jueves, 3 de julio de 2008

El accidente

Después de 15 años viviendo en Europa, por fin iba a volver a la que era mi casa. Me había comprado un billete para Buenos Aires, escala Miami, un billete de retorno a mi hogar, un billete para dejar atrás una época de mi vida que ya se acababa. Subí al avión pasadas las tres de la tarde. Era uno de esos días de mucho tráfico aéreo, en pleno mes de julio, con medio mundo de vacaciones y el otro medio esperándolas. Había facturado dos enormes maletas en las que lo llevaba absolutamente todo. El resto de mis cosas las había vendido, ya no me quedaba nada en España. Mientras iba pensando en mis cosas, el avión se iba llenando. Cerca de mí se sentó un tipo muy alto. Dejó su chaqueta en el compartimento superior y se sentó, dejando vació el asiento de en medio. Al cabo de cinco minutos, ese asiento lo ocupó una mujer de mediana edad.

Despegamos de Madrid a las 4 de la tarde. El cielo estaba despejado. El hombre alto leía, mientras la mujer se entretenía haciendo sudokus. Las azafatas pasaron un par de veces con el carrito de los refrigerios y yo me pedí una manzanilla. Después pusieron una película y me quedé dormido. No fue hasta que noté la primera sacudida que no me desperté. Abrí los ojos y me encontré dos caras de pánico frente a mí: el hombre alto empezó a rezar en voz alta y la mujer se agarraba a los brazos de su asiento con la cara desencajada. El resto de pasajeros también empezó a gritar. Yo estaba aturdido por el sueño y no entendía nada. Esas turbulencias no eran normales. Miré por la ventana. El cielo que antes era azul ahora era gris y unas nubes enormes lo empapaban todo. Lo oscurecieron todo. Los pasajeros no cesaban en sus gritos, todos menos yo. No podía pensar, no podía reaccionar, pero no tenía miedo. Había asumido que con 68 años, cualquier día podía pasarme algo malo. La señora de mi lado me apretó el brazo y me miró a los ojos:

- Tengo miedo. No quiero morir, tengo miedo.

No supe que responderle. Yo siempre había sido un tipo de pocas palabras, así que sólo pude mirarla sin decir nada. Le quité instintivamente la mano de mi brazo al ver la máscara descolgarse ante mí. Me la coloqué como el resto de pasajeros hizo. Cerré los ojos. Si iba a morirme, quería que la muerte me encontrara con los ojos cerrados. Las turbulencias cada vez eran más grandes. El avión inició un descenso en picado. Los gritos volvieron a elevarse, las luces del avión se apagaron y los asientos empezaron a saltar. Oí chillar al tipo alto que tenía dos asientos más allá. No hubo tiempo para más. La montaña paró nuestra caída.



En menos de siete horas volvería a ver Miami. Volvería a ver a Reinaldo, mi Reinaldo. Lo había extrañado tanto. Sus caricias suaves, su sabor almibarado, su olor a canela… Subí a aquel avión ruidoso y maloliente por la tarde. Hacía un día espléndido, pero yo sólo podía pensar en que ese tiempo iba a ser mejor en Miami. Me quité la chaqueta y la puse encima de mi asiento. Antes de subir había comprado una novela, trataba sobre un tío que investigaba un crimen en el Louvre y no sé qué de la Gioconda… me entretenía leyendo esas tonterías, sin escuchar a las azafatas, esas que huelen a colonia barata y a acondicionador de peluquería. A mi lado había una señora de unos 45 años. Llevaba un maletín de cuero. La azafata se acercó para decirle que lo pusiera debajo de su asiento. Casi vomito por culpa de su perfume.

El tipo que se sentaba al lado de la mujer, un viejo gordo y sudoroso, se pidió una manzanilla. Odiaba a aquel tipo de hombres, tipos sebosos que no cuidan su imagen y que no se lavan lo suficiente. Otra vez la azafata se acercó a mí. Yo rezaba para que se fuera… finalmente, después de darle la manzanilla al gordo, Dios hizo caso a mis ruegos y se largó.
Pusieron una película, pero yo seguía leyendo. La mujer, que rellenaba crucigramas, alzó la mirada y se dirigió a mí con tono desconfiado:

- Señor, ¿tiene usted auriculares para escuchar la película?
- Tenga, señora.

Cualquier cosa para no volver a ver a las azafatas merodeando mi asiento. Le di mis auriculares. Pasó una hora más o menos cuando empecé a sentir las primeras sacudidas. El avión perdía altura y la gente empezaba a murmurar. La señora se quitó los auriculares y me dijo:

- ¿Qué está pasando?
- Señora, no se alarme, son solo turbulencias.
- ¿Qué no me alarme? ¿Cómo que no me alarme? Esto no es normal. Azafata!!!
- Maldita sea, señora, no llame a la azafata!!!

Ya era tarde, la azafata se acercó con cara de pocos amigos:

- ¿Qué está sucediendo, señora?

En aquel momento, una sacudida y la voz del sobrecargo:

- Señores y señoras pasajeros, mantengan sus cinturones de seguridad abrochados, estamos pasando una zona de fuertes turbulencias.

La azafata volvió a su sitio. El tipo gordo se despertó. La mujer le dijo no sé qué. Las turbulencias eran cada vez mayores. Yo empecé a rezar. Padre nuestro que estás en los cielos… y a pensar en Reinaldo, mi Reinaldo, en su sabor almibarado, su olor a canela… hasta que mi asiento saltó por los aires y un golpe secó contra el techo del avión paró mi caída.


No me gusta volar. Jamás me ha gustado. Ese día, tuve que coger un avión hasta Buenos Aires, escala Miami. Iba a ser un viaje largo para cerrar un negocio en pocas horas. Si llegaba a media hora, eso iba a ser mucho. Facturé mi maleta pequeña y me quedé con mi maletín para llevármelo abordo. Solo mi portátil, el dinero y un cuaderno de pasatiempos. Los sudokus me iban a relajar. Me había tomado una pastilla tranquilizante y ya no temblaba. Cuando subí al avión, tenía la mente más clara y despejada, pero seguía teniendo miedo.

Intenté que nadie notara nada de mi pavor a volar. Me senté entre un tipo alto y negro que iba leyendo El código da Vinci y un señor mayor y corpulento que ni me miró. La azafata me llamó la atención:

- Señora, puede poner el maletín debajo de su asiento?
- Claro que sí, señorita.

El chico negro puso mala cara. Yo le miré con recelo. No me gustaba su mirada. De hecho, no me gustaban los inmigrantes en general. Los negros en particular, aun menos.

Despegamos. El cielo estaba claro y el tiempo soleado. El señor de mi izquierda se pidió una infusión. Yo tenía mucha sed pero me resistí a pedir nada. Ya se sabe que la comida en los aviones está muy cara. Me sumergí en mis pasatiempos.

Al poco rato pusieron una película y ví que no tenía auriculares. Tenía dos opciones: preguntarle al señor mayor si tenía auriculares o al negro. Pensé “¿un señor mayor con auriculares? No”. Así que se los pedí al inmigrante. Mi educación fue máxima, no fuera a despertar a la bestia que todos llevan dentro. El chico me respondió con educación y me dejó unos. Así que, gracias a su inesperada amabilidad, pude escuchar la película.

Tom Hanks llevaba una hora hablando en un banco de la calle cuando noté una sacudida. Me asusté y empecé a sudar de nuevo. Había mantenido una calma tensa pero una calma al fin y al cabo hasta que empezaron las turbulencias. Me entró el pánico. Miré al negro:

- ¿Qué está pasando?
- Señora, no se alarme, son solo turbulencias.
- ¿Qué no me alarme? ¿Cómo que no me alarme? Esto no es normal. ¡¡¡Azafata!!!
- Maldita sea, zorra, no llames a la azafata!!!

El negro se había vuelto amenazante. La azafata se acercó justo cuando una nueva sacudida hizo chillar al resto del pasaje. La megafonía dijo no sé que de los cinturones. El negro dejó de preocuparme. Sabía que iba a morir… lo sabía. Miré al señor mayor:

- Tengo miedo. No quiero morir, tengo miedo.

El señor no me dijo nada. Creo que estaba tan asustado como yo. La gente seguía chillando y mis oídos me dolían. En un segundo el avión empezó a caer en picado y algunos asientos saltaron. El negro salió despedido. Yo me agarré fuertemente a los brazos del asiento. Un fuerte choque y el avión se partió en dos…

Ya no recuerdo nada más. Solo que me desperté en el hospital al cabo de tres días. Los periódicos hablaban de 9 supervivientes. Lo habían llamado un milagro.

Maite Fernández

2 comentarios:

Aula de Escritores dijo...

Me he gustado mucho cómo se ha empleado la técnica del multiperspectivismo en este relato. Resulta muy interesante leer los pensamientos de ambos personajes, comprobar cómo han interpretado las acciones del otro y descubrir sus historias personales. La lectura del texto es muy amena y es evidente que se ha escrito procurando dotar a cada parte de la narración de puntos comunes para reconocer las vivencias de los personajes en los diversos puntos de acción de la historia al mismo tiempo que ofrecer nuevas informaciones que completan y enriquecen la historia.

Ángela Alonso Amador

Maite dijo...

Carai! muchas gracias por la crítica!!!