jueves, 16 de octubre de 2014


SÓLO VENGO PARA AVISAR


Raquel Fernández Amandi

 

¾Ave María Purísima.

¾Sin pecado concebida.

El olor a vela, el incienso y el perfume rancio de señora mayor se mezclaban en el ambiente provocándole un estado de aletargamiento constante. El nivel justo de sopor para poder sobrellevar las repetitivas confesiones de sesentonas artríticas y niños de catequesis. Uno de sus profesores del seminario les había advertido en su día de lo tedioso de este sacramento: “de mano puede pareceros divertido, pero es un soberano coñazo”. Tenía razón. No había nada de aquellas suculentas historias de lujuria y deseos prohibidos que contaban las películas de posguerra, ni siquiera un triste robo había llegado a sus oídos en las horas que había pasado allí sentado. Domingo tras domingo la misma aburrida sucesión de envidias vecinales, de desobediencia infantil y de gula, mucha gula.

¾¿Cuánto hace que no se confiesa? ¾suspiró con desinterés¾. Ahora vendría lo típico, un tímido “Bastante…” o un “Dos o tres semanas”.

¾Nunca lo he hecho.

Dio un respingo. Sorprendido, se enderezó en el incómodo sillón de terciopelo granate.

¾Y, la verdad ¾continuó el feligrés¾, tampoco creo que lo vuelva a hacer.

¾Vaya, en tal caso ¿a qué se debe…?

¾Voy a matar a un hombre.

Semejante declaración lo pilló desprevenido. El corazón se lanzó a palpitar como si le fuera la vida en ello. El alzacuello le oprimía la garganta y el oxígeno parecía huir de sus pulmones. Intentó recomponerse.

¾Vaya ¾no alcanzaba a decir mucho más. Era uno de esos momentos en que un buen sacerdote marcaría la diferencia reconduciendo a la oveja descarriada al redil con una sola frase, pero a un novato como él no se le ocurría nada¾. Vaya… ¾repitió¾ y… o sea que usted… vaya que ¿va a asesinar a alguien, dice?

¾Exacto.

¾¿Y, y… quiere que Dios le perdone de antemano? ¾ahora hasta tartamudeaba, qué vergüenza.

¾Bueno, eso sería lo ideal pero para que me perdone tengo que arrepentirme ¿no?

¾En principio, sí, claro ¾se escuchó decir a sí mismo, aún pasmado ante el surrealismo de la conversación.

¾Vale, entonces no. Sólo vengo para avisar.

La serenidad que dejaban traslucir sus palabras era asombrosa. Trató de identificarlo. Sus facciones, desdibujadas por la rejilla del reclinatorio, no le resultaban desconocidas, pero tampoco alcanzaba a verle bien la cara. Su mente iba a mil por hora y, por esas cosas de la vida, se detuvo justo en el catecismo infantil. Con el soniquete típico de las tablas de multiplicar resonaron en su cabeza las frases: “Examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia”. Sí, siempre les habían recalcado que en situaciones críticas lo mejor es ceñirse al protocolo establecido. Ya habían tocado los dos primero puntos así que a por el tercero.

¾Bien… bueno… ¿y propósito de enmienda, tiene? Vaya, ¿tiene la firme intención de no hacerlo más?

¾Hombre, claro que no lo volveré a hacer ¾respondió casi ofendido. Con un tono de esos que te contestan y te llaman tonto a la vez.

¾Estupendo ¾sabía que no tenía demasiado sentido pero se sintió aliviado.

Siguió tachando mentalmente: “decir los pecados al confesor” era evidente que ya se los había dicho, y... “cumplir la penitencia”. Ah, sí, penitencia, imponer penitencia se le daba bien. Carraspeó, se volvió a enderezar y en el tono más ceremonioso que pudo encontrar casi declamó:

¾Hijo mío, en vista de la gravedad de tus pecados, pero sobre todo teniendo en cuenta tu propósito de enmienda, reza un Padre Nuestro y dos Señor Mío Jesucristo concentrando tu corazón y tus esfuerzos en intentar no volver a pecar ¾sin darle opción a meter baza, continuó de carrerilla¾. Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

¾Amén ¾contestó con idéntica solemnidad.

Recortado contra la rejilla de madera lo vio levantarse e ir hacia la zona de bancos, una vez más trató de reconocerlo, sin éxito, mientras se arrodillaba de espaldas a él.

Un Padre Nuestro y dos Señor Mío Jesucristo después, cuando ya otro penitente ocupaba el reclinatorio del confesionario, un disparo resonó entre los muros del templo y el cuerpo del feligrés absuelto cayó inerte sobre el suelo de mármol de la iglesia.


ESMERALDA


Jon Igual Brun

 

Una soleada mañana de mayo, en el quinto piso de una casa en obras, un albañil juega con un ladrillo. Lo sostiene con una mano, lo lanza hacia arriba un palmo o dos y lo vuelve a coger. Al golpear su mano hace un ruido seco. ¡Plaf! “Me la has jugado, tío, y a mí no me gusta que me la jueguen”. ¡Plaf! La persona que tiene enfrente, un chico más joven, parece algo nervioso, pues su mirada no para de ir del ladrillo a los ojos del otro. “Tú me la jugaste a mí primero...” tartamudea, “no me habías contado todo el plan”. ¡Plaf! El ladrillo es agarrado con fuerza; al ser desplazado hacia atrás roza el rostro contraído por la rabia del albañil y es lanzado en dirección al joven. Avanza decidido hacia su objetivo, pero los reflejos de éste son más rápidos de lo esperado y el ladrillo choca con un andamio, se parte en dos, y mientras uno de los trozos aterriza sano y salvo en el suelo, el otro inicia su descenso hacia el parque que hay debajo.

Pasa el cuarto piso, el tercero, el segundo... Atraviesa las ramas llenas de hojas de un árbol y vuelve a partirse en dos al aterrizar en la cabeza de una señora que pasea a su caniche. Uno de los trozos del ladrillo sale rebotado y golpea en el cuello a la perrita. Afortunadamente, tanto el collar como el cráneo de la dueña han amortiguado la caída lo suficiente como para que este segundo impacto no tenga ninguna fatal consecuencia. Asustada, la perrita sale corriendo sin más rasguños que los sufridos por la chapa que hay en su collar, donde ahora cuesta un poco más leer el grabado que dice: Esmeralda.

Ajena a los gritos de horror de la gente, Esmeralda corre sin rumbo fijo. Esquiva como puede a las numerosas personas que avanzan en dirección opuesta, atraídas por el tumulto de curiosos que se está formando alrededor de su difunta dueña. “¡Que alguien llame a una ambulancia! ¡Qué horror!”, gritan a su paso. La perrita gira a la derecha, entra en un jardín y se esconde debajo de unos arbustos. Una vez resguardada se relaja un poco y echa una meada, descargando así parte de su tensión. Sin embargo su momento de tranquilidad no dura mucho, ya que un gran perro negro entra en su escondrijo y empieza a olisquear el suelo recién regado por Esmeralda. Ésta, molesta, se da la vuelta, gruñe, ladra, pero el otro perro más que intimidarse parece divertirse. Salta hacia atrás, luego hacia delante, le devuelve los ladridos. Entonces la perrita sale corriendo, mira hacia atrás y al ver que su nuevo compañero le sigue, para su carrera y vuelve a ladrarle. Esta vez el perro apoya sus negras patas en Esmeralda e intenta inmovilizarla, pero la perrita muerde una de las patas y consigue escapar. El juego continúa y el perro negro no cede en su empeño hasta que consigue colocarse detrás y empieza a mover rítmicamente su cadera. A Esmeralda, que parece que ya ha superado la muerte de su dueña, no parece molestarle.

Sin embargo la pareja es distraída por una piedra puntiaguda y de color naranja que cae a pocos centímetros de ellos. “¡Cógelo, Rex! ¡Deja a la perra!”, grita un chico que no se ha fijado en las motitas rojas que tiene la piedra que le trajo su perro hace un rato. Ahora que la piedra ha entrado en escena, Rex no sabe si seguir con la tarea que tiene entre manos o saltar a por ella, pero en cuanto ve a Esmeralda olisqueándola, toma su decisión y la coge antes de que la perrita pueda evitarlo. Ahora es Esmeralda la que corre detrás de su pretendiente mientras éste escapa divertido.

En su carrera se cruzan con un hombre y una mujer que caminan a toda prisa. “¡Eres un imbécil! ¿Cómo se te ocurre lanzar un ladrillo desde ahí arriba? Ahora, aparte de un ladrón ¡eres un asesino!”, grita ella. “¡Cállate! No te pongas histérica, el pringado de Mario no dirá nada, me tiene miedo, nadie tiene porque enterarse”. “¡Sí, ya! Igual que no dijo nada de lo del robo... ¡Eres un imbécil! No sé cómo me convenciste para hacerlo. ¡Ya no quiero tener nada que ver con esto!”. La chica se da la vuelta, pero el otro hombre la sujeta del brazo y le da un puñetazo en toda la cara mientras grita: “¡Zorra!”. Un adolescente que acaba de presenciar lo ocurrido, se acerca al hombre y dice: “¡Tranquilo, tío!”, a lo que el hombre responde con otro puñetazo.

Al escuchar el gemido de su amo, Rex para en seco y, seguido de cerca por Esmeralda, comienza a correr de vuelta. Suelta la piedra y se abalanza sobre el pie del agresor, que esquiva la embestida en el último momento. El hombre aprovecha la oportunidad para darse la vuelta y salir corriendo, sin embargo, en medio de tanta confusión, tropieza con un trozo de ladrillo, pierde el equilibrio y cae redondo al suelo. Esmeralda, que se siente más valiente en compañía de su nuevo amigo, salta encima del hombre y le muerde en la cara. Sus gritos no tardarán en llamar la atención de los policías que están llegando al parque.

METAMORFOSIS


Enrique Maciel

 

Nunca pensé que el evitar pisar una insignificante cucaracha me traería tantos problemas. Debo reconocer que al principio todo iba sobre ruedas. Era algo diferente tener una cucaracha de mascota y una compañía inseparable. Un día decidí  llevarla a mi trabajo. Allí todo empezó a cambiar. Como éramos “amigos” colaboraba conmigo en forma desinteresada. Hacía el papeleo que no me gustaba hacer y me consolaba cuando estaba agobiado. Por comodidad dejé que cada vez abarcara más y más. Cada día que pasaba notaba que su fisonomía era más humana y no tenía problemas en expresar sus opiniones sobre fútbol, economía o relaciones amorosas. Incluso mis compañeros decían que era más alegre, guapo y eficiente que yo. Así fue que escalando de a poco, Gregorio se convirtió en mi jefe y yo me convertí en una insignificante cucaracha que busca empleo.

 

 

 

sábado, 9 de junio de 2012

El Reloj por Teresa Martínez

Observó el reloj mudo y comprendió que su tiempo había acabado.

sábado, 19 de mayo de 2012


EL VIEJO PINTOR (Judith BA)

Llevaba cuatro semanas intentando pintar una marina y los malos días habían empezado a acumularse sin remedio. Sin embargo, aquella mañana cuando me levanté, algo en mi interior ya me sugirió que quizás ese fuera el día. ¡Debe ser el sexto sentido de los artistas que a posteriori le da sentido a todo!
Cogí mis trastos: caballete, caja de pinceles, silla y, sobretodo, el lienzo que me estaba dando tantos problemas. Un buen desayuno haría que mi ánimo fuera más capaz de absorber la energía del buen día que se disponía a empezar. Había amanecido con sol y la luz sería perfecta. Todos los elementos parecían confabulados, así que no había excusa.
Llegué a mi sitio y planté mis cosas. Me senté con todo a mi alrededor en orden. Respiré. Contemplé el mar. Respiré. Cerré los ojos. Respiré. Contemplé el mar. Y lo vi todo en mí. Respiré. Y me sentí capaz de que mi mano llevara la imagen al lienzo tal cual si fuera una fotografía. Y volví a respirar, pincel en mano. Y sentí, como hacía días que no sentía, que sólo estábamos el paisaje frente a mí, el lienzo y yo, y que éramos uno.
Pero no era así. Lo advertí cuando salí de ese estado de euforia y concentración. La vi sentada en el banco del muelle más cerca de mi izquierda, concentrada en mi lienzo, absorbiendo con sus pequeños ojos cada diminuto pigmento que yo había dejado, lo diré sin rubor, con increíble maestría en el cuadro.
Estaba acostumbrado a los mirones. Si uno se expone al público no le queda más remedio. Había conseguido concentrarme de tal modo en el trabajo que conseguía aislarme totalmente y la gente no me molestaba. Los había que tímidamente sólo curioseaban a distancia. Otros se acercaban y calibraban con precisión la similitud entre el paisaje real y el pintado. Los más osados opinaban críticamente en contra del trabajo ya que la osadía no tiene límites, cuando sólo uno sabe lo que la mayoría de las veces cuesta tanto.
Pero ella pareció especial. Quizás fue que percibí que estaba totalmente metida en el cuadro y podía leer algo de mi alma. Pero también sentí que yo era totalmente prescindible y me sentí incómodo.
Mi estómago crujió como queriéndome rescatar y le hice caso al instante cuando en otras ocasiones lo ignoro hasta que casi me desmayo.
Recogí rápido y desaparecí evitando en todo momento que nuestras miradas se cruzaran.
Al día siguiente y el resto de los días ocurrió lo mismo.
Mi marina mejoraba y ella continuaba concentrada formando parte de la escena. Nunca estaba cuando yo llegaba con mis cosas. Nunca percibí su presencia cuando ella se sentaba en el banco. Sólo advertía su presencia cuando yo acababa de pintar. Recogía mis cosas evitando su mirada y me iba llevándome el cuadro húmedo y la incógnita de qué haría ella cuando ya no estábamos ni el cuadro, ni yo.
Llegó un momento en que perdí el norte. No sabía si pintaba por acabar el cuadro o por darle un marco a ella en donde reflejarse. A veces no quería que se acabaran esos momentos y otras sentía que tanto interés por su parte no tenía sentido. Pero mientras esto pasaba ninguno de los tres faltó a su cita diaria.
Ella me parecía elegante y majestuosa. No era nada ostentosa. Todo estaba en su justa medida a su alrededor. Soy un caballero de los de antes y no osaría jamás importunar a una dama como aquélla. Yo no me atrevía a hablar con ella y ella no tenía ningún interés en mí si no era a través de mi cuadro. Y sentí que ese sería el límite de nuestra relación y que cuando se acabara el cuadro ella se evaporaría.
Llegó el día en que di por finalizado el cuadro, aunque una obra casi nunca está del todo acabada, siempre hay algo que se podría retocar. Puse la firma y me lo quedé contemplando, preparándome para dejarlo marchar, para que el cuadro siguiera su camino.
Estaba yo con esos pensamientos cuando ocurrió todo. Se acercó y me dijo:
-         Se lo compro.
-         No hace falta.- No me dejó acabar la frase.
-         Mil euros.
Me dio un sobre, cogió el cuadro y salió andando con paso firme hacia el final del muelle.
Todo pasó tan rápido que no me dio tiempo a reaccionar. Supongo que también ayudó algo la artrosis y el rato que llevaba sentado. Cuando pude salí tras ella sin importarme dejar todas mis cosas sin recoger, pero sólo alcancé a ver cómo el lienzo aterrizaba sobre el oleaje de la escollera y se hacía trizas, mientras el agua transparente se teñía de azules, verdes y blancos.
-         Se lo hubiera regalado.
-         Si me lo hubiera regalado pensaría que aún tiene algún derecho sobre él, sin embargo así es mío. Y aunque usted no lo entienda el mar sí lo sabe.
Y me quedé contemplando los restos como si fueran los de un naufragio mientras ella desaparecía por el paseo con la misma dignidad con la que la había visto contemplar el cuadro todos los días.
Quizás, como el mar, sí lo entendía.

miércoles, 25 de abril de 2012

Cabezones por Javier Montes de Oca Rodríguez


Los moáis de la Isla de Pascua siempre han soñado con el movimiento. Y si hay alguno que sepa algo de movimiento en este mundo, son precisamente los moáis. Ellos llevan varias centurias, percatándose de la oscilación de las nubes del cielo, de las olas, de las corrientes marinas. Ellos han analizado con detenimiento los ciclos lunares, solares y hasta estelares. En fin, de cualquier astro interplanetario que brille en la bóveda. Han visto transcurrir a millones de pájaros que surcan los aires. Han observado con indiferencia y prepotencia kilos y kilos de algas marinas que han llegado a las costas pascuenses, así como a cientos de navíos que se han asomado intempestivamente a los bancos de arena que se forman en la isla, para acto seguido, desaparecer con la misma.
            Han profundizado en los movimientos migratorios de los delfines, las orcas, ballenas y marsopas. Incluso, más modernamente se han asombrado, eso sí, sin cambiar las facciones de su inerte rostro, de hordas de hombrecitos insignificantes, con grandes sombreros, gafas, binoculares y hasta sandalias. ¡Ah, las sandalias! Eso les recordaba con magnánimo dolor que existían los pies. Que existía el movimiento. Y como hemos dicho,  ellos son los maestres del movimiento, porque todo  lo saben acerca de él.
            Pero, ¡con qué monótona resignación deben de permanecer allí! Ellos lloran cuando nadie, salvo las gaviotas y los alcatraces los ven. Salvo, cuando algún altivo cangrejillo pasa por enfrente de ellos. Entonces es cuando lloran a borbotones, a raudales. Ese es el único movimiento propio que pueden realizar: el precipitarse de aquellas lágrimas grisáceas por sus inmensas mejillas hasta la arena. Un llanto que luego ahogan, al despuntar del día y con el acercarse del primer molesto turista.
            ¡Ay, los moáis! Pero qué resignación el ser testigos eternos del vaivén del planeta y ellos permanecer clavados en la tierra sin ninguna esperanza de algún día desenterrar sus pesados pies del suelo y echar a caminar.

martes, 17 de abril de 2012

El Principito en Guantánamo por Javier Montes de Oca Rodríguez


Faisal lo sabe de sobra, nunca ha estado tan seguro de algo en su no muy extensa vida. Antes, en la suya anterior, solía usar un pakol, el gorro tradicional de su etnia pastún, una larga barba raída de tanto fumar y su vestimenta que no tenía absolutamente nada de parecido con lo que llevaba ahora. Bueno, ese largo ahora que ya llevaba tres años que él aguantaba con el más profundo estoicismo, seguro de sí mismo.
            Sin embargo, por las noches brotaban sus lágrimas, que iban a humedecer la sucia y áspera almohada que los infieles le habían proporcionado con desdén en una lengua que de tan extraña se había tornado en familiar a sus oídos acostumbrados al canto de los pájaros y a los balidos de los carneros. Era tan disímil lo que estaba viviendo ahora.
Por una razón ajena a su voluntad, sus montañas habían empezado a ser horadadas por cañones y misiles mar-tierra y por el estruendoso sonido de las desesperantes hélices infatigables. Cuando cultivaba la amapola, esa rojiblanca flor que multiplicada por miles y miles de unidades impregnan el aire del olor más sublime que recordaba, solía abstraerse y hacer juegos con su sombra proyectada en los campos. Luego, al volver a la faena cotidiana, la recogía con una avidez claramente insuperable por los buenos de sus vecinos. Los conocía a todos. Y los extrañaba en su lejanía, en su aislamiento.
Antes tenía para sí campos de miles de hectáreas, tenía sus fértiles y frías montañas, donde cada grano de amapola que caía rozando de sus manos campesinas, iba a terminar seguro y sin la ayuda de esos raros productos modernos que los infieles llamaban fertilizantes, en una hermosa y rozagante flor. Recordaba una historia que una vez un extranjero llegado a su aldea en busca de sus flores, les había contado a él y a sus compañeros: se trataba de un niño pequeño que vivía solo en un pequeño planeta y cuyo tesoro más preciado era justamente una flor. En este caso, era una amapola y no una rosa, pero a Faisal le daba igual. En ese momento, hace ya unos cuantos años, se había identificado tanto con el relato del occidental, que incluso por las noches intentaba buscar cuál de esas brillantes estrellas sería la de este niño chiflado por una flor.
Ahora, vivía hacinado, sin razón, con otros de los suyos. Aunque también había gente que provenía no sólo de sus hermosas montañas sino también de Kabul, Kandahar, Jalalabad, Herat o Gazni, así como otros fieles provenientes de Pakistán, Sudán, Siria, Libia e incluso Francia e Inglaterra. Los platos de comida en un cuenco asqueroso sin lavar, muchas veces contenían trozos de cerdo: el animal prohibido. “Pero no comeréis el puerco, que tiene la pezuña hendida, pero no rumia, es inmundo para vosotros. No comeréis sus carnes ni tocaréis sus cadáveres”, eso decía el profeta. Pero ya van tres largos años, donde los ignorantes e infieles americanos se los colocaban indistintamente en sus platos de comida.
Los ladridos de los perros a medianoche, cuando Faisal podía ver como salivaban mientras aullaban azoradamente, los focos lumínicos que encendían y apagaban indistintamente sin distingo ni respeto de horarios. El calor insufrible de los meses cálidos que contrastaba con la brisa helada que lo obligaba a correr a buscar sus guantes de lana y a beberse el caldo del excelso té que cultivaban. Todo esto era intolerable.
Cuando estaba acostado en su catre mugriento viendo el extraño comportamiento de las cucarachas y de las ratas de este sitio, y se preguntaba innumerables veces porqué Allah había querido este destino para sí y sus compañeros, y qué mal había podido haber hecho en la vida para tener que padecer tres años entre barrotes de metal reforzado y con americanos tan musculosos y armados, no ya con el viejo tradicional AK-47 Kalashnikov, sino con una tecnología del diablo que jamás alcanzaría a entender, buscaba evadir sus pensamientos y pensar en su madre, en su padre y en los ojos de Mezghaan, su amada, grandes y verdes como una avellana.
Sin embargo, en este fatídico lugar todo siempre podía ponerse peor. Faisal, con las rodillas planas por el peso inverso del asqueroso suelo, con la frente sudada y rozando la humillación, a la par que sus manos permanecían atadas a la espalda tan fuerte, que tardaba días en dejar de sentir el roce de las esposas en sus muñecas. Solía en esos momentos llevar una mugrienta capucha polvorosa, que al menos lograba evitar percibir a los insectos que pululaban a su alrededor y que se multiplicaban a ritmo frenético por el incandescente calor del lugar. Era un ligero alivio esta capucha, sí, pero su endeble tela no impedía que llegaran hasta sus oídos los ensordecedores decibelios de un estruendo que los infieles llamaban música. Así como tampoco el chillón color anaranjado de su uniforme podía impedir que los pequeños granos de piedra del piso se incrustaran lentamente en sus poros.
Así pasaban las horas y su posición física permanecía invariable, insondable, la música o lo que fuera que hubiera compuesto el diablo americano, no le dejaba escuchar sus pensamientos de libertad y aunque cada tanto venía un soldado y pateaba con sus botas rematadas en punta de acero su delicado hígado, Faisal lograba conservar la serenidad ante la idea de mirar una vez más y para siempre a su gente, a sus montañas sagradas, a sus pastunes queridos.
            Pero ahora Afganistán ardía en llamas. Los marines y las tropas de élite de todos los países infieles habían entrado en tromba en su suelo sagrado buscando a Usama bin Ladin y habían asesinado a diestra y siniestra a niños, jóvenes y ancianos. A las mujeres las habían raptado y violado, habían escupido sobre sus libros sagrados, comían carne de cerdo, orinaban sobre los cadáveres descompuestos y habían destruido sus escuelas, mezquitas, madrazas, mercados y casas de familias. Usama no estaba por ningún lado. Él no sabía nada. A él no le importaba nada.
Sólo quería que los marines desalojaran cuanto antes su territorio sagrado y que lo devolvieran al aire puro de sus montañas, al aroma de flores de amapolas que entraba por sus fosas nasales, a las noches frías y estrelladas junto a Mezghaan buscando al niño de la flor entre todos esos planetas, en fin, a la vida que un soleado día al cruce de un recodo en el camino, unos tres americanos y dos ingleses le habían arrebatado.
Ellos no entendían nada de lo que estaban haciendo. Ellos debían estar unos en Kentucky y Alabama y otros en Brighton y en Leeds, con sus familias, intentando buscar al Más Misericordioso, en lugar de estar cegándoles la vida a los fieles pastunes en sus montañas.
Pero lo habían capturado, había forcejeado, había sido vencido y lo habían puesto en un camión junto a decenas más de fieles. Luego, había sido transportado con violencia al fondo de un enorme barco y después de un viaje de semanas, había aterrizado en esta inmunda celda junto a cientos de sus hermanos fieles. Nunca lo entenderá. Faisal ya perdió la esperanza en la justicia humana, pero nunca la perderá en la justicia celestial. Pronto verá a su familia, aunque el propio perro azufroso de George W. Bush lo quiera. ¡Allah akbar!

jueves, 15 de marzo de 2012

MAESTRO CHUNG, ¡VEO A LOS YAKS CUANDO VUELO! por Javier Montes de Oca Rodríguez


Hace varias noches ya que apenas logro conciliar el sueño. Lo peor de todo, es la constante angustia que me persigue, que no me deja en paz ni un instante. Voy a contarle, Maestro Chung el origen de mis extensas penas.
-          Adelante, hijo mío – me dijo acariciándose el largo pero fino bigote blanco.
-          Me apena un poco Maestro, pero es la primera vez que recurro a alguien de su milenaria sabiduría para resolver un dilema que me aqueja. Siempre me he caracterizado por resolverlo todo yo sólo – le dije al Maestro, lo más humildemente que pude.
-          Tengo todo el tiempo del mundo, joven Li Xi, puede contármelo todo sin ahorrarse detalles – me espetó.

De esa manera comenzó mi larga y productiva sesión con el gran Maestro de la Orden del Dragón Amarillo, heredero de una sabiduría ancestral, que le provenía directamente de haber cursado altos estudios de adivinación con uno de los reverenciados lamas del Tíbet.
Yo, tal como le había asegurado al Maestro Chung, me preciaba por ser autosuficiente en todos mis asuntos, siendo un reputado profesor titular de la cátedra de Estudios Asiáticos de la Universidad de Sichuan, después de haberme doctorado con honores en esta misma longeva casa de estudios.
Todo comenzó, cuando un día en mi estudio, después de corregir unos trabajos de unos alumnos tibetanos y nepaleses, sentí unas desorbitadas ganas de meditar, cómo no las había sentido, desde que mi difunta abuela me incitaba cuando era un niño a acompañarla en sus conexiones ancestrales con la Madre Tierra.
Sucumbí. Me dirigí de inmediato a una habitación cerrada y aislada en mi casa. Coloqué todos los muebles de acuerdo a las teorías taoístas del Feng-Shui, que serviría para armonizar la meditación, allí entre mis libros de historia, filosofía y arte chino de todas las eras. Coloqué varias barritas del mejor incienso que tenía guardado para alguna extraña ocasión como ésta, y me senté.
-          Maestro, le juro que no entiendo nada de lo que me está pasando – interrumpí alarmado mi propio relato.
-          Hijo, tranquilo, aquí me tiene ahora, pero necesito que no se interrumpa más y prosiga su relato – me dijo serenamente.

Retomé el relato sin pestañear… Entonces, Maestro Chung, me perdí en profundas reflexiones, que en lugar de tranquilizarme, me perturbaban aún más. Pero no podía parar. Aquella misma corriente vital que me tomó por sorpresa para que comenzara la meditación, me mantenía atornillado al cojín, no lograba detenerlo. ¡Y se me hacía tarde! Mañana tenía que dar clases, pero la meditación me seguía llevando por parajes extraños, veía señales luminosas de colores dorados que saltaban sobre un frío arroyo bajando de unas montañas nevadas. A continuación, sentía que todo debajo mío se movía, aunque sin llegar a molestarme verdaderamente. Sentía que volaba en mi meditación, pero sin embargo podía palparlo todo. La fría brisa de las montañas quemándome las mejillas y balanceando mis ropajes como un péndulo preciso y abajo unos enormes yaks adornados con borlas tibetanas en sus orejas que me miraban impávidos al pasar sobre ellos.
En ese momento, cuando los colores más sulfurosos me arropaban, sentí el murmullo de mi colección de palillos chinos, coreanos y japoneses que caían al suelo, empujados grávidamente por una mano incorpórea. Esto, Maestro Chung, rompió mi trance de golpe, como una bofetada a una delicada dama. Mis ojos, aún rebeldes a la luz del farol de gasóleo, se posaron entonces en el humo que desprendía mi incienso. Sin embargo, no pude dar crédito a la forma que tomaba este humo macizo.
Una vieja señora fue formándose a partir del humo emanado por mi incienso, al principio rácano y mezquino, pero luego no me cupieron más dudas: era una mujer bien entrada en años, ataviada con un traje de seda de finales del siglo XIX y que me miraba fijamente.
Me incorporé de un salto, casi trastabillo con el cojín, pero logré ponerme en pie. Sentí en ese momento, que una voz me hablaba en un tipo de mandarín ya casi caído en desuso y me decía  justamente esto.
Hice una pausa en el relato que debió ser lo suficientemente larga para que el Maestro Chung me dijera:
- Adelante Sr. Li, ¿qué le dijo esa voz?
- Me dijo esto: Li Xi, esté tranquilo y sosegado, yo soy la entelequia de Yuang Xang Li, su bisabuela materna y vengo a regalarle un don de los maestros antiguos.
           
            El Maestro Chung se acarició nuevamente el bigote y abrió aún más sus rasgados ojos tibetanos. Creo que al fin, había logrado captar su atención.
            Proseguí mi inverosímil relato. A continuación, el alma de mi supuesta bisabuela, a quien yo apenas recordaba, pues había muerto en mi más tierna infancia se me acercó, dejándome paralizado de miedo, aunque en el fondo no le temía a nada en aquel momento de sintonía astral. El grueso humo gris que componía su silueta me abrazó y me besó en la frente y luego sin dejar de mirarme, se fue reduciendo su figura a la par que la barra de incienso se recortaba, caía y moría en mi suelo entablado.
Entonces, como guiado por unos hilos invisibles me dirigí a mi dormitorio y dormí como un lactante durante 48 horas. De más, está decir, que el director de mi departamento en la universidad me llamó alarmado, tras mis inasistencias de 2 días.
            El problema entonces, Maestro Chung, empezó allí: ahora no dejo de ver cosas raras, indicios, señales, soy capaz de preveer cosas, de leerle la mente a las personas, de hablar con los animales, de desdoblar mi cuerpo por las noches, de levitar en el vacío, incluso ya no padezco ni siquiera de resfríos.
-          ¡Es una locura, estos dones que me dejó este espíritu me están volviendo loco y temo que pararé en un asilo prontamente! – le levanté la voz al Maestro.
-          No Li Xi, claro que no – dijo entre risas inquietantes el Maestro-. Tú bisabuela ha venido del pasado a dejarte los poderes mágicos de la Orden del Dragón Amarillo del Tíbet, a la cual yo mismo pertenezco. Tú bisabuela fue una poderosa iniciada y curandera, con poderes místicos inigualables. Una dama tan conectada con la energía vital de la Tierra, que podía sanar cualquier persona, planta o animal que se le atravesara. Era una hábil maestra en el arte de la curación de espacios a través del Feng-Shui y hay evidencias de que podía desdoblar su cuerpo y levitar. Ahora ella, te los ha cedido, al llegar a tu edad adecuada para aprovechar estos poderes.
-          Lo que debes de hacer – prosiguió el Maestro Chung – es retirarte de tus obligaciones con la universidad y unirte a mí desde ahora mismo. Juntos colaboraremos en curar a nuestra vieja China de los males que la aquejan.

El Maestro pudo observar mi cara de desconcierto ante aquella proposición, puesto que entraba dolido de un mal y no sólo saldría sin ser curado sino que además, tendría una extraña propuesta laboral.
-          Piénsatelo bien Li Xi, en el mundo sólo habemos un puñado de seres dotados con estos maravillosos dones. Si no los aprovechas ahora, ya luego irán desapareciendo y perderás esa magia especial que hay en tu sangre – me aconsejó el Maestro Chung al salir de su consulta.

Han pasado apenas dos meses desde aquella consulta y aún no dejo mis clases en la universidad. Opino que enseñar es el don más grande que se me haya dado, lo mejor, es que ha sido forjado por mí mismo.
Sin embargo, cuando medito, levitando unos centímetros del suelo y desdoblo mi cuerpo, estando a la vez en mi casa y en Beijing, o en Mongolia, o en Camboya, vuelvo una y otra vez más a la sugerencia de dador universal de benevolencia que me hiciera el distinguido Maestro Chung y me pregunto constantemente si mi misión en este mundo, ¿no sería precisamente asociarme con él para emanar energía curativa a todo aquel que nos visite?
Aún, sigo sin tener la respuesta. Espero que otra noche entre libros, inciensos y palillos chinos, pueda regresar mi bisabuela de ultratumbas a darme la solución.

jueves, 16 de febrero de 2012

ESAS PEQUITAS ROJIZAS por Javier Montes de Oca Rodríguez


Paso a paso los subo. Pequeños escalones infinitos. Serpenteando como una culebra elevada hacia los cielos grises, nubosos, brumosos. Un escalofrío me recorre la espina dorsal desde los pies, perdiéndose en lo más profundo de mi hipófisis. Tengo miedo, pero intuyo que es sólo una tontería. Obligo a mis glándulas a secretar más adrenalina. Al fin y al cabo es la droga más poderosa que existe. Piso fuerte esos escaloncitos. ¡Qué pegados están uno del otro! ¿Por qué carajo los constructores antiguos pensaban que menos era más? No debo emitir ni el menor ruido. Caerme, gritar o tropezarme echará al trasto mis intenciones.
            Debo flagelarme por ser tan ofrecido, tan salido, por querer ser el héroe de la comunidad, todo innecesariamente. ¿Pero qué locura estoy pensando? Si en verdad lo hice por Monique. La hija del síndico con su larga cabellera rojiza y sus ojos grisáceos me traía de cabeza desde hace tiempo. Quizás, ofreciéndome a resolver este misterio, podría tener acceso a ella. Dentro de todo, Monsieur Lafayette, su padre, parece ser una persona lógica y justa y hasta creo que a su madre le caigo bien. ¡Al carajo con esta porquería de misterio! Yo lo que quiero es a Monique.
            Bueno, sea, por sus pequitas rojizas sigo avanzando. Debemos de estar rozando los cero grados, quizás dos o tres grados a lo mucho. ¡Qué alta es esta torre! Voy armado con una vieja escopeta, que apenas sabría manipular. Al fin de cuentas, yo soy un poeta, un artista, un bohemio. Detesto las armas, pero adoro a Monique. Ya me veo con ella en la campiña en el próximo verano. Este frío húmedo de la costa me cala los huesos.
            Algo pasa golpeándome las botas inesperadamente. Contengo la respiración a duras penas. Alumbro con la tenue lámpara de aceite que traje. Era una rata. Merde, alors! Qué cobarde que soy. ¿Por qué ninguno de esos duros marinos bravucones del pueblo se habrá ofrecido para venir?, ¿Por qué le habrán dejado el trabajo duro a un artista? Y encima el día de su cumpleaños. ¡Tremendo regalito!, ¡Es incoherente! Pero y, ¿qué en este pueblo no lo es?
            Sigo subiendo la eterna escalera de caracol. Firme, rocosa, con el salitre incrustado en sus pequeñas hendiduras. Afuera, se escuchan las olas golpeando contra las macizas y aserradas rocas. Otra noche más, cómo desde el confín del tiempo. Mis antepasados celtas la vivieron igual que yo, en sus tiendas de cuero de cabra al calor de sus inmensas hogueras sacras. Se dice que en esta zona proliferaban los druidas. Yo no lo pongo en duda. Monique seguro hubiera sido una walkiria bretona. 
Es el faro más alto de toda la costa. Aunque lleva una década sin funcionar. Sus últimos fareros, habían emigrado hacia zonas más prósperas de Bretaña, dónde la pesca y la actividad portuaria había despuntado aún más, siendo sus servicios mejor requeridos. Este faro, sin lugar a dudas, pertenecía ahora a la memoria histórica de los mejores años que vivimos. Mi padre, el bueno de Jean-Luc, hubiera estado orgulloso de mí. Al fin y al cabo él siempre detestó esa pintura y esa absenta mía. Él hubiera preferido que me dedicara a actividades más rudas y varoniles como la de mi hermano, Meriadeg, el herrero del pueblo.
Me apoyo en las paredes y descanso un par de minutos. No he tenido tiempo de pensar en cómo reaccionaré cuando llegue a la cámara de servicio. Aprovecho la breve pausa para cargar la escopeta. No sé si lo haya hecho bien. Al menos, así me explicaron los cazadores del pueblo.
Esta gente es muy supersticiosa. La verdad sea dicha, yo también lo soy. Creo que se debe a la flotante influencia druida que aún puede verse suspendida en la bruma nocturna de estas tierras salvajes de sidra y gaitas. Pero al parecer, el faro lleva seis noches continuas encendiéndose, alumbrando con sus potentes lámparas la escarpada costa bretona. Y nadie le ha visto la cara a ninguno de los antiguos fareros del pueblo, ni han advertido la llegada de desconocidos que pudieran activarlo. ¡Nada! Eso ya tiene bastante molesto a Monsieur Lafayette, que sin embargo, es totalmente incapaz de enviar a un policía a investigarlo. Argumenta, que todos están muy ocupados en estos días con un caso de suma importancia. Al parecer, una niña casi adolescente está desaparecida desde hace días. Le doy la razón, mejor enviarme a mí al faro y, ¡qué me parta un rayo!
Es entonces la séptima noche consecutiva, que ese viejo armatoste lleva encendido. Ésta vez sí, lo he visto con mis propios ojos, me he acercado camuflado en este horrible traje policial, le he dado un trago a mi botellita de absenta e implorando a todas las deidades celtas, he abierto la oxidada puerta con las llaves que me ha dado el padre de Monique. Hace unos días, la vi bailando en el Fest-Noz, estaba que rezumaba belleza con su tocado tradicional blanco.
Creo que casi llego. Respiro hondo. ¿Será algún espíritu del más allá que ha regresado para confundir a los navíos que se aventuran en estas gélidas aguas? ¿Algún ánima del tupido bosque de Brocéliande, cuna de todas las leyendas artúricas? ¡Qué respeto le guardo a ese bosque! Creo que ni aunque me ofrecieran una veintena de Moniques me acercara a esa foresta.
¿O será algún desquiciado reclamando atención que se ha apoderado de nuestro antiguo faro? Un proverbio antiguo reza que es mejor tenerle más miedo a los vivos que a los muertos. Por eso, llevo esta absurda escopeta. La cámara de servicio. Ya vislumbro la luz que proyecta en los escalones. Arrincono la lámpara en el suelo para no alertar a lo que sea que está poniendo nervioso a la comunidad y especialmente a Monsieur Lafayette. Me decido. Irrumpo con fuerza en la cámara. Grito aterrado, con el ojo en la mirilla. Attention, fils de pute, enculé. Levez vos mains!
El faro me enceguece y se me sale un tiro. Oigo el cristal roto y un gemido de mujer. Bajo el arma, horrorizado me acerco a aquello con ese traje blanco. ¿Será un espectro? No puedo creerlo. La bala pasó rozando la tersa y hermosa piel de Monique. Unos milímetros más y esa fea raspadura que le he dejado en un brazo, hubiera destrozado el mejor regalo de cumpleaños que me hubieran dado en la vida: el regalo de Monsieur y Madame Lafayette. Le doy otro trago a mi botellita de absenta y me pierdo locamente en esas pequitas rojizas.    

lunes, 23 de enero de 2012

¡UNA ASPIRINA, POR FAVOR! por Javier Montes de Oca Rodríguez

Aquella tarde estival, Farruco debió moverse a la capital, lo cual era ya mucho decir para él. Nunca había estado inmerso en ese caos andante. Todo se movía a gran velocidad. No recordaba que Camila, su borrica, lo hiciera a tamaña velocidad. Una vez le había mezclado un poco de café recién colado con su agua y había estado más activa que de costumbre. Pero hasta ahí.

Cornetas por aquí, estruendos por allá. ¡No! Todo era tan diferente de su apacible llanura, de su verdor eterno que se difumina en la lejanía.

Sin embargo allí estaba. Había tenido que venir por un asunto mundano, un mero trámite burocrático. A Farruco que nunca sufría de ningún mal, le estaba doliendo la cabeza. Una vez, hacía años, se había tenido que tomar una aspirina, porque la practicante del caserío, que iba a visitarlos una vez al mes, así se lo había ordenado. Pues esta vez y bien lejos de su plantío de caña de azúcar, estaba sintiéndose igual de mareado que en aquella rara ocasión.

Pensó que probablemente si entraba y se pedía un café negro, bien cargado, podía pasársele esa desagradable y agobiante sensación. El joven de la barra lo atendió.

- ¡Ay mi Don, está usted cómo pálido! ¿Se me siente bien? – le espetó a la par que le servía el negrito bien cargado como este sereno señor, presumiblemente llegado de las llanuras se lo había pedido.

- Sí, claro, mi hijo. ¿Pues y porqué no? – le había dicho con el típico acento de la gente venida de por allá.

Mientras Farruco se despachaba su cafecito, empezó a sentir como lo rodeaban tantos sonidos molestos que empezaba a acrecentarse su malestar. Un chillido cómo el de un pajarito en agonía y una chica que dice socarronamente:

- ¡Aló Juan Fernando! Séme sincero…¿te gustaron las bragas que me puse ayer para ti?

Y luego, un no sé qué de sonido infernal como de gata en celo y el gordo de la esquina, que se le ve que no ha trabajado un día en su vida por la barriga que ostenta, que dice con su voz gutural:

- Pero bueno mamita, tú sabes que eso no se hace así. Haz las vainas bien.

Luego otro ring ring y otro teléfono más y más. Farruco no se lo puede creer. Él, que apenas utiliza el teléfono público del caserío una vez a la cuaresma, y aquí en la capital al parecer nadie puede vivir sin sus alóes, ni sus ring-rings.

Pensó rápidamente sobre lo que opinaría Clementina, su mujer, de esas muchachitas que hablan de tangas por teléfono móvil.

Apuró su café y salió del lugar. La concurrida plaza llena de gente, de colores, de vendedores ambulantes, de predicadores del evangelio, de pregoneros con sus periodicuchos y de partisanos políticos exigiendo una revolución ya, le pintaban un panorama demasiado confuso en su cabeza habituada a muchos metros cuadrados de caña que cortar y de caña que recoger. Pero claro, su pueblo era tan pequeño que una vez, un antiguo patrón que había tenido, le había dicho que a menudo ni siquiera salía en los mapas de carretera. ¿Cómo carajo entonces iba a tener una delegación gubernamental para efectuar el laborioso papeleo que había venido a hacer?

Gente camina por aquí y por allá, por las aceras y en plena avenida, porque hay tantos vendedores ambulantes que se han adueñado del camino, que la gente debe de saltar y caminar peligrosamente de la mano de los carros. El semáforo, ¡qué fastidio!, ¿se cruzaba era con el rojo o con el fulano verde? Mejor esperaba a ver qué hacía la gente a su alrededor. Tenían que estar habituados a esa amarga tricromía. Digo “tri”, porque también hay un amarillo en el medio de ambos. ¡Verde! Okey, era el verde, cruza en medio de sus pensamientos e intenta entrelazar los suyos con sus vecinos del rayado que con el paso del tiempo y del fuerte sol reclama ya una nueva mano de pintura. No lo consigue, cada quién anda en lo suyo, aunque sí observa la furtiva mirada que el chico moreno le echa al abombado trasero de la chica que cruza enfrente de él. De nuevo, ¿qué pensaría Clementina de esto?

Llegó a la plaza y se sentó en el banquito verde, de esos que les deja a los incautos viandantes pequeños trozos de pintura descorchada en la camisa. Pensó Farruco, que al menos la diligencia de aquella mañana le había salido bien. A él no le importaban los madrugonazos. Más bien era raro el día que no lo hiciera. Y a las 4.30 de la mañana ya había tenido que estar en la larga cola que se hacía afuera de la delegación. Hacía un poco de frío, más del que estaba acostumbrado el buen viejo llanero, para quien una noche y una madrugada es sinónimo de intenso calor, tanto como lo puede ser el mediodía de aquella vasta soledad infinita de sus sabanas. Eso no le había importado. Pero el ver que los chicos de la cola, se entretenían a esas horas y sin siquiera un cafecito, con sus teléfonos móviles dale que dale a las teclas. Con sus soniditos fastidiosos en un vaivén intenso de rápidas movidas dactilares, eso sí lo tenía perturbado. ¿Qué tanto podían hacer esos chicos con esos pedazo de teléfonos del carajo?

Farruco no necesitaba comunicarse con nadie para realizar su labor cotidiana. Él se montaba en su burrita y dale que te pego, llegaba prontamente a su cañaveral, cortaba durante horas las mejores, las organizaba, las montaba en una carretilla, y luego venía a fin de tarde el capataz en su Jeep y se las llevaba. Al final de la semana, Farruco tenía su sueldito que le alcanzaba perfectamente para tener su pequeño terruño junto a Clementina en su llanura. No hacía falta nada más.

Esos condenados teléfonos que tanto sonaban en la capital y esos alóes sinceros e insinceros que podían escucharse a cada instante lo superaban. No deseaba consumir más aspirinas, ni mucho menos saber qué diablos le pareció al tal Juan Fernando las bragas que la chica de la cafetería se había comprado para quién sabe cuáles menesteres o artes antiguas.

Descansó un rato en el banquito verde, hinchiendo sus pulmones del más puro y tóxico smog capitalino y Farruco emprendió con paso cansado su regreso al terminal de bus que lo llevaría de nuevo a su llano. Bien lejos de los teléfonos móviles y de los predicadores del evangelio.

lunes, 16 de enero de 2012

LO QUE OCULTAN UNAS GAFAS DE SOL - Oleguer Solsona

Parapetado y protegido por las gafas de sol, observa a su alrededor, anónimo entre la multitud de gente habituada a pasar dos meses seguidos entre la arena. Cerca, un niño de 8 años, Correteando con una pelota azul y varias familias con sombrillas mastodónticas, comiendo tortilla de patatas de los tuppers, sentados en sillitas de hierro medio oxidadas.
Aquella playa le recordaba los muchos veranos que había estado en un sitio como éste. Recuerda las primeras discusiones de sus padres que acabaron en divorcio cuando apenas iba a la guardería.
Después, el divorcio, y poco más tarde, no volver a ver a su padre, que se fugó buscando su propio mar en calma. Desde entonces, todos los tormentosos veranos de niñez, yendo de la mano de su madre, esbelta y jovial, saliendo a comer un helado. Cada Agosto tenía un padre distinto que le pagaba esos helados. Y las entradas al circo, y las horchatas refrescantes, y las excursiones en barca con su madre y los menús infantiles en restaurantes caros. Con sus ojos de niño,
podía ver como ella, sin pudor, acostada cada verano en arenas de distintas texturas, les metía descaradamente la mano bajo el bañador.
La pelotita del niño, rebota contra sus pies. Le pide amablemente que se la devuelva, sin pedirle perdón. Tiene la misma mirada inocente como la que tenía él a su edad. Esboza una pequeña
sonrisa, educada. La primera del día, quizás de la semana o del mes. El niño se gira, con la pelotita en las manos, sin darle las gracias.
Pasó la adolescencia entre historias románticas sin final feliz y sinsabores, siempre mas agrios que dulces. No podía enamorarse, el tiempo era escaso, y con absoluta probabilidad, al verano siguiente no repetiría el lugar de veraneo. No importaban más que los momentos, los únicos cálidos de Agosto, bajo el muelle y la luna veraniega. Se volvían helados cuando comprobaba que, cuando más se acercaba al final, las caras de las chicas más se parecían a ella.
Da un paseo de unos minutos por la orilla. Un par de chicas paseando en dirección contraria se paran en cuando lo ven. Le preguntan si tiene un cigarro. Niega con la cabeza. Se miran
sonrientes. Le invitan a tomar una copa esta noche. Apuntan sus números de móvil en un papelito. “No te olvides de llamar” le recuerdan antes de despedirse.
“¿Ya has ligado otra vez?” le pregunta su madre al volver a la toalla “No paras ¿eh?” Como si todo el mundo fuera como ella, reniega con voz imperceptible… Rompe sus pensamientos,
abruptamente, el niño de antes que pasa corriendo a su lado, llenándole de arena.
Entrando en la mayoría de edad, siguió penetrando a marchas forzadas en los callejones oscuros de la noche. De día, trabajaba en cualquier restaurante de la zona. Sus amistades le duraban lo
mismo que el paso de los turistas. Las cervezas de después del turno de noche, con otros cocineros y camareros venidos de la España interior, le hacían no morir de asco en la tediosa y mecánica tarea de servir sangrías, paellas y calamares a la romana. Lo peor era cuando su madre iba a comer con el novio de moda. En ese turno, siempre equivocaba algún pedido o quebraba platos que se le escapaban de las manos.
“Joshua, ven aquí” oye chillar a una señora con bañador de flores a pocos metros de él. “Estate quieto”. Se asombra de la contradicción evidente de las órdenes de la señora y agradece tener un nombre de lo más común. En eso, sólo eso, ha tenido más suerte que el niño.
Guarda pocos recuerdos gratos de los Julios y Agostos vividos hasta ahora. Cada época, con su conclusión, la redacción sobre el verano del primer día de clase, los exámenes de recuperación
o el fin de contrato antes de volver a la ciudad.
A su lado, su madre hablando con un empresario divorciado de pelo canoso. Ella no disimula, poniendo en práctica su habitual rito de coqueteo. Lo ha visto demasiadas veces como para no
anticiparlo con total Moviendo suavemente la cintura hacia el, para que pueda observar lo bien que conserva su cuerpo.
—Vamos a comer, recoge las cosas. Nos invitan— le ordena su madre unos minutos después.
Él recoge la toalla, parsimonioso, siguiendo los pasos de la nueva pareja. De nuevo la dichosa pelotita de Joshua le golpea. No sabe si aguantará otro verano más. Quiere dejar de sentirse
permanentemente un niño.. Envía muy lejos, con la mirada perdida entre el chiringuito y el puesto de piraguas, de un fuerte puntapié, la dichosa pelotita azul. No sabe si podrá seguir con la tarea de conocer mujeres si la única que le importa apenas le presta atención. Rodeado de miradas incrédulas, habiendo perdido su anonimato, arrastra los pies tras la nueva pareja. “Sólo un poco de cariño, mamá” demanda mentalmente observándola, “es lo único que pido”.

Aquel día en que se aclaró la noche por Javier Montes de Oca Rodríguez

El día en que Florencio Torres haría el descubrimiento de su vida completamente por azar, se había levantado con exageradas ganas de tomar café. Quizás hubiera sido la taza de cerámica tradicional de estilo precolombino que tenía como amuleto cada vez que iba a trabajar, pero la magnífica ciudadela maya que descubriría para el mundo aquel día lo haría sentirse como un arqueólogo con suerte.

La noche anterior, muy estrellada, no había logrado dormir porque su equipo estaba de guasa. Había sido el cumpleaños de uno de sus aprendices de investigador y el aguardiente de coco había rodado bastante bien por todo el equipo. A Florencio no le molestaba en absoluto que su equipo se distendiera un rato del agobiante trabajo de excavar, recoger, limpiar e identificar los restos de aquel conocido sitio maya en la selva guatemalteca. Él mismo le había dado un par de tragos a este embriagante alcohol de la jungla. Probablemente gracias a él hubiera podido dormir tan bien en su rudimentaria tienda de campaña cerca del paso de un arroyo, omitiendo las incesantes picaduras de mosquitos y otras plagas entomológicas. Pero no, igualmente había dormido fatal.

El día del descubrimiento, bebió dos tazas del mejor café de la región y revisó los planos del sitio que ahora estaba estudiando, para complementar investigaciones previas realizadas por su mentor. Se untó pomada mentolada para aliviar las picaduras y se acicaló un poco, afeitándose ligeramente los poblados bigotes amarillentos de tanto fumar. Florencio no tenía pensado realizar algún día un hallazgo que lo catapultase al salón de la fama de los principales expertos en el mundo maya. Tan sólo tenía pensado hacer un pequeño recorrido en torno al sitio de Uaxactún con parte de su equipo y de ahí nuevamente a proseguir con el arduo trabajo de identificación de vasijas y otros enseres funerarios del período clásico maya. Nada más.

Así que cogió su mapa, sus binoculares, su mochila raída por el uso con un parche de una bandera incaica cosido y se encaminó por la trocha que se pierde desde el sur del sitio adentrándose en los verdores de la selva del Petén. Florencio fumaba como chimenea, cosa que hacía indiferentemente si se encontraba dando clases en la Universidad de San Carlos de Guatemala, en su confortable pero altamente étnico apartamento de Ciudad de Guatemala o en medio de la selva del Petén entre piedras labradas por alguna mano indígena hace alrededor de un milenio y medio. Él iba fumando al caminar mientras se hundía entre diferentes teorías de cómo los pueblos mayas se habían absorbido unos a otros, como arañas que se alimentan de sus presas y engordan creciendo en conocimientos, siglos tras siglos. Y un buen día, nada. La cultura maya había desaparecido tal y como vino. Como tragada por el jaguar, la serpiente o el águila, sus indiscutibles padres creadores. Eso sí, y él bien que lo sabía, dejando tras de sí las huellas mohosas de su pasada gloria.

Sus pasos firmes en la trocha, eran seguidos con amplio respeto por su equipo que lo idolatraba por sus enormes conocimientos y su gran calidad humana. Además Florencio, amaba lo que hacía, amaba con todo su fervor el antiquísimo legado que los pueblos mesoamericanos habían dejado para que un día, él, Florencio Torres, los recogiera de la Tierra y se los diera a conocer a su gente. A los herederos de los pueblos del Sol.

En un alto en el camino, alzó los binoculares y creyó distinguir una especie de claro en la tupida manta arbórea que se cernía sobre el equipo.

- ¡Tomás, César, Jacinto, Olivia, miren allí! – les indicó a sus arqueólogos y acto seguido se pasaron uno a uno los binoculares.

Ninguno de ellos, incisivos visitantes de Uaxactún, se habían percatado nunca de ese poco definido claro, como dejado expresamente por la naturaleza. Cóatl, el guía del sitio, baquiano del Petén creía haberse adentrado alguna vez por él, aunque igual era un chico bastante joven, delfín del oficio de su ya nonagenario padre. Todos descendientes directos de aquellos pueblos del Sol.

Por cierto que a las diez y media de la mañana, el sol ya había despuntado en todo su esplendor y picaba un poco en la piel de los arqueólogos. Decidieron encaminarse utilizando los machetes que el guía maya había traído en casos como éste. Tres afiladas hojas aparecieron como el conejo de un mago, en el fondo de la mochila del joven. Labrando un estrecho sendero, evitando las espinas de los árboles y las hojas que provocan urticaria al contacto de las pieles sensibles de ciudad, Florencio marchó atrás de Cóatl y en fila india el resto de la expedición que ya se estaba saliendo de los linderos históricos de Uaxactún.

Por la mente de Florencio no pasaba nada más que el posible descubrimiento de alguna pequeña muralla o de algún puesto de vigilancia adelantado. Al cabo de dos horas, a ese ritmo y con el incesante blandir de las cuchillas entremezclado con el encantador sonido de la selva guatemalteca reclamando su lugar en ese mágico mundo, hasta pensó en abandonar. Probablemente, Cóatl los había extraviado y estaban perdiendo un valioso y costoso día de investigación en el sitio. Después de un debate interno, se decidió por confiarle media hora más a su guía, al fin y al cabo, el trabajo no iba nada atrasado y podían darse ese pequeño lujo.

Sorprendido por su exactitud, Florencio puso un pie en el descampado que habían visto desde la trocha, dos horas y media después del primer machetazo al margen del camino.

A primera vista, no observaron nada más que jungla alrededor del pequeño círculo. Sin embargo, al sentarse a comer sobre unas salientes de roca las provisiones que habían traído, pudieron escuchar a lo lejos un feroz rugido.

- ¡El jaguar! – exclamó pasivamente Cóatl.

- Es raro escucharlos tan nítidamente en estos días – se sorprendió Florencio.

En un par de minutos más, escucharían ahora sí, con más vehemencia el rugido del mayor felino en tierras americanas. Esta vez se aterrorizaron. En breves segundos, el espléndido animal se detendría a unos doscientos metros de los arqueólogos y los miraría fijamente durante unos maravillosos segundos. El jaguar, después, salía del descampado a paso despreocupado.

Florencio no abandonaba su asombro y con la curiosidad característica de un investigador de campo, alcanzó en breves zancadas el lugar que hace un minuto ocupaba el bello animal. Al llegar, comprobó que se trataba de una zona ligeramente cenagosa, por lo que la fiera marca de sus cuatro huellas, se habían impreso en la milenaria tierra a fuego.

Siguiendo un instinto de furia, casi de locura ancestral, de rabia empalagosa, de devolverle a la larga noche de los 500 años, la luz que un día tuvo, extrajo un pequeño pico que traía consigo todo el tiempo cuando salía de expedición y con todas sus fuerzas empezó a cavar en ese lugar mítico marcado por las patas del jaguar. Cóatl y los demás, lo acompañaron cada quien con lo poco que tenía a mano y en un par de horas entre los seis, lograron hacer un agujero respetable que dejaba observar con sorpresa una enorme piedra rectangular, que Florencio rápidamente identificó como maya clásico.

No podían abandonar este descubrimiento a su suerte. Hoy en día, aún rondan quienes hacen negocio lucrativo de estos tesoros de la Humanidad. Rápidamente, Florencio se comunicaba con su campamento base en Uaxactún y toda su gente se desplazaba con el mayor equipo posible y con mano de obra indígena del lugar, al descampado.

Al cabo de tres semanas de dura labor dirigida por Florencio Torres, un inmenso edificio potencialmente un templo sacerdotal, según las opiniones del grupo, emergía claramente del corazón del Petén. Todo debido a la aparición casual del jaguar en medio de un descampado olvidado por los siglos y casi tragado por el manto de árboles tropicales.

Una década después, el Dr. Florencio Torres, puede recordar con tranquilidad aquel día, en el que su aguzado instinto y su amor por la tierra sagrada de sus antepasados, al hacerle caso a las señales crípticas de la naturaleza, descubriría el templo sacerdotal, pilar y eje fundamental de toda la ciudadela maya que se descubriría tras dos intensos años de excavaciones.

Ese día, aquella gloriosa jornada en la jungla que había empezado con un par de tazas de café, Florencio había inscrito su nombre en el salón de la fama de los arqueólogos expertos en el mundo maya, pero más que una satisfacción personal, había significado una gran reivindicación para la memoria colectiva de aquellos descendientes de los hijos del jaguar, que una larga noche de 500 años le había arrebatado su identidad trucada por una cruz.