jueves, 3 de julio de 2008

Lintontown

Cuenta una leyenda urbana que bajo el suelo de cualquier ciudad se extienden otros cientos de ciudades, tenebrosas, sucias, oscuras, malolientes y llenas de gente a la que es mejor no tratar. Un día, yo descubrí una de ellas. Era miércoles y el metro iba a reventar, como cada día laborable en Unán. Sin que nadie supiera el porqué, el convoy en el que iba, se detuvo en mitad del túnel. Estuvimos allí casi 10 minutos hasta que desde megafonía escuchamos la voz del conductor que nos anunciaba que estaríamos allí al menos una hora más, que había un problema con el motor y que estaban esperando a los bomberos. Recuerdo que también dijo que los pasajeros teníamos dos opciones: quedarnos dentro del metro y esperar la ayuda que vendría más tarde o bajarnos e ir caminando a lo largo de la vía hasta el apeadero de Lintontown.

No había oído jamás hablar de ese apeadero. Ni yo ni ninguna de las 57 personas que íbamos en aquel vagón. Nos mirábamos con cara extrañada. Nadie parecía entender ni mucho menos moverse. Menos una chica de ojos verdes intensos. Me cogió del brazo y me dijo “bajémonos! Aquí no hay mucho que hacer menos esperar”. No sé si fueron los ojos o el tacto de su mano en mi brazo dolorido por un accidente reciente, pero le hice caso sin decir una palabra.

A los dos minutos de andar por la vía que se clavaba en mis viejas zapatillas y por extensión, en mis pies planos, llegué al apeadero. Lo primero que ví fue la oscuridad. No había luz que lo alumbrara salvo un pequeño fluorescente que parpadeaba, con ese efecto que daña la vista y los oidos. BRSSSSSSSSSSSSSS, BRSSSSSSSSSSSSS… También me di cuenta pronto que olía muy mal, a restos de orín y comida que alguien había tirado al suelo. La chica de los ojos verdes cogió una bolsa que había debajo del único banco de madera roñosa que había en el apeadero.

- Una hambuguesa!!! Genial, no me ha dado tiempo a desayunar.Y antes de que yo mismo fuera capaz de ver que realmente era una hamburguesa lo que había dentro de la bolsa de papel, se metió en la boca un trozo de carne.

- ¿Pero qué haces? No te comas eso, no sabes de donde viene.

Era tarde. La chica de los ojos verdes se comió la hamburguesa sin parpadear. Mientras el mal olor penetraba incesantemente en mi nariz, la oscuridad en mis ojos y el zumbido del fluorescente en mis oídos, unas nauseas me hicieron tener unas terribles ganas de vomitar.

- Tranquilo, morenito, que la hamburguesa no estaba mordida. Por cierto, me llamo Nia.Me extendió la mano, la misma que me había rozado instantes antes en el metro. La miré y la estreché con desconfianza. Ella aprovechó para empujarme hacia sí.

- Apuesto a que ésta es la mayor aventura que has corrido en tu vida, eh, morenito?
- No me llamo morenito. Soy James.
- Jim?
- No, Jim no, James.
- Apuesto a que ésta es la mayor aventura que has corrido en tu vida, eh Jim?

Me di cuenta de que no me escuchaba cuando una décima de segundo más tarde corrió hacia una puerta a nuestras espaldas. La empujó hacia adentro y desapareció, dejándome atrás, todavía con nauseas y descolocado. La seguí. Ya que había bajado en ese apeadero y no sabía cuanto tardaría el próximo tren en pasar, no iba a quedarme allí más rato. Además, tenía que salir a la calle para intentar llegar a mi trabajo caminando. Pero no sé por qué, aquello era lo que menos me importaba.

Entré detrás de Nia. La puerta daba a un tenebroso bar en el que apenas distinguía nada. No había nadie, estaba abandonado.

- Jim, ¿quieres un café? – Nia sacó la cabeza de detrás de la barra.- Por dios, qué susto. No, no quiero nada.- Vamos, Jimmy, un cafelito sólo, tomátelo conmigo anda. ¿O acaso tienes algo mejor que hacer?- Tengo que ir a mi trabajo.- ¿A qué te dedicas?
- Soy arquitecto- mentí.- ¿Arquitecto? ¿Y tu maletín? Pensaba que los arquitectos siempre llevaban maletín.- Todo lo que necesito lo tengo en mi despacho.
- Jimmy, Jimmy… no se te da muy bien mentir. Anda, siéntate.

A tientas, alcancé una silla. De pronto, una cegadora luz iluminó la sala.

Una barra enorme, llena de polvo y líquido pastoso, estanterías desprovistas de todo, cajones, sillas, mesas polvorientas, una fregona tirada en medio del suelo, una cafetera antigua, medio oxidada y poco más… Nia había dado la luz y se disponía a preparar un par de cafés.
El ruido de la cafetera era ensordecedor. Nia hablaba a gritos, explicándome cosas que me eran complicadas de descifrar.

- Sé que no eres arquitecto, Jimmy, pero ya me lo contarás cuando quieras. Sabes a que me dedico yo? Soy bailarina. Danza africana. Sí, un día de éstos te haré una exhibición. Te encantará.
Vino a mi lado, con dos cafés en la mano. Yo no era capaz de tomar ni un sorbo, pero ella casi me obligó.

- No he encontrado azúcar, pero está bueno – dijo tomando un sorbo.- No gracias, no… no me gusta el café.- Oh, Jimmy, de nuevo mintiéndome? Pruébalo, va…- No, de verdad.- TOMATE EL CAFÉ! – gritó – por favor – susurró.

Le di un sorbo. Estaba caliente pero no abrasaba, y, pese a que estaba amargo y la taza sucia, no sabía mal del todo. Se podía decir que el café me entró bien al cuerpo, dándome una cierta sensación de tranquilidad. Entonces, Nia me acarició la mano de nuevo y luego el brazo. Volví a sentir la misma sensación escalofriante que en el vagón de metro. Clavó sus ojos verdes en mi mirada oscura.

- Estamos en Lintontown, Jim. No sabes qué hay ahí fuera, verdad? No puedes ni imaginarte lo que hay ahí fuera. No puedes saberlo, tú, un simple peón de la construcción, que sueña con ser algo que jamás será. No, Jimmy no, no sabes qué clase de gente vive ahí fuera. Gente de la peor calaña, ladrones, estafadores, violadores, hombres que pegan a sus hijos, mujeres que prostituyen a sus hijas, asesinos psicópatas y de los que matan por odio… hace mucho frío, las calles están sucias, la comida rancia, el aire está contaminado, el dinero está manchado de sangre y no te puedes fiar de casi nadie. Pero todo lo malo de Lintontown no es importante. En esta ciudad, todas las personas son libres y nadie te hará daño siempre y cuando te mantengas fiel a tus principios y objetivos. ¿Sabes cuales son los míos? Abrir los ojos a gente como tú, muertos en vida en cárceles de cemento como tu ciudad. Decirles lo que necesitan oír aunque me chillen a gritos otra cosa. Descubrirles que pueden ser felices siendo lo que quieren ser y no siendo lo que tienen que ser.

Un ruido me hizo girar la cabeza. Era el sonido de un tren.

- Viene el tren, Jimmy. Tienes dos opciones. Seguirme por Lintontown o subirte en este metro y seguir siendo James.

Dudé unos segundos. Miré su mano extendida que me animaban a seguirla, las luces del metro entrando en el túnel del apeadero. Lintontown, Unán… mi cabeza me dio tres vueltas de campana y cogí su mano para seguirla en la mayor aventura que he corrido en mi vida.

Maite Fernández

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Maite!: me encantó la historia, es lindísima y muy bien escrita. Felicitaciones!!! Laura Trotta

Maite dijo...

Gracias!!!