martes, 10 de marzo de 2009

El peso del pasado

El porrazo de aquella puerta la despertaba cada noche. El pulso acelerado y el sudor que la envolvía le impedían volver a conciliar el sueño con facilidad.
Siempre, desde bien pequeña, se había preguntado qué había tras esa puerta. Le habían dicho que daba a un desván, pero a medida que iba haciéndose mayor, lo ponía en duda, una y otra vez.
Hasta que un día, ya adolescente, se hizo con la llave y traspasó aquel umbral. Subió las escaleras y, cuando estaba ensimismada ante todo lo que tenía delante, sonó el golpe que dio la puerta al ser cerrada de forma brusca.
Sintió que alguien subía, era su padre. Se acercó a ella. Aquella fue la primera vez.
Había intentado por todos los medios borrar de su memoria todo lo que aconteció más tarde y que siguió repitiéndose durante un tiempo, hasta que decidió huir, escapar de aquella casa, dejando a su madre y a su hermana pequeña que, en todo aquel tiempo, jamás llegaron a sospechar nada.
Al principio no le fue nada fácil salir adelante, aceptaba cualquier trabajo que le aportara algo de dinero para acabar sus estudios de Psicología. Durante la carrera tuvo suerte y encontró a quién más tarde se convertiría en su compañero.
- ¿Qué te ocurre? –le preguntaba él, ansioso, cada vez que ella volvía a despertarse, una noche tras otra, y no paraba de dar vueltas en la cama intentando conciliar de nuevo el sueño.
- Nada, no me ocurre nada –acostumbraba a decir ella y alegaba estar inquieta por algún caso concreto, uno de los muchos que habían caído en sus manos desde que trabajaba en el juzgado.
La verdad era que su trabajo la entusiasmaba. Sentía que estaba impartiendo algo de justicia. Hacía evaluaciones psicológicas tanto a víctimas como a verdugos, evaluaciones que resultaban claves a la hora decidir qué medidas se tomarían para conseguir que aquellos que habían cometido abusos contra menores recibiesen su merecido y también para intentar que los menores sufriesen lo menos posible a partir de aquel momento.
Sus compañeros de trabajo la apodaban “la implacable”, por su perseverancia y su capacidad para no dejar detalle importante sin destacar.
Sin embargo, el mundo que se había montado se desmoronó cuando cayó en sus manos un expediente. Con esa víctima tenía dos cosas en común: los dos apellidos y el verdugo.
Sintió como un gélido dolor le recorría la columna vertebral de arriba a abajo, sintió como toda ella se quedaba agarrotada y durante un buen rato, fue incapaz de mover un solo dedo. Su mirada se perdió en el vacío y su cabeza pasó a rememorar una y otra vez los encuentros que tuvieron lugar en aquel desván.
Cuando se recompuso tomó la primera decisión: contarle todo a Esteban, su compañero. Después pensó que ya era hora de encararse a su padre.
Se encontraron en una sala fría e impersonal, él ya estaba ahí cuando ella entró. Así, de repente, no la reconoció, habían pasado unos cuantos años y su aspecto había cambiado. Se sentó frente a él y estuvo un rato sosteniendo su mirada. Fue entonces cuando él descubrió quién había tras aquellos ojos.
- Tienes buen aspecto –dijo él relamiéndose después.
- No puedo decir lo mismo de ti -remachó secamente ella, al constatar su descuidado aspecto. Hacía días que no se afeitaba y su americana ocultaba, a medias, una camisa con manchas de sudor.
- ¿Sabes?, tú siempre fuiste mi preferida –soltó, sonriendo sarcásticamente.
- ¡Vete a la mierda, cabrón! Nos veremos el día del juicio, he decidido añadir mi granito de arena a las declaraciones que pueda hacer mi hermana –y dicho esto se levantó y dejó que otro hiciese su trabajo.
La parte más difícil fue reencontrarse con Emilia. Cuando huyó de casa, ella apenas tenía siete años. Ahora era ya una adolescente. Seguía conservando el aspecto desgarbado que ella recordaba. Se aproximó lentamente al banco en el que se había aposentado, al fondo de un largo y estrecho pasillo, y se sentó junto a ella. No sabía qué decir, por dónde empezar, pero sin pensar empezó a entonar la melodía de una canción con la que antaño su hermana se dejaba acurrucar. Al oírla, a Emilia no le quedó ninguna duda de quién era aquella mujer que se había sentado a su lado. Se miraron a los ojos, sonrieron levemente y se fundieron una en los brazos de la otra.
Desde el otro extremo del pasillo su madre las observaba. Sostenía un cuchillo ensangrentado, que sólo unos segundos antes había hundido en las tripas del verdugo. Aún así, éste no se libraría del juicio ni del desprecio de sus dos hijas.

Por Marga Bonvehí

3 comentarios:

milagros dijo...

Me ha gustado tu relato.
Un argumento lleno de dureza, bien llevado hasta el final y plagiado en multitud de ocasiones.

RUBÉN BERMEJO dijo...

Contundente, el relato.
¿Está tomado de algún caso real?

Aula de Escritores dijo...

Hola Rubén,
No, en principio no está tomado de ningún caso real, pero ya se sabe que, a veces, la realidad supera la ficción.

Marga