sábado, 7 de marzo de 2009

La promesa

Lilita era una muy buena alumna, siempre cumplía con sus trabajos, tenía una ortografía perfecta, estudiaba siempre su lección, se portaba muy bien y no faltaba nunca a clase.
Su padre no quería que fuese al colegio porque decía que ella tenia que aprender a coser y a tejer para empezar a trabajar y ganar plata, pero su padrino insistió en que debía estudiar y durante los dos primeros años venia a buscarla todos los días para llevarla a la escuela. A partir del tercero empezó a ir y venir sola caminando y como su padre la esperaba en la esquina salía corriendo ni bien tocaba el timbre para no hacerlo esperar y que se enojara y le pegara. Ya bastante le pegaba por cualquier cosa mientras la amenazaba. “Ya sabés, Lilita, venís con menos de 7 y dejás la escuela y te ponés a trabajar y lo que diga tu padrino me importa un pito; te encierro y no salís más”.
Pero ella tenía siempre más de 7 porque le encantaba ir a la escuela; era en realidad lo único que le gustaba de su existencia y sin lo cual no hubiese podido soportar el resto de las horas de sus días.
Por eso desde chiquita todas sus maestras siempre le habían tenido muy buen concepto, siempre, hasta ese año, en cuarto grado, cuando le tocó la señorita Rey.

Desde el primer día le tuvo miedo. Le hacía acordar un poco a la prima solterona de su mamá que siempre gritaba con el ceño fruncido y criticaba a todo el mundo. También se vestía como ella, toda de gris y le faltaban algunos dientes. Tenía además una mirada rara, de costado, con un ojo que se iba para un lado y a Lilita le daba la sensación que se le iba a salir de la cara en cualquier momento.
Ese día frío de invierno Lilita escribía en el aula con la cabeza gacha, mientras su maestra, la señorita Rey, dictaba como los españoles habían desembarcado en las costas americanas. Eran muchos alumnos y cuando todos estaban presentes faltaba un escritorio y entonces los alumnos sentados en el primer banco usaban el escritorio de la maestra como pupitre. Lilita hoy estaba sentada en ese primer banco y aferrada a su lapicera de tinta azul dibujaba cada letra con cuidado, prolijamente, haciéndose lo mas chiquitita que podía para pasar desapercibida.
“… y los salvajes indios…” La señorita Rey detuvo su dictado y Lilita sintió helarse su sangre. Sin levantar la vista supo que la mirada de la señorita Rey estaba clavada en la página de su cuaderno y se quedó inmóvil anhelando que continuara, pero convencida de que no lo haría y de que la causa de la interrupción tenía que ver con ella.
“Qué esta escribiendo Menéndez? Qué dice ahí?”
En un susurro apenas Lilita leyó “… y los salvajes indios…”
“Eso dice? Y quién puede leer eso? Con esa letra de hormiga!! Agrándeme esa letra, hágame una letra normal”, chilló.
Recién cuando la maestra retomó el dictado Lilita pudo volver a respirar y temblando continuó escribiendo. Al querer agrandar la letra la mano le temblaba más, no podía seguir una línea recta y las palabras se caían de los renglones. Siempre con la vista sobre su cuaderno intuyó la mirada de la señorita Rey en ella otra vez.
“Eso es grande? A usted le parece que esa letra es normal? Y encima toda despatarrada!!!”
Y entonces Lilita sintió el primer coscorrón, y el otro, y el siguiente al ritmo de las sílabas “Le-tra gran-de, Le-tra gran-de”
Lágrimas de impotencia comenzaron a deslizarse por sus mejillas y creyó que se desmayaría ahí mismo cuando escuchó “Sabe qué vamos a hacer? Le voy a poner un cero y no se lo saco hasta que no haga una letra normal”.
Fue en ese momento que a Lilita se le apareció su padre, sintió los golpes y se vio encerrada en su cuarto sin poder volver a la escuela. En ese mismo instante no tuvo más lágrimas y en vez de desmayarse se levantó, miró a los ojos descentrados de la señorita Rey, se paró sobre el banco y comenzó a gritar de una manera tal que la maestra se quedó petrificada sin reacción.
Lilita comenzó a dar puñetazos con sus pequeñas manos en el rostro de la maestra y a tirar de sus cabellos y a gritarle que era una bruja y luego arremetió a las patadas y era tal su desesperación que la fuerza le nacía de las entrañas y nada podía controlarla.
En medio de aquella locura hubo una chispa de claridad que la instó a huir, salió corriendo por el pasillo y antes de que alguien pudiese alcanzarla ya estaba en la calle escapando en dirección opuesta a su casa.
No vio venir el camión, no sintió el golpe, no tuvo dolor.
Supo cierta y felizmente, sin embargo, que como alguna vez se lo hubo prometido, jamás volvería a su casa con menos de siete.

Graciela Rodríguez - Curso de Composición Literaria

1 comentario:

Judi Cuevas dijo...

Graciela,

me gusta como el padre y la profesora lo fastidian todo y me gusta como Lilita siente que nadie va a poder chafarle lo que más le gusta y cómo les planta cara.
Pero el final, lo he visto demasiado dramático, quizás Lilita podría haber dado de otra forma una buena lección a la maestra.