jueves, 4 de diciembre de 2008

En el Fondo del Hueso (precuela)

Los dos extraños se miraron con odio, manteniendo ocultas sus manos bajo las capas. La tormenta arreciaba, y un relámpago dio vida fugazmente a aquel estrecho callejón, olvidado entre la maraña de calles venecianas. Por un instante pudieron ver con claridad cuan idéntica era su indumentaria: sombrero de tres picos, máscara, túnica y capa.
- “Tomar lo que no te pertenece es robar” – susurró apenas uno de ellos con voz de ultratumba.
- “Pero recuperar lo que tampoco os pertenece no lo es” – respondió con firmeza el otro.
- “¡Insolente! Vas a pagar cara tu estupidez…” – amenazó el primero, mientras la ira se encendía tras su máscara.
- “Los únicos que pagarán serán los conspiradores cuando Su Santidad reciba nuevas de Florencia” – se jactó el segundo.
Se observaron durante unos segundos, la mirada furibunda y el gesto contraido bajo los disfraces.
- “Debimos suponer que eras un espía…” – gruñó el de la voz ronca – “Pero eso es algo que remediaré ahora” – concluyó, y mientras reía de forma siniestra, apartó la capa a un lado y desenvainó su espada pausadamente, dejando que la hoja brillara bajo el resplandor de la tormenta. “Ante mare, undae” gritó mientras menguaba a zancadas los metros que les separaban.
El otro, raudo como la centella, desenvainó, paró la acometida y con un movimiento circular de su hoja obligó a su adversario a pasar de largo. Sus posiciones se invirtieron. El tipo de la voz ronca apenas pudo dar media vuelta para parar un tajo transversal que el otro le tiraba ya con maestría. La brusca maniobra le hizo patinar con el suelo mojado. Su adversario se percató y le presionó de punta hasta desequilibrarle. El primero cayó al suelo y desde allí defendió su vida como pudo, mientras el segundo desplegaba toda suerte de tiros y tajos, mermando la guardia de su oponente a cada segundo. El duelo parecía decidido sin remedio cuando le desarmó, proyectando aquel acero impío a un canal adyacente. Ambos se miraron jadeantes. “¡Porco fiorentino!” escupió con voz rasgada el que estaba en el suelo. El otro bajó su guardia cuando, de entre un montón de basura frente a él, una figura se incorporó blandiendo desafiante una espada, y protegiendo al que sin duda era su aliado, su hermano de cofradía, que ya se incorporaba extrayendo de su bota una daga.
- “Tu presunción está a punto de acabar con el GranDuque y con Florencia entera” – le dijo poniéndose en guardia – “Cuanto hayas hecho acabará con tu muerte” – se burló.
- “Olvidaste decir ante mare, undae” – respondió el florentino sacando con la otra mano una pequeña ballesta. El virote le atravesó la garganta, y con un espantoso gorgoteo el veneciano cayó al suelo. Sin tiempo a reaccionar, el otro se abalanzó sobre el cadáver y tomó su espada. “Tu vida ya no vale nada” gruñó blandiendo sable y daga con renovada energía.
- “Vivir por nada, o morir por algo. Es algo que en Venecia no sabéis distinguir” – retó el otro soltando la ballesta y tomando guardia de nuevo.
Por un segundo el tiempo se detuvo, y los aceros se abandonaron a un frenesí de estocadas, fintas y tajos. El metal resonaba a su paso, mientras se movían y se trababan, hasta que desembocaron en la calle del canal. Al veneciano parecía inquietarle el agua, y evitaba darle la espalda constantemente. Esto forzó su estilo hasta que cometió un error, y en su embestida, su rival se apartó y fue directo al canal. Mientras se agarraba desesperado a un embarcadero, el florentino se le acercó, envainando su espada y arrancándose la máscara:
- “Soy Carlo de Médici, y tu vergüenza será saber que vives sólo porque yo lo he querido”. Dicho esto, se dio media vuelta, y mientras comprobaba que aún llevaba consigo la pequeña bolsa de terciopelo, se perdió entre la lluvia.
Afueras de Florencia, dos semanas más tarde.

La hospedería no era el mejor local del GranDucado, pero Carlo había pasado allí la última noche para pasar desapercibido. Sabía bien que los venecianos no darían la presa por perdida. Aquella mañana, un desconocido le había pasado un billete. “A media tarde, en las cuadras”, era cuanto decía, pero la caligrafía era inconfundible. Aún así, toda cautela era poca, y cuando acudió a la cita se ocultó tras unos maderos, junto a la puerta, acero en mano. Al poco rato un hombre de mediana edad entró despacio, mirando en todas direcciones. Carlo apoyó la punta de su arma en la espalda de aquel tipo, y sin darle tiempo, le susurró:
- “Levanta las manos y date la vuelta muy despacio”
Mientras obedecía, trató de explicarse:
- “Soy Filippo, el bibliotecario, y me envia…”
- “Se quien eres y quien te envía. No se te puede ver aquí. Dile al GranDuque que envíe una escolta de dos hombres. Esta noche entraré en la ciudad”.
- “Esta noche, dos hombres. Comprendido, pero por favor bajad vuestra espada, las armas me dan pavor y…”
- “¡Silencio necio! Te oirá todo el mundo, y no he de confiar en nadie. Vete ahora, y corre tanto como puedas” – le apremió Carlo mirando de reojo al exterior. El bibliotecario arrancaba ya a correr cuando le sujetó del brazo.
- “Toma” – le dijo entregándole unas monedas de oro – “Sirves bien a tu señor”.
Filippo se marchó como alma que lleva el diablo, mientras Carlo de Médici se retiraba a su cuartucho a prepararlo todo para su regreso al Palazzo Pitti.

Aquella noche, dos hombres a caballo llegaron a la hospedería. Cuando Carlo se reunió con ellos en las cuadras, los dos extraños se ataviaban ya con el atuendo de los venecianos, que él ya llevaba puesto. Se saludaron brevemente, intercambiaron un santo y seña y montaron. “Lamento el atuendo”, se disculpó, “pero sin duda el GranDuque os habrá señalado que es más seguro confundirse con el enemigo”, añadió sin dirigirse a ninguno de ellos en concreto. Partieron al trote y se perdieron en la oscuridad, camino de Florencia.

Ya habían dejado atrás las primeras casas cuando desmontaron. Uno de los escoltas se hizo cargo de los caballos, y los otros dos se adentraron a pié en la ciudad. Recorrían las calles con prisa, ocultándose en cada portal, en cada esquina. La bruma se enroscaba en sus tobillos presajiando el amanecer, y el eco de sus pasos parecía provenir de todas partes, cuajado en un frío penetrante que parecía hacer crecer las sombras. De pronto, al tomar una caye adyacente, un bulto en el empedrado les bloqueó el paso. Estaba muy oscuro para distinguir nada. Carlo desenvainó su espada. “Atención”, susurró, mientras el otro hacía lo mismo. Se acercó con cautela. Era una figura humana. Al llegar a su altura, vió que estaba tendida boca arriba sobre un gran charco de humedad. Le tocó con la punta de su acero, y la figura se movió. Su voz era un quejido débil. Carlo se agachó cuidando de no verse sorprendido, y por fin distinguió un rostro.
- “¡Filippo!” – exclamó con sorpresa.
- “Signore Carlo… Ayúdeme, por favor… Me muero…” – susurró el bibliotecario.
Con la velocidad del rayo, el Médici ató cabos. El charco, Filippo… Al apartar la capa a un lado, pudo distinguir una daga, hundida hasta la empuñadura, en uno de sus costados. Desgraciadamente era ya tarde. Sintió el frío del acero penetrar por su espalda y cayó al suelo. Al girarse, su escolta reía maliciosamente, con la espada ensangrentada.
- “Cuánto he deseado este momento, porco fiorentino…” – le musitó, mientras se arrancaba con furia la máscara.
- “¡Umbertino! – se sorprendió Carlo desde el suelo. – “Umbertino Pazzi… De modo que érais vos, en Venecia…”
- “Siiiiiiiiiiiiii……..” – dijo el otro con un silvido.
- “Vuestra familia siempre ha sido enemiga de la mía, pero nunca pensé que venderíais a vuestra patria, y menos a la hermandad púrpura” – le escupió con toda la rabia que el dolor de su herida le permitió.
El primogénito de los Pazzi se rió sarcástico.
- “¿Y quién está vendiendo nada, Médici? Aún no lo entiendes, ¿verdad? Cuando tu familia sea aniquilada, Florencia y el GranDucado serán para nosotros. De modo que no vendemos, compramos” – explicó siniestramente. – “Nosotros heredaremos cuanto vosotros habéis creado, bajo la tutela veneciana, claro. He creido justo que lo supieras antes de morir” – remató, y siguió riendo entre dientes.
- “Sois unos necios” – se lamentó Carlo – “¿Creéis que la hermandad os cederá el gobierno cuando nosotros ya no estemos? Os equivocáis, Umbertino. La hermandad no respeta nada, sólo ansía el poder. Arrasarán estas tierras con lo que reste de vuestra dinastía, y se quedarán con todo”.
Se escucharon pasos acercándose, pero al Pazzi pareció no importarle. Carlo se arrastró hasta un muro y con dificultar se incorporó, dejando un rastro brillante en la piedra. El otro escolta llegó hasta ellos. Desenvainó la espada y susurró “ante mare, undae”. Pero Umbertino le detuvo con el brazo.
- “No, este es mío” – le dijo con firmeza, y mientras el otro volvía a envainar el arma irritado, se acercó a su víctima.
- “Soy Umbertino Pazzi, y tu desgracia será saber que vas a morir sólo porque a mi me place” – le dijo amartillando su codo, dispuesto a atravesarle.
Esas fueron sus últimas palabras. El virote le atravesó el pecho, y cayó fulminado sin comprender. Carlo soltó su pequeña ballesta, susurrando “me habéis subestimado por última vez”. Cuando el otro escolta desenvainó de nuevo, el Médici ya había recuperado su espada, y a pesar del dolor, tomó guardia y se encaró a él.
- “Jamás comerciaréis con mi pueblo. En Florencia, cada cual elige su destino”
- “¡Y tu has elegido la muerte!” – le gritó el veneciano, echándose sobre él con decisión.
Las espadas chocaron, y ambos quedaron trabados en un forcejeo. Al florentino le traicionó un pinchazo de dolor, y el otro, con un fuerte empujón, lo derribó. Saltó sobre él como una fiera. Carlo rodó por el suelo y evitó la estocada. Mientras su atacante recomponía la guardia, el Médici desenvainó una daga y le apuñaló la pierna. El veneciano gritó de dolor y se apartó. Pero también él sacó una daga. Se miraron unos segundos y comenzaron a acecharse con respeto, tanteándose repetidamente. Ninguno cedía un palmo de terreno. Los aceros comenzaron a cortar la bruma con destreza, llenando la noche de tintineos metálicos. El uno tiraba, el otro paraba y respondía. Un corte en la capa, una manga rasgada… El veneciano lanzó un tajo que arrancó la máscara del otro cortándole la cara, y el florentino repondió atravesandole el sombrero y abriéndole un terrible tajo en la cabeza. Volvieron a trabarse, y otra vez Carlo salió despedido, empotrándose en un portón. La espada de su rival falló, clavándose en la madera, y el Médici aprovechó el golpe de suerte. Detuvo la daga que ya volaba hacia su ingle con la suya y traspasó a su atacante, que comprendió demasiado tarde su error y cayó agonizante sobre los adoquines.

Durante un rato, Carlo se arrastró desfallecido rumbo al Duomo, desangrándose a cada movimiento, hasta que fue incapaz de moverse, y las brumas lo envolvieron. Se aferró a la bolsita de terciopelo, desesperado, pensando en el futuro de su familia y de su pueblo, y las lágrimas de impotencia le cubrieron el rostro. Había fallado. ¿Qué sería ahora de Florencia? Elevó un último rezo al cielo, pidiéndole paz a Diós. Y una mujer cruzó por la calle de enfrente. Con las pocas fuerzas que le quedaban, pidió auxilio. La mujer se detuvo, miró en su dirección y finalmente se acercó despacio. El hombre moribundo alzaba su brazo suplicante.
- “Dios mio, estáis herido…” – dijo como para sí la mujer.
Carlo reconoció su voz al instante.
- “Hermana…” – dijo con un hilo de voz
- “Carlo, oh Dios, Carlo… Te ayudaré a levantarte, espera” – le susurró ella mientras sus ojos hacían aguas.
- “No hay tiempo, Alessia” – negó él. Y tomando la mano de su hermana, depositó la ensangrentada bolsa de terciopelo en ella, diciéndole:
- “Toma, no dejes que caiga en sus manos. El GranDuque no lo querría” – y su cabeza se desplomó.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa

5 comentarios:

Aula de Escritores dijo...

Tengo que confesar que durante un buen rato me he imaginado con unos años menos, sentado en el sofá, mirando una de esas típicas películas de aventuras de los sábados por la tarde. jejeje.
Me ha gustado, tiene acción, tiene un ritmo muy adecuado. Aunque en general me queda la sensación de que todo va muy deprisa, de que hay docenas de detalles que se escapan y que, en definitiva, es un tipo de historia que necesitaría de más páginas para ser bien explicada. ¿Quizá porque, tal y como sugiere el título, forma parte de una historia mucho más larga?

Muy bueno.
Manuel Santos.

Juanmi dijo...

Gracias Manuel. La pena es que hayas leido primero este, y no su predecesor, porque están escritos para ser leidos en ese orden y no al revés.

Si te vas abajo del todo y pinchas en "Relatos antiguos", tienes la primera parte, y si lees los comentarios, entenderás porqué has tenido esa sensación.

Gracias por tus comentarios.

Anónimo dijo...

Veo que continuas presentando tu relato con un hilo agradable de secuencias de creatividad y accion.
Felicitaciones.

Sonia dijo...

Hola Juanmi,

Muy bien escrito, el ritmo es muy rápido, y la historia promete. Para mi gusto hay demasiada lucha, pero eso es ya algo personal, pues entiendo que la historia lo requiere. Imagino que habrán otras entregas con menos espadas, no?

Juanmi dijo...

Imaginas bien Sonia. La acción es primordialmente política, pero no he podido resistirme a darle un buen baño de aventura y acción.

Supongo que los duelos en historias así, son como las persecuciones de coches en Ronin o James Bond. Están ahí.

Pero habrá mucho más que eso, ya sabes, tengo debilidad por la lírica y me gusta que las cosas signifiquen algo.