jueves, 18 de diciembre de 2008

“La inexistencia de la virginidad”. Neus Figols (octubre '08)

He aquí mi historia. Nací en Taiwan, entre los estruendos y chirridos de unas máquinas medio oxidadas que apestaban a aceite y a ese particular olor a cuero que tiene el plástico cuando se funde. Incluso ahora, al cerrar los ojos y pensar en esos olores, puedo recordar algunos instantes de ese rincón oscuro y anónimo en el que estuve por primera vez.

Allí dentro viví innumerables aventuras, crecí y engordé, aprendí a escuchar, y desarrollé mi personalidad. Un día me di cuenta que todo había sido un montaje para aprovecharse de mi capacidad, de mi predisposición y mis ganas de aprender. Me vi acorralada en un callejón sin salida dónde tuve que sacrificar gran parte de lo que era para ponerme al servicio de unos seres desagradecidos y que me utilizaron como mercancía para enriquecerse.

Fui despojada de mis principios, sometida a todo tipo de pruebas, incluso hurgaron en mis entrañas hasta sacar mi parte más animal, más primaria. Las canciones, cuentos, lecciones y enseñanzas que había recibido hasta entonces fueron sustituidos por un vacío sordo, oscuro y inquietante. Ahora estaba aparentemente incorrupta, vacía, limpia, pero no habían conseguido borrarlo absolutamente todo.

Parecía que estuviera en una burbuja porque tenía la cabeza embotada por la rabia y la impotencia que sentía al ver que luchar era inútil. Sentía el más profundo rechazo hacia ese sistema malvado que me había robado mi personalidad, mi memoria y mis recuerdos más íntimos para tirarlos por el retrete. Fui forzada y deshonrada, tratada con desdén y abandonada sin remordimientos. El rencor más agrio nació de mis entrañas y me ayudó a ser más fuerte ante tantas vicisitudes.

Entre tantas muchas humillaciones dónde fui una de las desgraciadas protagonistas, me quedo con la incómoda y escasa vestimenta que nos obligaban a llevar. Aunque todas parecíamos iguales ante los ojos de los que nos buscaban, la verdad es que éramos víctimas de una rígida jerarquización interna e incluso nos sometían a continuos y exigentes exámenes.

Decidí por voluntad propia volverme virgen. Eso significaba estar en el nivel de máxima exigencia dónde todo estaba permitido y nada vetado. Dónde no valía un paso en falso. Adopté su apariencia, sus gestos, incluso su olor. Decidí hacerlo de manera impecable, calculada y perfecta. Nadie, a parte de mí, sabría nunca la verdad.

¿Virgen? ¿Cómo podía yo jugar a ser virgen de nuevo? Me interrogué y me cuestioné infinidad de veces ese paso a tomar, pero lo di, no tenía otra opción. Miles de dudas me martilleaban las sienes…¿Cómo podría demostrar que a esa que iban a vender como virgen, no lo era? Y es más, ¿realmente importaba eso o valía la pena jugar a ser otra para sobrevivir?

Sabía que las vírgenes estaban más cotizadas que nunca y que se llegaban a pagar precios elevados por aquellas que más prometían. Esas vírgenes podían estar a tu entera disposición durante 45, 60, 90 o incluso 120 minutos. Todo dependía de cuánto estuvieras dispuesto a pagar por cumplir tus deseos.

Pronto me di cuenta que ser virgen no era una mala opción de vida, que no había escogido tan mal al fin y al cabo. Me convertí de repente en algo valorado y accesible para quiénes lo precisaran. Algo necesario para algunos, útil para otros, un desliz para otros muchos.

Desde siempre había deseado tener éxito y conseguir el reconocimiento de la gente, pero había resultado ser más bien mediocre, y nadie se había fijado en mí. Ahora tenía ante mí la posibilidad de lanzarme, de atreverme a sacar mi lado más oculto, de ser una yo mejorada, elevada a la enésima potencia. Ahora tenía un objetivo claro: cultivar mi imagen hacia los demás para cautivarlos.

“Será una buena forma de ganar autoestima”, pensaba. Estaba equivocada. Al cabo de un tiempo toda la ilusión del principio se desmoronó como un castillo de naipes. Allí no tenía cabida la auto-superación ni los retos personales. Allí sólo se podía sobrevivir fingiendo ser lo que no se era.

Poquito a poco, la demostración de las más hábiles artes en premeditación, engaño, distorsión y manipulación se abrió ante mis ojos. Un malvado juego de seducción con un trasfondo que se tambaleaba.

Acabé hilvanando la historia de mi vida con mentiras teñidas de aparente verosimilitud, contando cosas sobre mí que ni si quiera había vivido. Riendo con las carcajadas de otra persona y llorando con lágrimas robadas. Incluso llegué a disfrutar de hacer de la pantomima mi modo de vida, del embaucamiento un arte y de la mentira un razón de vivir.

Jamás pensé que podría llevar una vida así, pero dicen que a todo se acostumbra una, así que con valor y perseverancia me acabé convirtiendo en una de las mejores vírgenes del mercado. Mi intuición y sensibilidad, junto con mi habilidad para captar los más sutiles matices en los más insignificantes detalles, hicieron que mi cotización subiera a un ritmo constante e imparable. Nunca pude dejar de llorar por las noches, culpándome y responsabilizándome de la burla a mis principios. Me condené a vivir en una mentira y ahora los límites de mi realidad se desmoronaban.
Ahora estoy cansada, vacía y sola recostada en un frío mostrador de cristal, en un lugar con un hilo musical patético y que apesta a ambientador, esperando con mi mejor cara a que alguien necesite una cinta virgen y me escoja a mí.

1 comentario:

Manuel Santos dijo...

Vaya, menuda sorpresa. Hay algún detalle en el relato que te hace pensar que no es una historia corriente, pero reconozco que el final me ha sorprendido mucho.
Me lo he vuelto a leer, y una segunda lectura me ha hecho valorar más el relato.
Me ha gustado mucho. Aunque me habría gustado más de ser más breve.

Un saludo!