domingo, 2 de noviembre de 2008

INTRUSO

No me lo puedo creer. La puerta está cerrada. Trato de inspeccionarla, de encontrar un resquicio que me permita desmentir tal afirmación. Inútilmente. Siempre había podido entrar sin problemas, no lo entiendo. Venía tan convencido como siempre, pensando en mis cosas, seguro de mi mismo. Ahora ni siquiera sé en qué estaba pensando, las ideas se han vaporizado como lo hace un sueño banal. Me quedo unos momentos plantado frente a la puerta, supongo que con una espantosa cara de desconcierto. Muy a mi pesar, la situación no mejora por el mero hecho de quedarme mirándola.

El proceso nunca había fallado antes: entraba por el patio interior, al que se puede acceder fácilmente – si sabes cómo -, y luego iba hacia la puerta que conecta dicho patio con la casa en sí, que siempre está abierta. No puede verse desde fuera, de modo que su cerradura es su secreto. O lo ha sido hasta hace poco. Ahora se erige seria e imperturbable, orgullosa de poder ignorarme impunemente.

Por suerte, hay otras formas de entrar. Durante años viví allí, conozco algunos de esos pequeños trucos que espero que sigan existiendo tras mi larga ausencia. Doy un rodeo y me acerco a la ventana del comedor, justo un piso por encima. Tengo que hacer algunas peripecias para subir hasta el balcón, pero no es tan difícil como podría parecer. Afortunadamente no hay nadie cerca que pueda ver y juzgar mis actos.

De las tres ventanas del comedor hay una que no se puede ajustar; está cerrada, pero cede con una leve presión. La abro y entro. La primera sensación es la de siempre: una dulce bofetada de ese olor particular que tiene cada casa pero que nadie sabe muy bien dónde se genera. Como todo buen olor, enseguida se mete – sin permiso -  en mi cerebro para abrir cajones a voluntad, lanzando el contenido en forma de imágenes, de aquellas que los ojos pueden ver por la parte trasera.

Enseguida comienzo el ritual acostumbrado durante mis visitas: me dedico a recorrer las estancias, despacio, dejándome llevar por los estímulos que me provoca cada rincón. El sofá, la televisión, la mesa, la alfombra… todo parece estar en su sitio, como siempre ha estado. Son estancias espaciosas, algo desvestidas pero cómodas. Casi sin darme cuenta llego hasta el dormitorio. Desde el marco de la puerta miro hacia la cama. Deshecha, como siempre, como a mí me gusta. En ella pasaba las noches con él. Hace tanto que no le veo… La casa está vacía, lo he notado nada más entrar. En verdad desde que me fui no he vuelto a encontrarle, los pequeños retornos furtivos que he hecho de vez en cuando no nos han reunido de nuevo. Pese a ello, sé muy bien que él sigue viviendo aquí y que sigue con su rutina, con sus manías. La ropa está tirada en el suelo, junto a la cama, las persianas medio bajadas, las puertas de los lavabos cerradas a cal y canto. Sin duda él también habrá notado mis visitas, de algún modo.

La cama todavía conserva un poco del olor que ha debido dejar ésta mañana, antes de irse a trabajar. Lo aspiro suavemente. Vuelve a entrar en mi cabeza, aunque esta vez no busca imágenes, sino sensaciones. Sensaciones agradables: tranquilidad, confianza, roce... Todavía no sé porqué me fui. Sin duda sería muy feliz viviendo aquí, pero supongo que hay cosas que uno no puede evitar.

De repente algo me llama la atención. También es un olor, pero no lo reconozco. Ya lo he notado antes, pero ahora se me hace más intenso, más evidente. Me levanto de la cama y empiezo a recorrer la casa otra vez, con los ojos bien abiertos. Poco a poco me voy poniendo nervioso, como si en el fondo ya supiera lo que estoy a punto de descubrir.

La segunda pista de que algo no va bien la encuentro en el pasillo. Ya lo había recorrido hace un momento, al ir al dormitorio, pero entonces no me había dado cuenta de que mi foto ya no está sobre el pequeño mueble que sostiene la pared. Eso hace que me mueva directamente hacia la cocina, donde espero encontrar algún tipo de confirmación definitiva para mis sospechas. Así es. Era esperable, lógico. Pero me quedo unos minutos inmóvil frente a la prueba irrefutable de que tiene un nuevo compañero. No me resulta agradable saberlo. Hoy deben de haber salido juntos, por cierto, lo cual ha sido una suerte; no me hubiera hecho ninguna gracia encontrarme al nuevo inquilino frente a frente. Menuda situación.

            De pronto esa insistente pregunta sobre las razones de mi marcha resuena con más fuerza que nunca. La nostalgia se hace casi dolorosa. De nuevo me muevo hacia la cama, ahora con paso lento, mirando a mi alrededor con la sensación de que aquel ya no es – definitivamente – mi lugar. Subo de un salto y doy unas cuantas vueltas sobre mi mismo hasta que me decido a echarme. Puede que ya no sea mi casa, puede que ya no deba volver. Pero al menos puedo disfrutar, una vez más, de dormir en esta cama en la que tanto he disfrutado. Lentamente, con los ojos entrecerrados, voy lamiendo caprichosamente mi pelaje mientras llamo con susurros al sueño.


Manuel Santos.

Creatividad, Estructura y técnicas narrativas.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusta, felicidades

Aula de Escritores dijo...

me gusta sobre todo la delicadeza sutil con la que describes las partes de la vivienda, evocando recuerdos, para dejar finalmente el amargo sabor de la verdad.
...sombras...

Anónimo dijo...

Transmite mucho, sobre todo, por las descripciones, construidas más por las sensaciones que producen los olores y la atmósfera de cada estancia, que por que los ojos alcanzan a ver.

Me ha gustado... y muy bueno el final.

Ainara Rivera.

Aula de Escritores dijo...

Muy bonito Manuel. Hay algun momento en el relato que hace pensar que se trata de un gato pero te mantiene intrigado hasta el final. Muy original. Felicidades.

Coral