martes, 31 de marzo de 2009

Plagio creativo – Cuento de la Cenicienta

- ¡¡Maldita becaria!! ¿Dónde narices están mis fotocopias?
Esa era la banda sonora de su vida desde que salió de la facultad de periodismo y entró como becaria en el universal, el mejor periódico del país. Su profesor Don Luís le había escrito una larga carta de recomendación resaltando sus innumerables virtudes. “Tú llegarás lejos cenicienta, llevas el periodismo en las venas y escribes cómo los ángeles” solía decirle. Pero en cuanto conoció a su nuevo jefe supo que aquello no iba a ser tan fácil. Sus únicas tareas en la redacción era hacer fotocopias, enviar faxes y archivar papeles a parte de recibir gritos y desplantes de su jefe un sesentón amargado e incluso misógino al que el talento se le suponía por el cargo que ocupaba. Don Gabriel era de la vieja escuela, de los de la letra con sangre entra, en sus buenos tiempos le encantaba palmear todo culito que se le ponía a tiro, las mujeres no debería salir de casa, pensaba secretamente. Sus compañeros no eran mucho mejores, dudaba que alguno supiera su nombre, alguno incluso debía pensar que era un accesorio de la impresora.
Cenicienta soñaba con firmar sonados reportajes de investigación, escribir artículos incendiarios y publicar libros de culto. Lo único bueno que tenía su trabajo es que su imaginación podía volar.
Aquel día mientras archivaba los documentos que acababa de recoger del despacho de don Gabriel vio una carta dirigida a los jefes de sección que le hizo pensar que su sueño podía llegar. La carta rezaba:

Queridos todos,
Me dirijo ustedes para hacerles saber que ha quedado vacante el puesto de redactor jefe de la sección de internacional. Es un puesto de suma importancia por lo que yo mismo realizaré la selección. El proceso será el siguiente:
- Todos los empleados escribirán un relato de 5 páginas tema libre.
- Los jefes de cada sección seleccionarán los 3 mejores y me los harán llegar antes del miércoles a las 9 de la mañana.
Con la seguridad de que entienden la importancia de la tarea que les encomiendo, me despido.
Reciban un cordial saludo,
El Director

El plazo acababa mañana. Le comentó a Don Gabriel su interés por presentarse al concurso y evidentemente este se mofó con ganas y le hizo saber que en ningún caso presentaría un relato de la becaria.
Cuando Cenicienta llegó a casa se tiró en el sofá llorando desconsoladamente y allí la encontró Ada, su compañera de piso. No tenían nada en común pero en el año que llevaban compartiendo piso se habían convertido en las mejores amigas, casi hermanas.
- ¿Qué pasa tronca? ¿Otro mal rollo en el curro? – dijo Ada con su deje macarra.
- Ada, nunca saldré de ese agujero, nunca seré periodista. – Se lamentó cenicienta -Han convocado un concurso de relatos para el puesto de redactor jefe y Don Gabriel no me deja presentarme. El director hará la selección personalmente.
- Pues que le den a Don Gabriel, ¿no?
- ¿Y cómo voy a hacer llegar el relato al Director?
- Bueno, Tú te acuerdas de la cena de navidad a la que te acompañé?
- Y eso a que viene ahora
- ¿Te acuerdas que me presentaste a Antonio?
- ¿El señor Antonio? ¿El ordenanza?
- Digamos que celebramos la navidad varias veces en los lavabos del restaurante.
- Ada!! – exclamó cenicienta escandalizada
- El caso es que había quedado con él a las 6 de la mañana en la oficina, para, ya sabes. Podría llevarle el relato y pedirle un favorcillo.
- Igualmente, no tengo ordenador, ni máquina de escribir.
- Espera que por aquí hay un artilugio que te puede servir, ¡anda mira!. – Dijo Ada pasándole un bolígrafo.
- Muy graciosa, pero es que llevo 15 horas trabajando llevo 10 cafés y aún así me caigo de sueño, tengo la cabeza embotada.
- Estás de suerte, Mi colega, el Ratón, me acaba de pasar unas pastillitas que te ponen el cerebro a 2000 por hora – dijo rebuscando en sus bolsillos y dejando sobre la mesa pastillas de todos los colores. Le acercó una dorada con forma de estrella – El único inconveniente es que el efecto dura sólo 4 horas y en cuanto se pase caerás dormida.
A Cenicienta nunca le habían gustado los medicamentos sin receta pero era un caso de extrema necesidad, así que antes de que su conciencia pudiera impedírselo, se tragó la pastilla, al instante, notó como una descarga recorría todo su cuerpo los ojos se le abrieron como platos las ideas se agolpaban en su cerebro, los brazos le temblaban. Cogió el boli, su mano se desplazaba frenética de un lado a otro del papel. Justo antes de firmar el relato el efecto de la pastilla pasó y cayó fulminada sobre la mesa.
Ada se levantó temprano y vio que Cenicienta había concluido su relato, sabía que tardaría en despertarse así que lo cogió, lo metió en un sobre usado que encontró por la casa y salió hacia su cita.
Antonio vio llegar a Ada y rápidamente abrió la puerta que permanecía cerrada al público hasta las 8 de la mañana. Sin mediar palabra la guió hasta el cuarto de las escobas. Antonio salió de allí con 30 años menos y una misión entre manos.
Cenicienta llegó tarde a trabajar, y tal era el revuelo que ni siquiera se molestaron en echarle bronca. Al parecer el Director había leído los relatos y le había encantado uno que había llegado manuscrito y sin firma. A Cenicienta se le pusieron los pelos de punta, debía ser el suyo.
Dada la cantidad de empleados que se habían atribuido la autoría, el director iba a pasar por todas las secciones para comprobar la caligrafía de cada uno de ellos personalmente.
El director llegó a la sección de local y enseguida se formó una larga cola delante de él. Cenicienta se apresuró a ponerse en la cola pero Don Gabriel le salió al paso y se lo impidió bajo amenaza de despido inminente.
Ninguno de los empleados de redacción tenía la caligrafía como la del relato. El director, desesperado, se disponía a llamar al personal de limpieza y conserjería cuando vio a cenicienta llegar cargada de fotocopias.
- Señorita
Cenicienta miró a su alrededor para asegurarse de que se dirigía a ella.
- Señorita, acérquese. – repitió el director
- Señor Director es sólo la becaria, ella no… - se apresuró a decir Don Gabriel
- Todo el personal pasará esta prueba hasta que encuentre al autor – interrumpió el director.
Cenicienta se acercó tímida y mirando de reojo a Don Gabriel que la mataba con la mirada.
- Por favor, escriba aquí unas cuantas frases.
En cuanto cenicienta empezó a escribir al director se le iluminó la cara, tomó a cenicienta de la mano, la levantó de la silla y clavando una rodilla en el suelo le pidió que fuera su redactora jefe
.
Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
Sonia Sánchez
Aula Escritura Creativa

Binomio fantástico – El Mejillón y la Rueda

El acantilado se levantaba abrupto sobre el mar con el que mantenía un violento pulso por ocupar el mismo espacio. En una de las rocas del acantilado es encontraba Mejillón lamentándose por amanecer otro nuevo día en el mismo lugar. Cada noche se acostaba con la esperanza de que mientras durmiera le crecieran patitas o aletas que le permitieran salir de allí e ir a visitar el mundo que se le antojaba debía ser enorme.
De repente un fuerte ruido procedente de lo alto del acantilado le saco de su ensimismamiento y acto seguido vio como empezaban a caer piezas que unidas debían componer un coche… El mejillón se acurrucó en su concha esperando que pasara la tempestad.

- Hola - El mejillón abrió un ojo y miró desconfiado hacia dónde había escuchado la voz.
- Hola – contestó. Una rueda había quedado enganchada en una roca justo a su lado
- Que vista tan maravillosa, no es mal lugar para acabar mis días. – dijo la rueda admirando el paisaje
- Bueno no te confíes, esta noche subirá la marea y probablemente acabarás en el fondo del mar cómo todos tus colegas. – comentó el mejillón con cierto desdén
- Vaya gracias, ya me siento mucho mejor. Bueno por lo menos disfrutaré de este día. Ojala pudiera quedarme aquí para siempre.
- No sabes lo que dices, esto es un aburrimiento. Todos los días son iguales. Me despierto y ahí está el sol, el mar, el viento y la roca. Ojala fuera libre como tú para poder ir a cualquier parte y conocer mundo, vivir emociones. – Mejillón cerró los ojos imaginando las cosas que podría hacer con unas patitas.
- Uhm, el sol ofreciéndote su calor, el mar acariciándote, la roca abrazándote y el viento susurrándote bonitas canciones, uy si, ¡¡qué vida tan horrible!!. – rio la rueda con sorna.
- Bah, tú que sabrás!! – se quejó el mejillón.
- Mi vida si que ha sido dura. He ido de un lado a otro, sin descanso. Nadie se ha preocupado nunca por mí. No formo parte de nada, no pertenezco a ningún sitio, nadie me espera y nadie me echará de menos. Tú en cambio formas parte de este lugar. Este lugar sería distinto sin ti. Me encantaría acostarme sabiendo que puedo dormir tranquilo porque a la mañana siguiente todo seguirá igual, el sol, el mar, la roca, el viento. – La rueda respiró hondo intentando fundirse con el viento.
- Si, Bueno – el mejillón intentó disimular su satisfacción – Pero, ¿qué me dices de todas las aventuras que has debido disfrutar?, correr contra el viento, agarrarte a las curvas, deslizarte por las rectas, patinar en el hielo, pisar la nieve, notar el calor del asfalto en verano, rebozarte por el barro, sentir la hierba fresca... Despertarte cada día sin saber lo que va a pasar, sentir que tu destino no está escrito. Ser libre!!
- Eso de ver mundo está sobrevalorado. Todos los tesoros que muchos buscan toda su vida, los tienes aquí, paz, tranquilidad, belleza. – Dijo la rueda respirando profundamente de nuevo.
- Eso lo sabes porque has tenido la posibilidad de comparar.
- Si, he visto muchas cosas, cosas bonitas, cosas feas, cosas buenas, cosas malas… - la rueda suspiró mientras rememoraba momentos vividos. - aunque, desde luego no esperaba que mi destino fuera acabar despeñado por un acantilado. – añadió decepcionada.
- Si te sirve de consuelo, yo seguramente acabaré amenizando alguna paella. – Dijo el mejillón mientras un escalofrío recorría su cuerpo. - Bueno así veré mundo. – ambos rieron con ganas. Luego se quedaron en silencio.
- Sabes mejillón – dijo la rueda casi en un susurro - la verdad es que mi vida ha sido bastante emocionante.
El mejillón miró a la rueda y luego echó un vistazo a su alrededor.
- Si esto es realmente bello, creo que no podría vivir en ningún otro lugar.
Ambos suspiraron, se miraron y sonrieron.
Si, sus vidas eran maravillosas.

Sonia Sánchez Ortiz

Aula Escritura Creativa

lunes, 30 de marzo de 2009

Me dejé una vida

Nunca fuiste una más, ambos lo sabemos. El día en que te conocí, pensé muy mal de ti, ¿te acuerdas?, pero reconozco que hubo algo que me inspiró para querer conocerte mejor. Estabas tan llena de leyenda... Eras un mito para mi. No ver más allá de tu piel hubiera sido un absurdo error. Nuestro idilio comenzó pronto, movidos por un otoño que cubría Las Ramblas de ocre, del ocre de aquellas hojas secas, bañadas en la nostalgia de las primeras aguas. ¿Recuerdas las hojas secas?, ¿el olor a calle mojada?, ¿el aire agitado del atardecer? ¡Qué nostalgia al pensar en aquellos momentos irrepetibles...! Yo siempre pendiente del reloj, jugando a pillar con la hora de nuestra cita, tú siempre esperándome, paciente, redentora. Oh, no puedo negarlo: algunas de las mejores experiencias de mi vida están ligadas a ti, son nuestras, aunque es cierto, también algunas de las peores. Son historias llenas de crudeza y ternura, de dolor, reflexión y alegría. Cada párrafo abrasa, cada página agita el alma, cada letra emociona. Y es que éramos todo pasión, tú y yo. Es curioso porque, a pesar de los malos ratos, si miro atrás, hacia nuestra vida juntos, me lleno de buenas sensaciones. De ti sólo me queda lo bueno, porque enterrado en ti cuajé mis mejores años.

Ahora has cambiado. Estás más guapa, te vistes con la elegancia de aquella primavera que nos vió juntos una última vez, eres más coqueta y seductora. Pero yo te prefería antes, tan natural y honesta, con tu traje retro y tu sabor añejo... Había que saber mirarte, pero si alguien te encontraba el encanto, caía rendido a tus pies.

Nunca te pedí perdón por irme así, fuí un egoísta creyendo que sólo sufría yo, que sólo yo sentía aquella ausencia en lo más hondo de mi. Lo siento, ahora lo haría de otro modo, aunque ya sé que perdí mi crédito contigo, y que merezco tu incredulidad. Jamás podré saldar esa deuda, lo se, y también que lo nuestro se esfumó, que es solamente polvo de recuerdos. Pero eres como esa hoguera cuyas cenizas siempre humean, como ese amor que trae la brisa del verano, ese que nunca más se repite pero que se lleva dentro para siempre.

Por eso voy a escribirte un tango, lento y apasionado, lo voy a macerar en la barrica de nuestros años juntos, y voy a regalárselo al mundo. Así, cuando todos te contemplen, podrán decir que eres la estación de metro más entrañable, y que pasando por ti dejan huella en nosotros y en nuestra historia. Este es mi homenaje para ti, siempre serás mucho más que una estación, serás mi Liceo del alma. Este Jefe de Estación te recordará siempre.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa.

ATRACCIÓN FATAL

Mar Solana

A Soccer († 24 de marzo de 2009)

¡Me voy a atrever, por fin, me voy a acercar a ella! Y aunque me tiembla todo el cuerpo y apenas acierto a marcar un rumbo fijo, un rumbo que me acerque a su belleza, que me aproxime a su fulgurante y radiante destello. Y aunque otras compañeras más avezadas en estas lides ya me han advertido, voy a hacerlo, voy a verla de cerca, esta noche. Es mucho más fuerte el deseo que ahora late en mí, tanto, que casi puedo sentir como palpita por cada rincón de mi cuerpo. De arriba abajo y de abajo a arriba, a través de este cuerpo largo y regordete. Atrás quedó el tiempo de habitaciones oscuras y selladas, de la renovación, el tiempo de arrastrarse. Ahora es el momento de disfrutar de mi libertad, de usar este hermoso vestido ¡aún después de que el reloj marque las doce!

Quiero hacerlo y nadie me lo va impedir, voy a verla de cerca, ¡dios, es tan hermosa, qué bonita es! Acabo de divisar su brillo, hoy también suenan esas voces cerca de ella,” ¡Envido… voy a tres… la del monte! ¡Eh, tú, ponme otro carajillo, cago entó lo que se menea!” Voces que atruenan, que desvían mi atención, que intentan alejarme de ella. Pero no, debo ser fuerte y continuar hacia mi deseo, ¡es lo más bello que existe en este mundo tan oscuro, fragoso y estentóreo!

Cada vez estoy más cerca, las voces ahora suenan como el intenso y aterrador ruido que se oye después de que esa centelleante y eléctrica luz azul rasgue el cielo durante algunos segundos. Pero esta vez no me iré, no señor, no me refugiaré. Estoy aprendiendo a ser valiente, a disfrutar de mi existencia. El mundo es hermoso, ella es preciosa.

Es increíble, tiemblo tanto que apenas si puedo coger aire y respirar en esta calurosa noche de finales de primavera, ahora dudo: “¿podré hacerlo, llegaré a poder mirarla de cerca… podré besarla?

Estoy tan cerca… una nube negra entorpece ahora mi destino, pero puedo dar un rodeo, ¡ah, mira, una compañera que se aleja!, ¿vendrá de estar con ella? ¡Qué suerte! Ahora ella titila como nunca. ¡Ambos titilamos! Allá va mi cuerpito largo y rechonchete…

Volando, volando… Alas osadas, licenciosas, que con destreza me acercan a la más bella de la noche. El privilegio del caos. Luz que devora las tinieblas, bastión en medio de tanta oscuridad… Ya llegué, por fin… Gloriosa, perfecta, subli…
─ ¡Me cago entó lo que se menea, va pestuza a bicho chamuscao! ¡As de bastos!


Villalba, 27 de marzo de 2009

domingo, 29 de marzo de 2009

CITA A CIEGAS

-Hola, tú debes ser Vanesa, ¿verdad?- le dije con una sonrisa nerviosa a la chica, o más bien a la mujer que me esperaba sentada en la barra del bar con una flor en la mano.
-¿Es que ves a alguna otra mujer con una flor en la mano en esta barra?-me respondió mientras me revisaba de arriba a abajo- Así que tú eres Ricardo, el monaguillo.
-No… bueno, yo ya no… a ver… antes sí, pero ya no… era novicio, no monaguillo, y ahora ya no...- dije titubeando pues aquella mujer me ponía muy nervioso.
-Qué más da, novicio, monaguillo, o cura, todos iguales –me cortó-. Pídeme otro carajillo.
-Sí, ahora mismo. ¡Camarero, por favor! Sírvale a la señorita si es tan amable un carajillo, y para mí un cacaolat calentito, si no es mucha molestia.
-Eres una mujer muy hermosa- mentí para romper el hielo, porque en verdad debía tener por lo menos 20 años y kilos más que en la foto que me había enviado y si no llega a ser por la flor nunca la hubiera reconocido.
-Vaya, vaya… Así que aquí tenemos a otro enfermo salido y vicioso del chat- afirmó mientras me escrutaba con sus ojos saltones y sobrecargados de sombra azul.
-No, a ver… solo aficionado, desde que hace poco dejé el seminario me gusta contactar con personas diferentes, entablar amistades…-me justifiqué
-¿En un canal de sexo? –estalló en una carcajada- ahora me dirás que no has venido aquí con la intención de llevarme a la cama.
-Bueno, yo… no… a ver, dicho así… -dije yo sin lograr articular una frase coherente- Yo no he venido a eso, yo… además no era un canal de sexo que yo recuerde, era de amistad y de fe cristiana…
-Qué pasa, ¿es que no te quieres acostar conmigo? Ahora resulta que no soy lo suficientemente buena para el puñetero monaguillo, ¿es eso? que no te gusto, ¿no?
-No, no es eso…- me ruboricé- es que yo… a ver… no tengo mucha experiencia en el arte del cortejo, y yo… -me estaba poniendo muy nervioso, pero a la vez no quería irme y desaprovechar la primera oportunidad real de mi vida de yacer con una mujer, por horrible que fuera.
-Así que sí que quieres -sentenció.
-Bueno, vale, pues sí, visto así…
-Lo que yo decía, otro enfermo salido y vicioso del chat, por más cura que seas. -dijo mientras se encendía un cigarrillo- Mira, por ahí viene Ramón.
-¿Ramón?- pregunté yo, mientras veía acercarse a un hombre de mediana edad, corpulento, calvo, y vestido de cuero negro.
-¿Éste es el curita?- dijo Ramón a modo de presentación.
-Sí, servidor, mucho gusto en conocerle, pero yo no soy sacerdote, yo… -dije tendiéndole la mano, un poco sorprendido aun con la aparición repentina de este amigo de Vanesa.
-El gusto va a ser mío, créeme- me cortó Ramón estrujándome la mano con tanta fuerza que me pareció escuchar cómo me crujían los huesos.
-El curita me acaba de confesar que se muere por echarme un polvo- dijo Vanesa.
-¿Cómo? ¿Que te quieres acostar con mi mujer, cabrón?- gritó Ramón mientras todas las cabezas del bar se giraban para contemplarnos, incluido el camarero.
-No, Ramón, discúlpeme, por Dios, que se trata de una confusión –dije yo temblando e intentando justificarme- Yo es que no… ¡Yo no sabía que Vanesa era una señora casada! para nada he querido ofenderles, su mujer es una señora muy respetable, y sepan que yo la institución del sagrado matrimonio la respeto profundamente, yo nunca ¡nunca! intentaría llegar a la intimidad con ella…
-Qué me estas queriendo decir, ¿que mi mujer es fea?
-No, no…por favor, no me malinterprete, que me parece una mujer muy hermosa, y de buen gusto retozaría con ella, si no fuera naturalmente porque está casada.
-¡Ya sabía yo que te la querías tirar! ¡desde que he llegado aquí lo he visto claro! -dijo alzando la voz- ¡Y tienes la poca vergüenza de decírmelo a la cara! ¡Serás desgraciado!
-Si me disculpan yo me voy a tener que ir, que no me acordaba que tengo que realizar unos servicios, y…-dije levantándome del taburete y haciendo el gesto de pagar.
-Tú no vas a ninguna parte -dijo Ramón sujetándome del brazo- Que no pasa nada, hombre, perdona mi mal carácter. Es el pronto que tengo, que me pierde… -dijo cambiando totalmente el tono- Encima que vienes a ayudarnos con lo nuestro… Si yo ya sé que mi mujer está muy buena, y es normal que te guste. Cualquier hombre de este bar, escúchame bien, ¡cualquiera! -dijo señalando a todos los clientes del bar- se dejaría amputar su mano derecha por tirarse a mi mujer, así que no te sientas culpable porque seas un cura, que ese es un instinto muy natural.
-Cierto, muy cierto -dije yo, aunque dudaba bastante que nadie se dejara amputar nada por pernoctar con Vanesa, y no entendía bien su cambio repentino de actitud conmigo- de todas maneras, yo es que me tengo que ir yendo, ¿saben? ha sido un verdadero placer conocerles, un matrimonio envidiable, de verdad, pero es que yo…
-¡Tú no vas a ninguna parte! -dijo Ramón- En todo caso nos vamos los tres a nuestra casa, como estaba previsto. A ver si ahora, porque te haya gustado mi mujer, vas a dejar de cumplir con lo nuestro.
-¿Lo nuestro? –pregunté desconcertado- No se molesten, de verdad, otro día, si eso ya nos damos los teléfonos y quedamos tranquilamente para tomar algo, es que hoy tengo un poco de prisa y… -dije en un intento desesperado por huir.
-¡Ni otro día ni hostias! ¡Vamos hoy a nuestra casa! ¡Me cago en Dios! –dijo golpeando con el puño en la barra, mientras repentinamente le cambiaba el ánimo y empezaba a sollozar- Ya no podemos más… nos sentimos tan solos... ¿es que no lo ves, que estamos desesperados? ¡te lo pido por favor! –imploró.
-De acuerdo, a ver… si se empeñan vamos a su casa a tomar algo, pero poquito rato, ¿eh? que yo me tengo que ir pronto- accedí finalmente por lástima, deseando fervorosamente que fueran una pareja muy necesitada de amistad y compañía. Por si acaso, empecé a rezar para mis adentros durante el tiempo que tardamos en llegar a su casa, no fuera que en lugar de una pura y bonita amistad, se cumplieran mis más oscuros presagios, y desearan algo muy diferente.

-Espérate aquí -me ordenó Ramón al entrar en su casa- Vanesa y yo vamos a buscar los instrumentos ya que tú no has traído nada y ahora volvemos- dijo Ramón
-¿Instrumentos? ¿Qué instrumentos? –pregunté yo asustado.
-A ver, qué instrumentos van a ser. Para qué hemos venido aquí -me dijo Ramón con la fingida paciencia que se le muestra a un idiota– Ya te lo habrá explicado Vanesa. Tú relájate, que parece que no tienes mucha experiencia en esto y he oído que a muchos les puede llegar a doler la primera vez que él intenta meterse en el cuerpo. ¿Dónde vas? ¡Cobarde!- empezó a gritarme Ramón mientras yo salía disparado de la casa dispuesto a retomar mis votos, consagrar mi vida al señor y olvidarme para siempre del chat.
-¡Ya sabía yo que no tenías lo que hay que tener, gallina! -gritaba a lo lejos Ramón, mientras yo corría desesperadamente escaleras abajo con tanta prisa y desespero que atropellé a una vecina y la tiré al suelo.
-Lo lamento, señora, lo lamento muchísimo. ¿Le he hecho daño? –dije nervioso ayudando a levantarse a la señora- Dios mío, señora, cuídese de sus vecinos del tercero… ¡están enfermos!…
-No me diga más, ha venido usted por lo del exorcismo…
-¿Exorcismo?
-Sí… pero no se preocupe, Ramón es un loco inofensivo… se pasa la vida buscando a sacerdotes que le ayuden a sacar al diablo de su casa -dijo la señora y de repente bajó el tono de voz como para contarme un cotilleo- aunque en verdad, el único diablo que tiene en casa es a su mujer, ¿sabe? una loca enganchada a Internet que disfruta haciendo que su marido se pelee con todos los hombres con los que queda.
-¡Exorcismo! Entonces… ¡lo que se me iba a meter en el cuerpo era el diablo! -respiré aliviado- Gracias, señora, gracias por la información y perdone de nuevo…- dije yo respirando profundamente, bastante más tranquilo que unos minutos antes aunque sin abandonar la idea de volver a la paz del seminario. Lo que me había ocurrido aquella tarde era la señal divina que tanto había ansiado, esa que me devolviera la fe y me indicara el camino. Miré al cielo, me santigüé, y di las gracias.

Sonia Ramírez
Ejercicio de diálogo

LA PITONISA

Todo empezó a los 5 o 6 años, cuando vi en la tele a Uri Geller doblando cucharas. Me empleé a fondo en ello, me concentraba durante horas, pero nada. No había manera. Años después, ya de adolescente, seguía fascinada con los sucesos extraordinarios, con lo paranormal, y fue entonces cuando descubrí las cartas del Tarot, la tabla Ouija, y hasta la bola de cristal, gracias al programa de la tele. Así que, a los 18 mi vocación estaba clara: quería ser pitonisa. A mi madre le pareció muy bien, incluso me ayudó con mi imagen y un día me tiñó el pelo de rojo. Así que mi pequeño negocio clarividente empezó pronto y opté por no ir a la universidad para dedicarme de lleno a mi vocación. Me compré un montón de libros y estudié bien a los famosos adivinos que salían por la tele. Luego solo tuve que acondicionar un poco mi habitación de adolescente. Fuera los muñecos y los colorines. Con unas cortinas gruesas de terciopelo, una mesa camilla y unas cuantas velas mi consulta quedó inaugurada. Solo faltaba un pequeño detalle, mi nombre. Esto es muy importante para una pitonisa, así que mi madre y yo estuvimos dándole vueltas casi una semana hasta que por fin, un día, me convertí en Madame Ursula. Me pintaba mucho la cara y a veces me ponía túnica y turbante, para parecer mayor, porque una pitonisa joven no inspira mucha confianza.

Empecé practicando con las amigas, y para ser sincera, se me daba mejor adivinarles el pasado, al menos el que yo había compartido con ellas, que el futuro. Pero soy una mujer de recursos, yo diría que me crezco ante las complicaciones, así que empecé a vaticinar un futuro más moldeable, algo sencillito en donde yo pudiera intervenir sin que se notara demasiado. Algo para lo que luego necesité un ayudante, ya que la cosa se complicó más de la cuenta. Pero vamos, por orden… La idea realmente era buena, yo vaticinaba el futuro, y en vez de esperar a que se cumpliera por obra y gracia del destino, pues… le echaba una mano.

La primera vez fue con Merche, una antigua amiga, le vaticiné que rompería con su novio. Fue una crueldad, lo sé. Pero estaba empezando, y no hay nada como el boca a boca para que tu negocio empiece a prosperar. Fue bastante sencillo. El novio de Merche recibió un buen día una carta anónima donde se decía que su novia era algo así como un putón verbenero que le ponía los cuernos día sí, día también. Y claro, rompieron. Y a la semana vino Merche llorando, diciéndome que había dado en el clavo, que era increíble que lo hubiera adivinado. Y luego vinieron más amigas de Merche. Y yo, Madame Ursula, pues me iba animando.

Pasaron los años. Y el negocio crecía. Mi madre murió, la pobre. Y al quedarme sola, se me fue definitivamente de las manos. Un día, maldad pura la mía, se me ocurrió vaticinarle a la vecina del cuarto que iba a tener un accidente de coche. Y oye, que mandé a un raterillo del barrio a que le hiciera un apaño en los frenos del vehículo en cuestión. Y la pobre tuvo un accidente tremendo. Estuvo dos meses en el hospital echa un cristo. Pero es que lo peor de todo … bueno, lo peor de todo es que no tuve remordimientos. Es que era una vecina muy pesada, y fue estupendo tenerla fuera sin molestar ese tiempo. Además mi reputación creció muchísimo entre el vecindario. Y a partir de ahí… Bueno, el raterillo se convirtió en mi ayudante, le daba un tanto por ciento de las ganancias, que por aquel entonces eran ya muchas. Y vaticinaba el futuro que me daba la gana. A veces también cosas buenas, no solo maldades. Dependía de mi estado de humor y de lo bien o mal que me cayera la persona en cuestión.

Lo de Paco, el cartero, fue la gota que colmó el vaso, lo sé. Pero es que era tan impertinente… Así que, cuando vino a mi consulta y me contó que estaba harto de todo y que solo pensaba en la muerte, pues oye, que me lo puso a huevo. Y así a lo bruto, le vaticiné que moriría en 24 horas. Y no se asustó ni nada, se fue tan contento el tío tonto. Al día siguiente, cuando iba con la saca haciendo el reparto diario, un coche le embistió en un paso de cebra. Es que mi ayudante muy discreto no era, todo hay que decirlo. Y claro, le cogieron la matrícula. Llamaron a la policía. Le pillaron, y el miserable lo contó todo. Pero bueno, no pasa nada, aquí en la cárcel se vive bien. Y además tengo un plan. Solo tengo que conseguir que la directora me deje leerle la mano, porque aquí Tarot no tengo. A ver si cuela. A ver si cree en el futuro. En ese futuro donde pone en libertad a Madame Ursula y gracias a ello gana mucho, mucho dinero. Porque eso está hecho. Del futuro ya me encargo yo.


T. Vaquerizo

sábado, 28 de marzo de 2009

En el vagón

A ella hace unos meses que le abandonó su marido por una polaca de 25 años. Se le nota en los ojos tristes, en el rictus amargo de sus labios, en la manera en que se agarra a la barra con desgana, como si no le importara salir despedida en cualquier frenazo, como si acaso lo deseara. Vuelve a su casa después de una larga jornada planchando sábanas en un hotel, sábanas que le cuentan historias que no quiere oír. Su desgastada imagen contrasta con la de la chica que agarrada a la misma barra y sucumbiendo al caprichoso vaivén del vagón, brilla con luz propia porque tiene su primera cita con él. Tendrá unos 30 años, pelo limpio y mechas recientes. Usa tacones que le empiezan a doler mucho, pero resiste estoicamente. Labios brillantes, piel suavemente perfumada. Se mira las uñas pintadas a la francesa de su mano derecha, como si esperara ver reflejado en ellas el desenlace a esa cita, a esa relación o incluso a la vida, como si deseara que le dijeran que esa noche cenarán en un lugar íntimo, que él le prometerá divorciarse y que terminarán en un hotel de sábanas limpias y recién planchadas. A su lado, se besan, abrazan y muerden los labios una pareja a la que el resto del mundo les da igual. Carpetas universitarias en la mano que no hacen sino estorbar. La vida es nueva y se sienten con fuerza para bebérsela a tragos. En una de las frenadas, golpean ligeramente a la mujer que apoyada en la barra transversal, les sonríe con nostalgia, recordando quizás los besos que un día se dejó olvidados en cualquier rincón de la ciudad de Quito. Detrás suyo, ante la impasible mirada de unos jóvenes sentados a su lado, un abuelo se levanta para cederle el asiento a la adolescente embarazada que acaba de entrar en el vagón en la estación de Fontana. El desproporcionado vientre que como una sandía madura amenaza con reventar en cualquier momento, despunta descarado en su fina silueta, en su cara de niña. Su novio la espera en casa de sus padres. Yo controlo, le dirá de nuevo una y otra vez la próxima vez que la deje embarazada. Yo controlo, yo controlo. Pero no controla nada.
El abuelo de buenos modales se aferra a la barra con la misma fuerza que a la vida. A la misma barra que la chica brillante y la mujer desolada. A la misma a la que un argentino que durante años engañó al hambre a fuerza de mate, se les une y me mira. Me mira con una intensidad que me traspasa. Me estudia, me imagina, me intuye y me desnuda. Ya son cuatro en la misma barra y cincuenta en el vagón, pero a partir de ese momento, de ese preciso instante, tan sólo existimos él y yo, yo y él, mirándonos, imaginándonos y desnudándonos. Esta noche, y mientras dure el trayecto, vamos a bajarnos los dos en una estación que no aparece en los planos, en una estación cercana y lejana a la vez, olvidada a veces y necesaria siempre. Vamos a bajarnos los dos en una estación llamada imaginación y deseo, fantasías y sueños.

Sonia Ramírez

El azul de mis venas

La llama azulada del fogón es de un fuego tan frío como mi sangre. Hoy se cumple una semana desde que enterré a mi hijo; pero él no lo ha mencionado ni una sola vez.

—¡Paloma! ¿Dónde está mi café? —grita mi marido, Fermín, levantando la voz entre los últimos compases del “Cara al Sol” de la radio. Hoy es el vigésimo aniversario del alzamiento nacional.

Saco la cafetera del fuego y lleno una taza; la pongo en una bandeja, “como tiene que ser”, y salgo de la cocina, no sin antes verme reflejada en las ollas. ¿Desde cuando soy esa vieja gruesa y ojerosa?

—¡Paloma! —vuelve a gritar Fermín, fustigándome con su voz.

Lo único que recibí de él fue mi hijo, Pablo. Y me lo ha quitado.

Cuando llego a la terraza, sólo me saludan los trinos de las golondrinas. El viejo esta sentado junto a la mesa redonda de mimbre: encorvado, ceñudo y con la mirada clavada en el periódico.

Se ha puesto su odioso uniforme de la falange.

—Ya era hora. ¡Siempre tan lenta para todo! —dice, chasqueando la lengua en señal de disgusto.

—¿Porqué te has puesto el uniforme?

—¡Por que el azul de esta camisa corre por mis venas! Ya lo sabes.

Ese azul, ese veneno, no es el único que corre por sus venas; el mío está en el aire que le envuelve, en el mismo cielo, en el mar que se ve y oye desde la terraza.

Mirando las arrugas que se le marcan en las mejillas de su rostro enjuto, me pregunto que vi en aquel hombre bajo y de bigotito ridículo. Como cada tarde, toma la bandeja y ni me mira.

Pero hoy el timbre de la puerta me deja helada.

—Buenas tardes, señora Pardo. ¿Como se encuentra?

El fornido joven de elegante traje a rayas que me sonríe en el umbral es Alberto, el niñito rubio de grandes ojos claros que me pedía caramelos cuando yo aún trabajaba en la farmacia de su familia. Apenas un año antes, había regresado de la ciudad con la carrera de medicina terminada y el deseo de conservar el negocio familiar a la muerte de su padre. Mi marido le admiraba por ello: incluso le sugirió que tomara a Pablo como dependiente “para hacer de él un hombre de provecho”. Fue el fuerte brazo del joven el que me sostuvo en el entierro; sus ojos los que lloraron a mi hijo, mientras Fermín evitaba asistir fingiendo estar enfermo.

¿Cómo cerrarle la puerta, a pesar de todo?

—Ya lo ve. Vamos tirando ¿Qué otra cosa podemos hacer? pase, no se quede en la puerta —digo, mientras me muerdo los labios, le cojo del brazo y le guío por el estrecho pasillo hasta la terraza.

Mi marido nunca ha sido amante de las visitas; pero un cierto servilismo le obliga a bajar el volumen de la radio y levantarse a recibir al antiguo jefe de su hijo.

—Siento que no pudiera asistir al entierro. Quería darle mi pésame personalmente —le dice el joven, estrechándole la mano.

—Muchas gracias —responde Fermín, en un susurro.

—Fue un buen trabajador. Nunca me dio un motivo de queja. Aunque entiendo que trabajar en una farmacia no podía compararse con su sueño de ser pintor. Tenía una gran sensibilidad.

Ante la sorpresa de Alberto, la cara de mi marido se torna roja en un instante.

—¿Sensible? ¿Qué insinúa con sensible? ¡Un hijo mío… nunca! ¡Antes…!

No puedo contenerme.

—¡Antes muerto! ¿Verdad? —grito fuera de mí— ¡Desde que viste sus dibujos ya no podías seguir engañándote! ¡Esas fuertes manos que parecían salir del papel, esas espaldas de músculos tensos y vivos!

—¡Calla desgraciada!¡No estamos solos!

—Él jamás te hubiera alzado la mano; pero tú casi lo matas de la paliza. Le humillaste, le dijiste que no volviera hasta que te demostrara que tenía sangre en las venas. ¡Le mataste!

Mi marido aún tiene las fuerzas suficientes como para tirarme al suelo de una bofetada.

—¿Fue el día que le encontró muerto en la bañera? ¿Fue ese día?—exclama Alberto, mirándome y agarrando a Fermín por la camisa.

Asentí. Cuando le encontré, el cuerpo desnudo y frío de Pablo se reflejaba en las baldosas, ya por siempre azules: se había cortado las venas con la navaja de afeitar de su padre.

En aquel momento morí y el azul entró en mi carcasa reseca, ya vacía y helada.

—¡Hijo de puta! ¡Desgraciado! Debería…

Alberto calla. Ha visto los dedos de Fermín, cuyas uñas azuladas me delatan ¿Habrá comprendido el propósito real del cianuro que le pedí? Ya todo me da igual, no me importa que se sepa que ahora que mi hijo había perdido su vida gota a gota, Fermín estaba perdiendo la suya taza a taza.

—Incluso quemó todos sus dibujos. No dejó ningún recuerdo que pudiera conservar.

Incrédula, miro la expresión dura con la que el joven mira a mi marido; nunca hubiera pensado que aquellos ojos pudieran ser de un azul tan oscuro e intenso.

—Déjale Alberto. Es mi marido —digo, cogiendo el hombro del joven.

Era yo la que me había dejado engañar por aquel sargento de los nacionales que me hablaba de su soledad y siempre tenía una palabra amable. En cuanto nos casamos, me hizo abandonar mi trabajo en la farmacia: una sirvienta y una puta era lo que buscaba.

Alberto termina por soltarle.

—¡No se atreva a volver a tocarme! ¡Y… si cuenta algo de esto, yo…! —grita el estúpido de mi marido.

—Usted ¿Qué? ¡Como le vea un solo cardenal a su mujer, ese será el menor de sus problemas!

—Se acordará de esta, hijo de rojos. ¡No vuelva a esta casa! ¡Paloma, enséñale dónde está la puerta! ¡Y no te entretengas! tráeme otro café ¡Este está helado!

Mi marido se sienta con dificultad. Yo voy tras Alberto; cuando éste llega a la puerta, la abre y sale sin volverse a mirarme. Pero, tras un instante de vacilación, se detiene en el umbral.

—Cuando él muera, llámeme; recuerde que soy médico… y un amigo.

Asiento con la cabeza, aunque no me mira.

—Ojala supiera expresarle cuánto amé a su hijo.

Paralizada, reconozco aquellas fuertes espaldas, aquellas manos tan bien dibujadas.

“No olvide llevarle el café” le oigo decir antes de que se cierre la puerta.

Ejercicio sobre Binomio Fantástico: Azul y Resquemor

Joan Villora Jofré

Al Anochecer

Es un pelín largo, pido disculpas


AL ANOCHECER


Cuando dejaron libre la mesa de billar, que no era otra cosa que un mueblucho negruzco con un tapiz desgastado por años incontables de uso, apenas si quedaban un par de clientes en aquel antro. Ellos eran dos, el uno, un hombre de mediana edad, con unos gastados tejanos, una camisa negra arremangada por debajo de los codos y unas camperas muy gastadas, corpulento, cabello muy corto peinado a cepillo y facciones duras acentuadas por una barba de tres días. El otro, un hombre bastante más mayor que el primero, larguirucho y flaco, que vestía unos devencijados tejanos manchados de grasa, una camiseta blanca de tirantes llena de mugre, una bambas y tenía el cabello muy canoso y largo, recogido en una coleta, poco favorecido por la corta barba cana. Estaba lleno de tatuajes. El más joven de ellos se movía con decisión y soltura, y tenía una mirada directa y franca, de esas que uno sabe que no ocultan nada. Transparente como el cristal, decía exactamente lo que se veía en ella. El otro cojeaba ligeramente con la pierna derecha, y aunque no eludía un cruce de miradas, se mostraba cauto y su expresión permanentemente neutra, como curtida por años de poker, no dejaba adivinar sus intenciones.
Tan solo se veían, al fondo del local, y camuflados entre la espesa humareda del tabaco, una pareja de jóvenes bajo la luz de una desvencijada lámpara de mesa, y, cerca de la entrada, aquel tipo de la cicatriz en la ceja, que no cesaba de mirarles descaradamente desde que habían entrado un par de horas atrás. Por la pareja no había que preocuparse, eran a todas luces una profesional del ramo del placer rápido y un casado en busca de una satisfacción rápida, pero el de la cicatriz podía suponer un problema. Se le veía bregado en la vida, resabiado, llevaba escritas en la mirada miles de trifulcas y detenciones, tatuado en el brazo algo ininteligible, obra de un alfiler y un tintero barato, y sobre todo, tenía una hilera de vasos de bourbon vacíos delante de su mugrienta y ajada barba. A través de su camiseta caqui sin mangas se evidenciaban sus recios hombros y una incipiente barriga. Años atrás, seguramente le habrían tomado por un borracho mas, pero todo este tiempo dedicado a la delincuencia, saltando de penal en penal, haciéndose conocer por todos y cada uno de los funcionarios de las instituciones penitenciarias, les habían enseñado a analizar hasta el ultimo detalle de cuanto les rodeaba, a distinguir entre el fondo y la forma de las cosas. Más listos que el hambre, no pasaban nada por alto. Así habían sobrevivido desde hacia mucho. Afortunadamente, sabían lidiar con elementos de su misma calaña, y tratar con machos- alfa como aquel.
Se acomodaron en la barra, aunque hablar de comodidad en referencia al par de taburetes que maltrataban sus posaderas era ser muy optimista. Ya con un par de cervezas en la mano, entrechocaron los cuellos de las botellas en un gesto característico en ellos.
Por un futuro -, susurró el mayor de ellos, como si tuviera mucho respeto a lo que decía.
Por un futuro.... mejor -, matizó con voz grave el otro.
Aun crees que eso es posible - se sorprendió irónico el primero – a pesar de todo este tiempo...
Si, lo creo – le respondió con seriedad el segundo -. Si no, que diablos hacemos aquí? En la cárcel vivíamos como reyes. Si luchamos para salir, si no nos escapamos como las últimas veces, ha sido para no tener que pasar la vida huyendo, escondidos, para poder llevar una vida normal. Al menos ese es mi motivo, y creía que el tuyo también...
Joder, el filósofo con traje de rayas – acentuó su ironía -. Míranos tío, somos ex presidiarios, tenemos antecedentes para escribir una novela...
Tal vez deberías – interrumpió con humor el corpulento – igual descubrías tu verdadera vocación.
-No me jodas, sabes cuantos años tengo?-
-Venga hombre, he leído verdaderos poemas tuyos en las letrinas!-
Los dos se miraron un segundo directamente a los ojos, y estallaron en carcajadas, que poco a poco se fueron apagando.
En serio, que piensas hacer ahora?- se interesó el mayor tras arreglarse la coleta.
Hay alguien a quien quiero encontrar – respondió el más joven, con tanta sinceridad que casi abruma a su contertulio.
Cuentas pendientes? – arqueó una ceja y sonrió de medio lado, dejando ver la falta de una muela, cosa que todavía lo afeaba más – Creí que hace un momento hablabas de empezar de cero, de cambiar de vida – Hizo una breve pausa - Deja que te cuente algo. Hace unos años conocí a un tipo en la penitenciería de Tucson. Levantaba coches en los barrios ricos. Le rebajaron la condena por buen comportamiento. Me lo encontré un año más tarde en el bloque C de Heavendoor – y le dio un tono severo pero divertido, mientras le miraba como incrédulo - llevaba fuera dos días cuando trató de hacerse con un mustang en el parking de un centro comercial. – Negó con el gesto, como remarcando lo evidente - Hazme caso, chaval, la cabra tira al monte.
Nada de cuentas pendientes. Eso se acabó – Su expresión se volvió sombría, triste – Recuerdas que te dije que no tenía a nadie fuera? – Le sostuvo la mirada - Te mentí. – confesó mientras miraba algo avergonzado, esperando la reacción del otro - Todos estos años, hay alguien que no ha dejado de escribirme todos los meses, preocupándose por mi, dándome ánimos, esperando.
Vaya, me alegro por ti – apuntó con sorpresa, y su tono se tornó algo irritado cuando le preguntó: - Por qué cojones nunca me has dicho nada? Es que no hay confi, chaval? Por qué motivo me has ocultado algo así?
No podía decirte nada ahí dentro – contestó llanamente, con la vana esperanza de zanjar el tema ahí.
No “podías”, o no querías? – interpeló su compañero más irritado.
No podía revelarte eso, no tenía idea de cual sería tu reacción – el hombretón se mostraba algo nervioso.
Después de años de compartir celda? Eso me ofende, chaval – espetó el viejo ya visiblemente enfadado.
-No, no podía saberlo. No era prudente revelarte todo esto, porque... – Detuvo ahí la explicación. Lo que venía a continuación era lo bastante delicado como para no revelarlo, salvo en caso de extrema necesidad. Pero ese viejo y él habían sido un buen equipo mientras estuvieron encerrados, y aunque por un lado nunca confiaba del todo en nadie, por el otro comenzaba a sentir que, ya fuera de la cárcel, podía hablar con más libertad. Ya nadie podía tenderle una trampa en los lavabos o en el gimnasio, ni debía prepararse para que su vida fuera aún peor de lo que ya era.
-Porque me hubiera alegrado por ti, imbécil?-
Midió las palabras antes de responder, tratando de hallar una forma de dar la explicación sin darla, o tal vez de hacerlo de una forma discreta, o que no le sonara mal a su viejo compañero, un modo de hacerle comprender sin dejar recodos oscuros, ni cabida a los malos entendidos, a interpretaciones alternativas de hechos pasados. Pero su personalidad no le permitía andarse por las ramas. Era como su mirada: cristalina y sincera. Que sí, era que sí; que no, era que no. Esto le había traído muchas complicaciones, y algunos de sus ingresos en los penales fueron motivados por hechos que partían de esa maldita premisa suya. Así, decidió contestar simple y llanamente con la verdad:
-Porque hubieras acabado por descubrir que se trataba de un hombre – Clavó en su compañero una mirada seria y expectante, a la espera de su reacción.
Vete a la mierda, Montana – replicó agriamente – ¿Tu crees que a estas alturas...
Jamás se llamaban por el nombre, era una regla fundamental entre los presos. Era poco discreto y más aún cuando podían estar escuchando hasta las paredes. Eso incluía sobrenombres, alias, apodos y en general, cualquier referencia personalizada que se hiciera de alguien. Había fórmulas mucho más discretas para referirse a alguien, desde un gesto con la cabeza, o un simple “oye, tú”. Escuchar su apodo de labios de su compañero lo ofendió tanto que su gesto se crispó en una mueca desafiante. Entrecerrando los ojos, se levantó despacio del taburete. Sin embargo, un leve ademán con la mirada que hizo el otro lo retuvo en el acto, apagó las llamaradas en sus retinas, que casi quemaban de verdad, y disipó la disputa como si nunca hubiera pasado nada.
-Creo que va a haber baile de graduación – susurró con aspereza y cautela mientras su huesuda mano asía disimuladamente el botellín de cerveza.
-¿Qué esta haciendo? – Interrogó Montana con una sencilla mueca apenas perceptible, mucho más evidente que cualquier palabra, en clara referencia al tipo de la cicatriz. Estaba de espaldas a él y no podía verle.
-Nada aún. Pero ha pedido otra copa – Bajó todavía más el tono de voz – he podido verle el otro brazo – y, mientras se giraba hacia la pareja de la mesa e instaba al otro a hacer lo mismo, concluyó: - y está muy pinchado por ahí – haciendo referencia a la cantidad de tatuajes que tenía el otro.
-Arte carcelario? – pregunto Montana, ahora si con un ronco susurro.
-Para nada. Un trabajo muy fino. Definido, minucioso, y esas formas, ese estilo...Solo conozco una persona que trabaja así, y no suele pinchar a cualquiera – dijo mientras se enroscaba hábilmente la coleta en un esperpéntico moño, cosa que solía hacer para evitar que lo sujetaran por el pelo en las peleas.
-Bandas?
-Eso creo. Un aspirante.
Ambos sabían cómo alteraba eso las cosas. Dejando aparte toda la experiencia que pudiera tener, tanto alcohol y su status dentro de una banda convertía el riesgo que habían calculado en certeza, puesto que la prioridad de cualquier aspirante a ser miembro de pleno derecho tenía como objetivo hacer méritos. En un mundo donde gobernaban los más inteligentes, pero donde uno de los principales requisitos para todos era conseguir ser respetado basando ese respeto en el miedo y el temor, la violencia era el recurso más habitual.
-Y si alguno de la banda anda cerca, la cosa va a ponerse fea de verdad con rapidez – sentenció el viejo apretando más fuerte la mano en torno al cuello del botellín.
-Deberíamos largarnos de aquí ahora mismo – propuso con sensatez.
-Sabes una cosa, chaval? Creo que tienes razón – le respondió, enfatizando el comentario con un fugaz gesto de las cejas.
Dejando algunas monedas sobre la gastada y pegajosa madera que llevaba media vida siendo un piojoso mostrador, se dispusieron a marcharse. Como si todo estuviera minuciosamente planeado, no apuraron sus cervezas, dejándose deliberadamente un último trago, excusa que utilizaron para llevar en la mano los botellines hasta el otro extremo de la barra, al lado de la puerta. Para entonces, el detalle no había pasado desapercibido. El barman, haciendo gala de unas magníficas aptitudes de escapismo, dignas del mejor profesional, se esfumó misteriosamente, y el de la cicatriz hizo como que iba a lo suyo mientras se acercaban. Ambos percibieron el gesto y calaron el engaño inmediatamente.
-Mierda! – escupió Montana como para sí, girando la cabeza a la derecha.
Su compañero caminaba con calma, pasando distraídamente la mano izquierda sobre la barra, acercándola con cada paso a un cenicero metálico que había un poco más adelante. El de la cicatriz mantuvo la pantomima unos segundos más, mientras dejaba caer despacio su brazo derecho, que un momento antes estaba apoyado delante de los vasos vacíos.
-Oh mierda, ha cogido alguno? – se preguntó Montana, a quien ese detalle se le había pasado por alto.
Giró con presteza la mirada a la derecha. Toda esa pared era un panel de espejo. A pesar de que estaba sucio, medio comido por la humedad, y de la multitud de objetos supuestamente decorativos que había colgados a lo largo de la superficie, llegó a ver la imagen del tipo duro de espaldas, y una forma abultada en el bolsillo trasero de sus jeans, el de la derecha.
-Eh, viejo, tienes unas monedas? – espetó el de la cicatriz. Su voz sonó pastosa y vacilante, tomada al asalto por la cantidad de bourbon que llevaba en el cuerpo. Se había girado hacia ellos.
“Empieza la fiesta”, pensó el mayor de ellos sin detenerse, y tratando de disimular su cojera; absurdo gesto, dado que a estas alturas un personaje experimentado como aquel, haría rato que se había fijado, y le respondió: - No amigo, esta noche ya no. – Sonó sereno y casi amigable. El ambiente empezaba a poder ser cortado a cuchillo, denso como una gelatina acre de sabor amargo y olor a sudor y tensión.
-Tu no eres mi amigo – respondió ceñudo y espeso el otro, mientras se levantaba del taburete despacio.
Iniciada la primera fase de la trifulca, y consciente de que, debido a la proximidad entre todos ellos, la transición a la segunda iba a ser muy veloz, Montana trató de apartarse un poco a la derecha, para llegar hasta la puerta y poder colocarse a la espalda del tipo. Pero este tiró como sin querer el taburete al acabar de levantarse, entorpeciendo la sutil maniobra, y sin apartar los ojos de la mirada inexpresiva del más mayor, le dijo:
-A donde crees que vas, hijo? – Su voz sonó ahora nítida, profunda, pero sobretodo limpia de trabas y serena como la de un locuaz presentador de radio.
Los tres desviaron una fracción de segundo la mirada hacia la barra. Montana y su compañero se dieron cuenta tarde de la trampa. Habían allí expuestos sobre una docena de vasos, pero solo unos pocos tenían manchado el fondo. El hombre de la cicatriz sonrió maliciosamente y los otros dos, dejados en evidencia, apretaron los dientes. Ahora era probable que tuvieran que tener presente también al camarero desaparecido. Se ciñeron a la derecha, para separarse de la barra y evitar un golpe por sorpresa.
-Aparta, gordito, antes de que te dé por el culo – amenazó Montana con su vozarrón grave y profundo, tratando de atraer la atención del pandillero, ya que su compinche estaba más a la izquierda, y por tanto, pendiente de lo que pasara en la barra.
-Mi culo es un garaje donde no vas a aparcar tu Crysler Salchicha, chico duro – le respondió sarcásticamente este, mientras sacaba la navaja del bolsillo y la abría con inusitada maestría. Era un arma oriental tipo mariposa, de esas que se voltean en la mano varias veces, cambiándola de ángulo para poder abrirla sin cortarse.
Dejó de olerse a ceniza y tabaco, a alcohol y a sudor, y por un momento que pareció una eternidad, el silencio más absoluto se adueñó del entorno, y todo salvo los tres contendientes pareció quedarse a oscuras, como si estuvieran suspendidos en un extraño vacío y no pudiesen hacer nada salvo desafiarse con miradas, gestos y bravuconadas. Luego, ese vacío se concentró en sus estómagos al tiempo que los niveles de adrenalina se disparaban, sus venas se hinchaban, sus corazones latían con fuerza en sus pechos preparándose para la acción, y sus músculos de tensaban, a punto para actuar.
Y comenzó la locura. Montana blandía la botella con la izquierda y su compañero con la derecha, ya que la zurda había aferrado el cenicero de metal. Pendiente a la vez de la barra y del sujeto armado, de mala complexión y mayor edad, era la víctima idónea, así que el primer intento de estocada fue para él. Fintó a la izquierda pivotando sobre esa pierna, ya que la cojera no le permitía hacerlo al revés, haciendo rechinar sus suelas de goma. El ímpetu de la pirueta lo arrojó contra la barra, donde se golpeó los riñones, pero evitó ser apuñalado. Montana le había arrojado al navajero la botella, que le alcanzó en pleno rostro, abriéndole una brecha en la nariz y derribándole. Más que la finta, fue esto lo que impidió el acuchillamiento de su compinche. El otro se incorporó con mucha fiereza, gruñendo, pero calmando la respiración y templando los nervios. Mientras uno rompía su botella contra la barra, el otro se hacía con un taburete. Ambos vieron al tercero a la espera, como estudiándoles. Pero no era eso lo que hacía. Esperaba algo. Esperaba al camarero. Y ellos no podían esperar. Cada segundo incrementaba la posibilidad de que aparecieran más contrincantes. Saltaron sobre él como dos panteras famélicas, y ante la imposibilidad de defenderse trató de esquivarles, pero al evitar que le rebanaran el costado con la botella rota se puso directamente en la trayectoria del taburete de Montana, que lo desarmó. Sin tiempo a recomponerse del embate, el viejo de la coleta se le echó encima y ambos rodaron por el entarimado hasta cruzar la puerta y rebotar en los escalones que bajaban a la calle. Apenas eran media docena, pero los dos recibieron impactos y brechas suficientes para dejarlos exhaustos unos cuantos segundos. Montana apareció en el marco de la puerta, con la navaja en la mano, y comenzó a bajar los escalones con decisión. Lo que su compañero podía leer en sus ojos, tan claramente como se lee una pancarta gigante, era que su intención no era la de matar, pero que le iba a dejar un recuerdo imborrable. Tras él, salió corriendo la pareja, que se esfumó entre las sombras de los callejones, cada uno por su lado.
Antes de que Montana llegara a bajar los últimos escalones, el navajero se lanzó de pronto sobre el otro, profiriendo un grito atronador, que retumbó en la calle como una tormenta de sonido gutural y rabioso. El de la coleta, muy acostumbrado a las acometidas de tipos más grandes y fuertes que él, simplemente se agachó e hizo un hobillo en el último momento, haciendo tropezar al pobre iluso. Con lo que nadie contaba era con la forma en que este último se estrelló contra la pared, doblando su cuello por el impulso contra los ladrillos, y adoptando con un crujido seco una posición imposible. Cayó en el acto al suelo, desparramándose como un montón de carne inconexa y membrillosa, y con un ruido sordo y apagado se quedó inmóvil.
Montana bajó los brazos lentamente mientras su cuerpo perdía la tensión, y dejó resbalar entre sus dedos la navaja. Se llevó una mano a la frente y la hizo deslizar hasta la nuca despacio, sin prisa ni consciencia, demasiado absorto en la clara idea que le estaba gritando desde el fondo de su mente.
-Joder, mierda, joder! – se lamentó rabioso el viejo, que movía renuentemente la cabeza.
-No hay nada que se pueda hacer, - dijo Montana mientras examinaba con experimentados ojos el cadáver desde lejos, - tu lo sabes, ambos lo sabemos – Su voz sonó sin expresión alguna por primera vez en su vida.
Si nos relacionan con esto, adiós a la condicional, y ves preparando el culo para que se haga viejo entre rejas.
-Ha sido un accidente... – murmuraba vacío de expresión Montana.
-Ha sido un homicidio, aunque haya sido involuntario. Venimos de donde venimos, y no hay credibilidad en este mundo para nosotros – le respondió su compañero con frialdad y un léxico técnico que pocas veces empleaba. El peso de la culpa ensombreció su mirada. – Ni testigos ni nada que pueda apoyar nuestra versión. Aunque está claro que el camarero no estaba con él, y el numerito de los vasos solo ha sido eso, no creo que testificara a nuestro favor, pero sí puede identificarnos, él y los dos tortolitos de la mesa. Estamos vendidos.
-Una puta y un casado? Ni en broma van a meterse en este embrollo.
-Sabes tan bien como yo, chaval, que esos son fáciles de acojonar. Una noche o dos a la sombra, y cantarán como pajaritos.
-Solo el camarero de los cojones puede implicarles en el asunto.
-Y qué sugieres – interpeló el viejo – que le demos matarile? Ni tu ni yo hemos pelado a nadie en nuestras jodidas vidas.
-Podemos huir – propuso sin ánimo Montana.
-No, eso no va a pasar – La expresión de su rostro cambió, se volvió más dura, más impertérrita, más severa y autoritaria. Se acercó al cadáver y rebuscó en sus bolsillos. – Juraría haber visto un chaleco colgado... Ajá! - Le lanzó algo a su compañero, y cuando este lo tomó en el aire, vio que eran unas llaves. – Coge la moto de este infeliz y lárgate. Yo me ocupo de esto.
-Tu te metes algo, no? De eso nada. O salimos de rositas los dos, o los dos a chirona.
-No es una opción discutirlo, chico – Le habló con serenidad, pero casi amenazante.
-Ni hablar, o te vienes conmigo o yo me quedo.
Montana se sentó en los escalones del bar. El hombre de la coleta se aproximó a él.
-Tu te montas en esa moto y borras tu fea cara de aquí ahora mismo – le dijo irritado mientras trataba de asirle por el brazo para levantarle.
-Te he dicho que me quedo. O eso, o te llevo conmigo.
-Estas sordo o algo por el estilo?! Levanta el culo de ahí y no pierdas más tiempo!- le gritó iracundo y ya sin un ápice de paciencia.
-Y tu? Que es lo que vas a hacer tu? – interrogó Montana retador.
-Yo me ocupare de que todos sepan que a este pollo lo he desplumado yo, incluyendo al camarero.
-Pero eso será la perpetua, no seas absurdo... – le replicó incrédulo Montana, haciendo aspavientos.
-Oh, me partes el corazón.... – ironizó – Piensa, maldita sea! Soy el abuelo de la cárcel. Ya era el rey del penal, y volveré a serlo. No va a ser tan terrible, no podrán acusarme de asesinato.
-Pero por qué? Por qué quieres hacer algo así? – preguntó Montana sin comprender.
-Soy muy mayor para cambiar de vida. – su voz sonaba ahora abatida, carente de ilusión. - Me defiendo mejor en la cárcel que en la calle. -Además...- se interrumpió.
-Además...? – susurró Montana animándole a hablar. Se hizo el silencio, un silencio más largo de lo deseado, que empezaba a incomodarlos a ambos.
El viejo permanecía con la mirada perdida, como si buscara palabras nunca pronunciadas por sus labios, mientras que su compañero desvió la mirada hacia el cielo, un cielo oscuro, penetrante, cincelado por una miríada de estrella y una luna llena, enorme y brillante, que casi se fraguaba en destellos sobre las veletas de los tejados. Bajo su níveo resplandor, las siluetas de las casas se esculpían en tenues sombras.
Además – añadió al fin - tu tienes a alguien aquí fuera, puedes iniciar una nueva vida – concluyó con franca bondad en sus ojos, una expresividad en la mirada desconocida del todo, de la que Montana no le creía capaz, - aún eres joven – le dijo con solemnidad. – Ya es tarde para mi, - le tomó del brazo - pero para ti aún hay aquí un mundo que te espera. Para ti, todavía hay camino para andar, y debes hacerlo sin barrotes - sentenció con un gesto afirmativo del mentón.
En ese momento se dieron cuenta de que eran más que simples compañeros de celda, que simples convictos unidos por un interés común, más que veteranos delincuentes cuyas vidas se habían cruzado tras unos barrotes por cosas del destino. En ese momento una realidad cobró forma en torno a ellos, envolviéndolos y haciéndolos más grandes de espíritu, más fuertes de corazón, en ese instante crecieron como personas. Eran amigos. Amigos. En la marginalidad en la que habían crecido, donde todo el mundo se movía por interés puro y duro, donde cada cual se guardaba sus propias espaldas o esperaba, y en muchas ocasiones tomaba por la fuerza, algo a cambio, la amistad era un concepto totalmente ajeno y foráneo, de lo que solo se tenía noticia por las películas, algo parecido a un sorteo cuyo premio se quedaba siempre lejos de casa, un bien ideado por otros, en un vano intento de evitar que los hombre y mujeres de las zonas deprimidas cayeran en la desesperanza. Los convencionalismos mundanos se vinieron abajo, las reglas de los bajos fondos dejaron de valer, y sus vidas, aunque de modos distintos, cobraron sentido en su interior por primera vez.
-Big-Chief, yo... yo no se qué decir – susurró Montana con la mente confundida, sintiendo una terrible lucha en su interior – Por una parte me largaría de aquí sin contemplaciones y pasaría de todo esto, pero por otra siento que si hiciera eso, aunque seas tu mismo quien me lo ofrece, te estaría traicionando.
-Montana, chico, ha sido un honor compartir estos últimos años contigo, y ha sido un honor también respirar contigo aire puro de nuevo – afirmó con un gesto de la cabeza, ejecutado con carácter -, pero si te quedas, si no te subes a esa moto y te marchas ahora, este lazo de sangre que acabamos de crear perderá la sustancia. – Miró al hombretón directamente a los ojos, a lo más profundo de su ser, y le habló desde el mismo lugar - Una vez te oí decirle a otro tipo que el destino baraja las cartas, pero que somos nosotros los que jugamos la partida. Te doy mis dos ases. Márcate un poker y despluma de una vez a los cabrones de los jueces y alcaides de todo el puto país. Véngate de la vida por mi.
Montana sintió como paulatinamente su voluntad cedía, pero se dio cuenta de que en absoluto era por la tentación de quitarse de encima aquel problema, sino porque de pronto fue consciente del valor real que tenía el sacrificio que su amigo iba a hacer por él.
-Big-Chief, jamás voy a olvidar lo que vas a hacer. Te juro que te sacaré de la cárcel – proclamó Montana con esa expresión suya tan característica que indicaba que sin duda alguna iba a hacerlo.
-Deja de decir chorradas sentimentales y pírate de aquí, grandísimo cabrón, antes de que me lo piense mejor y me largue yo.
Montana se dispuso a bajar el último escalón, que crujió levemente bajo su peso, pero se detuvo ante Big-Chief. Ambos se miraron a los ojos, y se fundieron en un efusivo abrazo, palmeándose la espalda con fuerza. Cuando se separaron, Montana dio un par de pasos y se giró de nuevo hacia las escaleras, por las que su amigo ya subía renqueante.
-Que tengas suerte. – le dijo. Y enfatizando deliberadamente la frase, añadió: - Hasta muy pronto.
-Adiós, chaval. Ten cuidado.
Aparcada a unos cuantos metros del bar había una vieja Chopper, de aspecto algo descuidado pero elegante en su sencillez. Era poco más que un motor Harley, un chasis, un manillar tipo cuelgamonos, y una horquilla larguísima. El asiento era fino y rígido, de cuero marrón, la rueda trasera tenía aquella característica banda blanca en el perfil de los pneumáticos antiguos. El conjunto de piezas ofrecía una imagen poderosa. Montana se montó en ella con respeto, y antes de que pudiera enderezarla, una voz se escuchó a sus espaldas:
-Eh, chaval !
El hombretón se giró a tiempo para atrapar una masa informe y aleteante que volaba hacia él. Era un chaleco de cuero negro, el chaleco del pobre imbécil que unos minutos antes se había descoyuntado el cuello contra la pared, y que, desde la puerta del bar, su amigo Big-Chief le acababa de arrojar. Asintió a modo de agradecimiento y se puso la prenda. En un lado había un paquete de tabaco y un encendedor de gasolina, y en el otro unas gafas de sol, las clásicas Rayban de espejo.
Cuando encendió el contacto, sintió todo el poder de aquella bestia con ruedas bajo él, las vibraciones lo sacudieron, y el contundente pistoneo lo ensordeció un momento. Se puso las gafas, y luchando para no mirar atrás, tiró del embrague, metió la marcha y se marchó. No vio que un tipo delgado y mugriento con una coleta grisácea lo miraba alejarse son una franca sonrisa de felicidad en los labios.

Conducía aquella moto, rápida como la pólvora, cosa que nunca hubiera dicho, mientras despertaba a todos los animales de los alrededores. Los perros ladraban, los caballos taconeaban nerviosos, y el ganado se arremolinaba en los corrales. La primera lágrima adulta que resbaló de sus ojos, lo hizo aquella noche, mientras dejaba atrás al único amigo que había tenido. Cuando la amistad es verdadera, perdura en el tiempo, aún en la distancia. Sabía bien que Montana y Big-Chief serían amigos de por vida, incluso si jamás se veían de nuevo. Fue una sensación reconfortante asumir que en la vida también había cosas buenas, cosas que valía la pena experimentar aunque su llegada se retrasara decenas de años, y su búsqueda y el camino para llegar a ellas fuera un doloroso calvario. Algo nuevo brotó en su interior, algo que calmaba su dolor, daba sentido a toda una vida de penurias, y abría los caminos del futuro ante sus ojos. Ahora había luz al final del túnel, ahora había esperanza.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa

martes, 24 de marzo de 2009

ASESINO POR DISGUSTO

Todos los asesinos que conozco, bueno, tres en realidad, son asesinos por gusto.
Nos reunimos una vez al mes en un antro ruidoso, en el que dices alto y claro JB y te ponen DYC. Pero bueno, esto nos la trae floja, porque lo que buscamos es la aglomeración de gente peligrosa, por si de repente se hace el silencio que a nadie le extrañe si se te oye decir jódete puta, tu sangre huele a mierda.
Uno de mis colegas asesinos es sicario. Se acerca a alguien que coincida con la foto que le han entregado y pim pam pum. Esto no lo hace por gusto, claro, esto lo hace por dinero. Sus horas libres las dedica también a matar. Yo le digo que cómo es que tiene ganas de seguir matando después de estar todo el día rakatá-rakatá, balazo por allí balazo por allá. Y él me dice, con cinco DYC encima, que tiene la suerte de trabajar en lo que le gusta y que no le importa hacer horas extras aunque sea gratis. Yo le miro, me pongo bizco porque también voy borracho y pienso, joder, qué le llevaría a qué, el hobbie al trabajo, o el trabajo al hobbie.
El segundo es un psicópata de esos asesino en serie, que se obsesiona con un poli y le hace la vida imposible. Solamente mata a tías buenas y deja sus bragas como pistas para retar al poli a ver si le encuentra antes de que vaya a por la siguiente. La verdad es que se lo curra un montón y encima es artista. Cuando ha dejado la habitación de la tía limpia como una patena, cuando ha dejado el cuerpo impoluto coronado con unas bragas en las que ha enganchado un post-it en el que no sé cómo coño ha fotocopiado una frase de un escritor de esos antiguos con la que se tienen que comer la olla los polis a los que él mismo avisa des de una cabina de esas que ya casi no quedan, hace una foto al escenario del crimen, al escenario donde ha interpretado su obra magistralmente. Cuando en el bar, los otros dos miran las fotos admirados, diciendo continuamente de puta madre tío, él es el único que no bebe y yo soy el único que no mira los retratos de su espectáculo. Despierto y sereno, asegura que lo que más le gusta es matar y jugar a no dejarse ni un cabo suelto, todo bien atado. Yo me enciendo un cigarro, le echo el humo a la cara y pienso que qué aburrimiento tenerlo todo tan controlado, sí, sí, como un día te falle algo de lo previsto te vas a cagar, a ver qué haces tan listo que eres.
El tercero es un asesino en potencia o un asesino frustrado, según se mire. El caso es que nunca ha matado a nadie. Lo tiene todo planeado, pero todavía no lo ha hecho. Cuando le conocí estaba preocupado por el sitio, dónde hacerlo, por qué zona, cómo llegar hasta allí, cómo sacar el cuerpo, que no hubiese nadie cerca, etc, etc, etc. Ahora el sitio ya lo tiene, pero le preocupa el arma, con qué, grande o pequeña, contundente o cortante, mecánica o manual. Cuando empieza a dudar, que si es mejor esto o lo otro, me pido otro falso JB y pienso que por qué coño no matas a alguien y te callas la puta boca ya. Según él le encanta matar, es con lo que más disfrutaría, que hace mucho tiempo que lo piensa, que ha nacido para eso y que lo sabe. A mí me entran ganas de mear con tanto líquido y pienso que cómo lo sabe si nunca lo ha hecho y qué que engañado vive porque nunca lo hará.
Esta gente mata por gusto, yo mato por disgusto. Por disgusto mato a los que solamente trabajan, que han reducido su vida a no hacer nada más que trabajar y que para consolarse se creen que trabajan en lo que les gusta. Entonces, miro al sicario y sé que esta noche le voy a matar.
Por disgusto mato a los meticulosos, a los controladores, a los que no dejan paso a la improvisación, a la emoción y a lo inesperado. A los que viven una y otra vez el mismo día, una y otra vez la misma rutina. Entonces, miro al psicópata y sé que esta noche le voy a matar.
Por disgusto mato a los cobardes que piensan pero no actúan, a los soñadores que no llevan el sueño a su vigilia, a los que piensan que mañana será el gran día. Mañana, mañana, mañana; no se enteran que el mañana de ayer es el día de hoy. Entonces miro al asesino en potencia y sé que esta noche le voy a matar.
Otro JB con cocacola, por favor, porque yo beber, también bebo por disgusto, pues no puedo soportar que nadie haga ya las cosas por verdadero gusto.
Judi Cuevas

ÚLTIMA TRAVESÍA

Omar se encontraba recogiendo los aparejos de pesca y amontonándolos cerca de la chabola que le servía de hogar a él, a su hermano mayor, sus tres hermanas menores y a su padre y. Omar a sus 16 años ya era experto en estas labores.
Ese día el tiempo era plácido, soleado pero no muy caluroso, algo que se agradece cuando se vive en la costa mauritana, sin embargo todo pareció oscurecerse cuando su padre le planteó la necesidad de emigrar como único medio para salir de la insoportable situación económica en la que se encontraba su familia. Omar escuchó de boca de su padre como en España las cosas eran mucho más fáciles.
Así las cosas, reunieron los 2.000 euros necesarios para pagar el viaje, toda una fortuna y pactaron con Yusuf el viaje de Omar. Yusuf era un delincuente dedicado a cualquier negocio lucrativo y amigo del hermano mayor de Omar.
Al atardecer de un día de primavera en el que la luna no les iluminaría, Omar fue llevado por su hermano al punto de encuentro convenido con Yusuf, que a la sazón era uno de los patrones del cayuco. Omar vio cambiar de manos un mazo de billetes y así, con ese nimio y fugaz gesto su vida pasaba a depender de un individuo del que nunca se había fiado.
Su hermano se despidió de él con cariño, pero no tanto como cabría esperar dada la situación, le dio una bolsa con unos cuantos litros de agua y unas galletas, alimentos que debían ser suficientes para cinco días de navegación.
Yusuf a partir de ese momento y sin mostrar un mínimo de amabilidad tomó el mando de la situación. Llevó a Omar junto a los otros 33 pasajeros del cayuco que se encontraba amarrado en la playa: 20 metros de fibra de vidrio al que habían dado forma de embarcación. Omar era el mas joven, y desde luego el más asustado.
Por la noche iniciaron la travesía, Yusuf en el mejor lugar de cayuco se echó a dormir a pesar del estruendo del motor, el segundo patrón, un amigo suyo de la infancia, tomó el mando de la embarcación, que manejaba magistralmente. Ambos impusieron su ley en el cayuco, y se notaba tanto en el modo de actuar, como en el revólver que Yusuf llevaba en el cinturón.
Las primeras 24 horas de navegación pasaron sin incidentes, la emoción del viaje y las perspectivas creadas eclipsaban el miedo, mantenían un relativo buen humor a pesar de los mareos que los ocupantes sufrían continuamente, todos excepto Omar y los patrones que estaban acostumbrados a navegar.
Omar entabló cierta amistad con Hadmed, situado a su izquierda y que como todos los demás procedía del interior de Mali.
El segundo día de navegación se complicó la travesía, el Atlántico se revolvía, el cayuco se encabritaba y resultaba difícil mantenerse agarrado para no caer al agua. El agotamiento iba dejándose notar en los pasajeros que traían a sus espaldas varios meses de viaje, penalidades y hambruna. Los patrones permanecían al margen del malestar que invadía el cayuco, no les afectaba lo más mínimo ni el estado de los pasajeros ni el hedor que ya emanaba de la embarcación.
El tercer día empeoró aún mas la situación, la deshidratación hizo mella en varios ocupantes, no en Omar que se las arreglaba para hidratarse y desde luego tampoco en los patrones que disponían para ellos solos de un buen bidón de agua, que por supuesto no compartían.
El mar no daba tregua, el cayuco navegaba más despacio de lo previsto, no solo por el oleaje sino también por el sobrepeso de la embarcación. Con el ánimo de reducir los riesgos y aprovechando la oscuridad de la noche, Yusuf tiró por la borda a varios de los ocupantes, los más débiles, moribundos que no podían ofrecer resistencia, nadie se dio cuenta de ello excepto Omar, que le recriminó tal acción y abalanzándose sobre Yusuf intentó detenerle, pero no pudo evitar un puñetazo que alcanzando su rostro le hizo perder el conocimiento. La vieja amistad de Yusuf con su hermano le había salvado la vida porque a buen seguro, de ser otro en lugar de Omar, lo hubiera matado sin vacilar.
Cuando Omar despertó, vio a Yusuf discutir fuertemente con el segundo patrón, que no estaba de acuerdo en tirar por la borda a nadie que no estuviera muerto. En medio de la discusión Yusuf tomó su revolver y disparó dos veces sobre su compañero, una vez más Omar intentó tímidamente intervenir, pero es difícil hacerlo contra un asesino que tiene un revólver en la mano.
Yusuf cogió un mazo de billetes del bolsillo de su víctima y tiró el cadáver por la borda. Al cabo de un rato, cuando Omar pudo pensar se dio cuenta de que había sido el único en intentar algo contra Yusuf, es más, se dio cuenta de que en realidad se encontraba totalmente solo en una embarcación de 20 metros son 27 personas a bordo, y esta sensación le horrorizó.
La cuarta jornada de navegación aún fue mas dura, el motor se averió y quedaron a la deriva. El número de pasajeros seguía descendiendo y a nadie parecía importarle, a excepción de Omar que aunque se sentía relativamente seguro, sabía que Yusuf no dudaría en deshacerse de él si se daba el caso. La angustia y el miedo a Yusuf se apoderaba de Omar poco a poco, sin embargo también sabía tener paciencia y sólo tenía que aguantar un día más, al menos eso creía él, para pisar tierra firme y perder de vista a Yusuf.
Finalmente fue Omar quien arregló el motor, pero las corrientes habían arrastrado el cayuco decenas de millas fuera del rumbo original y corregirlo costaría dos o tres días más de navegación. Omar intentó convencer a Yusuf de la necesidad de compartir su bidón de agua para salvar las vidas de los ocupantes que aún quedaban en el cayuco. Yusuf se negó rotundamente, sólo preocupado por su propia vida amenazó a Omar con el revólver, Hadmed que se encontraba cerca de ambos intercedió por Omar, lo hizo tímidamente porque sus fuerzas no le permitían casi ni ponerse en pie, pero fue lo suficiente para provocar más aún a Yusuf, que apuntando a Hadmed con el revólver disparó dos veces contra él matándole en el acto, y casi inmediatamente le empujó fuera de del cayuco. Omar vio el cuerpo inerte de su amigo flotado en el mar y la ira se apoderó de él, se abalanzó sobre Yusuf que soltó sin querer el revólver, pero tuvo tiempo y reflejos para sacar un cuchillo que mantenía guardado bajo la camisa.
Cogiendo a Omar por el cuello se disponía a degollarle cuando un disparo resonó de nuevo en el cayuco, un pasajero anónimo y casi moribundo había cogido el revolver del suelo y había disparado a Yusuf, éste mirando incrédulamente a su verdugo cayó muerto sobre Omar. Esta vez era el cadáver de Yusuf el que flotaba en el Atlántico.
Omar no perdió tiempo, tomó el bidón de agua y algo de pan que aún quedaba de los víveres de Yusuf y lo racionó entre los escasos sobrevivientes, tomó el GPS de Yusuf y puso rumbo a Las Canarias.
Fueron dos interminables días de navegación, pero dos días en los que las 16 personas que aún sobrevivían pudieron respirar tranquilas, sabiendo que nadie les empujaría al mar y que Omar, a pesar de que sus fuerzas ya flaqueaban, se ocuparía de sus maltrechos cuerpos.
La Cruz Roja les estaban esperando en la playa cuando el cayuco tropezó con la arena, ninguno hizo el más mínimo movimiento para intentar salir del cayuco, ni tan siquiera para levantarse, no tenían fuerzas.
Omar consiguió su objetivo y no fue repatriado.


Pedro.

Gran Circo Universoul

«Cuando me muera», decía mamá, «prendedme fuego y metedme en un cenicero de esos. Y luego, al agua». Era un deseo comprensible. A papá se lo tragó el Atlántico durante una jornada de pesca cuando yo era niña. Aquel día de previsiones meteorológicas favorables vimos tejados desmoronados, árboles escapando del parque a volteretas y media docena de Seiscientos estacionados patas arriba, pero ya nunca volvimos a ver a papá. La ilusión de mamá era perderse con él en el mar cuando le llegara la hora. «Está ahí», decía, «si no sube él, tendré que ser yo la que baje».
Sin embargo, su segundo deseo era más difícil de complacer.
«Ese día, no quiero ni una lágrima. Yo voy a ser feliz en el mar con mi Antonio, así que quiero a todo el mundo feliz. ¡Todas de guateque ese día, o de circo!»
«Pero mamá, no seas burra. ¿Cómo vamos a irnos de juerga mientras a ti te chamuscan en el horno?»
Mamá era una mujer de carácter. Nos amenazó con desheredarnos y, peor aún, con darnos de garrotazos.
«¡Pues os vais a ir! Quiero risas, no lágrimas. Al circo he dicho.»
Le prometimos solemnemente pasarlo bien el día de su muerte.
Así que, cuando el otro día mamá pasó a mejor vida, mi hermana Charo y yo arreglamos su traslado al crematorio de A Coruña, procurando siempre sonreír en su pálida presencia.
Tras la incineración, nos dieron una preciosa urna plateada, o cenicero, como mamá la llamaba. La cogí y la llevé en brazos al coche, como a un bebé dormido. Charo arrancó y puso rumbo al pueblo. Observé la urna. Costaba creerlo, pero mamá estaba ahí dentro. La meneé un poquito. «Mamá», dije, «ponte guapa, vamos a ver a papá».
Estábamos haciendo un esfuerzo sobrehumano para llevar el asunto con alegría, como mamá nos había ordenado, pero lo de salir de fiesta no resultaba muy apetecible. Cenaríamos en casa, desempolvaríamos los viejos álbumes de fotos familiares y, entre martini y martini, nos reiríamos del culo tan gordo que tenía Charo de niña y que, por eso, en el cole la apodaban la Dos Asientos.
Volví a menear la urna. ¿Contenta, mamá? Sonreí y casi casi lloré.

En la entrada al pueblo nos sorprendió un tráfico inexplicablemente denso y un variopinto despliegue de caras nuevas. Al aproximarnos al centro vimos lo que ocurría. Casi me muero yo también del susto y ¡Charo, otro cenicero pa mí! Elefantes. Habían invadido el pueblo, estaban por todas partes, martilleando la calzada con sus pies sin dedos. Y a su alrededor había payasos de rostro enharinado, músicos, malabaristas y chimpancés con casacas prusianas.
Del shock, Charo casi atropella a un enano en monociclo.
Los elefantes nos condujeron a la carpa que el Gran Circo Universoul había montado cerca de la costa. No nos dio tiempo ni a acercarnos a casa a cambiarnos de ropa: la función, damas y caballeros, está a punto de comenzar.
Compramos dos entradas.
«Esto es de locos. Nos hemos vuelto locas, Mari», me gritaba Charo, mientras nos abríamos paso a empujones entre la multitud.
«Al final, mamá», amonesté a la urna, «siempre te sales con la tuya».
Jamás había visto a tanta gente jugarse la vida de forma tan escandalosa como en aquellas tres largas y agonizantes horas, desde las triples volteretas sin red de Zeus, el acróbata, hasta la adolescente flacucha a la que Robert Hood silueteó con hachas lanzadas a diez metros de distancia. Aunque, sin duda, el momento más angustioso fue cuando Pika el Payaso Quejica se acercó a nuestro sector de audiencia, que a lo largo del show se había sumido progresivamente en el mutismo y la introspección, probablemente contagiados por nuestra tristeza, y nos sancionó a sifonazos, gritando: «Esto no parece una función sino una defunción».
Eso decía yo.

A la mañana siguiente fuimos a la costa, insomnes, a lanzar a mamá al agua. Hacía un día soleado, por primera vez en meses, y el ambiente en la zona marítima era asombroso. Multitud de vecinos se agolpaban en la lonja para participar en la subasta semanal de pescado. A lo largo del paseo se podía ver a numerosos artistas del circo que estaban disfrutando de su tiempo libre. Una pandilla de niños se arremolinaba en torno al mago para que hiciera aparecer conejos y palomas e hiciera desaparecer a Paquiño, o mejor partirlo en dos, otros le palpaban los bíceps al forzudo y no pocos corrían hacia el establo de la carpa a ver a las fieras. La vieja gitana, que descansaba al sol sobre una toalla, les leía las manos a los niños y de muy buen humor les decía lo que iban a ser de mayores: bomberos, astronautas, cazavampiros y delanteros centro. Todo el mundo parecía feliz.
Charo, mamá y yo nos acercamos al malecón. El agua brillaba como si tuviera miles de espejitos flotando. Entre las rocas merodeaban gaviotas reidoras en busca de pececillos plateados que poder emparedar entre sus picos y, a nuestro lado, algunos artistas admiraban boquiabiertos el horizonte azul y oro. Los pulmones cavernosos de los pescadores de la región, reunidos en la subasta, retumbaban al compás de las olas. Tuve la impresión de que hasta en el Monte de Santa Tecla se enterarían de a cuánto estaba el kilo de rodaballos. Charo rompió a llorar. Dijimos adiós a mamá y vaciamos el cenicero.
La marea se llevó a mamá para siempre.
Vi sombras en el suelo, a nuestro lado. Luego todo se nubló. Yo también lloré.
A Charo la abrazó la mujer barbuda. Yo descargué ríos de lágrimas en el pecho tatuado, verde amazónico, del Prodigioso Reptil Humano.

Esteban Muñoz
Escritura creativa

El secreto de Howard Carter

La gente quiere creer. ¿Quién prefiere la rutina diaria a una maravillosa y excitante mentira? El asesino de Lord Carnarvon, el filántropo co-descubridor de la tumba del joven faraón Tutankamón, lo sabía bien.
Aquella noche, acurruqué mi cuerpo bajo las sábanas, agradeciendo la frialdad de mi almohada, ya que la cabeza me ardía con los datos sobre la maldición de “la imagen viva de Amón” que había estado recopilado para hacer un relato corto.
Desperté sobre una gruesa alfombra, sabiéndome dormido. Estaba en una tienda de campaña, cuya entrada era ligeramente azotada por el frío viento nocturno del Sahara; a través de ella, vi como una figura se aproximaba desde una negrura abismal. Di un paso atrás, ya que por su avance vacilante bien podría haber sido una pesadilla de putrefacción que reclamara mi carne; pero lo que entró fue un niño aterrido de frío, cojeando con dificultad apoyado en una muleta de madera. Tenía la cabeza gacha, rapada. No tendría ni diez años. Me miró con unos ojos cargados de tristeza, blanquísimos, perfilados de un negro casi igual al de sus pupilas.
—“Ven” —dijo, con una voz poderosa y regia, mientras me ofrecía su mano. Avance hacia él y, al tomarla, me encontré en otro lugar: Putney Vale, en el extrarradio de Londres; un cementerio gótico, digno de la pluma del irlandés Bram Stoker. Estaba al lado de una lápida negra con una inscripción de reminiscencias egipcias: “Pueda tu espíritu vivir, durar millones de años, tú que amas Tebas, sentado con la cara al viento del norte, los ojos llenos de felicidad” era 1939; el final del camino para Howard Carter, el descubridor de la tumba del joven faraón. ¡Que escaso séquito le había acompañado hasta aquí! Entre ellos destacaba una mujer morena vestida de luto, con un elegante abrigo de visón, un gran sombrero y cargada de joyas. Se agachó y depositó una figura en la tumba: un corazón de piedra.
—Nunca me fallaste. —murmuró. Miró por última vez la lápida y se giró para irse, soltando un casi imperceptible suspiro. Sé su nombre. Pero no lo puedo recordar.
La mujer se paró a los pocos metros, dándome la espalda. Había cambiado; se cobijaba bajo un abrigo liso bastante menos ostentoso, casi tubular y poco favorecedor de las curvas femeninas. El enorme sombrero no mejoraba el conjunto. Ni siguiera estábamos en el cementerio: nos rodeaban las cuatro paredes de una habitación de Hotel cargada de papeles y objetos.
Una puerta se abrió a mi espalda; un hombre moreno, con algo de sobrepeso y que rondaba la cincuentena, salió del cuarto de baño en mangas de camisa y tirantes, sobresaltándose al descubrir a la intrusa. Poco tardé en reconocer el espeso bigote y la gran nariz.
—¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó Howard Carter, con un ligero temblor en la voz.
Ella se giró, mostrando su joven rostro y su corta melena ondulada y oscura. Su mano enguantada estaba jugueteando con los objetos colocados sobre una mesa: unas figuritas de oro con la cara del niño que no me suelta de su mano.
—El dinero abre muchas puertas. Supongo que no me dirás que estos objetos están registrados y que los estás estudiando ¿verdad? no soy imbécil, Howard.
La cara del hombre enrojeció de la rabia, pero terminó por bajar la cabeza.
La chica recogió los preciados objetos; después se acercó a Carter y se los introdujo en los bolsillos.
—¿No estás harto de que te humillen por tu falta de estudios y dinero? ¿Piensas ser un criado toda tu vida? Yo podría acabar con todo eso… y olvidar estas chucherías.
Carter miró los ojos oscuros e intensos de la joven. Tras un corto silencio, por fin habló.
—¿Qué tengo que hacer?
Noté la presión de los dedos del niño-Dios en mi mano y la habitación desapareció en medio del fogonazo rojo de unos pendientes de diamantes, alcanzados por el sol del atardecer. Carter los estaba dejando caer en la mano de un joven egipcio bien vestido, en un café del Cairo.
—¡Nadie se tragará todo eso! —exclamó el joven, reticente.
—Funcionará. Tú haz tu parte, si sabes lo que te conviene —le respondió Carter.
Un timbre estalló en mis oídos: un teléfono, una conferencia, los pasos de una joven criada antes de que pudiera verla cruzar una habitación forrada de roble y coger el molesto aparato.
—¡Señorita! ¿Quiere hablar con…? ¿Conmigo? —respondió, extrañada— sí, sí. Por supuesto que lo sé. Ya le dije que le debía un favor. Recuerdo donde está la jeringa, sí.
La mujer palideció; creí que iba a decir algo, pero terminó por colgar y alejarse del teléfono, mientras se frotaba las manos en el delantal.
Mi guía me transportó al exterior; estábamos a los pies de los dieciséis escalones que bajan hasta su tumba. Carter apareció caminando entre los trabajadores, precediendo a un hombre bastante mayor, delgado y bien vestido, que caminaba ayudado por un bastón. Sin previo aviso, Carter golpeó con la mano abierta la mejilla izquierda de su mecenas.
—¡Ah! Demasiado lento, amigo mío: me ha picado —dijo Lord Carnarvon.
—Debería ponerse Yodo: este lugar es muy insalubre.
—Ya sé que no cree en estas cosas, pero… ¿Se ha fijado que el faraón también parece tener una picadura de mosquito en la mejilla? ¡Y justo en el mismo sitio!
Carter rió la ocurrencia, mientras escondía entre sus dedos una fina aguja metálica, impregnada de un líquido pestilente. Lo siguiente que vi fue a Lord Carnarvon delirando de fiebre en el que sería su lecho de muerte. A su lado estaba la joven, sentada junto a la cama, a la luz de la luna.
—¡Tanto dinero despilfarrado! ¡Estúpido, estúpido viejo! —espetó.
En la habitación contigua, un reloj daba dos campanadas.
“Es la hora”, susurró la voz de Howard Carter. Observé como el elegante joven egipcio colgaba el teléfono y, tras levantarse con disimulo de su puesto en la central eléctrica, se acercó a unos interruptores de control y los cerró. Poco tardó el sistema en sobrecargarse y estallar, creando un efecto dominó de sobretensión que dejó todo el Cairo a oscuras.
“Es la hora”, dijo la voz de la joven, y volví a ver a la criada, alumbrándose con un candelabro mientras entraba en una habitación cuajada de libros. Avanzó hacia el Fox Terrier que dormía plácidamente cerca de los rescoldos aun calientes de la chimenea, empuñando en su mano derecha una primitiva jeringa de cristal llena de un líquido oscuro.
La perrita, que me recordaba mucho al Milú de Tintín, se incorporó extrañada y retrocedió cojeando sobre sus tres patas, mientras la criada depositaba el candelabro en el suelo. Después, con un rápido movimiento, la mujer atrapó el cuello del can, que empezó a ladrar como loco intentando escapar. El candelabro recibió una patada que lo hizo rodar y apagarse, dejándome a oscuras. Solo pude oír un lastimero aullido de dolor.
—Ya está, Susie. Ya está —murmuró la mujer entre sollozos.
Quedé en la oscuridad hasta que una diminuta llama tembló en el aire enrarecido. Fue suficiente para ver ante mí el perfil de madera del dios Anubis. Solo tuve que girarme para ver la caja dorada que servía de capilla a las vísceras del joven rey, protegida por las efigies de Isis y Selkis: estaba en la antecámara de la tumba. El niño se soltó mi mano, dirigiéndose al otro cuarto, hacia su sarcófago.
—¿Puede usted ver algo? —escuché.
—Si ¡Cosas maravillosas!
Me encaminé hacia el orificio del que provenían la luz y las voces y atravesé la pared.
Por primera vez vi a Callender, el egiptólogo que hacia sus propias investigaciones a algunos kilómetros de la tumba. A los demás ya los conocía: Lord Carnarvon, Carter y… la joven, que me miraba a los ojos, con cara de espanto; escapó de ella un grito agudo, que parecía no tener fin.
Desperté y de un golpe acallé al despertador. Eran las siete menos cuarto. Sobre la mesita de noche estaban las notas de mi relato, con las fotos. Tomé la superior. En ella, una chica morena me miraba descarada con sus ojos fríos. Parecía reírse de mí, sabiendo que jamás podría demostrar nada.
La gente quiere creer. Creerán la maldición que había arrebatado la vida al patrocinador de la profanación de la tumba de Tutankamón; se asombrarán al saber que al morir Lord Carnarvon toda la ciudad del Cairo quedó a oscuras, mientras su perrita moría tras emitir un quejumbroso aullido, allá en la lejana Inglaterra: con la mayor cortina de humo de la historia, Evelyn Carnarvon, la hija del Lord, había logrado el crimen perfecto.

FIN

Ejercicio sobre novela histórica de capa y espada y crimen perfecto.

Joan Villora Jofré