domingo, 27 de febrero de 2011

Un Dilluns per Amanda.


Obro els ulls desorientada, el primer que enfoco és la finestra de vidres emplomats.
Respiro alleujada. És el meu dormitori.
Des de que la Gertrude em va abandonar per fugir amb el Sebastian, cada nit es una aventura que es difumina a l'endemà en imatges etíliques no sempre agradables. No em llevo sempre on toca.
El despit per l'abandonament m'empeny a buscar plaers fugaços i boniques mentides en els primers llavis que em dediquen un somriure.

Tinc el cap tèrbol i pesant. Una piconadora treballa dins el crani triturant les neurones que troba.
Un soroll diferent es va fent present, travessant capes de embotiment fins que capto el seu significat. Són els motors de la banyera d'hidromassatge en funcionament.
Em paralitzo, immòbil com la mosca atrapada a la teranyina quan intueix que s'apropa l'aranya, resistint-me a girar-me per esbrinar la identitat del meu visitant. No goso respirar, atenta a nous indicis sonors.
- Què vas fer ahir tros de suro? Amb qui et vas ficar al llit? - em planyo.
Una terrible certesa m'assalta. Aixeco els llençols. El que em temia, estic tota nua, encara pitjor, sense depilar.

Aconsegueixo asserenar-me desprès d'un lleuger mareig. Ensumo l'aire viciat a la recerca de nous indicis: la ferum normal a mitjons bruts, llençols que tenia que haver rentat fa una setmana, i perfum barat que no identifico. Jo faig pudor a suor, tabac i ginebra.
El soroll de les bombolles explotant en la sopa calenta que és la banyera em treu de polleguera. -Perquè no canta? Tothom canta al bany.
Em regiro dins el llit, no puc suportar estar més estona d'esquena. Una acció tant senzilla em fa venir basques. Em faig la falsa promesa que tornaré a beure tant.
- Que vaig fer ahir?. Vaig tornar a insinuar-me matusserament al cambrer del Tabú?. És ben possible, i ....... sí!, una noia, una rossa de corbes generoses ..... no això va ser al Tequila, ..... desprès, merda!, no ho recordo.
Amago el cap sota el coixí, i venen algunes imatges confoses. Aquell paio escanyolit i amb pinta de pertorbat. No, ell no. No he pogut caure tan baix.

La porta del bany no està del tot ajustada, un baf blanquinós s'esmuny apropant-me l'escalfor de l'altra cambra.
Tinc que esbrinar qui gasta els meus xampús i embruta les tovalloles. Ni tant sols faig l'esforç de posar-me alguna cosa al damunt. Miro de no caure, eludint els paranys de les muntanyes de roba, escampades com en camp de mines. Tot gira, però aconsegueixo agafar-me al marc de la porta. L'obro d'una puntada, intentant oferir la imatge d'una llunàtica violenta que faci impossible qualsevol intent d'apropament o conversa.
- Què collons ....? - callo abans d'acabar la frase. No hi ha ningú dins la banyera. Contemplo amb la boca oberta les bombolles que segueixen explotant, gronxant la meva col·lecció d'aneguets banyuts.
Començo a sentir-me alleujada. - Vaig ser jo, doncs? -. Assajo una ganyota que vol ser un somriure.
M'apropo al mirall i em quedo glaçada. El cor em batega desbocat. Les cames em fan figa, i em deixo caure al terra humit i relliscós. La seva fredor no m'ajuda a baixar la sufocació que sento. Amb el meu pintallavis de l'Oréal han escrit un missatge. Llegeixo un cop i un altre:

“Amanda, hem sortit a buscar alguna cosa de menjar. Te'm preparat el bany. Te l'has ben guanyat”. Petons, Gertrude i Sebastian.

(exercici: escena amb conflicte).
Sergi G. Oset. Curs d'Escriptura Creativa




jueves, 24 de febrero de 2011

El Brujo Indio

En un bar nocturno, en la profunda noche, se oyó una extraña conversación entre dos hombres. Uno de ellos, en el frenesí del alcohol, gritó: -Me siento como un elefante atrapado en un cenicero. Es que nadie se da cuenta, que mi cigarrillo se consume como se consume mi vida, y no puedo escapar! Un hombre delgado y viejo, de rasgos indios, se lo quedó mirando con sorpresa.
-te das cuenta de lo que acabas de decir? Un elefante atrapado en un cenicero.-repitió como para sí.- interesante…
El primer hombre dijo:
-y que hay de interesante?. –su cara reflejaba mil noches como esa, de alcohol y perdición, en aquel bar escondido en una calleja céntrica de una gran ciudad.
-Mira, hace años que no hago esto, pero veo bondad en tu mirada, y la mirada a veces es ciega. Te voy a ayudar. –El viejo indio pensó unos instantes.- Ahora vete a casa, y antes de dormir, pronuncia la frase unas cuantas veces, como si fuera un mantra, y duerme; mañana me cuentas.
El hombre se fue a su casa, y ya en su cama pronunció repetidamente: Un elefante en un cenicero, un elefante en un cenicero, un elefante en un…
Esa noche tuvo un sueño muy vivido: soñó que era un elefante, un grandioso y majestuoso elefante que se paseaba por la selva, en una libertad desconocida, una libertad de la conciencia, un estado primigenio de comunión con la naturaleza; pero en un momento determinado del sueño se encontró preso; intuía quien lo apresaba, pero solo tenía la sensación de estar preso, en un inmenso cenicero. Se despertó sobresaltado y sintió una punzada de temor en los primeros segundos de vigilia, cuando te encuentras en la frontera entre el sueño y el despertar. Encendió un cigarrillo y se quedó mirando el pequeño cenicero de cristal que le regalaron en su cumpleaños. Se sentía aturdido.
A la noche siguiente fue al bar, y se encontró con el viejo indio. Este le hizo un gesto para que se sentara en su mesa. El local estaba en penumbra y casi vacio.
-Has soñado? Preguntó.
-Sí. –Dijo el hombre- y como nunca había soñado, realmente sentía ser un elefante, y era una sensación muy curiosa, no hay palabras para describirla, solo, tal vez…
-Qué? –los ojos del indio brillaban inescrutables.
-Libertad.
-Y qué o quién era lo que te apresó?
-Supongo que el cenicero, ¿no?
-No hagas suposiciones, siente.
-no comprendo.
Se produjo un lento silencio, que duró unos instantes, pero que contenía una magia intrínseca.
-Ahora dejemos un momento el mundo del sueño; vamos al mundo del pensamiento, al mundo de las palabras. Un elefante es un animal muy fuerte, grande, con una gran fuerza, eso nos dice la lógica ¿verdad?
-Sí.
-Siguiendo la razón, ¿como un elefante puede estar preso en un cenicero?
-No sé. Es lo que sentí.
-Eso es! Lo que sentiste. Y lo sentiste en un momento de mucha exaltación; en mi cultura, antiguamente, se le asignaba un animal a cada ser humano; tu animal es el elefante, siéntete afortunado de poseer su fuerza, ahora te toca lidiar con el obstáculo.
-el cenicero?
-Eso es solo simbología, pero los símbolos están muy enraizados en la mente humana. Así que lo usaré para sanarte. Sabes, me gustó mucho cuando gritaste la frase, y la frase en sí.
-Porque?
-Porque le daré la vuelta, escucha: Un cenicero pegado en un elefante. Tienes un problema. ¿Qué tienes que hacer?
El hombre sonrío asombrado por la habilidad del viejo indio, y dijo:
-Tengo que usar mi fuerte trompa de elefante para lanzar lejos de mí ese viejo cenicero, que tanto tiempo me ha causado sufrimiento.
Dicen que no volvió a beber, y se convirtió en otra persona.

Marc Ribas

sábado, 19 de febrero de 2011

El alma de los objetos

—¿Qué es esto? —le pregunta Sonia a su primo apuntando con el dedo a un objeto redondo situado en la vitrina del salón.
—El cenicero del abuelo —responde aburrido Pedrito, levantando la vista del cuaderno. Hace una hora que están solos en casa, mientras sus madres aprovechan para ir a comprar los últimos detalles para la cena de Nochebuena. Los niños se suponía que debían quedarse haciendo deberes, pero ya han empezado a cansarse y Sonia hace un rato que anda curioseando por el salón.
—Qué color tan bonito... Y mira, ¡tiene un elefante en el fondo! —exclama ahora con la nariz pegada a los cristales—. ¿Lo puedo sacar?
—No —responde apresuradamente Pedrito—, mamá dice que no se puede tocar, que es muy caro y, además, peligroso.
—¿Cómo va a ser peligroso?
—Dice papá que, si lo tocas, pasan cosas raras —afirma mientras se sitúa al lado de su prima y se pone de puntillas para poder ver el objeto de más cerca. Aunque tiene la misma edad que Sonia, siete años, es un poco más bajo.
—Bah... no me lo creo. Seguro que lo dicen para que no lo rompas, que a ti se te cae todo —se ríe la otra mientras estira el brazo para poder llegar a la llave que cierra la vitrina.
—¡Qué haces! —se alarma Pedrito— ¡cómo se entere mi madre!
Pero Sonia no hace caso a su primo. Da un par de vueltas a la llave, abre la vitrina y alarga el brazo para coger el cenicero. Pedro se queda quieto observándola, sin atreverse a impedírselo. No quiere llevarse ninguna patada, como la última vez que intentó evitar que Sonia usara el maquillaje de su madre. Sin embargo, tan pronto como la niña alcanza el cenicero y lo agarra con la mano para acercárselo, se abre la ventana del salón, entra una cálida racha de viento —a pesar de que están en pleno diciembre— y Sonia desaparece.
—¡Sonia! —a Pedro se le quedan los ojos como dos platos. No hay rastro de su prima y el cenicero da vueltas solo en el suelo.
—¡Sonia! —vuelve a gritar mientras la busca desesperadamente a su alrededor.
—¿Qué le has hecho? —pregunta al elefante del fondo del cenicero mientras se agacha y, muy despacio, acerca la mano al objeto.
Tan pronto como el niño coge el cenicero, vuelve a entrar otra racha de viento cálido. Pedro, al sentirla, quiere soltar el platillo, pero es demasiado tarde. Nota como el aire envuelve su cuerpo, todo lo que le rodea empieza a dar vueltas descontroladamente, sus pies se elevan y una gran fuerza tira de sus manos, como si quisiera arrastrarlo. De repente, el impulso desaparece y Pedro cae al suelo.
Poco a poco abre los ojos y, a medida que se le va pasando el mareo y recupera el aliento, se tranquiliza al darse cuenta de que no se ha hecho daño y que está sentado en medio de unos hierbajos altos, de color pajizo. Se levanta para poder hacerse una mejor idea de dónde se encuentra y el sol, que brilla con fuerza, lo deslumbra. Cuando sus ojos se acostumbran a la nueva luz, se sorprende al ver que, hasta donde alcanza el horizonte, no hay nada más que hierbas y matorrales, con excepción de algún árbol aquí y otro más allá.
—¡Pedrito! —oye que gritan por detrás.
El niño reconoce la voz de su prima y le falta tiempo para girarse y correr a abrazarla.
—¡Chsss! —le insta ella mientras con el dedo apunta unos metros más allá de donde se encuentran.
Pedro se tapa la boca con las manos para evitar soltar un grito de sorpresa. A poca distancia de ellos, hay una cría de elefante revolcándose felizmente en una pequeña charca de barro. ¡Qué risas! Los dos niños observan boquiabiertos los juegos del animal, que parece estar pasándoselo en grande cogiendo barro por la trompa y luego echándolo a chorro por todo su cuerpo. Algo más lejos, Sonia divisa la figura de un elefante más grande que se acerca. Cuando llega junto a la cría, enrolla su trompa con la del pequeño y tira suavemente de ella para sacarlo de la charca.
—Será su madre —susurra Sonia.
—Tiene un agujero con forma de luna en la oreja —cuchichea él.
—Y cómo brillan sus colmillos… Fíjate ¡si son del mismo color que el cenicero!
«Es cierto» piensa Pedro, «el cenicero…», y siente como se le hace un nudo en la garganta.
El pequeño elefante está tan a gusto en el barro que su madre tiene que insistir mucho para que se vuelva con ella. Al final, se lo lleva arrastrándolo por la cola.
—¿Sonia, dónde estamos? —pregunta Pedro con la mirada fija en la espalda los animales, que ya han empezado a andar para reunirse con su manada.
Al no recibir respuesta, gira la cabeza y se percata de que, Sonia, de nuevo, ha desaparecido. Mira a su alrededor alterado y suspira aliviado al verla un poco más allá. La curiosidad la ha llevado a levantarse para seguir sigilosamente al elefante y a su madre.
La manada, un grupo de unos veinte ejemplares de todas las edades, arranca la marcha y los dos niños los van siguiendo unos metros por detrás.
—¡Qué familia más grande!
—Y todos los mayores tienen colmillos de ese color tan bonito.
—Qué graciosos cuando mueven la trompa y las orejas.
Andan una media hora tras el grupo y, cuando a Pedro ya empiezan a dolerle los pies, Sonia observa:
—Parece que se están parando. ¿Qué es eso?
Sonia avanza un poco más y se esconde tras unas matas algo más altas. Si bien durante el camino hasta allí los elefantes habían estado moviendo las orejas, jugando con las trompas y barritando animadamente, ahora se habían quedado quietos y en silencio, reunidos con solemnidad alrededor de unos cinco o seis cuerpos tendidos en el suelo. Sonia nota como una lágrima le baja por la mejilla al darse cuenta de que son elefantes muertos y que a todos ellos les han cortado los colmillos.
De repente, a lo lejos, se oye el rugido de un motor. Pedro ve como una nube de polvo avanza a toda velocidad hacia los elefantes. A medida que el vehículo se acerca, puede distinguir que en él van montados cinco hombres armados con rifles. Los elefantes, asustados, levantan sus trompas, zarandean sus grandes orejas y, desordenadamente, se atropellan para abandonar el lugar.
Sonia busca a la cría que había estado jugando en el barro y se da cuenta de que con el caos ha caído al suelo y le está costando levantarse. Su madre, que había empezado a huir, vuelve corriendo en su busca. Llega junto a ella al mismo tiempo que el todoterreno, que se detiene a unos diez metros de los animales. Pedro observa como la elefanta dirige la mirada de su cría a los hombres y de estos a su cría. Al ver que el grupo apunta al hermoso ejemplar con las cinco armas y se prepara para apretar el gatillo, Pedro arranca a correr hacia los dos elefantes, con las lágrimas saltándole de los ojos.
—No lo hagáaaaais… —grita gesticulando a los hombres, a la vez que sigue corriendo con todas sus fuerzas para ponerse delante de los elefantes.
—Pedro, ¡vuelve aquí! —chilla Sonia.
¡Pum! ¡!Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! El estallido de los cinco disparos retumba en los oídos de Sonia y Pedro. Tras unos segundos ven desplomarse a la madre del pequeño elefante. Un gran vacío los invade, todo se vuelve negro a su alrededor, regresa la racha de viento cálida, el tirón de brazos y, sin saber cómo, se encuentran de nuevo en el salón de casa, con el cenicero entre las manos.
Los niños lo miran fijamente y, con los ojos aún vidriosos, ven como el elefante grabado en el fondo mueve las orejas y les enseña como, una de ellas, tiene un agujero en forma de luna.

(3r ejercicio del curso - Marta)

jueves, 17 de febrero de 2011

DULCE CENICERO

Menudo problema tuvo el elefante del zoológico el día que, por más que buscara, no encontraba su querido cenicero.

En realidad era un elefante hembra tan vieja que, aunque fuera ciega, se guiaba por su muy desarrollados sentidos del olfato y del oído, y de entre todos los olores, su preferido era el de ese cenicero. La verdad es que no tenía nada de especial ya que era un simple cenicero que, inamovible, siempre estaba en el mismo ángulo en el borde de su terreno acotado; era el típico que los ayuntamientos instalan en lugares públicos, como en ese zoológico. Pero para nuestra elefante tenía otro significado ya que, como podéis imaginar, ella no fumaba con lo que no lo utilizaba con ese fin.

El caso es que a unos pasos de ese cenicero, en un pequeño alto elevado por un pretil, había un puesto de helados en el que por pura mala suerte, buena para la elefante, y poca observación de la gente, ocurrían repetitivamente accidentes tontos de caídas inesperadas de gente que absorta en la contemplación de su preciado y rico recién adquirido helado, no se percataba del ligero escalón que inesperadamente encontraban a su paso y, claro, al perder el equilibrio, en el traspiés, soltaban todo lo que sostenían en sus manos terminando el dulce, de esa manera, indefectiblemente estampado contra el suelo.

A pesar de los varios y múltiples improperios que dicha gente imprecaba, por un mínimo gesto de educación cívica, casi todos recogían el espachurrado comestible como podían y lo tiraban a ese cenicero ya que era el que más cerca se encontraba del lugar del accidente.

El heladero, un hombre mayor que llevaba muchos años contratado por ese zoológico ejerciendo tal oficio en el mismo punto de venta, sabía que el éxito de su trabajo y, por lo tanto, el seguro de su contratación a largo plazo ya que su facturación superaba a la de los demás puestos de venta de comida del centro, dependía en gran medida de ese accidentario escalón, que conseguía que vendiera el doble de lo que en principio pudiera hacer ya que los accidentados, a pesar del enfado, generalmente volvían a comprarle otro helado para posteriormente marcharse observando con cautela por dónde caminaban, y a la elefante, de la que no entendía por qué no se movía casi nunca del borde de su terreno dejando que los observadores al pasar la vieran muy de cerca e incluso pudieran llegar a tocarla, a pesar de estar prohibido según se leía en un cartel colgado de la valla.

La elefante, sin saberlo, confirmaba todos los días una y otra vez la ley científica de Paulov ya que, al ser tan vieja y experimentada, dentro de lo que pueda experimentar un elefante en cautiverio a lo largo de su vida, sabía que al poco de oír un tono elevado de palabras malsonantes, que ella por supuesto no entendía pero sí sus consecuencias, alguien le dejaba el regalo que tan ansiadamente esperaba en su lugar favorito y que con sólo alargar su trompa hallaba y, disfrutando enormemente, ingería.

Pero llegó la ley antitabaco. La dirección del zoológico decidió retirar todos los ceniceros del parque y, por supuesto, también retiraron éste sustituyéndolo por una simple papelera que colocaron más cerca del puesto de helados, por lo tanto más lejos de la elefanta que a pesar de seguir oyendo los improperios y oliendo el helado desparramado, no encontraba con su trompa el tan querido cenicero. Cada vez que oía las elevaciones tonales, la elefanta empezaba a salivar, pero no conseguía calmar su antojo y esto le sumió en un grave estado de depresión. Empezó a no querer comer ni beber, no se movía de su puesto, ni para ir a dormir con el resto de sus congéneres, y empezó a dejarse morir lentamente.

Fue el heladero el que dio parte a las autoridades del parque sobre el estado apático de la vieja elefante, ya que seguramente era el que más la conocía por su observación diaria, pero ni él sabía cuál podía ser la causa de su tristeza ya que por su avaricia nunca llegó a observarla detenidamente. Bastante tenía con realizar tramposamente el doble de sus expectativas de venta y que la dirección del centro no se diera cuenta de cuál era su secreto comercial, con lo que no se había percatado de la pequeña debilidad del animal.

Los veterinarios del zoológico empezaron a hacerle toda clase de pruebas a la vieja y triste elefante, pero no conseguían ningún resultado sobre la causa de su clara apatía. Sí observaron que presentaba un grave deterioro físico por su edad, por su absoluta falta de interés por la vida, la comida, la bebida e incluso por el resto de elefantes, sus compañeros de cautiverio, pero no hallaron evidencia alguna de enfermedad física. Tuvieron que hacerle todas estas pruebas delante de los espectadores ya que no había manera de moverla del lugar que ella había escogido para morir, pero no se quejaba ni se movía cada vez que la molestaban.

La gente se acercaba para ver lo que ocurría y algunos incluso intentaban animarla de alguna manera tentándola con zanahorias, terrones de azúcar u otros comestibles, pero ella seguía inmutable en su esquina hasta que un día se acercó un niño pequeño, con un gran helado en sus manos, que a pesar de los gritos asustados de su madre se quedó quieto en el mismo lugar donde antiguamente estaba el cenicero. La elefante, al oírla y olfatear con desgana, en un último intento de buscar su preciado cenicero, mientras empezaba a salivar como siempre, volvió a alargar su trompa y….. ¡sorpresa! ¡encontró de nuevo su regalo! En un santiamén se levantó sobre sus cuatro patas, según le permitieron las fuerzas que le restaban, y de un bocado se comió el helado que le había quitado al niño de sus manos.

El heladero, esta vez sí, observó toda la escena. Era difícil no percatarse de lo que ocurría ya que los gritos de la madre y el llanto alarmante del niño hicieron que todo el que por allí pasara al menos girara la cabeza para mirar al trío protagonista del problema. Fue en ese momento cuando el heladero supo cuál era el grave problema de la elefante. Cogió otro gran helado, se acercó con cautela al animal y se lo ofreció. Esta seguía quieta, sin inmutarse. Pero justo en ese momento se cayó otro de sus despistados clientes, el heladero giró su cabeza para mirarlo, pero sin moverse del lado de la elefante y siempre ofreciéndole el helado de su mano, y cuando el joven accidentado empezó a maldecir su suerte a voz en grito, la elefante volvió a elevar su trompa, cogió el helado de la mano del heladero y se lo comió de un bocado a la vez que movía alegremente su cola.

El heladero, feliz por su descubrimiento, cogió la papelera que estaba cerca de su puesto, la colocó en el antiguo sitio del cenicero, compró varios helados con su propio dinero, los tiró en la papelera y mientras echaba improperios malsonantes de camino a su puesto miraba con una sonrisa a la elefante que con renovadas ganas de vivir comía con ansia el regalo que su amigo le había hecho.

Ainhoa B.

miércoles, 16 de febrero de 2011

ETERNO PINTOR

-Como se dibuja un malestar? –planteó una chica en la clase.
Quedamos todos un poco desconcertados. Tenía razón. Hay cosas que tienen una
calidad etérea para ser plasmadas en un dibujo.
Aquel día me fui a casa con un misterio en mi cabeza. Pero por la noche algo se
encendió en mi. El profesor, en una anterior clase, había recalcado la importancia de
la expresión artística como una vía de descubrimiento de lo más recóndito, lo más
profundo de nosotros mismos.
Dejé que toda la información se colara por los poros de mi mente, absorbiendo cada
detalle de las clases. La verdad es que tenía como una cosa dentro de mi que
necesitaba comprender, algo que hervía.
El lunes tomé otra ruta para ir al trabajo. Pensé que estos pequeños gestos, como
cambiar la ruta, o tomarse el café en otro lugar, me otorgaban una pequeña libertad
para romper la monotonía de ir a trabajar de lunes a viernes en un trabajo que solo
servía de medio económico para vivir.
Al pasar por un callejón y girar por una pequeña plaza, vi un pintor que estaba
pintando un rostro, un rostro de mujer. En ese preciso instante, se hallaba ocupado de
los ojos. El pintor los perfiló, unos ojos inexpresivos, y de repente, con un rápido toque
de pincel, les dio vida. Increíble, pensé; ahora todo el rostro de la mujer había
cambiado: te miraba con una extraña mezcla de ternura y seductora madurez.
Algo tan inefable fue magistralmente expresado por el pintor con unos toques de
pincel.
Esta vez lo que hervía dentro de mí se volvió compacto: expresar la vida, es emprender
un viaje al infinito, me dije en voz alta; un viaje apasionante.
Pasé los días plasmando infinidad de realidades y mundos en mis cuadros. Mezclas
de colores inimaginables que formaban el misterio de un atardecer; Perfiles de
emociones convertidas en explosiones de color; Si un pensamiento, una idea bastante
fuerte como para hacerme vivir crecía en mi, dibujaba todo un mundo simbolista
nacido del inconsciente; y si leía una historia o veía una película que me gustaran tanto
como para llegar a la frontera del dolor, emprendía proyectos artísticos en que
intentaba una serie de cuadros que formaran una imagen unificada y una historia
pintada a ojos del espectador.
Un día recordé una frase de una escritora: no podemos perseguir afanosamente la
belleza, con el miedo pisándonos los talones.
Y entendí que para vivir tenía que conocerme, tenía que conocer mis debilidades
primero. Así como la escritora tomaba nota de su parte oscura para superarla, yo
empecé a sacar el malestar en mis cuadros.
Podían ser dibujos y pinturas bien reales, de algo tan interior e inefable: el llanto
convertido en unos ojos suplicantes que derramaban una sola lágrima, pero pintada de
tal forma, que el lienzo lloraba.
Así, depuré todo mi ser con la expresión artística. Y pude entender muchas cosas
que antes no comprendía. Pero sobretodo, si ahora quería volar, podía hacerlo, dentro
de un cuadro, con unos toques de pincel…

Marc Ribas

DELIRIO

Soy José Linares, artista, y un día me volví loco. Como ocurrió? Es difícil de explicar. Solo puedo decir que fue una locura creada por mi; tal como si hubiera pintado un cuadro, diseñé los laberintos de la locura. Fue una noche en que me encontraba en casa de unos amigos, todos artistas. Poníamos en común nuestras ideas, nos exaltábamos unos a otros con lo fugaz de la inspiración… en fin, surgieron muchos temas, mucha emoción. Fue al fin de esa velada nocturna que salió la idea. Ser capaz de construir un delirio. Muchos saben que los delirios, que se dan en ciertas enfermedades mentales, pueden llegar a ser muy creativos, i albergar ideas nuevas; aunque no es frecuente que un delirio sea útil para la sociedad, para arrojar luz a viejos temas filosóficos, ni tal vez para uno mismo, si que puede tener su utilidad creativa y de descubrimiento. Eso pensamos aquella noche. Construir un delirio… Pero cómo? Me pregunté. Y entonces recordé una explicación: el delirio es una respuesta de la mente, ante un mundo que se desmorona, tu mundo; cuando tu realidad se derrumba como un castillo de naipes, la mente se refugia en el delirio, un mundo casi onírico en donde todo tiene su lógica, no hay incongruencias, vives en tu mundo de fantasía. Feliz como nunca. Pensé que clase de delirio quería construir; y vino uno a mi cabeza: el delirio de una persona que se cree el Salvador del mundo, ya que según el calendario Maya, este se acaba en el 2012. Esta persona quiere salvar el mundo de una forma insólita: escribiendo. Es cierto que la literatura es un regalo, una facultad que se nos ha dado para profundizar en la vida, sentir, pensar, y una infinidad de cosas más, pero,¿ salvar el mundo de la destrucción? Eso me parecía improbable. Entonces me di cuenta de algo: yo podía imaginar un delirio, articularlo como una novela de ficción, pero nunca llegaría a sentir lo que sentía la persona que tiene un delirio. Esto me creó una nueva urgencia: vivirlo. Empecé a escribir la novela que tendría que salvar el mundo. Pensé que era una buena forma de meterme poco a poco en la experiencia, pero de forma totalmente imaginaria. Yo tenía el control, lo viviría, pero lo dirigiría como se dirige la escritura que avanza misteriosa de pagina en pagina; como un sueño del que sabes que vas a despertar. Así empecé a escribir la novela. Una novela que tenía que salvar el mundo! ¿De que trataría? Pensé. Y un Lunes por la mañana lo supe, lo presentí, tuve una certeza: El tema de la novela tenía que ser espiritual, porque no había otra forma de salvar a la humanidad de la destrucción , que creando un método para que la gente estuviera en paz consigo misma. La salvación no consistía en construir una nave para ir a otro planeta, sino en alcanzar un estado de fe desorbitado, tan poderoso que la gente moriría en paz, junto con la tierra, los árboles, los ríos… porque sabría que les espera un paraíso. La exaltación novelesca me ganó enseguida. Crearía una nueva religión. Escribir un libro tan interesante me llenaba de una extraña emoción, me hacia plantearme muchas cuestiones. Durante días y semanas me encerré en mi cuarto, y escribí. Entonces empezaron los problemas. Mi mujer y mis hijos se quejaron de que la novela me tenía demasiado absorbido, que apenas les prestaba atención, y descuidaba mis obligaciones.-Pero, Magda, es un trabajo esencial. –le dije a mi mujer. –nunca había estado embarcado en una aventura semejante, tengo que escribir, tengo que hacerlo. Mi mujer me miró de forma extraña, cerró, a petición mía, la puerta de la habitación y se fue al comedor resignada. Poco a poco me fui enredando en la trama: una nueva religión, el paraíso. Sabía que lo religioso había perdido valor a ojos de una nueva sociedad caracterizada por la tecnología, la libertad, las nuevas generaciones. La religión parecía haber perdido poder. Pero, que dirían de una religión con los siguientes elementos: la liturgia del arte, el rezo de la palabra, el cielo de lo imaginario. Sería una religión con un solo dogma: el individuo tendría que consagrar su vida a un solo objetivo: leer mi libro. Yo era el Profeta, el creador de esta nueva religión. El libro estaría diseñado de tal modo, que la persona que lo leyese, poco a poco, se desvincularía del mundo terrenal, adquiriendo unas alas imaginarias que lo llevarían al mundo de la fantasía; allí estaría a salvo de la destrucción del planeta. El mundo de la fantasía era el paraíso!
Escribía y escribía, día y noche. Un día en que había estado escribiendo toda la noche, decidí salir al comedor. Me encontré que allí no había nadie; una nota de mi mujer que había dejado en la mesa:
Los niños y yo nos hemos ido a casa
De mis padres.
José, los últimos meses has estado muy extraño
No hablabas, no escuchabas mis palabras
Despierta, te estás volviendo loco.
Ha llegado una carta del periódico: has perdido tu trabajo
No se ha pagado el alquiler, si no lo pagas en una semana
Te desahuciaran.
Espero verte recuperado
Cuídate, un beso.
Por un momento quedé paralizado, no sabría describir lo que sentí. Pero en medio de profundas cavilaciones, y misteriosos pensamientos, me dije : tengo que salvar el mundo, no puedo parar, el libro tiene que estar listo antes del 2012!! Antes de entrar de nuevo en mi habitación, me miré en el espejo del pasillo y no supe reconocer mi rostro…



(La idea de construcción de un delirio, que ahora es un relato, es poder hacer una novela corta, en clave de humor, sobre la locura, que reflexione sobre nuestra sociedad y muchos aspectos ridículos de esta.)
Marc Ribas Teodoro

martes, 15 de febrero de 2011

El elefante y el cenicero

Érase una vez, un elefante que caminaba felizmente por la senda de un bosque. El mamífero irradiaba pura felicidad y una inocencia jamás vista. El animal observaba todo lo que le rodeaba y experimentaba con todo. Desde oler una preciosa margarita, sentir la fresca brisa recorriendo su cuerpo, hasta detenerse y contemplar el paso firme y seguro de una hormiga que se cruzaba en su camino mientras hacía alarde de su fuerza transportando una enorme hoja.

El elefante quería aprender cada minúsculo detalle de todo lo que le rodeaba. Para él, el tiempo era abstracto y carente de valor, pensaba que podía aprender todo sin importarle el tiempo que necesitase. Cuando vio pasar la hormiga, reanudó su trayecto sin saber que algo le llamaría la atención por encima de todo.

Algo le sorprendió, un destello, un reflejo provocado por el juguetón del sol hacía aquel objeto de que estaba en el suelo, delante de él. Su innata curiosidad hizo que sus patas tomaran posesión de su cuerpo y se movieran hacia aquel objeto, acercándose para comprobar que era. Mantenía su cara de asombro y de expectación, mientras la ladeaba sutilmente y sostenía su trompa rígida, sin terminar de creerse lo que veían sus ojos. Aquel destello no le dejaba divisar con claridad, hasta que el sol dejó de centellear picaronamente sobre aquel objeto e incrementó su sorpresa cuando descubrió lo que era. ¡Un cenicero!.

Aquello no sólo era un objeto de cristal, sino que contempló estaba boca abajo y además, percibió que en su interior contenía un cacahuete. Su alegría fue inmensa cuando avistó aquel apetitoso majar. Su trompa fue descendiendo lentamente, acercándose al cenicero y en el preciso instante en que lo iba a tocar, este corrió varios metros alejándose del animal y llevándose consigo el preciado comestible.

El elefante, estupefacto, parpadeó varias veces mientras se le abría la boca sorprendidamente, siguiendo el recorrido del cenicero con la mirada y de cómo se llevaba el cacahuete consigo. Manteniendo esa misma expresión facial, el cuadrúpedo volvió a acercarse al cenicero y a su preciado tesoro, pero este inició su marcha cuando el elefante lo hizo, manteniendo las distancias y la velocidad.

El elefante se exasperó al ver que el cenicero no cedía, por lo que aumentó su velocidad y a su vez el cenicero actuó de la misma manera. Ambos empezaron a correr, uno detrás del otro. El cacahuete que transportaba el objeto de cristal daba vueltas en su interior como si estuviera poseído, divirtiéndose de participar en aquel espectáculo.
Hasta que el mamífero pisó su trompa, haciéndole perder el equilibro y dándose de bruces contra el suelo. Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados y con una mueca de dolor.

El cenicero se detuvo en seco, daba la impresión que contemplaba al pobre elefante en el suelo y se acercó a él lentamente. Primero se puso justo enfrente de el, luego a un lado, luego al otro con movimientos pausados y calmados. Pero el elefante no reaccionaba.
El cenicero se detuvo otra vez, sólo un instante, para volver a correr enfrente del cuadrúpedo que estaba tumbado. Dibujaba círculos y figuras geométricas en el suelo, haciendo alarde de su agilidad y mofándose de la torpeza del animal.
Cuando de pronto el elefante alargó la trompa justo en la trayectoria del cenicero, haciendo saltar el pequeño objeto por los aires y también su valiosa carga que llevaba consigo. El cenicero cayó al suelo y se quedó al descubierto, estaba del revés y no podía darse la vuelta por si mismo para seguir corriendo.

El elefante se incorporó, miró al cenicero arqueando sus cejas y suspirando. Luego buscó el cacahuete, lo recogió con su trompa y siguió andando por el sendero mientras masticaba aquel suculento regalo y movía su cola alegremente.

De repente se detuvo, su cola dejó de moverse, el mamífero parecía una estatua, nada lo alteraba. Cuando al cabo de unos segundos, el cuadrúpedo dio un par de pasos para darse la vuelta, giró su cabeza y miró en dirección al cenicero, que seguía en el mismo sitio donde lo dejó, entonces se le dibujó en su boca una orgullosa sonrisa. Volvió sobre sus pasos para seguir andando por el sendero, movía su cola con total felicidad y siguió observando todo cuanto le rodeaba.

viernes, 4 de febrero de 2011

ESCENA DE VERANO

- Aitona* despierta….venga despierta….- reclamaba cariñosamente su nieta dándole besitos en su arrugada mejilla - ¡despierta ya! No es hora de dormir…- el abuelo se agitó un poco mientras salía de su somnolencia no de muy buena gana - ¡ por favor, por favor! …. Cuéntanos un cuento…..- insistía y volvía a insistir Andrea esta vez ya tirando de la manga de la camisa de verano de su abuelo que descansaba sus cansados huesos en su sillón predilecto, acogedor, envolvente, viejo y gastado como él. Llevaba tanto tiempo sentándose en él que ya tenía la forma y el olor característico de su colonia y el del tabaco de su pipa mezclado con el olor del cuero viejo.

Andrea y sus hermanos adoraban a su abuelo. A pesar de ser un hombre ya casi nonagenario, de la antigua escuela, de educación férrea y estricto en sus deberes y en el de los demás, era también un hombre dulce y cariñoso con sus nietos a los que tenía habituados a sus historias, relatos y cuentos que gustosamente inventaba cada vez que éstos solicitaban su compañía. La única condición que les imponía era que si querían que les relatara un cuento, primero le tenían que servir un vaso de vino tinto para aclararse bien la garganta.

El abuelo, que estaba adormilado mientras su mujer y su hija preparaban la comida en la cocina y su yerno ponía la mesa en el jardín después de una soleada mañana de verano en la playa en familia, abrió pesadamente sus ojos, giró ligeramente su cabeza y vio a través de sus gruesas gafas a sus tres nietos portando en sus manos diferentes manjares tentadores que incitaban al relato de un nuevo cuento.

Andrea, la mayor de los tres hermanos, tenía ocho años y era la niña de sus ojos. Para él, era la niña más bonita y lista del mundo. Con su pelo negro, ondulado y largo hasta la cintura, ahora trenzado y mojado después de la excursión al mar, y sus ojos grandes, negros e inteligentes rodeados de largas y negras pestañas, conseguía con sólo una mirada alegrarle la vida. Sabía exactamente cómo lograr que su abuelo contestara a sus peticiones, ella lo sabía, y es por eso que siempre era la encargada de solicitar el relato esperado antes de la comida del mediodía. Su abuelo observó que llevaba en sus manos el vaso de vino tinto que seguramente sirvió su madre, pensó el, peaje indispensable antes de la narración de ese día. Su nieta tenía los ojos muy abiertos, expectantes ante el nuevo cuento, y una gran sonrisa en sus labios a la que no podía resistirse. Su abuelo, lentamente, alargó el brazo, rozó suavemente su mejilla en una caricia y tras descender su mano hasta la suya cogió el vaso que en ella sostenía antes de que su rojo contenido se derramara en la alfombra de la abuela.

Julen y Mikel, eran los hermanos gemelos de Andrea. Con seis años de edad, eran idénticos físicamente. Morenos de pelo muy corto ya que nada más llegar el verano su madre les rapaba la cabeza, de tez blanca y muy pecosa, tenían una sonrisa muy picarona y ojos verdes claros muy brillantes e infantiles que a su abuelo generaban una gran ternura. Al abuelo le costaba mucho diferenciarlos, pero este verano tuvo suerte ya que a Julen se le acababan de caer dos dientes y a su hermano aún no y así, al poder distinguirlos, no podían seguir tomándole el pelo en sus juegos de cambios de identidad. En cuanto a su personalidad en cambio, eran totalmente divergentes ya que mientras Julen era un niño tranquilo, cariñoso y empático, Mikel era inquieto y travieso, aunque también cariñoso. Los dos juntos hacían un dúo peligroso ya que claramente Mikel era el dominante y Julen el alegre dominado. A su abuelo le encantaba mirarlos cuando jugaban entre ellos, a veces fastidiaban a su hermana, sobretodo Mikel, y hacían travesuras con todo lo que tenían prohibido tocar en casa de su abuela haciendo que ésta les regañara, siempre con una sonrisa escondida. Hacían que añorara sus tiempos de juventud.

Los dos niños estaban a cada lado de su hermana llevando en sus manos un pequeño bocadillo de chorizo, para acompañar al vino, y la pipa para después del aperitivo cada uno mientras mostraban una gran sonrisa y escondían sus manos libres en sus espaldas. Su abuelo se dio cuenta de que hoy era un día especial ya que traían más de lo estipulado con lo que supuso que le pedirían algo más que la simple narración del cuento. Por más que se estrujaba la mente, no sabía qué era lo que tenía de especial el día, pero sabía que algo ocurría, y mientras despejaba su mente y cogía de las manos de los niños los presentes que le traían, intentó averiguar cual era el acontecimiento diferente del día.

- ¡Uy..! ¿qué me traéis? ¡qué suerte la mía! ¡si viene con un pincho y la pipa de fumar! ¿qué será lo que he hecho tan bien que me merezco tantos mimos….? ¿o será que vosotros habéis hecho algo malo y queréis pedirme disculpas antes de que yo me entere de qué es lo que ha pasado?
- ¡No! – contestaron los tres niños a la vez - nosotros nos hemos portado muy bien, hemos estado en la playa, nos hemos duchado y le hemos ayudado a poner la mesa a aita** – continuó diciendo Julen, siempre sin quitar la gran sonrisa de su cara.
- Entonces….¿qué os traéis entre manos? ¿por qué escondéis una mano a la espalda vosotros dos? – contestó su abuelo mirándolos directamente a través de sus grandes y gruesas gafas mientras se incorporaba pesadamente en el sillón.
- ¡Ah! ¿ no lo sabes aitona?- contestó Andrea mostrando ya sus pequeños dientes en una sonrisa que iba en aumento – Hoy es un día especial….
- ¿y qué día es hoy, si puede saberse? – preguntó el abuelo sorprendido y algo desorientado ya que aún no entendía exactamente qué era lo que pasaba.
- Pues…. Que hoy no vas a ser tú quién nos cuente el cuento…… sino que vamos a ser nosotros quienes te lo contemos….
- ¡ Ah sí…! ¡qué suerte tengo! ¿y cuál es la razón de tal honor? – respondió el abuelo cada vez más intrigado.
- Porque hoy queremos hacerte un gran regalo, que es contarte el cuento que hemos inventado entre los tres – le confesó Mikel – y dos pequeños – continuó Andrea mientras miraba a sus hermanos a la vez que les asentía con un ligero gesto de la cabeza y éstos sacaban sus manos escondidas de la espalda mostrándole dos grandes y preciosas conchas blanco nacaradas de mar. Y los tres al unísono gritaron - ¡FELIZ CUMPLEAÑOS AITONA!.


* Aitona : abuelo, en vasco.
** Aita : papa, en vasco.

Ainhoa B.

Un día como cualquier otro

Seguía absorbido por mi lectura, el libro que leía hacía desconectar mis otros sentidos, absorbiéndome por completo y haciéndome perder la noción del tiempo mientras sentía como éste se detenía.
No se cuanto tiempo pasó, desde que me pude sentar en el tren, después de una jornada de trabajo, y abrir el libro por la página por donde lo había dejado esta mañana, pero algo me despertó.
Confundido miré a mi alrededor y vi como los demás pasajeros hablaban entre ellos hasta el punto que el murmullo se hizo constante.

Empecé a notar cierta agitación colectiva cuando oí que el maquinista no se había detenido en la estación anterior y tampoco se detuvo en la siguiente que justo habíamos dejado atrás.
Con los años que llevo haciendo el mismo trayecto, de casa al trabajo y del trabajo a casa, esta era la primera vez que ocurría algo extraño.
Sentí como todo mi cuerpo se petrificaba, un escalofrío lo recorría sin dejar ningún rincón, por insignificante que fuera. El pánico se apoderó de mí al igual que a los demás pasajeros. Pensé en qué me ocurriría si chocase el tren o llegase a final de la línea.

Observé los rostros de las personas que tenía alrededor, como el pánico se reflejaba en sus ojos. Algunos lloraban, otros rezaban y otros no se movían por el terror y el shock que sufrían.

Un hombre se acercó a la puerta de la cabina, mientras hacía esfuerzos para mantenerse en pie, por culpa de las sacudidas del tren en cada curva.
- ¿Está ahí dentro? -. Dijo gritando mientras aporreaba histérico la puerta. – ¿Me oye? -. El silencio fue su única respuesta.

Sin pensármelo dos veces, me puse en pie y fui directo a la puerta de la cabina, sujetándome en los respaldos de los asientos para no perder el equilibrio.
Cada paso que daba sentía que el tren aumentaba de velocidad, el sonido de las ruedas metálicas en contacto con la vía se hacían cada vez más intensas, ensordecedoras y provocaban una reacción en los pasajeros de gritos y afirmaciones tan negativas que desanimarían al mismísimo diablo. No obstante, seguí firme en mis convicciones, quería salir vivo de allí y la única idea que me rondaba por la cabeza era desde los mandos de la cabina.

- Nadie responde -. Me dijo el hombre que instantes antes aporreaba la puerta.
- ¡Es igual, apártate! -. Dije en un tono severo y autoritario mientras me sujetaba al respaldo del asiento que tenía más cerca, levanté la pierna para descargar toda mi furia y adrenalina, cerca del pomo de la puerta, para hacer saltar el cierre y entrar.
El tren giró sutilmente en una curva y me hizo perder el equilibrio sin darme tiempo a golpear la puerta. Volví a arremeter contra la puerta, esta vez gritando histérico mientras mi pié conseguía destrozar el cierre y este saltar por los aires.

- ¡Lo has logrado! -. Dijo una voz femenina detrás de mí, con cierto tono de sorpresa, mientras entraba en la cabina.
Una vez dentro, vi al conductor, un hombre de avanzada edad con cabellos grises como nubes furiosas y preparadas para desahogar sobre todo aquel que se atreviera a seguir en la calle, echado encima del panel con la mano derecha sujetando una palanca.
- Esa es la palanca -. Dije en voz baja y totalmente convencido, siguiendo mi intuición y sin tener ni idea de cómo funcionaban todas aquellas luces y botones.
Fui directo a apartar la mano del mando y tirar, pero la mano estaba tan firmemente sujetada a esa vara que me tuve que emplearme a fondo para dejarla libre.

Acto seguido, moví el mando hacia mi recorriendo toda la trayectoria que permitía, miré hacia delante y observé. No pasó nada, ni tan siquiera se redujo la velocidad. Mi respiración se aceleró, volví a mirar la palanca, pero esta no daba más de sí, luego miré al conductor que tapaba todo el panel y no dudé en apartarlo, tirándolo al suelo sin ningún pudor para poder observar completamente el cuadro de mandos para encontrar algún indicio de me dijera que podía detener el tren por algún medio.
No podía aguantar más la angustia y el estrés de aquella situación, empecé a tocar todos los botones y ninguno daba señales de ningún tipo, parecía que nada hacía reaccionar le tren.
Con mis puños empecé a dar golpes encima del tablero mientras gritaba encolerizado, mis ojos no pudieron resistir la situación humedeciéndose por las lágrimas que empezaban a aparecer, cuando de repente un pensamiento pasó por mi cabeza.

- ¡Accionar el freno de emergencia! -. Grité con todas mis fuerzas mientras seguía mirando el cuadro de mandos, aferrándome a la idea, a la esperanza que funcionase y nos librase de un impacto seguro.
Di media vuelta y miré al hombre que estaba junto a la puerta, el mismo hombre que la aporreó un instante antes.
- ¡Junto a la puerta lateral, accionar el freno! -. Volví a gritar señalando fuera de la cabina mientras miraba a los ojos de aquel hombre, de pié y quieto como si fuera una estatua. - ¡Ahora, mueve el culo! -. Le insistí.

Al momento sentí una sacudida que me volvió y casi me hizo golpear la cabeza contra el cuadro de mandos. No comprendí que pasaba hasta que noté como el tren reducía la velocidad. Una inmensa alegría llenó mi cuerpo, me quedé atónito mirando por el cristal, observando como tanto el paisaje como mi corazón se movían cada vez más lento, mis músculos se relajaban y mi respiración se ralentizaba hasta que el tren se detuvo por completo. Volví a recuperar el aliento.

Grité de alegría mientras veía una luz delante del tren, parecía una estación y no estaba muy lejos. Avisé a los demás de mi hallazgo para que se pusieran en marcha y fueran a pie por la vía, mientras me arrodillé junto al conductor para comprobar su pulso. Estaba muerto, no me extrañó pensar en un ataque al corazón, pero el motivo del fallecimiento se encargaría los forenses.

Me dirigí a la puerta lateral para salir del tren y antes de bajarme me fijé en el freno de emergencia que había a la altura de mis ojos, sonreí al pensar que alguien me había oído o se le ocurrió esa idea.
Bajé del tren de un salto, suspiré mientras me relajaba y andaba hacía la estación, pensando en lo ajetreado del trayecto y las ganas que tenía de llegar a casa.