jueves, 4 de diciembre de 2008

Una Tarde Cualquiera

Guernika, 26 de Abril de 1937, 16:35 horas.

Me despertó un eco lejano. Con los ojos aún pegados, busqué a tientas los postigos de la ventana, y al abrirlos la luz de la media tarde me deslumbró. Aparté la mirada, y dejé que mis ojos se habituaran a la claridad, recorriendo despacio mi habitación. Poco a poco, pude distinguir los detalles que me envolvían, supongo que los mismos que cualquier habitación de otro niño de mi edad. Un libro a medio leer sobre el escritorio, el armario entreabierto, el calzado tirado en un rincón… Era mi pequeño refugio. El aire frío que la primavera nos traía, aún olía a café y pastas en casa. Me puse la chaqueta de pana y me volví de nuevo hacia la ventana. Aparté mi muñeco de trapo y, de rodilas sobre la cama, la abrí. La tibieza del sol se diluyó con el fresco del atardecer, y un ligero olor a quemado se coló a través de ella. Entonces pareció como si en la lejanía, el monte se derrumbara, pero mi ventana daba al otro lado y no pude ver nada, ni siquiera a un paisano para poder preguntarle. No duró mucho, pero desde mi ímpetu infantil de vascongado, aquello ofreció a mi imaginación la posibilidad de inventarme una aventura. Cerré de nuevo y salí en busca de mi hermano.

La casa estaba desierta. Mis padres atendían su negocio, como cada día desde que abrieron la zapatería. Mi abuelo, que llevaba viviendo con nosotros desde que enviudó, tres años atrás, tampoco estaba. Ni mi hermano. Dado que era mayor, a veces ayudaba a mis padres, y su ausencia no era extraña. Hacía mucho que esa era la rutina en mi hogar, y las tardes se convertían en tediosas horas de ocio solitario. Salvo que saliera a jugar con mis amigos. Pero era día de mercado, y la plaza estaría llena de puestos a medio desmontar, como cada Lunes.

Dispuesto a que nada estropeara mi diversión, salí a la calle. Parecía que se estaba nublando, pues una nube negra se agolpaba desde el río. Contemplé un instante las calles desiertas de mi ciudad, mientras me frotaba las manos entumecidas por el frío, y el olor a quemado se hacía más fuerte. De pronto una silueta, que me pareció el arquitecto Castor Uriarte, pasó corriendo a lo lejos, y yo salí a escape tras él. Al fin algo de emoción. Lo perseguí sin tregua mientras cruzaba la plaza, extrañamente desierta, y cada pocos metros algún paisano más se nos unía. Casi no tenía aliento, pero era tan emocionante… Reía mientras daba caza a a quellos adultos que se habían aliado con mis fantasías sin saberlo. Extendía los brazos a modo de avión, y entre mis carrillos colorados, miles de ametralladoras abatían a los enemigos, que huían despavoridos. Y llegamos al río casi sin darnos cuenta. Frené mi vuelo poco a poco, mientras mis piernas perdían la vitalidad, mis alas se desmontaron y me paré. A lo lejos se veía el puente, y en las inmediaciones, los árboles ardían furiosos llenando el aire de aroma a leña quemada, mientras muchos lugareños se agolpaban alrededor. Quise acercarme para ver mejor, pero una mano me aferró del brazo y me volvió:
- “ Gorka, ve a casa, corriendo, y espéranos allí”
- “Pero amatxu, ¿que pasa? ¿Por qué se queman los árboles?”
- “Ve a casa, hijo, no te entretengas. Coge un saco y mete dentro algo de ropa y comida”
Con mis fantasías hechas añicos, obedecí.

Guernika era la cuna de la civilización vasca, y un centro económico. Sus calles hervían de actividad, en especial los días de mercado. Los comercios y tabernas siempre estaban llenos, y el bullicio empapaba el ambiente hasta que caía el sol. Hacía semanas que bastantes soldados se mezclaban entre nosotros, lo que aún daba más vida al entorno. Me sorprendió, de camino a casa, encontrar a mi paso tan sólo ausencia.
Obedecí a amatxu, y luego me senté frente a los fogones aún tibios a esperar. Pero tras mucho rato, sólo había aparecido Mikel, un vecino algo mayor que yo, así que bajamos a la portería a jugar a las tabas para matar el tiempo. De pronto, la campana de la iglesia comenzó a tocar. Nos miramos extrañados, y comenzaron a sonar sirenas. De un salto nos levantamos y salimos a la calle. De pronto todo el mundo había salido, y corrían por todas partes con una expresión desencajada, como si quisieran mitigar el frío. Sonó una detonación al otro lado del pueblo, y luego otra, y otra más… Mikel y yo nos miramos de nuevo, desorientados, mientras el aire se teñía de un sabor acre y las columnas de humo comenzaban a elevarse entre el estruendo. Yo no entendía nada, pero empecé a tener miedo. La gente gritaba “¡corre, corre, por Diós…!”, y al pasar delante nuestro “¡Kaporá, Kaporá!” El caos era total mientras llovía fuego por todas partes. Yo quería esperar a mi familia, pero comenzaron a salpicar cascotes alrededor. “¡Al ayuntamiento!” me apremió Mikel, “Mi padre me dijo hace poco que si algo así pasaba, en el ayuntamiento había un refugio subterráneo”. Corrimos desbocados por las calles llenas de escombros, entre el ruido, el humo que nos ahogaba y empezaba a hacerse más denso, y aquel olor que aún hoy recuerdo. Entonces escuché un motor, y al levantar la vista, un avión se precipitaba en nuestra dirección, ametrallándolo todo a su paso. Salté dentro de una portería. Mikel no tuvo tiempo y una ráfaga lo despedazó delante de mi. Recuerdo que me agazapé en aquel lugar, cerrando los ojos y llorando una barbarie que jamás olvidaré y que, hoy en día, todavía no comprendo. Una terrible explosión me lanzó por los aires, mientras un diluvio de cristales y piedra me ajaba la piel, y aparecí de nuevo en calle. El humo apenas era traspasable, en todos los sentidos, y mientras sangraba gritaba “¡Papá, mamá…!” cuando el miedo y el llanto me lo permitían. Alguien me alzó en volandas y me llevó entre edificios que se deshacían devorados por el fuego. Entramos en una portería y bajamos muchas escaleras, hasta llegar a un túnel. “Aquí estamos a salvo” me dijo mi padre. Yo sólo veía tinieblas y gente presa del pavor, sucios y apelotonados, mientras hilos de polvo se descolgaban del techo con cada detonación. Por primera vez me sentí algo reconfortado. Pero si he de hacer honor a la verdad, fue en esos minutos, con los oidos tapados, entre el olor a sudor y a humedad, cuando pasé más miedo. Esperaba que en cualquier momento, un proyectil hundiera la techumbre y acabara con todos. Pero pronto las explosiones empezaron a perderse entre los sollozos y los rezos, hasta que se hizo el silencio, un silencio que ninguno de los allí presentes nos atrevimos a romper. Eran las siete y media de la tarde.

La división Cóndor arrasó Guernika en una hora, y asesinó a más de 300 personas. Apenas quedaban casas en pie, y muchos incendios no pudieron ser sofocados hasta el día siguiente. Me pareció desolador, aunque no comprendía que había pasado. Mi infancia terminó aquella tarde, pero me dejó el terrible recuerdo de la peor barbarie que he podido contemplar. Yo no lo sabía entonces, pero una tarde cualquiera, aquella tarde, viví el horror que llenaría mi tierra de sombras durante 40 años.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa

3 comentarios:

Aula de Escritores dijo...

Buf!! Qué tremendo! Lo es en general, pero el fragmento en el que el chico jugaba aprovechando el pánico de los demás me ha parecido particularmente genial.

Dicho esto, ojalá todo el mundo pudiera sentir algo parecido a lo que sintió aquel chico en su propia piel. A muchos les haría falta.

Un abrazo!
Manuel Santos.

Juanmi dijo...

Pues yo creo que con una educación apropiada, no haría falta.

Enseñarles a nuestros hijos lo que es la libertad, lo que representa el carácter individual de cada uno, y el derecho que todos tenemos a pensar lo que queramos, y ser respetados, haciendo lo propio con el resto de personas, enseñarles que las diferencias que consideramos separatorias, si no agreden la dignidad humana ni hacen daño a nadie, deberían ser motivo de unión y no de disputa, porque es lo que nos ofrece un punto de vista diferente y por tanto, lo que nos aporta cosas nuevas y nos enriquece... Transmitiendo los valores adecuados, nadie necesitaría vivir algo así.

No creo que nadie merezca pasar por semejante salvajada para comprender lo que es la vida en realidad.

Anónimo dijo...

La fuerza y elpoder deben ser instrumentos de servico y no destrucción, pero algunos seres se hacen de oscuridad y maldad. La naturaleza del hombre deberá evolucionar hasta volver a la inocencia de los niños en la que todos puedan disfrutar de este paso por la vida como empieza el chico de tu relato.
Afectos,
Melqui Barrero