miércoles, 10 de diciembre de 2008

cucharadas

Julio era un mes encharcado de ocio. El colegio apenas había terminado y los primeros días de vacaciones amanecían como ciénagas de recreo. Se hacían extraños; ¿qué hacer con todo este tiempo vacío? Tal preocupación duraba poco; justo lo que mi hermana y yo tardábamos en diseñar nuestra rutina de vacaciones; un proceso tan delicioso como agotador. Y es que un día de vacaciones para una niña de 10 años es, como poco, una carrera olímpica.

El pistoletazo de salida de la temporada estival estaba oficialmente representado por una escena insustituible: una bomba de piscina. Agua por doquier y largos de submarinista. De repente parecíamos recordar que aquel estanque –hace unos días un pantano de renacuajos verdes- siempre había sido nuestro hábitat natural. Las hermanas sirena flotábamos hasta que el sol se iba, reinventando nuevos juegos líquidos. Arrugadas y felices, salíamos de la piscina preguntándonos cómo pudo existir alguna vez un cole.

A pesar de que las tardes se perfilaban sinuosas y hasta los topes de actividades, había días en que las sobremesas se antojaban remolonas. Tardes de sol asfixiante, de pereza quejumbrosa, de descanso del descanso. Esas tardes yo me espachurraba en el sillón y me entregaba al entretenimiento más fácil: la caja tonta. Y el programa por excelencia era la clásica telenovela venezolana, un espacio de pasiones desmedidas, joyas, herencias y hermanastros. Amodorrada en el sillón, me rendía ante los retorcidos planes de la malvada, discursos de despecho y calurosas declaraciones de amor.

Toda esta sesión de sobremesa no tenía sentido si veía la tele en soledad. Sin duda, el encanto lo ponía mi madre, tumbada en el sofá contiguo en posición de emperador romano. Era su descanso, su siesta sin serlo (¿cómo concebir el sueño con esos problemas de índole universal desfilando por la pantalla?). Así que mi madre permanecía despierta, despellejando a las arpías sudamericanas conmigo. Lo más interesante de esta ceremonia vespertina era, sin duda, el momento en que ella se levantaba sigilosamente del sofá, corría a la cocina y volvía con un bote de nocilla y una cuchara sopera. Después, se recostaba levemente, sin perder el aire romano, y tomaba entre sus manos, cual racimo de uvas, el bote de chocolate. Y cucharada a cucharada, comenzaba a devorar el tarro como se devoraban las pasiones en la teleserie. Si había una imagen, en mi escaso imaginario de niña, capaz de evocar el placer, ésa era la expresión de mi madre saboreando esa cuchara colmada de espeso chocolate. El ritual tenía incluso su tinte de lujuria, porque mi madre no vaciaba la cuchara de una vez, sino que la paladeaba cuantas veces fuera necesario, hasta relamer el metal sin que quedara un solo resto.

De vez en cuando, yo cataba alguna cucharada (pero no demasiadas, supongo que debí sobrentender que aquello era un placer adulto), mientras la tarde se desperezaba lentamente. Ahora, desde la perspectiva que da el tiempo, comprendo que no podía existir otro manjar más adecuado para ver esos programas que no fueran pequeñas catapultas de cacao.

Sin embargo, para llegar a esta conclusión, adquirida con el tiempo y la experiencia, tuve que atravesar por la estupefacción de toparme con un sándwich de nocilla en manos de una compañera de clase: “¿Cómo? ¿Aquel mejunje de las telenovelas de mi madre era el relleno de merienda de las niñas?” Habría jurado que aquello era pecado. Me acostumbré a la idea cuando mi madre también empezó a prepararme tostadas de chocolate para mis tardes de deberes. Poco a poco, la sensación transgresora de las meriendas pasó a ser un dulce divertimento sin más. Y los cucharones de nocilla pasaron a ser un pequeño mito de verano, junto a las bicicletas de paseo y las carreras hacia la piscina.

Elena
Taller de relato

6 comentarios:

Juanmi dijo...

Confieso que ya lo había leido en tu blog.

Eres tú, indiscutiblemente. Es tu estilo, la forma en que cuentas las cosas, los temas que tratas...

Tierno y personal, como todo lo que escribes, sigues destilando esa brisa poética que tanto me gusta.

Me ha encantado Elena, me gustó cuando lo leí por primera vez, y hoy me ha gustado más. Me has devuelto a mi infancia otra vez, con esa sencillez de las cosas cotidianas, cuando la felicidad era tan facil, estaba tan a mano...

Muy muy bonito, quería ser el primero en felicitarte.

Aula de Escritores dijo...

Elena

Pues yo la segunda a felicitarte.
Muy bonito, una delicia de relato....

Manuel Santos dijo...

Al principio no te engancha, no hay nada que te atrape con fuerza ni que te genere preguntas muy específicas.
Sin embargo, avanzas movido por lo acertadísimo del lenguaje y por lo bien escogidas que están muchas de las imágenes que se evocan.
Y al final, acabas embriagado por la importancia de la sencillez.
Me ha gustado.
Por cierto, no sé vosotros, pero yo sigo comiéndome la nocilla a cucharadas...

Aula de Escritores dijo...

A cucharadas soperas...........que conste. Irène

Sonia dijo...

Me has despertado un montón de preciosos recuerdos. El de las sobremesas con “Cristal” de fondo, el de los días eternos en la piscina con mi hermana… Y lo haces de una manera tan personal… Acaricias con las palabras y consigues colarte en lo más profundo con una sencillez pasmosa. Reconozco que a mí también me enamoran tus escritos.
Muchas felicidades.

En cuanto a la nocilla, yo era bastante más temeraria y me la comía directamente del cuchillo, jajajaja.

Aula de Escritores dijo...

diosss! pensaba que era la única que se permitía ese placer... casi pecado.

Me ha gustado mucho.


SOHO