jueves, 15 de enero de 2009

Felicidad interrumpida

Su jefe le había dado el resto del día libre. Marisa es la enfermera de un renombrado cirujano de la ciudad. Decidió dar una sorpresa a su marido. Todavía le daba tiempo a cambiarse de ropa y calzado, hacer una llamada al restaurante italiano que tanto gustaba a Marcos y llegar a tiempo para invitarle a comer.

Le sobraron quince minutos y se sentó en una mesita, al sol, en la terraza del bar enfrente de la oficina de su marido. Mientras se tomaba un vermut blanco con hielo y unas olivas aliñadas, recordaba esos tantos momentos de felicidad junto a su esposo. Eran tantos que casi no le cabían en su memoria.

Pasaban diez minutos del horario de salida. Marisa pidió la cuenta al camarero. Sus ojos se clavaron en el portal del edificio. Le vio salir. No estaba solo. Era Laura, su compañera de redacción.

Mientras pagaba, le hizo un gesto a Marcos pero éste no la vio. Se disponía a cruzar la calle, cuando en ese momento Laura abrazó a su marido y Marcos le respondió con un apasionado beso. Un beso de no recuerda cuantos segundos, pero fueron muchos.

Se quedó clavada en el asfalto, delante del semáforo en verde sin atreverse a cruzar la calle. Sintió un sofocón, su vista se nubló de tanto mirarlos, sin pestañear, observando todos los siguientes pasos de la pareja, comprobando que no había ningún tipo de error. Era su marido. Era el hombre de su vida, su compañero, su amigo, su amante. Era su sentido de la vida. Era su propia vida.

Finalmente se decidió a cruzar la calle y fue acercándose más a ellos. A medida que se aproximaba su rabia aumentaba, su corazón se aceleraba y sus ojos inundados en cólera perseguían los de su marido. Continuó caminando con el propósito de montar un escándalo, de arrancarle el moño a Laura, de escupirles a la cara, de arrebatarles su momento de felicidad. Su marido estaba tan magnetizado con su acompañante que ni siquiera la vio.

No le dio tiempo. La pareja cogió un taxi y desapareció de su vista. Parada en medio de una multitud conoció la soledad. Su rabia se fue convirtiendo en tristeza y solo pudo llorar. Se fue haciendo paso entre la gente hasta alcanzar la pared de la fachada del edificio. Tuvo que apoyarse para no caer. Sus piernas se debilitaban. Apenas tenía fuerza para permanecer de pie. Perdió la noción del tiempo.

Su corazón le concedió una tregua. Volvió a casa. Cerraba sus ojos y los veía una y otra vez, abrazándose, besándose, cogiendo ese taxi hacia un lugar elegido por los dos. Su querido Marcos había muerto para ella.

Se metió en la cama y se tapó hasta la cabeza. Con una completa oscuridad y con todo el silencio de una casa vacía empezó a ver las cosas claras. Por nada del mundo permitiría que se fuera con otra. Al cabo de un par de horas se levantó y se dirigió al mueble bar situado al lado del equipo de música. Se sirvió una copa de coñac. Seguidamente vertió unas gotas de un frasco pequeño en la botella y puso un compact disc de Giuseppe Verdi. Mientras oía una pieza de La Traviata que le encantaba, su mano derecha alzaba el volumen disfrutando de la música. En la otra mano sujetaba la copa, la movía con destreza y saboreaba cada segundo a sorbos. Este ritual lo hacía cada día su querido Marcos cuando llegaba a casa por la noche. Cuando terminó la música, apagó todo y volvió a la cama.

Marcos llegó a la hora de siempre. Encendió todas las luces, pensó que Marisa no había llegado todavía. Se dejó caer en el sillón verde botella que siempre utilizaba Marisa para leer, enfrente al dormitorio. Se sirvió una copa de coñac y cogió el móvil para llamar a Laura.
- Acabo de dejarte y ya te echo de menos –le dijo con una voz mimosa. Sí, sí, te lo prometo. Hoy mismo se lo digo.

Marisa salió de su habitación como un espectro. Se acercó lentamente a su marido. Iba descalza, tenía la cara desencajada, estaba despeinada, tenía el rímel corrido y los ojos enrojecidos de tanto llorar. Tragó saliva, se arregló el cabello, se colocó sus zapatos abandonados en la alfombra, se ajustó la falda subiéndose la cremallera y con una mirada llena de vacío se dirigió a su marido.
- ¿Qué es lo que me tienes que decir? –le preguntó Marisa clavando sus ojos en los él.
Marcos tenía una expresión difícil de describir. Estaba claro que su mujer había oído la conversación que mantuvo con Laura.
- Marisa, yo...No sé cómo decirte…-empezó a titubear apartando la mirada de su mujer.

Se sorprendió a si misma adoptando un actitud fría, inquisidora. Decidió dejar hablar a su marido. De hecho, ella deseaba que él hablase, que sufriera para contarle lo que ella ya sabía. Aunque con lo buen actor que había demostrado ser tampoco le costaría demasiado.
- Lo siento mucho Marisa. Estoy enamorado de otra mujer. Ya no te quiero…

Ella ya no le escuchaba. Observaba atentamente como le temblaban las manos a Marcos, como se convulsionaba su cuerpo. Finalmente no habló más. Se calló para siempre.

Marisa se acercó a él, comprobó el pulso y seguidamente se dirigió al teléfono.
- ¿Policía? Acabo de matar a mi marido.


Milagros Herrero

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Que sangre más fria, no se lo piensa mucho antes de envenenar al marido.
Me ha gustado mucho.

Juan Carlos

Juanmi dijo...

Me ha encantado.

Es pasional, es imposible no identificarse con ella, está impecable, de verdad.

Tiene drama, furia, indignación, sangre fria...

Puede ser previsible? Pues quizá, no se, pero, con perdón de la palabra, me ha parecido cojonudo.

Enhorabuena, de corazón.

Sonia dijo...

Ay ay ay... esas sorpresitas que terminan siempre por sorprender al que las da...
Muy bueno, Milagros, me gusta mucho como escribes, creo que ya te lo he dicho alguna vez, que tienes un estilo muy sencillo y a la vez muy contundente, que llega mucho. Y aunque realmente el desenlace era previsible, eso no le resta ni pizca de efectividad al relato. Vamos, que me ha gustado.

Aula de Escritores dijo...

Eete relato es la prubea de que la sencillez no está reñida con la calidad.
Enhorabuena!
Xavier