jueves, 25 de febrero de 2010

DOS AMORES (II) Conrado Sanchez

Tumbados en la cama, con las últimas olas de un orgasmo furtivo, se abrazaron, él le susurró un “te quiero” al oído, ella le miró con la dulzura que desprenden los ojos enamorados hasta el alma.
—No te marches Lidia
—Carlos, no me lo pidas de nuevo por favor, sabes que es imposible —contestó ella acariciándole la mejilla.
Lidia le besó dulcemente, se incorporó y fue recogiendo aquel reguero de ropa que con tanta efusividad había ido perdiendo camino de la cama. Pausadamente se vistió, como si no quisiera poner fin a aquella escena. Mientras, él la miraba absolutamente embelesado.
No se puede amar más —pensó Carlos— mientras ella acababa de arreglar aquellos rizos rubios por los que él la llamaba “mi sirena”.
—Cuídate amor —dijo ella, después de besarle de nuevo. A continuación se dirigió hacia la puerta de la habitación de aquel pequeño nido de amor junto a la playa.
—Te quiero tanto Lidia… cualquier día haré una locura.
Ella le miró lanzándole un beso, como si no le hubiese oído, después desapareció tras la puerta hacia el pasillo. El sonido al cerrarse la puerta de la entrada devolvió a Carlos a su soledad. Tumbado en la cama, observó como el sol de la tarde aún se colaba por la ventana y se posaba caprichosamente sobre aquella fotografía de Lidia junto al espejo. Se giró hacia la mesa de mimbre de su izquierda, cogió el teléfono y marcó un número.
—¿ Carlos? ¿Cómo está el soltero de oro?
—Hola Rosa, tú si que eres la soltera de oro…
—¿Dónde estás?
—En mi apartamento, necesito hablar contigo.
—Tú dirás.
—Prefiero no hablar por teléfono, mejor quedamos en mi despacho.
—¿No puedes hablar por teléfono?¿A qué viene tanto misterio?
—Es un tema delicado Rosa, prefiero hablar contigo personalmente, hay temas de trabajo y puede que la línea esté pinchada.
—¿Temas de trabajo?¿Tienes algún problema con tu socio, con Juan?
—Te juro que no puedo decirte nada más, y no cites nombres te lo pido por favor.
—¡Me estás poniendo histérica Carlos! Está bien, ¿cómo quedamos?

De vuelta a casa, mientras conducía, Lidia pensaba en la difícil situación en que se encontraba. Locamente enamorada de dos hombres a la vez y con tan pocas posibilidades de que eso fuera posible mantenerlo en el tiempo. Por si eso fuera poco, ahora además…




Aquella fría mañana de invierno, el cielo había escogido su mejor azul para decorar aquel cementerio junto al mar. Lidia y Juan —su marido— se acercaron a Rosa, como ellos, una de las mejores amigas de Carlos. Los tres se fundieron en un efusivo abrazo.
—Juan necesito sentarme, me estoy mareando de nuevo —dijo Lidia dirigiéndose a su marido.
—No te preocupes Juan, yo la acompaño —–comentó Rosa.
Ambas se dirigieron hacia un banco, mientras Juan atendía a familiares y amigos.
—No lo podré soportar Rosa
—Tienes que ser fuerte Lidia, ya sé que es terrible pero…
—¿Cómo pudo precipitarse al mar en una carretera que conocía perfectamente?
—La policía tampoco se lo explica Lidia, ni siquiera hay huellas de frenada, más bien parece…en fin, creo que ahora deberías serenarte. Habla con Juan, todos queríamos a Carlos, pero a él le puede extrañar tu estado; es obvio que tú dolor es más el de una viuda enamorada que el de una gran amiga.
—No tiene porque saber nada. Ahora menos que nunca. Yo amo a Juan tanto o más de lo que he amado a Carlos. Durante todo este tiempo les he amado a los dos y eso Juan no lo entendería, así que lo mejor será dejar las cosas como están. Además hay algo que deberías saber…
—¿Qué sucede?
—Estoy embarazada.
—¡Maldita seas!
—Cálmate Rosa. Cualquiera de ellos podría ser el padre, necesito no saberlo con certeza. Siento que es mejor así.
—¿Se lo has dicho a Juan?
—Eres la primera persona que lo sabe. Cuando pase todo esto se lo diré, seguro que lo hará muy feliz.
—Sinceramente no sé donde te llevará tu forma de hacer las cosas… hay algo importante que debo decirte pero no es el lugar ni el momento adecuado, llámame luego y te lo explicaré. Y por favor medita bien tus decisiones, en esta vida podemos llegar a hacer verdaderas locuras por un amor.

Una vez finalizado el sepelio Juan y Lidia acompañaron a Rosa hasta su casa. Durante el trayecto, Rosa dejó discretamente un sobre bajo el asiento de Lidia mientras ésta fijaba la vista perdida en el horizonte; a su lado Juan conducía sin mediar palabra. Al llegar a casa Lidia marcó un número de teléfono.
—¿Diga?
—Rosa, soy Lidia, me has comentado durante el entierro que tenías algo importante que contarme.
—Así es. El martes, después de marcharte del apartamento Carlos me llamó…
—¿Cómo sabes que el martes estuve allí?
—El mismo me lo dijo, pero eso no tiene más importancia. Me citó en su despacho. Estuvimos solos. Según me dijo había acordado con tu marido hacer una visita a la delegación de Roma y se marchaba el miércoles muy temprano. Me entregó un sobre y me pidió que te lo entregara si algo grave le sucedía. Según me dijo, le seguían desde hacía semanas, temía que se tratase de un grupo relacionado con el blanqueo de dinero a los que había perjudicado en unos negocios. Sospechaba que Juan tenía algún turbio asunto que le ocultaba sobre ese tema y me insinuó que en ese sobre había información que sólo tú debías tener.

—¿Un sobre? ¿asuntos ocultos de Juan y blanqueo de dinero? ¡el propio Juan me comentó, hace unos días, que irían juntos a Roma a una importante reunión por la buena marcha de la delegación! ¿Dónde está ese maldito sobre?
—Lo dejé en tu coche mientras volvíamos del cementerio, bajo tu asiento.
—¿Bajo mi asiento, pero estás loca? ¿Y si lo ve Juan?
—Lo dudo, lo coloqué entre la alfombra y el suelo. Sólo alguien que supiese que está allí lo podría localizar.
Lidia colgó inmediatamente, sin siquiera despedirse. Al llegar, Juan la había dejado en casa y se había marchado a –—según dijo— revisar los documentos que Carlos habría dejado pendientes en el despacho. Ahora, él debía ver como resolvía todo tras la ausencia de Carlos. Así las cosas, sólo le quedaba la opción de esperar a que Juan volviera y ver como localizar el sobre sin levantar sospechas. Por unos instantes, pensó que lo mejor sería ir al despacho de Juan y acceder al parking, pero la idea le pareció tan descabellada que la descartó de inmediato. El tiempo que tardase en volver Juan se le iba a hacer eterno. Pasadas las diez de la noche, Juan llegó por fin.
—¿Cómo estás cariño?
—Bien…¿y tú?
—Bien. ¿Te has vuelto a marear?
—No, no… estoy mucho mejor, ¿qué tal por el despacho?
—Bien. Carlos era el tipo más organizado del mundo y todos los expedientes están en orden. Estos días pensaré en quien delegar todas sus funciones. Al final me tocará ir a mi solo a Roma. En fin…sigo sin creerme todo esto. Me voy directamente a dormir.
—¿Por cierto Juan, has visto una pequeña carpeta que tenía en el asiento trasero del coche?
—No me he fijado cariño.
—Bajaré un momento a buscarla, juraría que la dejé allí. No son más que cuatro notas de un corresponsal de la radio, pero debería echarles un vistazo antes de la reunión de mañana.
Lidia bajó hasta el garaje con el corazón en la boca. Juan no sabía nada del sobre, ella le conocía bien y su forma de actuar lo corroboraba. Abrió la puerta del copiloto como un rayo, golpeándose la pierna violentamente. Ni siquiera sintió dolor, con desespero comenzó a buscar bajo el asiento. Por fin, entre la alfombra, localizó su tesoro. En su interior encontró primero una breve nota: “La carta cerrada que encontrarás junto a esta nota me la entregó Carlos para ti. Rosa”. Hacía apenas unas horas del entierro de Carlos y ahora recibía a través de su mejor amiga una carta de él mismo… destrozó literalmente el sobre que acompañaba a la nota mientras el corazón latía con violencia, con la única esperanza de encontrar en su interior una respuesta coherente a tanta locura.

“Amor mío, si esta carta llega a tus manos es porque algo muy grave ha sucedido. Hace días que me siguen, ya sabes que a través del negocio tanto Juan como yo nos hemos creado enemigos capaces de todo, aunque tampoco descarto que sea el propio Juan quien esté detrás de todo esto, he descubierto unas cuentas en Suiza a nombre de una sociedad de las que él forma parte. También es posible que lo sepa todo de nosotros dos. En cualquier caso créeme si te juro, que durante todo este tiempo he luchado por intentar convencerme de que no eras una maldita egoísta. En realidad, no sé que nos hace pensar que no se pueda amar a más de una persona a la vez, aunque yo no he logrado entenderlo. Esté donde esté te amaré siempre “mi sirena”. Carlos.”

Lidia no podía creer lo que estaba leyendo. ¿Juan siguiendo a Carlos? ¿Ocultándole negocios? ¡Era todo una absoluta locura! Lloró desconsoladamente, con rabia.. En su interior, el dolor se mezclaba con un incontenido sentimiento de rabia hacia la vida, hacia lo establecido, hacia las normas. Un sentimiento de culpa la invadía, mientras ella misma trataba de justificarse, pidiendo al cielo que le explicase porqué maldita razón nadie podía entender el modo de amar que ella sentía. ¿Y cómo preguntar a Juan sobre sus “negocios en Suiza”? La más mínima insinuación a Juan por su parte supondría destapar su propio secreto. ¿Acaso lo sabía todo ya?

Unos días más tarde, mientras volvía de la emisora, sonó el móvil de Lidia.

—¡Juan!
—Cariño ¿cómo estás?
—Bien acabo de salir de la emisora, voy para casa.
—¿Porqué no cenamos fuera? Tengo que contarte algo importante.
—¿Algo importante?
—No te preocupes cariño son buenas noticias. ¿Quedamos a las nueve en el “Guesarde”?, así podrás cenar pescado como a ti te gusta.
—De acuerdo quedamos allí. Un beso.
—Hasta luego amor. Un beso.

Las ideas se amontonaban en la cabeza de Lidia. ¿Qué diablos sería lo que tenía Juan que contarle? ¿Tendría ella la oportunidad de averiguar algo sobre sus movimientos “mafiosos”? ¿Cuánto tiempo más podría esperar para decirle lo del embarazo?

Después de la cena el mundo se tornó mucho más dulce para ambos. Juan explicó a Lidia que un grupo suizo había mantenido contactos con él meses atrás interesándose por el negocio y que, siguiendo normas de la institución, habían solicitado todo tipo de informes contables nacionales e internacionales y —lo más revelador— habían hecho un seguimiento personal a Carlos y a él mismo durante varias semanas. El presidente del grupo desde Zürich le había informado del interés real por comprar y le había pedido “excusas” por el procedimiento y los seguimientos alegando que formaban parte de la política de compras.

Lidia empezaba a entenderlo todo. Y el estúpido de Carlos sospechando de Juan, que había sido para él prácticamente como un hermano, pero…¿no sabía nada Carlos del grupo suizo? ¿Cómo preguntarle a Juan sin levantar sospechas?

—¿Y qué pensaba Carlos de todo este asunto con los suizos?
—La verdad es que no estaba muy contento con el tema. Sabes lo duro que ha sido levantar esta industria durante todos estos años y él no parecía demasiado dispuesto a ceder el negocio a unos “oportunistas” según sus propias palabras. En cualquier caso no hablamos más que una tarde sobre el tema y en realidad yo tampoco pensé que pudieran tener un interés real así que no insistí, después el accidente…
Lidia quedó pensativa un instante, imaginando su vida hace sólo unas semanas, sus sentimientos, sus pensamientos…
—¿Dónde estás Lidia?
Lidia tardó unos segundos en reaccionar. Por fin despertó de su momentáneo letargo reflexivo y concluyó que era el momento de…
—Yo también tengo algo importante que decirte Juan…
Juan la miró profundamente, acercándose todo lo que le permitían aquellas copas altas. Entonces ella alargando el brazo cogió su mano y le devolvió una mirada dulce.
—Juan, estoy embarazada.
—¡Gracias al cielo Lidia! ¡Camarero, champagne por favor!

Los meses posteriores transcurrieron lentamente, del dolor inicial por la ausencia de Carlos, tanto Lidia como Juan, pasaron a un estado de ilusión por el pequeño que estaba en camino. En ocasiones, Lidia sentía que Juan estaba como ausente, dubitativo, frío quizás; de repente, entendía que esas sensaciones no eran más que una mala pasada de su mente ante ese atroz sentimiento de culpa que día y noche la acompañaba. Tras un embarazo difícil, nació Olver. Lidia y Juan estaban radiantes de felicidad. Lidia sentía que aquel pequeño parecía haber llegado a iluminar alguna ausencia. Aquella tarde de verano, cuando Olver contaba con apenas un mes de vida, Lidia salió para hacer unas compras junto a Rosa, sólo serían un par de horas en las que Juan se encargaría del pequeño. No se marchaba muy tranquila, Juan no tenía mucha práctica con el bebé y además, en los últimos días, lo había notado especialmente nervioso con el cierre definitivo de la venta del negocio al grupo suizo. Finalmente se marchó, no sin antes hacer que Juan le prometiese que si tenía algún problema la llamaría. Las dos horas de compras se le estaban haciendo eternas, así que decidió llamar para ver como iba todo.

Cogiendo a Olver, Juan observó con detenimiento aquella pequeña manchita rosácea con forma de flor junto a su pequeño pié. Volvió a mirarse su propio pié comprobando, como con el paso de los años, aquella mancha seguía allí, rosácea, junto al tobillo.

—Rosa, Juan no contesta.
—No te preocupes por Dios, estará haciendo algo y no podrá atender la llamada.
No habían transcurrido ni dos minutos cuando decidió intentarlo de nuevo.
—No insistas Lidia, él verá que le has llamado y te llamará.
—Sigue sin contestar Rosa, creo que algo no va bien…
—¡Por Dios Lidia!
—Rosa, ahora mismo me vuelvo para casa.
—Pero Lidia por favor…
De repente sonó el teléfono de Lidia.
—¡Juan!
—¡Lidia, debes venir enseguida, acaban de llamarme del despacho, unos encapuchados han entrado directamente a la oficina de Claudia, mi secretaria, y sin mediar palabra le han disparado varias veces, estaba oyendo tu llamada al otro móvil cuando hablaba con la policía!
—¡No! ¿Un atraco?
—Según me ha dicho la policía no se han llevado absolutamente nada…apresúrate por favor me han pedido que vaya lo antes posible.
—¿Por Dios Lidia que pasa? —preguntó angustiada Rosa.
—¡Calla Rosa!
—Lidia pídele a Rosa que vaya para allí, ella conoce bien a Claudia y a su familia y quizás pueda hablar con ellos.
— Esta bien Juan, ahora mismo voy para casa.
—Unos encapuchados han entrado en el despacho y han disparado a Claudia varias veces…
—¿A Claudia?¿Un atraco?
—No se sabe nada pero debe estar muy grave. Vete para la oficina de Juan para localizar a su familia, yo voy para casa con Olver, Juan me espera para poder marcharse.
Lidia paró el primer taxi que vió y se dispuso a ir para casa. Rosa se quedó esperando para coger igualmente un taxi y dirigirse a la oficina de Juan.
—Nada más llegar a casa, Lidia, en una primera visión del salón, comprobó varios cajones abiertos y tremendamente revueltos.
—¡Juan!
—¡Juan!
Sin apenas aliento, Lidia se dirigió hacia su dormitorio, y una vez allí a la cuna de Olver temiéndose lo peor. Primero Carlos, después Claudia…¿Qué estaba sucediendo? ¿Ahora Juan y Olver? Horrorizada, comprobó como en la cuna sólo quedaba aquel pequeño pijamita con el nombre de su bebé. Y algo más. Allí estaba, en la cuna de Olver, un sobre gris, exactamente igual al que Rosa le dejó en el coche el día del entierro de Carlos. A diferencia del suyo, éste ya estaba abierto, con el corazón en un puño cogió la carta de su interior y empezó a leer:

“Querido Juan, si lees esta carta querrá decir que algo muy grave me ha sucedido y que Rosa, nuestra común “amiga”, ha cumplido el encargo con total discreción, le pedí personalmente que te la entregase sólo en un caso extremo. Supe hace unos días, gracias a tu “fiel” secretaria Claudia, que eras tú el responsable de mi seguimiento. Según me confirmó, tú habías contratado a alguien porque sospechabas de mi integridad y temías que realizase negocios a tus espaldas; evidentemente debías pensar que actuaría tal y como tú has hecho con el tema de las cuentas de Suiza…. Ya ves, tu querida y “fiel” Claudia”, informándome a mi de tus actuaciones…seguimientos, cuentas en Suiza… como ves todo el mundo tiene un precio. . Habrás podido comprobar que a diferencia de ti, soy un socio fiel, pero supongo que habrás podido comprobar también que en lo que se refiere a cuestiones de amores, ni yo, ni tu querida esposa lo hemos sido. Aunque Carlos tú…, ¿has contado algo sobre ti y Claudia a tu querida esposa?, es probable que te entienda, ella sabe perfectamente lo que es “jugar a dos bandas”. Como ves todos tenemos puntos oscuros. Os deseo “toda la felicidad del mundo”. Carlos.”

En una línea inferior, manuscrita, una pequeña nota en tinta roja, que se veía claramente añadida con posterioridad a la carta:

“Después de haber leído esta carta, no llames a la policía, no nos obligues a derramar más sangre. Nuestro pequeño estará bien si tu te olvidas para siempre de los tres”. JUAN.

De rodillas ante la cuna, mirando obsesivamente aquel pijamita, absolutamente ida, extenuada, al borde la histeria, Lidia gritó:
—¿Los tres?
Instintivamente se llevó la mano al bolsillo y cogió su móvil. Buscó en la agenda y marcó ayudándose con ambas manos para que el temblor no ganara su batalla y poder llamar de una maldita vez. Al otro lado de la línea alguien contestó:

—Muy bien Lidia. Acertaste de pleno, Juan, Olver y yo misma “los tres”.
—¡Nooooooo! ¡Hija de puta! ¡Devuélveme a mi hijo! —gritó de una forma absolutamente desgarrada.
—¡Escúchame bien tú a mi! ¡Tanto Juan como yo tuvimos conocimiento de lo que decían las dos cartas de Carlos desde el mismo día de su entierro! ¡Tú eras la primera que tenía intención de engañar a todos! ¡ Olvídate de tu hijo, de Juan y de mi! Y te lo advierto muy seriamente… si no nos olvidas y nos buscas problemas no tendré ninguna duda en hacer que ocurra algún “accidente” como el que sufrió Carlos o un “atraco” como el de “Claudia”. ¡Hasta nunca Lidia!
—¿Rosa por Dios cómo puedes hacerme esto? —gritó Lidia entre sollozos —Rosa por favor…por favor…

martes, 23 de febrero de 2010

Miradas inocentes

El alba gris se alzaba perezosamente sobre la tierra dormida. Era pronto, tan pronto que posiblemente ni el tiempo había despertado. A través de la ventanilla del tranvía que me llevaría a la estación de autobuses y de allí, al aeropuerto, podía ver cómo el viento helado sacudía las hojas caídas de los árboles, arremolinándolas, dándoles vueltas, alzándolas y dejándolas caer, como si estuvieran escenificando una especie de danza fantasma. Súbitamente, los relámpagos comenzaron a destellar en un cielo progresivamente más oscuro, mientras el sol, que apenas había salido aún, se hundía de nuevo como una canica de oro tras las nubes grises. Yo cada vez me sentía más triste. Y el frío se colaba dentro de mí y corría por mis venas hasta llegar a mi corazón. Y sentí que mi tristeza estaba congelando el mundo.

Era el día de Año nuevo, y ahí estaba yo, una española perdida en Hannover, regresando a mi casa de Barcelona después de una estúpida pelea con mi novio, que era alemán. En realidad, no había sido sólo una pelea estúpida. Habíamos roto. Definitivamente. Para siempre. Y ya no había esperanza ni manera de coser con el hilo dorado de mis sueños los pedazos de nuestra historia, que habían quedado bañados, asfixiados, por el gris metálico y mediocre de todas las cosas, ese gris invernal que parecía proyectar cada amanecer sobre nuestras siluetas. Nunca había sido demasiado optimista. En realidad, nunca había sido más que una escéptica, una persona extraña, alguien que ilusamente creyó que podría obtener el material necesario entre sus propios delirios para maquillar la suciedad que cubría el mundo, esa suciedad que indefectiblemente terminaba por cubrirlo todo y eliminar toda la pureza, la hermosura y la esperanza del amor, de los sueños, de la vida en sí. Y ahora, esa vida estaba vacía, y se me había acabado la esperanza que había ido guardando en una cajita para esos casos especiales.

El sonido de unas voces infantiles me distrajo de mis lamentables pensamientos. Alcé la mirada, curiosa, cuando tres niños de unos 6 años entraron ruidosamente en el compartimento -hasta entonces, sólo ocupado por mí- y se acomodaron en los asientos que había enfrente del mío, apretujándose entre grititos de alborozo. Eran dos niñas y un niño, los tres con esos adorables mofletes infantiles enrojecidos por el frío. El niño tenía los cabellos de un rubio casi blanco que le hacía parecer albino y las dos niñas lo tenían de un tono castaño muy claro, casi dorado. Una de ellas, que sujetaba la mano del niño como si temiera que se le escapara, llevaba la cabeza cubierta por una gorra rosa que hacía juego con su abrigo y con la mochila que, tras sacarse apresuradamente, había apoyado entre sus diminutas piernas. La otra niña, que aparentaba ser un poco más pequeña que sus compañeros de viaje, parecía divertida por todo el entorno y sus ojillos azules curioseaban el vagón ávidamente, mientras los otros dos se miraban y se reían alborozados como si acabaran de oír el mejor chiste del mundo. Carraspeé para llamar su atención:

-Hola -De inmediato, el niño y la niña más mayores me miraron, mientras que la pequeña seguía absorbiéndolo todo con los ojos, moviéndolos a un lado y a otro como si fueran peonzas-. ¿Qué viajáis solos?

-Nuestros padres están en otro compartimento -contestó el niño al punto, con una seriedad insólita, tan graciosa al ser balbuceada por aquella voz tremendamente infantil.

-No es cierto -exclamó la niña más pequeña entre risitas, que súbitamente pareció despertar de su hipnótica fascinación y giró la cabeza súbitamente hacía mí-. ¡Van a casarse!

-¡Anna Bell! -exclamaron furibundos los dos niños, mirándola con reproche.

-¿Qué pasa? -replicó la pequeña, saltando sobre sus pies y mirándoles con los brazos en jarras-. Si no me dejáis decir lo que quiera, no pienso ser tostiga de vuestra boda.

-Se dice testigo -la corrigió pacientemente la otra niña, que se parecía mucho a ella, ahora que la miraba bien. Tal vez fueran hermanas. Alzó la mirada, desafiante, y me perforó con sus brillantes ojos azules-: Sí. Mika y yo nos vamos a África, a casarnos -Dicho esto, tanto Mika como ella alzaron la cabeza orgullosamente, y se miraron, destilando tanto amor a través de aquellos ojos inocentes que se me habrían saltado las lágrimas de no estar tan estupefacta.

-¿Q-qué os vais a… África… a casaros? -balbuceé, absolutamente atónita-. ¿Y cómo pensáis llegar hasta allí?

Pacientemente, Mika y Anna Lena (que así se llamaba la supuesta "novia") me explicaron sus planes punto por punto. Se habían escapado muy temprano de la casa familiar, en la que vivían los tres, pues sus padres eran pareja y ellos eran hijos de matrimonios anteriores de cada uno, las dos niñas de la madre y Mika, del padre. Habían llenado una mochila con provisiones, algo de ropa y juguetes de playa, y habían decidido poner rumbo a África "porque allí hacía calor, y estaban cansados del frío". Lo mejor de la historia es que habían sido capaces de coger el tranvía, planeaban coger otro autobús hasta el aeropuerto y pese a todo, nadie parecía haberles informado de que no se podía volar sin billetes. Estaba intentando explicarles esto último cuando apareció de la nada un policía, acompañado de un revisor de aspecto bobalicón. Ambos nos miraron expectantes. En aquel momento me di cuenta de que nos habíamos detenido pues ya habíamos llegado a nuestro destino.

-Hola, niños -saludó el policía tratando de hablar con voz cariñosa y tranquilizadora, si bien los niños le miraron temerosamente-. Me han contado que viajáis solos. ¿Podéis venir conmigo un momento?

Los tres niños se levantaron resignados, y ya iban a seguir al policía cuando yo detuve a Mika, que iba el último de la cola.

-¡Un momento! -susurré, cogiéndole por el diminuto brazo-. ¿Por qué queréis casaros? Sois muy jóvenes todavía.

-Porque nos queremos -contestó éste sorprendentemente, tan convencido, con tal ardor impreso en sus ojos azules que me dejó de piedra. Tal fue mi estupor que sin darme cuenta dejé que su brazo se escurriera de entre mis dedos, y para cuando reaccioné ya habían abandonado los tres el vagón en pos del policía.

"Porque se quieren", repitió una voz en mi mente. "Apenas deben de tener 6 años y planeaban irse a África para casarse… porque se quieren."

De repente, el mundo pareció cobrar un nuevo significado, visto a través de aquel nuevo prisma, puro, transparente, profundo, resplandeciente, el prisma de los ojos de un niño. Una visión exenta de malicia, exenta de suciedad, exenta de la podredumbre gris que cubría el mundo y lo envenenaba todo.

-Perdone, señorita, tiene que abandonar el tren.

Alcé la mirada: otro revisor me miraba sorprendido desde la puerta.

-Sí, ahora mismo -respondí distraídamente, mientras me ponía en pie y recogía mi escueto equipaje.

Con una sonrisa en los labios, salí rápidamente del vagón y en cuanto hube puesto un pie fuera de la estación, sumergiéndome en la fría mañana de enero, saqué el móvil de mi bolsillo. Con el pulso tembloroso pero decidido, seleccioné aquel nombre que conocía tanto de mi agenda de contactos y le di al botoncito verde de llamada.

-¿Sí?
-Georg, soy yo… -Hice una pausa y respiré hondo. Una sonrisa iluminó mi rostro, y con ella, la luz gris del amanecer pareció fundirse y convertirse en fuego, en un fuego ardiente e irisado que lo cubrió todo, incluso a mí misma, dándome fuerzas para pronunciar las palabras que hasta entonces no había sido capaz de pronunciar, y de sentir lo que nunca antes había creído ser capaz de sentir, gracias a tres niños completamente desconocidos que habían querido cumplir sus sueños más descabellados.



Myriam Oliveras.

lunes, 22 de febrero de 2010

Fantasías

Cierro los ojos y allí estoy.

Lejos, muy lejos.

Columpiándome lentamente en un rayo de luna mientras la oscuridad danza a mi alrededor.

Seguro que no sabéis qué tacto tiene un rayo de luna, porque nunca os habéis balanceado en uno. Es frío, suave y resbaladizo, como el satén, y siempre tengo miedo de deslizarme por uno de sus extremos y precipitarme al vacío, pero nunca sucede. Sobre mí la Luna sonríe. No me dejará caer.

Así que me columpio cada vez más y más alto, hasta que el viento huracanado hace revolotear mi delicado camisón de seda blanca, arremolinándolo en torno a mi cintura. Me balanceo tan rápido y tan alto que salgo volando. No es que el rayo de luna me haya soltado, es que yo he saltado... a demasiada velocidad.

Y ahora caigo por el aire puro y transparente, mejor dicho, levito sobre él, y me veo atrapada por la caída de un crepúsculo surgido de la nada, que posa un delicioso beso sobre mis labios.

Mmh... ¿Alguna vez habéis probado el sabor del crepúsculo?

Sabe a oro líquido mezclado con fresa y nubes, y es muy cálido. No hay otra expresión que lo defina mejor.

Los rayos tenues del sol, de purpurina rosa y dorada, se disuelven lentamente en el aire, como una cortina que cae a mi alrededor, dejando una estela centelleante y danzarina. Se oye un sonido como de campanillas y xilófonos mientras los rayos terminan de desaparecer. Pero yo ya no veo el crepúsculo.

Estoy en un escenario, en una obra de ballet. Los focos me deslumbran y siento el roce de las plumas contra mi piel. Voy de cisne, de cisne blanco y puro, con un delicioso maillot blanco y un tutú a juego con plumas cosidas. Mis zapatillas de punta también son blancas, de un blanco reluciente, de satén nuevo. Las llevo firmemente atadas a los tobillos y no me hacen daño. Por una vez no siento ningún dolor, ni miedo, ni cansancio. Sé que no voy a perder el equilibrio. Lo sé porque es un sueño, MI sueño, y nada estropeará este baile. Así que comienzo a ejecutar pirouettes de una perfección asombrosa. Voy poco a poco incrementando la velocidad, utilizando fouettés para darme impulso. ¡Zas! ¡Zas! Giro tan y tan rápido que dejo de ver los rostros de los espectadores. Ahora el mundo ya sólo es una mancha borrosa ante mis ojos. Ya ni siquiera oigo la dulce y desgarradora música de Tchaikovsky.

Abro los ojos. Hace rato que ya no giro. Una imponente mansión de oscura madera bruñida se cierne ante mí, cálida y silenciosa. Bajo poco a poco las escaleras, cubiertas por una alfombra rojo sangre que hace juego con mi vestido granate de terciopelo. Todo es sobrio y antiguo, de estilo victoriano. Cuando termino de bajar las escaleras, llego a un gigantesco comedor. Una mesa de varios metros de largo me aguarda, con copas y platos de pura plata con incrustaciones de piedras preciosas.

¿Estoy sola en este paraíso antiguo perdido?

¿O hay alguien allí conmigo?

Veo una figura lejana, apoyada en la chimenea.

Está de espaldas, y viste un precioso traje negro de época, con chaleco, levita, pantalones muy elegantes y guantes blancos. Un sombrero y un bastón reposan a su lado, apoyados en la repisa.

Una y otra vez consulta un reloj de bolsillo dorado, sujetándolo por la larga cadenilla con sus manos enguantadas; luego vuelve a cerrarlo y lo introduce en su bolsillo.

Tal vez está esperándome.

Tal vez he tenido que atravesar todas estas fantasías para encontrarle.

Pero cuando corro hacia él, sintiendo como el corazón me late apresuradamente, desaparece. Se deshace en pequeños átomos que flotan suspendidos en el aire como destellos de oro y luego se va para siempre.

Me pregunto si aparecerá en mi próximo sueño.


Myriam Oliveras.

PASION AUTOR CONRADO SANCHEZ

No debía haber venido —se dijo a sí misma. En ese instante Carlos se levantó de la mesa y se dirigió hacia la cocina brindándole una confidente mirada.
¡Por Dios Encarna! ¡Levántate de la mesa y márchate antes de que sea demasiado tarde! —repetía en su interior. Pero sus piernas no obedecían a la razón, eran presa de quién sabe si el corazón o la pasión. No era propio de una cuarentona casada y con niños estar sentada en la mesa del apartamento de un compañero de trabajo, pero, ¿qué había de malo en ello?
Probablemente todo eran fantasías suyas. Carlos era un tipo especial. Un hombre de treinta y muchos, digamos que…del montón, con una media melena morena y muy, muy delgado. Pero lo importante no era su aspecto, lo importante eran su sencillez, su sensibilidad. Eso era lo que lo hacía especial. Sus conversaciones con él eran distintas. Eran casi como …“de mujer a mujer” —pensó. La entendía, la comprendía, la animaba, le hacía reir y nunca había tenido con él la sensación de que la acorralaba. Había visto en sus ojos, o había querido ver, como él la deseaba. ¿O era su deseo la que le hacía ver todo eso?
Su vida era una vida…feliz. Su marido era una estupenda persona al que sin duda quería con el alma; un tipo guapo, exitoso profesionalmente, y al que más de cuatro mujeres quisieran tener junto a ellas. Entregado por completo a su esposa y sus pequeños y sin embargo…Sin embargo Encarna se sentía sola. No sola de compañía, sola de atención, de comprensión, de…Muchos días, recordaba con nostalgia, como él la había hecho sentir una princesa y ahora…
Encarna, a sus cuarenta y…había empezado a sentir, casi de forma obsesiva, la necesidad de aprovechar la vida, de vivir la vida, de sentir la vida. Quizás, aquel episodio en que —aunque él lo negase—, Javier, su marido, tuviese aquel lío de faldas durante un viaje a Madrid, la había llevado a esta convicción, quizás...
Sin ser una top model, resultaba aún muy atractiva. Las continuas insinuaciones y alabanzas de amigos y compañeros de trabajo no hacían más que corroborarlo. De altura media, su melena rubia, sus acaramelados ojos y unos pechos desafiantes, no dejaban indiferente a casi nadie. Y su sonrisa, Encarna siempre sonreía.
—¿Te gusta el chocolate verdad? —preguntó Carlos desde la cocina.
—¿Cómo…? Sí, si ..claro! —respondió Encarna, como despertando de sus pensamientos. —No pasa nada Encarna —se dijo a sí misma. —Un compañero de trabajo, con el que tienes una relación cordial, te invita a comer a su casa un viernes porque tú le has dicho que no tenías tiempo de ir a tu casa y volver al centro después a hacer unos encargos…lo más inocente del mundo. Carlos vive cerca del despacho y “sólo” has venido a comer y después te marcharás tranquilamente… Sirviéndose una copa de aquel buenísimo vino blanco intentó relajarse.
Carlos apareció de nuevo con una bandeja en el que se adivinaba una especie de bizcocho regado con chocolate caliente. El olor del chocolate inundó las sensaciones de Encarna.
—La magia de este postre viene ahora —afirmó Carlos mirándola fijamente a los ojos.
—¿Magia? —preguntó Encarna, entre curiosa e inquieta.
—Ja, ja, ja —rió Carlos. —Verás —dijo descorchando una botella que había traído junto al postre. —Se trata de una receta muy antigua, del norte, el bizcocho regado con el chocolate tiene una textura más bien seca, así que de lo que se trata es de tomarlo a la vez con este compuesto de hierbas que le da un toque especial.
—¿Pero…tendrá mucho alcohol, no? —preguntó Encarna mientras lo miraba y sentía un irrefrenable deseo de abalanzarse sobre aquel tipo que siempre la hacía sentir como una reina. “Sentir” claro, esa era la palabra, durante toda la comida ella le había hablado de mil cosas y “sentía” que a él le importaban, “sentir”…
—¡Que va! —afirmó Carlos. De una forma casi instintiva, Carlos puso su dedo índice en el vasito en que había depositado el líquido y alzando la mano a la altura de la boca de Encarna le dijo: —Toma prueba, ¿no me crees? Ja, ja, ja, ¿piensas que quiero emborracharte o qué?
Debo estar volviéndome loca —se dijo. Casi sin pensar Encarna acercó su húmeda lengua al dedo de Carlos y probó tímidamente.
—Tenías razón, está bueno. ¿Así que no quieres emborracharme, no?
En ese instante Carlos la miró fijamente a los ojos, se levantó, se dirigió hacia ella y poniéndose a su espalda la cogió por los hombros. Ella notó como su aliento se acercaba a su cuello…La besó suavemente justo por debajo del lóbulo de su oreja, mientras sus manos acariciaban sus hombros y su cuello. Ella gritó hacia su interior. Un escalofrío le recorrió de abajo arriba la espalda cuando Carlos empezó a dar leves mordiscos alrededor de su cuello. Notó como sus pezones se endurecían como nunca lo habían hecho. Mientras seguía recorriendo su cuello con labios, dientes y lengua, Carlos deslizó una de sus manos entre sus pechos. El corazón le latía deprisa. Notó como aquella mano le acariciaba suavemente como una pluma primero, con energía después. Sin dejar de acariciarla Carlos hizo que se levantase y girándola hacia él la besó suavemente abrazándola fuertemente. En segundos sus labios y sus lenguas iniciaron un armonioso ritual que fue convirtiéndose en salvaje. Encarna recorrió con sus manos la espalda de Carlos, con fuerza; sintió en el chocar de sus cuerpos toda la encendida virilidad de Carlos. Sin dejar de acariciarse, besarse, lamerse…se desnudaron, muy lentamente, eternamente. Encarna se dejó caer suavemente en el amplio sofá tras la mesa. Carlos la siguió. Los rayos del sol de media tarde dibujaban la silueta de Carlos haciéndolo aún mas deseado. Situándose sobre ella, Carlos comenzó a lamer el cuerpo de Encarna, mientras sus manos le sujetaban con fuerza por detrás de sus muslos. Poco a poco Carlos fue recorriendo con miles de pequeños besos primero los pechos, después el ombligo…Encarna sentía como aquella boca la hacía estallar en mil pedazos, en millones de pedazos. Durante unos segundos se mantuvo absolutamente inmóvil, extasiada, sin necesidad alguna de bajar a la realidad. Carlos se tumbó junto a ella y empezó a acariciar suavemente su cabellera rubia, ella le miró sin verle… Fueron segundos, minutos o horas quizás las que Encarna sintió esa sensación, no estaba sola… “sentía”. Se giró hacia Carlos, llevó con suma delicadeza una de sus manos hacia abajo y empezó a acariciar con suavidad el miembro que se le ofrecía arrogante, Carlos suspiró con fuerza apretándola contra él; Encarna sintió como un torrente se apoderaba de ella, de nuevo su respiración se aceleraba, apartó su mano y manteniendo sus pechos deliberadamente a la altura de los labios de Carlos, se sentó literalmente sobre “él”. Ambos volaron apenas unos segundos, gritaron, sus cuerpos formaron un tenso arco justo antes de una explosión inenarrable, breve, apocalíptica…

lunes, 15 de febrero de 2010

La Pena

Se acercó, con la mirada clavada en el horizonte, hasta la orilla del precipicio, aún en pijama y zapatillas. La brisa removía su larga cabellera castaña y le ocultaba su blanco y joven rostro.

La noche estaba a punto de despedirse y un pálido reflejo, se mostraba en el horizonte. El mar era como un vacío, oscuro, que parecía haber engullido la luz y todo aquello por lo que ella se ilusionó una vez.

Ya no tenia lágrima pues los años de pena habían acabado con ellas, aunque no solo con ellas, sino también con las ganas de vivir. Las lágrimas la habían dado consuelo y la habían hecho sentirse viva.

Ahora el vacío la llenaba.

-Hola - escuchó a su espalda.

Se giró y vio a aquel niño de cabello dorado y enormes ojos azules que la observaba con curiosidad.

-Hola – respondió ella, aún confusa por el inesperado visitante. – No debería estar aquí, es peligroso.

-Es peligroso para ti. Yo ya he visto a muchos como tu antes. Algunos estaban decididos, a otros les costó más, pero al final la pena los arrastró.

-¿A que te refieres? – pregunto sorprendida.

-Ya sabes a que me refiero, a lo que has venido a hacer aquí.

-Pequeño, tu puedes imaginar cosas, pero no puedes entenderlas, eres muy pequeño e inocente – dijo ella bajando la mirada al suelo.

La claridad de luz cada vez era mayor y el mar, en su horizonte, empezaba a mostrar algo de color. El sol no tardaría en desperezarse.

-Quizá te parezco joven en apariencia, pero soy casi tan viejo como el tiempo – replicó el niño, que en ningún momento había perdido la luminosidad e inocencia en sus gestos.

-Si sabes a que he venido, - prosiguió ella, aún con la mirando al suelo como si le hablara a las piedras - ¿Por qué sigues aquí? ¿Quieres ver el espectáculo o evitarlo?

-El motivo de mi presencia no es importante porque hace tiempo que tomaste la decisión, yo solo formo parte de ella.

El sol ya mostraba el rostro y seguía decidido a mostrarse entero. La luz ya empujaba a la oscuridad hacia el oeste y a su vez los colores llegaban con la luz. El cielo empezaba a coger un tono azul intenso y el mar ya no era un vacío, sino un espejo de múltiples tonalidades turquesa. La vida parecía llegar con la luz y las gaviotas y Charranes, empezaban a sobrevolar el mar y el peñasco, en busca del desayuno.

Los sonidos se mezclaban, los graznidos de las aves y su chapoteo en el mar, los suaves golpes del mar contra las rocas, el susurro de la brisa al rozar las rocas y plantas del precipicio. Todo aquello ponía la banda sonora perfecta al despertar de un precioso día de primavera.

-Deberías irte – dijo ella girándose bruscamente hacia el precipicio.

El niño no dijo nada, solo se le esbozó una leve sonrisa, como si aprobara el gesto de ella al girarse de nuevo hacia el precipicio.

De repente ella se dio cuenta del espectáculo de amanecer que se estaba dando ante sus ojos y un escalofrío le subió desde la punta de los dedos de los pies a la espalda, como si algo la hubiera enchufado de nuevo al mundo, aquel que en otro tiempo fue capaz de disfrutar.

-Cuanta belleza – susurró con los ojos abiertos como platos.

-Cierto – dijo el niño a su espalda – pero ya no la disfrutaras mas, hace mucho tiempo que olvidaste hacerlo.

-Quizá…quizá podría intentarlo…quizá podría volver a disfrutar de las cosas, volver a vivir – balbuceó ella, mientras las lágrimas empezaban a caer por sus mejillas, como si fuera la primera vez que presenciaba aquello.

-¡No es posible! – dijo el niño – Yo siempre seguiría a tu lado y si no es ahora, pasaría en otro momento. No podrías dejar de pensar en el accidente y como tu marido y tu hija perdieron la vida en él. Siempre te sentirías culpable, lo fueras o no. Yo soy tu pena, tu dolor, tu culpa y mi trabajo es hundirte, empujarte al vacío y acabar conmigo.

El niño se acercó a ella, puso sus delicadas manos en las nalgas de ella y, con un sutil empujón, la precipitó al vacío.


Antoni Esteve


jueves, 4 de febrero de 2010

Intro...

Dicen que los muertos no hablan y es que quizá ya soy un fantasma.
Aunque si lo fuera, ¿porque siento el estomago en la garganta, huelo el rancio de ésta habitación y noto éstas punzadas en el espinazo?
¡Por Dios, no sé cuanto mas aguantará esta puerta!

Hace apenas un par de horas que acepté el trabajo. El último, me dije para variar, sencillo y rápido, me dijeron para variar.
Ahora estoy seguro que ha sido el último.

Solo un transporte, como otras veces, llevar un paquete al lugar indicado, sin preguntas y con sigilo.
Nunca sé lo que transporto, aunque lo intuya, pero debe ser algo que a mucha gente le hace gracia poseer y que, a su propietario, no le hace ninguna extraviar. Eso implica que, desde que el bulto pasa a tus manos, debas atenderlo como si fuera tu vida. Cualquiera pensaría que es una locura, pero la necesidad y el dinero fácil, hacen que deposites muchas esperanzas en llegar al destino.

El lugar de entrega, una pequeña farmacia de barrio, no queda muy lejos del lugar de recogida, apenas una hora en transporte público. El trayecto ha sido limpio, como le llamamos nosotros al transporte perfecto, sin traspiés, sin sobresaltos, como el electrocardiograma de un cadáver.

Todo en el establecimiento parecía normal, un local repleto de estantes atiborrados de vetustos recipientes y en la que, no sin esfuerzo, caben unas 4 personas.
No había nadie, he entrado y ha aparecido, de la rebotica, esa en la que ahora estoy atrapado, un hombre en bata blanca. Demasiado joven, he pensado, para una farmacia tan anticuada, aunque a decir verdad, no conozco a muchos farmacéuticos.

Debía ser tan sencillo como intercambiar las contraseñas y entregar el paquete, pero justo en ese momento, un silbido, que se ha acercado por mi espalda, me ha sobrepasado y ha ido a impactar en la frente del farmacéutico, manchando todo de rojo.
No me ha dado tiempo a pensar en lo que sucedía, que ya estaba saltando tras el mostrador y cayendo sobre el cadáver del farmacéutico. Las defensas se me han activado de tal manera que creí estar sudando adrenalina.
Aquel hombre aún estaba caliente y las náuseas me han empezado a convulsionar, cuando he oído correr a alguien hacia mí.
De un rápido vistazo, dos opciones. La primera, salir hacia la puerta principal y enfrentarme al sujeto que se acercaba o, la segunda, encerrarme en la trastienda. La segunda me ha parecido la mejor, ese sujeto no daba la impresión de atender a negociaciones.
Por suerte, o quizá no, aún tengo el paquete en mi poder.
En cualquier momento ésta puerta cederá y aquí no hay salida posible, ¡soy fiambre!

¿Oigo sirenas?
¿Vendrán hacia aquí?
Los golpes en la puerta han cesado y oigo pasos que se alejan, alguien huye del lugar.
¡Si, las sirenas ya están aquí!
Genial, parece que, a pesar de todo, aún no me toca ser fiambre.

-¡Atención, le habla la policía, grupo operativo nuclear, biológico y químico! – se oye desde un megáfono -. No se mueva de donde esta, no manipule el paquete y siga las instrucciones que le daremos para su salida. Deje en el suelo cualquier arma que posea y no nos obligue a usar la fuerza.

-No tengo armas. ¡Déjenme salir! – grito.

-Bien, siga las instrucciones – prosiguen desde el megáfono -. Quítese toda la ropa y solo coja el paquete. Salga de la trastienda, en la farmacia le esperan dos agentes. Déles el paquete y espere instrucciones.

-¡Ya esta, salgo de la trastienda! – replico impaciente, mientras me dirijo hacia la farmacia como mi madre me trajo al mundo.

¡Pero que diablos esta pasando! El grupo nuclear y biológico de la policía, dos agentes que van vestidos de astronauta y estas luces que me ciegan…

-Señor, déme el paquete y quédese quieto mientras lo inspeccionamos – me indica uno de los dos agentes que habían entrado en la farmacia vestidos con atuendos de astronauta.

-Tenga. No sé lo que hay ni me interesa. Solo quiero salir. Me asfixio – exhalo con poco aliento, acercándole el paquete.

-¡Mierda! Aquí agente uno, el paquete no esta intacto. Repito, no esta intacto y el receptáculo esta vacío. Esperamos órdenes – indica el agente por radio, mientras inspecciona el paquete.

-Aquí agente dos. El medidor de constantes indica que el sujeto no tiene pulso, no respira y su temperatura ya ha descendido. Además – prosigue el segundo agente, vestido como el primero, pero acarreando un extraño aparato a hombros conectado a una especie de pistola estroboscópica y que en todo momento había estado dirigiendo hacia mi -, presenta un orificio en el pecho, parece la salida de una bala. En la espalda se puede observar la entrada de la bala y la inflamación de la zona espinal, típica de lo que buscamos. Jefe, este ya es otro títere movido por los hilos de nuestro querido amigo.



-¡Atención agentes, eliminen al sujeto y limpien la zona! - anuncian desde el mismo megáfono con tono grabe e implacable -. Repito, eliminen al sujeto, no podemos dejar que el parásito salga de ahí metido en su cuerpo. ¡Procedan!



-¡Agentes, informen de la acción!



-¡Agentes uno y dos, respondan!



¿Qué me sucede?
¡En un pestañeo y solo con mis manos, acabo de despedazar a dos hombres!
¿Un parasito?
¿Dentro de mí?
Me siento tan…sobrehumano.


Antoni Esteve