sábado, 7 de marzo de 2009

HUÉRFANA

Libertad Ordovás Joven
Febrero 2009

La primera vez que tuve realmente la sensación de que era huérfana de madre fue al volver al colegio después de ese fatídico y asqueroso verano del 74. Cuando las amigas me preguntaban qué tal mis vacaciones y tenía que contarles la terrible tragedia que había vivido.
Se me quedaron grabadas las caras de pena y compasión de mis compañeros, rodeándome en el patio de mi escuela.

Mi padre me repetía cada día que no permitiera que me tuvieran lástima. Eso es algo imposible de lograr en tremendas circunstancias. Todas las personas tendemos a sentir pena y compasión por el dolor ajeno.

Ni para qué mencionar los años dedicados a que nadie me tuviera pena. Mejor fue que me tuvieran miedo
Y es así como dediqué mi vida a ser muy fuerte y agresiva. Nadie podía traspasar mi barrera y estaba segura.
El dolor se iba esfumando cada vez más y solamente tenía la ira a flor de piel.
Si, estaba muy enojada. Odiaba a todos y a todo. El mundo en general se me volvió un lugar gris, injusto, frío y solitario.
No obstante el enojo me hacía sentir mejor y me daba fuerzas para seguir adelante.

Lo malo de ser huérfana de madre desde muy pequeña es que una acaba siendo huérfana de muchas cosas. De amor incondicional, de protección, de experiencias compartidas. Realmente fue tal el sentimiento de soledad que en el fondo se que odiaba a mi madre.
Este sentimiento me torturó durante muchos años, hasta que aprendí, en terapia, que era un sentimiento normal, el sentimiento de sentirse abandonada. El estar enojada con mi madre por haberse ido sin mi y tan pronto. Aunque no fuera mi culpa en la lógica más elemental y realista, sí lo era dentro de mi alma.

Ser huérfana con solo el padre implica una sensación de soledad, dolor e inadaptación cada día.
Es imposible que dos seres, que aunque se adoren, compartan de manera sana ese dolor tan terrible. Difícilmente se pueden llevar bien. Sobre todo si eres una niña junto a un señor que solamente representa el lado masculino de la época. Papá es quien me regaña si no he hecho los deberes, o me he portado mal y mamá se lo cuenta.
No había modo de entendernos. Las diferencias eran abismales y las soledades inmensas.
En el fondo hubiera preferido ser la muerta y que mis padres fueran felices. Pero también en ese fondo quería aprovechar la vida al máximo y bebérmela a tragos.
A momentos sentía que no merecía el derecho a vivir, pero en otros muchos ratos, creía firmemente que toda la humanidad me debía algo, y que yo, más que nadie, debía de ser recompensada ante tamaña pérdida.
Siempre consideré que estaba rodeada de gente culta e inteligente. ¿Cómo a nadie se le ocurrió mandarme a terapia? Nadie se atrevió a enfrentarse a la teoría de mi padre de que “mi hija no está loca”. Obviamente no estaba loca, simplemente estaba sola y asustada. No podía estar de otra manera sin ayuda.

Pero si yo me llené de ira, papá ya la traía consigo desde siempre y lo único fue que la aumentó a niveles insospechados. Nadie se atrevía a llevarle la contraria. Nadie objetaba su fabulosa sabiduría. Solamente la adolescencia y mi rebeldía me permitieron enfrentarme a el.
Y fue así como acabé fuera de casa, sintiéndome todavía más mierda y confusa. La única guía que había tenido en diez años de soledad me había echado de su lado. Más culpa, más dolor, más intolerancia. Jamás olvidaré aquella pelea que me marcó para siempre.
Lo que acabó de colmar mi sensación de fracaso y frustración frente a la vida fue que mi padre muriera poco tiempo después de abandonar la casa y comenzar a vivir sola como adulta. Me dejó con veintidós años peor que me dejó mi madre a los diez. Muchísimo más sola, tremendamente perdida, sin un rumbo, sin nadie a quien agarrarme, sin nadie que me perteneciera y me guiara.

Lo siguiente fue que el primer idiota que me dijo que me quería se convirtió en mi marido. Recuerdo a mi papá histérico gritándome que nadie nunca iba a quererme porque yo era mala, seguramente habría roto algo… pero las peloteras eran así de violentas. Así que cuando aquél me dijo que me amaba sin pensarlo me le agarré como a un clavo ardiendo. Acabó de despedazarme.
Malos tratos físicos y psíquicos aparte, mi vida se convirtió en un infierno interno que no encontraba cómo llenar. No encontraba el camino, el rumbo. Nada tenía sentido excepto echar pa’ lante escupiendo mierda a todo el que fuera posible. Culpando a todos y a todo. Viviendo permanentemente enfadada. Llena de odio y rencor. Llena de miedos.
Avaló mi ira la historia legal por la herencia de mi padre. Hasta eso dejó mal hecho. Veintiún años para hacer justicia permitieron que me hiciera más amargada.
Mi camino ha sido una siembra constante de rencor y odio. Un enojo que me ha carcomido y llevado a unos pocos pasos de la autodestrucción.
Menos mal que apareció la terapia en mi vida, aunque tarde.
También llegó el amor, aunque imperfecto.
Pero quitarse la rabia y el odio ha llevado mucho tiempo… Y aún no he terminado con el proceso.
Ahora que finalmente las capas de rencor se van extinguiendo, empiezan a salir las capas de dolor, y aún no se cuáles son peores y hacen más daño.

Aprender a manejarse fuera del rencor y el odio es una tarea sumamente difícil porque me va dejando a flor de piel. Me va acercando a mis miedos y a mis inseguridades. Y a eso le temo más que a nada en el mundo.
Volver a contactar con la soledad, el miedo, la angustia y el dolor puro y duro.

Abrir mi corazón y mi alma para sanarlos significa recordar y volver a vivir tantos recuerdos duros y amargos que la soledad vuelve a estar presente muchas veces. Menos mal que puedo escribir. Eso es algo que me llena y acompaña. Me da más vida que cualquier otra cosa.
Escribir y sanar mi historia poniéndole un final feliz.

2 comentarios:

milagros dijo...

A veces hay que agarrarse a un clavo ardiendo.
Lo importante es salir del pozo.

rcamacho dijo...

Liber,

WOW, he leído lo que has escrito y me llevaste de la mano palabra por palabra. Confirmaste lo poco o mucho que ya sabía por haber estado presente en algunos de esos momentos "muy tuyos" pero te pusiste los pantalones al escribir tu vida.

Recibe un beso, después de tantos años, nunca es tarde.