miércoles, 26 de noviembre de 2008

bermellón

Sábado por la mañana. Nada podía hacerme más feliz a mis diez años que un despertar matinal sin camino al colegio ni uniforme gris. El día despuntaba lleno de interminables horas de ocio, tiempo libre infantil, que es siempre un ocio sin tregua y sin pausa. Y además, era primavera. Todavía no habíamos agotado nuestro Cola Cao y mi hermana y yo nos atropellábamos por el pasillo hacia la puerta del paraíso: la calle.

Justo en ese momento, mi madre emergió de algún lugar para plantarse cual muralla china frente a la puerta. No había peor blindaje que aquel, y mi hermana y yo lo sabíamos. Nos rendimos sin rechistar y nos encaminamos de nuevo hacia la cocina. Allí, sentadas y fingiendo la sed de diversión que nos hervía dentro, mi madre me encomendó la misión de aquella -hasta entonces tranquila- mañana de primavera. La misión no era otra que adentrarme en aquella especie de ultramarinos a cincuenta metros de casa.

Así que me aventuré, qué remedio. Todo el talante de travesuras con el que había amanecido se esfumó. De repente, era una niña vergonzosa y descaradamente tímida, de esas que hablan con un hilo imperceptible de voz mientras su postura corporal se encoge con cada sílaba.

Crucé el umbral y dejé atrás la luz cegadora del sol de mediodía. Me abrí paso entre esa secta de mujeres con cestas de mimbre, las mismas que observaba con ojos de platos cuando iba a la tienda pegada a las piernas de mi madre. Las mismas, sólo que ahora era yo la que tenía que elevar mi voz sobre el murmullo irritante de las señoronas y formular aquella temida pregunta de cortesía: “¿La última, por favor?”. El primer intento fue nulo. Incluso hubiera jurado que sus murmullos se convirtieron entonces en ensordecedoras bocinas de vehículos. Qué difícil es hacerse mayor, pensaba yo, mientras mis mejillas se teñían frenéticamente de un bermellón único; el bermellón de las témperas de manualidades, el bermellón exclusivo de la vergüenza infantil.

Aquel pasillo estrecho, envenenado de tinieblas, era el reto de aquella mañana. La luz del día quedaba cada vez más lejos, tras aquella puerta destartalada que albergaba la recompensa: la libertad. Pero la recompensa tenía un precio, y qué precio: un paquete de arroz. La prueba no era en realidad tan sencilla –mi madre siempre ponía un grado de dificultad, nada de ñoñerías- porque tenía que encontrar la marca correcta. Volver a casa con un cereal de la marca fallida invalidaba toda la prueba. Valiente desafío el que mi madre me había propuesto, cuando yo prefería correr hasta caerme de cansancio y después quedarme embobada frente a la tele viendo como Willy Fog cruzaba la India.

Me quedé congelada frente a las tres variedades de arroz. Alargaba un brazo para coger un paquete y después encogía el brazo. Sucesivas veces. Hubiera jurado que en esos momentos las mujeres se habían congregado a mis espaldas para cuchichear y observar de cerca la indecisión de la niña vergonzosa, la niña que se ponía como un tomate maduro. Finalmente escogí uno cualquiera y me acerqué al mostrador, donde eché las pesetas exactas sin levantar la mirada. Susurré un inaudible adiós y corrí hacia la calle.

Por fin: misión cumplida. Me relajé inmediatamente y el camino a casa se convirtió en un apacible paseo protagonizado por mí y mis musarañas; mirando los coches, contando las baldosas del suelo o evocando a Willy Fog con una canción musitada. Fue en el ascensor cuando caí en la cuenta de que había llegado el momento: ¿habría escogido la marca correcta? Mi madre abrió la bolsa de plástico y sacó aquel tesoro blanco que para mí se alzaba entre sus manos como la valiosísima arca perdida de Indiana Jones. Había acertado, esta vez sí. Y mientras mi madre me abrazaba pensaba en los retos de los próximos sábados. Superada la prueba de fuego del ultramarinos, estaba segura de que nada podía resultar muy difícil, ¿verdad?


Elena.-

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Debe ser por la ternura que me transmite la timidez de la niña, pero me ha encantado... es dificil identificarse con la chiquilla, pero evoca recuerdos de cualquier niñez digamos "normal" y es muy fácil ponerte en medio de la escena del supermercado, con la niña indecisa vista desde la altura -física y mental- de un adulto...

Muy bueno.

Ainara Rivera.

Juanmi dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Qué bueno. Me gusta mucho el tema y la experiencia de la niña porque seguro que cualquiera de nosotros ha vivido experiencias semejantes, y el momento en que tiene que elegir entre tres tipos de arroz...siempre había alguna dificultad nueva.
Muy emotivo el momento en que acierta y la madre la felicita, el contraste entre la incomodidad en la tienda y la familiaridad de vuelta en casa.

Lo único que te diría es que al estar en la piel de una niña, el registro suena un tanto inapropiado, quizás un lenguaje más infantil hubiese encajado un poquito mejor? Es una opinión personal.

Sea como sea, buen trabajo!

Irene

Juanmi dijo...

Precioso Elena.
Sencillamente precioso.

He revivido toda mi infancia entre tus lineas. Es como si hubiera saltado en el tiempo, y me hubiera remontado a una época de Clips de Famobil y Tente, de Blandiblup y de viajes al cole inventando mi mundo con cada paso, a unos días hechos de Neskuik, Tintín, cochecitos Guisval, Petete y aventuras sin fin. Ha sido recordar a los viejos amigos, las viejas vivencias, revivir una época en que "primera vez" de algo era un reto a vida o muerte y decirle a una chica "me gustas" era pasar por la peor experiencia del mundo.

He vivido tantas cosas como las que cuentas, Elena, que puedo decir que me has devuelto una parte de mí mismo, que sólo otra persona en toda mi vida ha logrado despertar.

Ha sido conmovedor, me ha llegado muchísimo.

No se a qué te dedicas, pero si lo próximo que leo de ti me hace sentir igual, tendré clarísimo que tu has nacido para llegarle a la gente.

Enhora buena, a mi me has conquistado del todo.