta hacía no mucho la había afeado. La punzada de rabia que solía sentir Milagros cuando Loreto reía se convirtió entonces en una lanza que la atravesaba al oírla canturrear a todas horas. Y cuando pensaba que ya no iba a poder aguantar más, decidió hablar con Loreto. Pensaba decirle que tenía que dejar a Don Miguel de inmediato, no más cartas, no más visitas robadas y por supuesto no más indecencias. Recurriría al chantaje si fuera necesario, apelaría a su responsabilidad como hija mayor que debe cuidar de la madre. Sin embargo, cuando la tuvo delante, pensó que había enloquecido del todo y que no podía ser verdad lo que estaba oyendo cuando Loreto se adelantó en su discurso y le dijo que ya sabía que las dos querían al mismo hombre (los sentimientos de Milagros debían ser más evidentes de lo que ella misma pensaba). Loreto hablaba y hablaba y ella solo lograba entender frases sueltas, como: Somos tan diferentes… No poseo tu belleza… le hago feliz… pero tu belleza… entre las dos seríamos una… la mujer perfecta para cualquier hombre… ¿Realmente Loreto le estaba proponiendo compartirle? ¿Es que había perdido el juicio definitivamente? Y ¿Si no? Por un momento se imaginó que era ella la que echaba la cabeza hacia atrás y gemía mientras Miguel le besaba el cuello. No, aquello no podía ser, pero… balbuceó unas palabras que ni ella misma llegó a entender. Cuando esa noche se fue a acostar, la cabeza todavía le daba vueltas, y cuando poco antes de dormirse sintió que un cuerpo áspero y masculino la abrazaba por detrás y una voz ronca susurraba su nombre, entonces sí, entonces supo que lo que había balbuceado esa tarde había sido: SI.

María Revilla

martes, 15 de noviembre de 2011

Un mañana más

Una mañana más


Una mañana más, igual que otras tantas mañanas desde hace tantos años, Luis y Pablo se han ido al instituto sin ni siquiera despedirse, corriendo para no perder el autobús, Ernesto a la Galería. Ernesto si, Ernesto si se despide de ella, todas las mañanas el mismo beso vacio en la mejilla y esa mirada de conmiseración que le deja en el alma una sensación de frío y soledad que con los años ha llegado a odiar. Y ¿si fuera capaz de hacerlo?

En un momento llegará Ángeles y por su manera de mirarla ¿también con lástima? y llamarla “Señora Clara” le recordará en qué se ha convertido su vida, está completamente sola a pesar de estar acompañada, ésta es la peor de las soledades. Al menos es rica, ¿y qué? ¿De qué le sirve todo ese dinero si no tiene ni ganas ni con quien disfrutarlo? Se siente como si viviera en una jaula de oro.

Nunca tuvo demasiadas aspiraciones, ni personales ni profesionales. A ella le gusta culpar de ello a su madre, es la manera más cómoda de no enfrentarse a su parte de responsabilidad. Tiene miedo a hacerse preguntas, a plantearse cosas, a salir de su rutina, donde de alguna forma se siente segura. Su madre se pasó toda la vida sometida a su marido, él era el cabeza de familia, él era el que llevaba el dinero a casa, así que él era el que mandaba. Ella, ya de niña se dejaba llevar por sus hermanos, aunque aquello le acarreara más de un castigo y después, de adolescente, cuando apareció Ernesto en su vida también se dejó arrastrar. Para Clara, aquello era lo normal ¿o no? ¿Por qué su madre nunca se rebeló? ¿Sería tarde para hacerlo ella misma?

Se mira en el espejo y la imagen le devuelve apenas una sombra de lo que fue, en algún momento de su vida llegó a ser atractiva o quizá era simplemente el atractivo y la frescura que dan la juventud… Ahora tiene ante sí a un ser anodino: ni alta ni baja, ni gorda ni delgada, incluso se podría decir que no es ni rubia ni morena. Se dirige a la cómoda y abre el cajón. Ernesto le tiene totalmente prohibido hacerlo pero cuando está sola, que es muy a menudo, y sabe que Ángeles está en el piso de abajo trasteando con el aspirador, desobedece sus órdenes. De alguna forma, se siente un poco más libre al hacerlo, como cuando se saca a un pájaro de su jaula y se le deja volar por una habitación.

Se siente audaz, valiente ¡qué tonta! Solo por abrir un cajón… Debería ir más allá, atreverse a tocar la pistola que duerme allí, volar al aire libre. Ernesto dice que es para proteger a su familia en caso de necesidad, pero a veces ella se sorprende imaginándose como sería apuntarle con ella, ver su cara, su expresión, oírle suplicar, tener el control por una vez. Le asustan sus propios pensamientos, entonces cierra el cajón violentamente, como si de esa forma esos pensamientos también quedaran encerrados en algún lugar recóndito de su cabeza.

Pero vuelven, una y otra vez, cada día con más fuerza. Y cada día se siente más audaz, ya no solo la coge, a veces incluso se acaricia con ella, es extraño, pero sentir ese hierro helado corriendo por su piel le da el valor y la fuerza necesarios para continuar, para afrontar otro nuevo día, un nuevo día que será exactamente igual que todos los anteriores y todos los que están por llegar. Algún día acabará con todo, o con todos. ¿Qué se sentiría al hacerlo?

Es como si ella no fuera dueña de su voluntad, las imágenes se agolpan en su mente y no puede huir de ellas, por mucho que cierre los ojos, éstas no desaparecen, están dentro de su cabeza. Tiene miedo, mucho miedo, entonces suelta la pistola rápidamente, como si quemara, se ajusta el cinturón de la bata y baja las escaleras para que Ángeles la llame “Señora Clara” con lástima en su mirada. Tiene que aceptarlo. Nunca será capaz de hacerlo.

María Revilla

domingo, 13 de noviembre de 2011

Dos almas encapsuladas - Stasa Durdic

La escritora Diana Wilde salió del bar Espejo pensando qué hacer. Acababa de pasar dos horas con su mejor amiga Dora y sufría el dilema de si debía crear un personaje acomplejado muy similar a ella. Por un lado, le parecía muy conveniente para su novela el personaje que, consumiendo vitaminas, tenía la intención de identificarse con su reflexión de un espejo distorsionado. Por el otro, intuía que mucha gente reconocería a Dora en ello, cosa que implicaría el final de su amistad de toda la vida ya que la orgullosa Dora se enfadaría para siempre.

De hecho, justamente cuando Diana se unió con su rubia amiga y pidió un café, ella le sorprendió preguntándole en voz muy baja (la cincuentañera Dora evitaba que las personas se enteraran de sus complejos, así como de intentos de superarlos) qué opina acerca de su intención de usar ciertas vitaminas en cápsulas con el fin de transformar su apariencia mayor – el complejo más grande de Dora - en una más juvenil. A falta de una opinión particular sobre el tema, Diana respondió indefinidamente:

-Tales pretensiones han existido hace mucho tiempo. Incluso las antiguas civilizaciones contaban con el principio de la juventud. Sabes que los héroes más famosos de la época eran jóvenes. Hércules, por ejemplo.

Entendiendo esta respuesta como un apoyo, Dora sacó inmediatamente de su bolsa una revista dirigida a mujeres, la puso en la mesa, la abrió y se sumergió en alguno de sus contenidos. Poco después comenzó a leer en voz alta:

-La vitamina E se conoce como la vitamina de la juventud.

Hasta ese momento sorprendida, Diana empezó a imaginar la posible situación del futuro en la cual Dora huía de su apariencia. En ese caso hipotético, corría el peligro que Dora no entendiera el uso de ésta y otras vitaminas de la juventud como una oportunidad, sino como una necesidad. Por eso, la escritora añadió:

-Sin embargo, Víctor Hugo dijo que los cuarenta son la vejez de la juventud y los cincuenta la juventud de la vejez. Eso denota que las dos somos de alguna manera aún jóvenes.

Bien que, la amiga no renunció a la lectura. Por el contrario, jugando con su pelo largo y rizado, Dora prosiguió con lo suyo sin poner atención en lo que le decía Diana:

-El efecto de las cápsulas de vitamina E sobre la piel es muy positivo. Su efecto se describe principalmente como el detenimiento del proceso de envejecimiento prematuro.

Ahora aparentaba que el caso de Diana, hipotético e imaginado, se convirtiera en un caso real. El alma de Dora era captada en el texto relacionado con las vitaminas encapsuladas y ella, en vez de hablar con Diana y disfrutar de la tarde en el bar Espejo, intentaba sentirse más joven, tan joven como era su reflexión supuestamente construida por parte de un simbólico espejo distorsionado. Por lo tanto, no corría el peligro de que Dora huyera, ella ya huía de su verdadera cara arrugada. Tratando de rescatarla de esa huida, esta vez la escritora era quien formuló la pregunta:

-¿Envejecimiento prematuro a tu edad?

-Por supuesto. Hoy en día, tanto como antes, la juventud se pone en un pedestal y con cincuenta años es demasiado pronto envejecer. A parte, no era descabellado afirmar que la juventud salvará al mundo. ¡El mundo necesita a los jóvenes!

-Y si fuera así, el mundo necesitaría a los jóvenes, no a falsas reflexiones de un espejo distorsionado.

Consciente de la posibilidad de que sus palabras pudieran romper el vidrio de la propia reflexión distorsionada de Dora (debido a que eso significaría una afectación de su larga amistad), Diana casi se horrorizó. Si bien, Dora no reaccionó. Actuando un poco enfadada por las duras palabras, mas inconmovible en su intención, volvió a leer.

Quizás porque su apellido al pronunciarse en inglés suena salvaje, Diana no se disculpó. Únicamente llamó al camarero por la cuenta, se levantó y se dirigió a la salida del Espejo caminando rápidamente, emocionada por la idea que le vino a la mente. ¡Creará un personaje acomplejado, muy similar a Dora, en su novela sobre la versión femenina de Dorian Gray en el siglo XXI!

Después de cinco minutos frente al bar, Diana solucionó el dilema de si eso era una buena idea y decidió seguir con ella. La razón de esa decisión se escondía en la creencia de que la novela experimentaría un gran éxito, lo que significaría mucho más que una simple prolongación de la juventud. ¡Significaría la vida eterna (no sería posible, cada escritor lo sabe, esperar nada menos que eso de una novela que posee alma)! Y esa novela separaría el alma de la escritora del de su amiga – dándose cuenta de que, a través de ese personaje, mucha gente se enteraría cuál era su complejo, Dora se enfadaría para siempre – y lo capturaría. Lo convertiría en polvo y lo guardaría eternamente en sí mismo como en una cápsula.