martes, 15 de julio de 2008

Una noche más

Ya cholo, levántate, son más de las cuatro. Sí, se dice Pipo, son más de las cuatro y le entran unas ganas de contestar a mi qué chucha, la cama esta calientita y este invierno limeño me muele las coyunturas, como se lamentaba su padre cuando se vino del Ande porque en la capital se iban a hacer ricos. Al incorporarse el camastro cede y se inclina amenazando con mandarlo de cabeza al piso. Qué carajo, otra vez, es que no hay quién pueda meter un clavo bien puesto. Su mujer prefiere no escuchar, lo conoce, si protesta es por rutina, en el fondo ya estará pensando cómo arreglarla, todo lo arregla, lo suyo y lo de los demás, acaso no se trajo a los tres chicos de su hermano cuando quedaron huérfanos, y con los suyos ya son seis. Anda ven, te tengo un poco de agua para que te laves, y no la botes al final que ya nos subieron el precio del cilindro y yo la vuelvo a usar. Buena mujer, piensa Pipo, mientras abandona las cuatro esteras que conforman su casa, afuera lo espera la batea de agua y un plato de trigo guisado con su poquito de ají. El Jonny estuvo por los alrededores del molino y esta vez, cuando los choros se bajaron un costal del camión se reventó y él aprovechó para traerse casi un kilo, aclara su mujer. No está mal, reflexiona Pipo, pero que no se vaya a juntar con esos ladrones.

Terminada su comida se incorpora, con un adiós deja a su mujer y baja el cerro, toma el camino que cruza el cementerio clandestino, porque ni para morirse hay plata, cuñao. Ya abajo, entre calles no pavimentadas, avanza como quince minutos más hasta que llega al paradero de los microbuses de la línea 136. Se entretiene un rato con los muchachos hasta que su compadre Miracontruco, más bizco que un gato siamés, se aparece al volante de su destartalado vehículo y se estaciona frente a él. Mi hijo Ramón va de cobrador, compadre, le dice Miracontruco, y ya puedes salir pero cuídate que todavía no está suficientemente oscuro. Pipo toma las llaves y acompañado por el muchacho se sube al micro; al arrancar, éste se sacude, tiembla, expele un humo negro y asfixiante, y parte en un recorrido que le ha de llevar por los extramuros de la ciudad y no ha de terminar hasta que despunte el nuevo día.

Pero hoy va a ser diferente, hoy va a llenarse el bolsillo con un extrita. Desde hace tres días están remodelando una intersección muy importante y cierran el tráfico hacia una zona recientemente poblada no bien oscurece. Como el valle se cierra, a quienes viven por ahí sólo les queda dar un rodeo muy grande, es el momento de aprovechar. No es fácil llegar a donde quiere, los trabajos entorpecen el tráfico, si lo es encontrar una turba de gente que protesta por el cierre. Esos son, le indica a Ramón, quien presto se lanza a todo meter, Carapongo, tres soles, sólo tres soles, la respuesta no se hace esperar, sinvergüenzas, conchudos, ladrones, aprovechados. Condescendiente, Pipo hace una seña y Ramón corrige, ya pues, vamos por dos cincuenta, la rebaja anima a una pareja, les sigue una viejita, luego un joven y, al fin, la mancha se aproxima, apurándose algunos por ganar los pocos asientos disponibles. Pipo, feliz, parte hacia la carretera, regodeándose al ver como Ramón se las ingenia para cobrar el pasaje a las más de 40 personas que atiborran el vehículo; atrás, en un rincón, sobrevive olvidado el aviso que indica una capacidad máxima de 24 pasajeros.

Carretera arriba el micro parece ahogarse y puja por seguir avanzando, alguien protesta pero la mayoría sigue encerrada en sí misma, pensando en sus hogares, en lo tarde que van a llegar hoy día. De improviso el micro cae en un enorme bache, Pipo maniobra para no estrellarse contra un mototaxi que está recogiendo a un pasajero y, cuando ve que se le vienen otros carros por la bocacalle, acelera para evitarlos. Inoportuno, el muy odiado pitazo se hace escuchar, Pipo no tiene escapatoria, frena y se detiene en la berma, adelante el policía espera. Puta Pipo, la cagada, escupe Ramón, tú tranquilo replica Pipo, ya sabes cómo es, dame cinco soles. Los pasajeros se impacientan, ¿por qué demora?, se preguntan, que le de su coima y se apure, es tarde. Es que se pasó la luz roja, ¿se pasó la luz roja?, se asombra un señor, que barbaridad, acota una viejita, hay que ser huevón, exclama un joven, si ahí siempre hay tombos chineando, ya se jodió, ahorita se lo llevan, sí, los jodidos vamos a ser nosotros, ya no hablen tantas lisuras, se queja una señora, claro usted muy casta porque está sentada, le replica una joven que se ha venido parada todo el trayecto para regocijo de un universitario que no se le despega. En esas están cuando Ramón regresa y les dice, ya pues, hay que bajar, hay que ayudarlo, el tombo no atraca, ¿pero por qué?, cinco soles es suficiente, ¿qué pasó?, es que Pipo no tiene brevete. El silencio de muerte dura un segundo y es seguido por improperios contra ese miserable que conduce sin tener licencia, que se joda, exclaman, a la cárcel con él, pero la pregunta ¿y ahora qué hacemos? los hace reflexionar; poco a poco se filtra la idea que a todos les preocupa: llegar. Tenemos que bajar, dicen, hay que convencer al tombo, pero va a tener que darle algo más. Eso es lo que le preocupa a Pipo, si le da lo que pide se va a quedar con muy poco, buena parte de la noche perdida y en su casa esperan seis hijos, aunque tres sean postizos, y una mujer.

El microbús respira aliviado cuando son sólo tres o cuatro los que quedan, el resto se amontona alrededor del policía y trata de convencerlo. Jefe, sea buenito, él también tiene familia, mire como han subido las cosas con este gobierno de mierda, seguro que a usted tampoco le alcanza. El argumento es el de siempre, es el de todos ellos, es la miseria que los iguala y los hermana más allá de que uno sea policía y el otro chofer de micro alquilado, jefecito, ya pues, todos tenemos que vivir. El tombo, convencido, coge del brazo a Pipo y lo aparta del grupo, los pasajeros respiran aliviados y regresan al microbús. Al minuto, lo hace Pipo, algo contrito, algo molesto, toma el timón sin prestar mucha atención al pleito que se traen los que se han sentado, cuando venían de pie, con aquellos que se consideran desalojados de su cómoda posición. Pipo no escucha, al carajo con ellos, se repite una y otra vez, mientras retoma la ruta que por fin los ha de llevar a destino.

Al bajarse, la viejita le reprocha, también usted, cómo se le ocurre salir sin brevete, la próxima vez no se lo olvide; esta vez sí escucha Pipo y maldice a la patrulla que se lo secuestró hace como tres meses por llevar demasiados pasajeros y tener un faro fundido, maldita suerte la mía, tenía que haber un teniente entre ellos y ésos sí que no atracan. Ahora la multa es oficial y de dónde chucha va a sacar la plata para pagarla y rescatar su licencia. Tendrá que aguantarse y seguir trabajando de noche, que de día hay policias por todos lados y muchos ya lo conocen y todo el tiempo quieren la suya, felizmente el Miracontruco, su compadre, le es leal y le deja la máquina todas las noches que si no, mejor ni pensar. Por ahora mejor regresar a todo cuete que con suerte encuentran a más pasajeros en la intersección.

La claridad del día acompaña a Pipo cuando entra al pampón que funge de estación terminal. Con Ramón cuentan el dinero y se hace la repartición. Pipo se despide y parte hacia su hogar, son unos veinte minutos de caminata, demasiados para pensar. Antes de trepar el cerro se detiene en el mercadillo para comprar unos fideos, pan, y un sol de margarina, hoy habrá con que alegrar el pan, mañana quién sabe; si no fuera por el tombo conchasumadre les hubiera llevado unos huevitos. Una señora deja una flor de plástico a su muertito en el cementerio, casi en el límite alguien cava una fosa, un tanto más allá el cerro se puebla de esteras y cartones y se escucha el ladrido de los perros. Pipo se permite una sonrisa cuando los ojos de los seis chicos lo miran primero a él y luego, ansiosos, a la bolsa de plástico que trae en las manos. Se sienta a contemplarlos comer, a dejar que el cansancio le baje a los huesos, a esperar que recojan sus cosas de la cama donde ha dormido su mujer y las tres hembritas para ocuparla él. Ya recostado, esperando al sueño, se pregunta dónde dormiría si es que logra rescatar su brevete y consigue un micro para trabajarlo de día.

Alejandro Estrada Mesinas

No hay comentarios: