jueves, 13 de noviembre de 2008

De entre las llamas

Los metieron a empujones en la camioneta. José no tuvo tiempo de acabarse el café. Le arrebataron la taza y dejaron que se descuartizara contra el suelo. Carmen todavía tenía las retinas tintadas con las llamas que devoraban la hacienda cuando la la arrastraron hasta la parte trasera del vehículo.
José distinguió las primeras lenguas de humo cuando apenas habían empezado a conspirar a hurtadillas desde la rambla seca. Carmen le traía el también humeante café de las mañanas a su mecedora del patio. A José le encantaba el café bien cargado, y mirar la huerta desde su mecedora de mimbre. Había amanecido nublo --como el día en el que ardió la plantación de los Rubio-- pero lo que se elevada por encima de los frutales no eran girones de nubes de tormenta. No. Ni los rugidos secos que rompían el aire abajo, en la vega, eran el ensayo de un folletín de truenos. Si amenazara lluvia la castigada rodilla lo habría anunciado entre crujidos. Tenía rodilla de zahorí. No. Aquello que sonaba a tambor afónico de procesión del Santo Sepulcro eran disparos. O cañonazos, a saber.
A Carmen los tableteos de las armas le parecieron silbos, de lo lejanos que eran. El humo, no. Lo respiró tan próximo como el del café de José. Y respiró también amargura en las llamas, que ya trepaban camino arriba, con una parsimonia que también prendía la sangre.
-José, ¡nos queman la hacienda!- ululó la mujer.
El hombre no reaccionó. O hizo ver que no reaccionaba. Agarró el tazón y le clavó dentro la cucharilla, acuchillando el café, y hurgó en sus entrañas como si en realidad hurgara en las entrañas del hijo de puta que acababa de prender fuego a sus tierras.
La cuchara daba vueltas. Las palmeras de la linde de mediodía eran una paleta de lenguas rojas y anaranjadas. Carmen temblaba. Las llamas se acercaban como si no fuera con ellas. Los disparos -eran disparos- sonaron más cerca.
La finca de José y Carmen era de las pocas que aún no había ardido. Todo este lado del cerro de las Cuatro Caras era pura ceniza. A quien no le quemaban las tierras se lo llevaban. O lo mataban. O las tres cosas, porque nadie volvía.
Cuando mataron a los tres hijos de los Carrasco de un tiro en la cabeza, el propio Ginés le escupió en la cara a José.
-¿Dónde está tu hijo? ¿Dónde está el coronel Matías? ¡El coronelito es un cobarde!
Y José no contestó porque hacía meses que no sabía nada de su hijo. Nada. Bajó la cabeza y siguió cavando la fosa de los hermanos Carrasco dando golpes voraces con el azadón como si en realidad azotara las entrañas de los hijos de puta que habían matado a los tres muchachos a sangre fría. Les quebraron las piernas y les volaron los sesos. Y sin vendarles los ojos, a cosa hecha, para que se desplomaran de cara a su propia huerta envuelta en llamas.
El coronelito tampoco acudió cuando se llevaron a los Migas en una camioneta destartalada y después los arrojaron, quien sabe si todavía vivos, por el abrupto barranco del Ortigal con el cuerpo cosido a balazos. No respetaron ni a las mujeres ni a los niños. Los mataron a todos. Los Migas no vieron arder sus fardos, ni sus frutales ni su casa. Y ni el coronelito ni nadie corrió en su auxilio.
También se llevaron a los Paganes y a los Mateos. Y el coronel Matías tampoco acudió. No acudía nunca. Tampoco cuando se llevaron a los Atascaburras. Sólo dejaron vivo al Andresito para que pudiera escupirle en la cara a José.
-¿Dónde está el cobarde de Matías? ¿Nos va a dejar morir a todos?
Y José tampoco dijo nada, bajó la cabeza y golpeó con el pico las riscas, como si golpeara los cráneos de todos los guerrilleros hijos de la gran puta que estaban aniquilando a los suyos sin que el coronel Matías, el coronelito, ni se asomara para darles el pésame.
-Igual nos lo han matado, José, igual nos lo han matado. Si no vendría. Él no es así- le consolaba Carmen. Pero José no la escuchaba. Golpeaba la tierra con el pico o la azada, pero en verdad se inmolaba. Sabía que Matías nunca volvería.
Carmen fue la primera en ver la siniestra camioneta escurriéndose de entre las llamas como si no temiera al fuego que estaba a punto de saltar la tapia que protegía la casa. Los disparos habían cesado. El destartalado vehículo ascendía por el camino colina arriba arrastrando la panza.
-¡Vámonos, José, vámonos!- gritó la mujer, agarrando a su marido por la pechera. Pero José no hizo caso, siguió removiendo el café y dándole pequeños sorbos, conteniendo la rabia entre los dientes.
-José, por Dios, hemos de irnos-insistió Carmen, intentando levantar la cabeza de su marido-. Podemos escondernos en el chamizo de la sierra. Allí no nos encontrarán...
Pero José no respondía. Su vista era un arpón que hacía blanco en la herrumbrosa camioneta que se aproximaba a regañadientes evitando los brazos amorfos de las llamas. Siguió agitando el café y dando sorbos a sus propios recuerdos.
Carmen entró en la casa y volvió a salir. Entró y salió de nuevo, arrugándose el delantal. Las llamas lamían los rosales y el pozo. La camioneta, del color de la tierra, ya había atravesado el puente sobre la rambla seca.
-¡José, José! ¡Que ya se acercan. Huyamos a la sierra!- suplicó la mujer, postrándose de rodillas frente a su marido y apretándole las manos con fuerza. Sus ojos ardían de lágrimas.
-Yo me quedo aquí. -contestó José muy serio pero con voz serena-. Esta es mi casa. Estas son mis tierras. Que me quemen con ellas.
-No, José, no. Podemos irnos...- clamó Carmen.
Pero José le cerró los oídos. Se los cerró al mundo. Se mordió el labio, dejó a sus pupilas volar libremente sobre la hacienda en llamas en busca del pasado y agarró con ansia la taza de café, y no la soltó hasta que aquellos hombres armados se la arrancaron antes de meterle arrastras en la parte trasera de la camioneta. Tan arrastras como a Carmen, último testigo de la destrucción de la casa, que se vino abajo en mitad de una envenenada bocanada de fuego.
El vehículo atravesó kilómetros y kilómetros de campos arrasados, de humeantes rescoldos, hasta que Carmen se atrevió a hablar, porque José seguía mudo, agazapado en la parte trasera del vehículo.
-¿A dónde vamos?-, preguntó entre balbuceos.
-A un lugar seguro, lejos de este infierno- respondió el coronel Matías sin soltar el volante de la achacosa camioneta militar.
-Volviste a por nosotros, volviste…- suspiró la madre, y se quedó dormida, acurrucada en un rincón del remolque. José bajó la cabeza e hizo lo mismo.

Xavier Adell

5 comentarios:

Aula de Escritores dijo...

Me ha gustado, te felicito.
Hay relatos que los lees y estás deseando llegar al final para saber lo que ocurre. Otros simplemente es un placer leerlos en toda su extensión, por las revelaciones constantes que se van haciendo o por la calidad de algunas imagenes o sensaciones que se transmiten. Como es el caso, a mi parecer.
Un saludo!

Manuel Santos

Anónimo dijo...

ufff!! que congoja!! me he angustiado desde las primeras líneas, sobre todo, con las descripciones de las matanzas... tan reales y crueles. Encuentro un poco denso el lenguaje, pero quizá es necesario para reflejar tales crímenes con mayor fuerza.

Me ha impactado, es bueno!!

Ainara Rivera.

Anónimo dijo...

Hola,
A mi también me ha gustado.
Incluso hubiera preferido saber cómo salían de esa. Si se descubría quien hacía qué.
En fin, buen trabajo

Aula de Escritores dijo...

Así es. ¡muy buen trabajo!

SOHO

Juanmi dijo...

Sin palabras.

Técnicamente es más que correcto, la emotividad y crueldad del fondo se suman al recorrido de la historia.

Yo tal vez he echado de menos un poco más de misterio al final, que se revela muy de golpe.

Pero es magnífico. Atrapa, intriga y hace sentir. El lector empatiza con los personajes.

Me ha encantado.