viernes, 28 de noviembre de 2008

La mujer de rojo

Eran casi las diez de la noche cuando llamaron a la puerta. El señor Gutierrez no estaba acostumbrado a tener visitas, y menos tan tarde. Se acercó a la puerta y vio por la mirilla a un joven con un casco de moto en una mano y un paquete en la otra. “¿Si?”. “Tengo un paquete para el señor Gutierrez ¿Vive aquí?”.
¿Un paquete? ¿Y a estas horas? Abrió la puerta con la cadena todavía puesta. Aunque vivía en un barrio bastante seguro nunca se sabía. “¿Señor Gutierrez?” “Si, soy yo.” “Si me echa una firmita aquí...”. Con la puerta todavía a medio abrir cogió el papel, lo firmó y se lo entregó al mensajero que a su vez le hizo entrega de un paquete rectangular, fino y ligero. Lo abrió vacilante y descubrió dentro un CD de música clásica (¡su favorita!) acompañado de una nota.

“Hola. Te he visto esta tarde ojeando CDs en la tienda de abajo. No se si te has fijado en mí, creo (espero) que sí. Te he visto unas cuantas veces por el barrio pero nunca he tenido el valor de invitarte a tomar un café o simplemente hablar contigo. Espero no parecerte demasiado atrevida o una loca, te aseguro que es la primera vez que hago algo así. Ahora mismo estoy en el bar de la esquina tomando una copa y me encantaría que me acompañases para poder charlar un rato. Por si te decides a venir estaré sentada en una de las mesas del fondo y llevó una camisa roja. Julia. P.D: espero que te guste el CD.”

Lo primero que pensó es que aquello era una confusión, no podía estar dirigido a él. ¿Quizá era una broma? ¿Pero de quién? Repasó mentalmente las pocas amistades que tenía. Imposible, pensó. No podía imaginarse a ninguna de ellas gastándole una broma de ese tipo. Con nadie tenía esa clase de confianza.
¿Y si realmente tenía una admiradora? Era cierto que había estado ojeando CDs de música en aquella tienda, y era también cierto que había cruzado la mirada con una mujer de más o menos su edad. ¿Le había sonreído en aquel momento? Ahora empezaba a creer que sí.
Había pasado un buen rato desde que el mensajero se fuera y él seguía plantado en el mismo sitio. De repente le empezó a invadir una sensación de pánico ¿Y si estaba desaprovechando una gran oportunidad? El señor Gutiérrez no estaba en posición de desaprovechar las pocas oportunidades que el destino le brindaba. ¿Qué tenía que perder? Parecía un plan bastante mejor para un viernes a la noche que repasar su preciada colección de sellos antiguos.
Guardó los álbumes, se cambió de ropa, se echó colonia y se peinó cuidadosamente por miedo a que el peine se quedase con los pocos pelos que aun conservaba.
Ya de camino al bar empezó a imaginar posibles temas de conversación con los que romper el hielo. Le preguntaría si a ella también le gustaba la música clásica, tal vez podría invitarla a un concierto. Dudaba mucho que fuese aficionada a los sellos, sabía por experiencia que no hay muchas mujeres metidas en ese círculo. Una pena ya que él era un reconocido experto y coleccionista.Podía hablar sobre el tema durante horas.
Una vez a las puertas del bar su entusiasmo se esfumó y el pánico volvió a aparecer de repente. ¿Y si no era el tipo de persona que ella esperaba? ¿Y si le resultaba demasiado aburrido? Nada más entrar pediría una copa de algo fuerte, necesitaba relajarse, al fin y al cabo era ella la que había escrito la nota. “Antes de ir a pedir no olvides preguntarle a ella si quiere algo” pensó el señor Gutierrez. Siempre se le olvidaba tener este tipo de gestos en compañía de una mujer.
Armado de valor entró al bar y lo recorrió con la mirada. A primera vista no vio a ninguna mujer vestida de rojo. A decir verdad no vio a ninguna mujer , solo a tres hombres solitarios y a un par de jóvenes hablando a gritos. Se acercó a la barra y siguiendo su plan original pidió un gin tonic y se sentó.
Pasaron varios minutos y se empezó a poner cada vez más nervioso preguntándose dónde estaría aquella mujer. Estaba tan agitado que ya se había acabado el vaso, y sin saber bien lo qué hacer se acerco al barman con el pretexto de pedir otro trago. “Perdone, ¿no habrá entrado aquí por casualidad una mujer vestida con una camisa roja?” “¿Así que era a usted a quien esperaba esa monada? Dejó un mensaje para cuando usted llegara, dijo que le había surgido no sé qué emergencia pero que volvería en media hora. Julia dijo que se llamaba”.
Así que era eso. Ahora por lo menos tenía la certeza de que esa tal Julia existía, y además según el barman era una monada... Volvió a su mesa con un nuevo gin tonic, más nervioso que nunca, y volvió a pensar en posibles temas de conversación para cuando ella regresara.
Pasadas hora y media, después de su quinto o sexto vaso, el barman se acercó y le dijo que lo sentía mucho pero que era hora de cerrar. El pobre señor Gutierrez, frustrado y solo, salió tambaleándose a
la calle y emprendió el camino casa. De vez en cuando volvía la vista con la vaga esperanza de ver torcer la esquina a una preciosa mujer vestida de rojo corriendo y gritando que lo siente. Pero lo máximo que alcanzaba a ver eran las borrosas siluetas de los coches que circulaban a esas horas de la noche. ¿Qué le habría pasado? ¿Para que tomarse la molestia de comprar un CD y escribir la nota si luego no iba ni a aparecer? ¿Tal vez ella estuvo observando desde fuera y cambió de idea al verle venir? No conseguía entenderlo.
Tuvo suerte de que al llegar al portal la puerta estuviese abierta, habría sido difícil acertar la llave en la cerradura con tan poca luz y tantos gin tonics consumidos. Subió a duras penas las escaleras sin dejar de apoyarse en la barandilla, y por fin delante de su puerta sacó las llaves del bolsillo. No le hizo falta hacer uso de ellas. Por lo visto hay chicas bonitas a las que sí les gustan los sellos y la música clásica. Y que encima no cierran la puerta al salir.

Jon Igual Brun

jueves, 27 de noviembre de 2008

Mis vecinos

Ojalá no fuera cierto, pero le vi. Vi como sus manos grandes y morenas apretaban aquel delgado cuello hasta que no ofreció resistencia. Ella había clavado sus finas y afiladas uñas en su espalda castigada por el sol hasta que brotó un hilo de sangre. Él la dejó caer. Parecía una muñeca de trapo, ligera e inservible. Cuando yacía muerta a sus pies, se le escapó una leve sonrisa para convertirse pocos segundos más tarde en una enorme carcajada. No contento con haberle robado la vida, empezó a acariciar su cara con la hebilla dorada de sus botas de piel sintética hasta desfigurar su rostro.

Me incliné doblándome sobre mí misma, con una agilidad nunca experimentada y me deslicé como una serpiente hasta el interruptor de la luz con cuidado que no pudiera percatarse de mi presencia. El patio de luces que albergaba aquellos edificios era pequeño y fácilmente podíamos contemplar la vida del vecino sin apenas esforzarnos.

Cuando logré quedar a oscuras y todavía en el suelo como un reptil asustado, intenté reincorporarme. Lo conseguí a cámara lenta, con las piernas todavía un poco flexionadas y temblorosas. Necesitaba asegurarme que no había sido una alucinación. Cubrí mi cuerpo con parte de la cortina del salón y me asomé con lentitud. En ese momento notaba mi pulso alterado, el corazón me azotaba deseando huir de mi cuerpo.

No había rastro de ninguno de los dos. Habían desaparecido en pocos minutos, aunque a mí me había parecido una eternidad. Me quedé paralizada observando el lugar del crimen, examinando cada metro de la habitación. Aun no tenía el valor suficiente para salir de mi escondite entre las cortinas. Mi cuerpo no había dejado de temblar y mi corazón seguía latiendo a una velocidad suicida.

Poco a poco fui recuperando mi aliento. Después de confirmar con mis propios ojos que en aquel lugar no había ser viviente ni cadáver alguno, empecé a dudar de la existencia de la agresión, pasando por mi cabeza la posibilidad de que hubiera sido producto de mi imaginación, aunque tampoco descartaba que hubiera sido víctima de una broma de mal gusto.

Cerré el portón de mi balcón y corrí las cortinas. Mis pensamientos se amontonaban en una calle sin salida. Mi cabeza estaba a punto de estallar. Otra vez no, por favor.

Empecé a sentir unos pinchazos agudos en la frente y el dolor no me permitía ni siquiera mover el cuello para mirar a mi alrededor. Decidí desplazarme muy lentamente hasta el sillón. Las punzadas eran cada vez más fuertes, impidiéndome avanzar. Apoyándome en la pared y deslizando mi espalda por ella logré sentarme en la alfombra.

Allí he permanecido durante un tiempo hasta que he logrado levantarme y alcanzar la mesa. Los medicamentos se apilaban y se mezclaban con los restos del almuerzo. He cogido dos comprimidos para combatir mi dolor y he logrado dormir durante el resto de la noche.

Hoy me encuentro mucho mejor. Me he levantado, he corrido la cortina, he abierto el portón y… ahí estaban, comiéndose a besos.


Milagros Herrero - Taller de escritura creativa

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Mis tres deseos

Queridos Reyes Magos:

Este año he sido muy bueno. Mi mamá dice que soy el niño más bueno del mundo, pero yo no me lo creo, porque en el mundo hay muchos niños que son muy buenos, como mi amigo Lucas, que es mi amigo para siempre. Pero claro, mi mamá me quiere mucho y tampoco conoce a otros niños. He hecho los deberes todas las tardes y me he comido todo lo que mamá me ponía en el plato y luego he recogido la mesa. He sido muy obediente y me he quedado en mi cuarto callado y tapándome los oídos cuando mamá oía la llave de la puerta y me decía que no saliera de allí pasara lo que pasara. Me he escondido debajo de la manta de la cama cuando oía las voces de papá y los lloros de mamá. No quería que él se enterara de que estaba rezando para que se fuera para siempre. Mamá dice que es un hombre bueno y que me quiere mucho, pero a mi no me gusta que esté en casa, porque mamá no habla ni me lee cuentos ni juega conmigo, solo me manda a mi cuarto y se pone a cocinar la cena muy rápido. Después de mucho rato, ella viene a verme con la cara rara, como de colores, y se mete en mi cama y llora pensando que yo no la oigo porque estoy dormido, pero ella nunca me ha descubierto. También ayudé a mamá a recoger los cristales del suelo del baño aquel día que papá le dio un puñetazo a la puerta de la bañera cuando ella se estaba duchando. Creo que era un día de fiesta porque yo no tenía que ir al colegio y mamá y yo fuimos a comprar una cortina que colgamos por la tarde. Ella dijo que una cortina no se rompería y que costaba menos dinero. Tampoco les conté a mis abuelos lo que pasa cuando muchas noches papá entra en la cocina con una botella hablando raro y muy alto y caminando como si se fuera a caer, cuando agarra a mamá y se la lleva por el pasillo y se encierran en su habitación. Luego no sé lo que hacen, pero se oyen golpes y gritos y yo corro a meterme en mi cama y empiezo a rezar muy bajito. No se lo he contado a nadie, porque ella dice que es nuestro secreto. Yo pienso que mamá también es buena porque es muy obediente con papá.

Y como hemos sido buenos, este año os pido tres cosas: quiero que un día papá se pierda por la calle y no sepa volver a casa. Que no vuelva nunca. Para mamá os pido unas tiritas mágicas, para que le dejen de sangrar sus heridas y no le duelan más. Y para mí os pido lo más difícil. Quiero que cuando sea mayor, pierda la fuerza. No quiero tener fuerza en las manos para no pegar puñetazos como él, no quiero tener fuerza en la voz para no gritar como él, y tampoco quiero tener sed para no beber tanto como él. Y si no podéis cumplirme este deseo, os pido algo más fácil: convertirme en Pedro. Que me enseñéis el camino hasta lo alto de una montaña, donde pueda sacar mi rebaño de ovejas todas las mañanas, con Niebla siguiéndome a todas partes y el abuelito regañándome cuando me lo encuentre por los pastos. Pero que nunca, nunca, aparezca Heidi.

Ainara Rivera. Taller de Escritura Creativa

bermellón

Sábado por la mañana. Nada podía hacerme más feliz a mis diez años que un despertar matinal sin camino al colegio ni uniforme gris. El día despuntaba lleno de interminables horas de ocio, tiempo libre infantil, que es siempre un ocio sin tregua y sin pausa. Y además, era primavera. Todavía no habíamos agotado nuestro Cola Cao y mi hermana y yo nos atropellábamos por el pasillo hacia la puerta del paraíso: la calle.

Justo en ese momento, mi madre emergió de algún lugar para plantarse cual muralla china frente a la puerta. No había peor blindaje que aquel, y mi hermana y yo lo sabíamos. Nos rendimos sin rechistar y nos encaminamos de nuevo hacia la cocina. Allí, sentadas y fingiendo la sed de diversión que nos hervía dentro, mi madre me encomendó la misión de aquella -hasta entonces tranquila- mañana de primavera. La misión no era otra que adentrarme en aquella especie de ultramarinos a cincuenta metros de casa.

Así que me aventuré, qué remedio. Todo el talante de travesuras con el que había amanecido se esfumó. De repente, era una niña vergonzosa y descaradamente tímida, de esas que hablan con un hilo imperceptible de voz mientras su postura corporal se encoge con cada sílaba.

Crucé el umbral y dejé atrás la luz cegadora del sol de mediodía. Me abrí paso entre esa secta de mujeres con cestas de mimbre, las mismas que observaba con ojos de platos cuando iba a la tienda pegada a las piernas de mi madre. Las mismas, sólo que ahora era yo la que tenía que elevar mi voz sobre el murmullo irritante de las señoronas y formular aquella temida pregunta de cortesía: “¿La última, por favor?”. El primer intento fue nulo. Incluso hubiera jurado que sus murmullos se convirtieron entonces en ensordecedoras bocinas de vehículos. Qué difícil es hacerse mayor, pensaba yo, mientras mis mejillas se teñían frenéticamente de un bermellón único; el bermellón de las témperas de manualidades, el bermellón exclusivo de la vergüenza infantil.

Aquel pasillo estrecho, envenenado de tinieblas, era el reto de aquella mañana. La luz del día quedaba cada vez más lejos, tras aquella puerta destartalada que albergaba la recompensa: la libertad. Pero la recompensa tenía un precio, y qué precio: un paquete de arroz. La prueba no era en realidad tan sencilla –mi madre siempre ponía un grado de dificultad, nada de ñoñerías- porque tenía que encontrar la marca correcta. Volver a casa con un cereal de la marca fallida invalidaba toda la prueba. Valiente desafío el que mi madre me había propuesto, cuando yo prefería correr hasta caerme de cansancio y después quedarme embobada frente a la tele viendo como Willy Fog cruzaba la India.

Me quedé congelada frente a las tres variedades de arroz. Alargaba un brazo para coger un paquete y después encogía el brazo. Sucesivas veces. Hubiera jurado que en esos momentos las mujeres se habían congregado a mis espaldas para cuchichear y observar de cerca la indecisión de la niña vergonzosa, la niña que se ponía como un tomate maduro. Finalmente escogí uno cualquiera y me acerqué al mostrador, donde eché las pesetas exactas sin levantar la mirada. Susurré un inaudible adiós y corrí hacia la calle.

Por fin: misión cumplida. Me relajé inmediatamente y el camino a casa se convirtió en un apacible paseo protagonizado por mí y mis musarañas; mirando los coches, contando las baldosas del suelo o evocando a Willy Fog con una canción musitada. Fue en el ascensor cuando caí en la cuenta de que había llegado el momento: ¿habría escogido la marca correcta? Mi madre abrió la bolsa de plástico y sacó aquel tesoro blanco que para mí se alzaba entre sus manos como la valiosísima arca perdida de Indiana Jones. Había acertado, esta vez sí. Y mientras mi madre me abrazaba pensaba en los retos de los próximos sábados. Superada la prueba de fuego del ultramarinos, estaba segura de que nada podía resultar muy difícil, ¿verdad?


Elena.-

viernes, 21 de noviembre de 2008

Hola chicos.

Algunos compañeros me han comentado que los relatos desaparecen del Blog.

Por ello hemos tomado las medidas necesarias.

Ya lo comentaremos en clase.

Atte. Aula de Escritores

Hasta el Final (edición sin corregir)

Imagina una luz que lo ilumina todo, que define cada punto de tu universo, y que de pronto esa luz se extingue dejándote en la más completa oscuridad. Imagina el frío más terrible que puedas sentir, pero no un frío invernal, sino un viento helado que nace de dentro, que te acuchilla las entrañas, y que no hay tibieza con qué arrancarse esa escarcha del corazón. Lamentablemente yo ya no he de imaginarlo. Afortunadamente, de toda oscuridad nace un resplandor nuevo, y no hay hielo bastante para congelar el verdadero amor...

A mi mujer Belén le diagnosticaron su enfermedad demasiado tarde. La noticia sacudió nuestros cimientos más sólidos, haciendo que todo a nuestro alrededor pareciera desmoronarse sin remedio.
Yo pasé aquel día vomitando, mientras un miedo implacable se adueñaba de mi. Temblaba como una gelatina, y me preguntaba porqué, aunque el motivo fuera lo de menos en aquel momento. Belén no dijo nada. Pasó toda la jornada mirando sin ver, a través de la ventana. Su cuerpo se moría, pero a mi me pareció que ella ya estaba muerta, sumida en un letargo de llanto seco, en una espantosa ausencia de la que, por fortuna, su familia no fue testigo. Los primeros días resultaron terribles. Decírselo a todo el mundo, hacerlo a su manera... Me avergüenza reconocerlo, pero yo necesité más ayuda que Belén. Ignoro de dónde sacó ella el coraje y la fuerza que a mi me faltaron, pero logró salir adelante a pesar de todo y levantarme con ella. Aunque seguía siendo Belén, por supuesto, de pronto era una mujer diferente. Estaba activa, las ansias de vivir la arrastraban. Nunca la había visto así. Reconozco que me costaba seguir su ritmo, entre tanto deporte de aventura, teatro, noches de juerga, y que tal vez no estuve a la altura, aunque jamás escuché un reproche de su boca. Al contrario, parecía hacerse cargo de la situación con mucha más entereza y comprensión que yo, y jamás me ofendió ni me hizo sentir traición o abandono alguno.
Un día, durante una comida, surgió un tema muy espinoso. Mi mujer hablaba con serenidad de su final y manifestó que, tras haberle dado muchas vueltas, tenía muy claro que no quería ser una carga para nadie, y que no estaba dispuesta a vivir conectada a una máquina ni un segundo. Si alguna vez llegaba ese momento, quería que la dejáramos ir en paz. Yo guardé silencio, pero fue evidente el desacuerdo. Ya en casa, hablamos de ello. Siempre hablábamos, era muy fácil comunicarse con ella, pero aquella tarde el diálogo se tornó en agrio debate. “No te dejaré morir, Belén. Ni lo sueñes”. “Estamos hablando de MI vida Diego”. “Precisamente. Tienes derecho a la vida, a vivir hasta el final”. “Y también tengo derecho a una muerte digna”. Pronto aparecieron los reproches, discutimos amargamente, como nunca lo habíamos hecho, y diciendo que pensaba dejar testamento vital, se encerró en la habitación. Por primera vez desde que convivíamos no dormimos juntos. Se me clavaban sus palabras, que era incapaz de asumir, y no pegué ojo. Me consta que ella tampoco.
Semanas más tarde, los cuidados paliativos se hicieron imprescindibles para combatir el dolor, y Belén se empezó a apagar con rapidez. La medicación la ayudaba, pero le arrebataba su vitalidad. Día a día se inhibía más, su ánimo se deterioraba más, su actividad se adormecía. Qué dramático fue verla deambular como un alma en pena por la casa... La morfina mitiga el dolor pero, y cuando te duele el alma, ¿con qué se apaga ese mal? En esos días se hizo patente que el final estaba cerca. Yo no dormía, ella, apenas despertaba. Me abrazaba a su cuerpo en la cama, llorando, desesperado, como si ese abrazo la fuera a arrancar de la parca. Me sentía tan débil y vulnerable, que me lo planteé todo, y me sorprendí a mí mismo en la cocina, con un vaso de agua en una mano, y un gran puñado de Diazepam en la otra. La solución del cobarde. Como si lo hubiera intuido, en uno de sus escasos periodos de conciencia, mi mujer, con una solitaria lágrima cayéndole mejilla abajo, se acercó a mi, me tomó la mano, la guió hasta el cubo de la basura, y me salvó la vida. “Soy yo quien se muere Diego” me dijo, “hacer esto no lo va a impedir”. Incapaz de asumir que alguien tan bondadoso y lleno de generosidad tuviera que acabar así, me aferré a la esperanza de una solución milagrosa de última hora. Supongo que por eso revolví en sus papeles hasta dar con un sobre que contenía una carta. Leer aquel breve párrafo donde mi mujer declaraba renunciar a la vida me cortó la respiración. Me parecía tan impropio de ella y tan contrario a mis deseos, que lo arrojé todo a los fogones. Quizá fue un castigo, quizá una coincidencia, pero al día siguiente ingresaron a Belén. Había caído en coma, y la mantenían con ventilación asistida. Yo tenía una idea muy nítida de lo que quería para ella, hasta que me encontré en la cafetería, con un cortado delante, pensando en lo que quería ella para sí. Y yo le había arrebatado la voz para decirlo. Cuando uno se enfrenta a semejante dilema ético, la línea que separa lo correcto de lo que es debido se difumina, nada está claro, y la certeza absoluta no existe, hasta que se dibuja ante ti con una nitidez sobrecogedora.
Caminé hasta su habitación y entré. Aquella tibieza se me antojó sofocante, el ambiente aséptico, inaguantable. Me acerqué a ella, sosteniéndome apenas, las manos temblorosas. El siseo del respirador me pareció lo más opuesto a la humanidad que conocía, tan artificial y metódico...
Sostuve su mano unos minutos. ¿Cómo despedirse de la persona que más amas del mundo?, ¿qué se le dice a alguien a quien no renunciarías jamás, cuando le vas a dejar ir?. Sin saber lo que iba a decir, comencé a hablar:
- “No sé cómo decirte adiós, Belén. Me has enseñado tanto, me has hecho crecer tanto, que en mi afán por ser mejor y no fallarte nunca, te he decepcionado. En pago de ese crimen, mi castigo ha sido tener que enfrentarme a la decisión más dura de mi vida. Perdona por no haber sabido respetarte. No puedo morir por ti, aunque lo haría, pero sí puedo demostrarte todo el amor que has sabido despertar en mi, dejando que te vayas tal y como querías.
Tengo miedo Belén, miedo de lo que vaya a pasar a partir de ahora. Te quiero Belén... Te quiero.”
Con el dedo en el interruptor, y el llanto ahogándome, susurré “has sido lo mejor de mi vida”, y acallé para siempre aquel siseo rítmico, aunque sentí que en aquel silencio, también a mi se me iba la vida.



Juanmi, Taller de Escritura Creativa

No es un Adiós

Jamás olvidaré la tarde de ayer, porque cuando descubres que el vínculo que te enlaza con alguien puede romperse y a la vez hacerse más fuerte, al cobrar conciencia, esa experiencia te cambia de por vida. Jamás olvidaré la tarde de ayer, porque aprendí que un adiós puede ser sólo un hasta pronto.

Rodrigo Arias era mi padre. No era el hombre más atractivo ni el más inteligente de Cuba, pero tenía un aire de galán y una mirada que cautivaron a mi madre. Así vine yo al mundo. En el seno de una familia humilde a veces falta qué comer, pero lo que nunca faltó en mi casa fue el cariño, el alimento que nutre el corazón. Tuve una buena educación, a pesar de lo poco que mi padre estaba en casa. Los valores no aplacan el hambre, y mi padre se buscaba la vida cada día como podía, para traer un plato caliente a la mesa. Aunque siempre encontró minutos para mi, sus largas ausencias, a veces de días enteros, me dejaban un vacío que ni el asado más suculento podía cubrir, y recuerdo de aquellos tiempos que lo único que me reconfortaba, era su sonrisa bondadosa desde el umbral cuando prometía volver. Siempre lo hacía, y aunque le añoraba me sentía reconfortado, porque sabía que esa despedida era sólo temporal. Durante muchos años fue así, hasta una fatídica noche de Mayo.
Llovía a cántaros y mi padre había pasado todo el día yendo y viniendo de La Habana Vieja. Yo ya tenía edad para darme cuenta de que algo estaba pasando, pero no esperaba lo que ocurrió, o quizá no quise esperarlo, no lo sé. Mi padre se sentó a la mesa conmigo, mientras mi madre aferraba mi hombro con sus desgastados dedos. Apenas contenía el llanto atenazando su labio inferior entre los dientes. Cuando mi padre pronunció mi nombre se dio media vuelta y se alejó sollozando.
-“ Yamil – me dijo aquel hombre, que se me antojaba un desconocido – Yamil, hijo, tengo que decirte algo”
Mi padre me contó que las cosas se habían puesto muy difíciles para trabajar, que pronto no tendríamos qué comer, y que iba probar fortuna de otro modo. En Miami. Esa misma noche. Recuerdo que lloré en silencio, sintiéndome traicionado, y que cuando fue a abrazarme le giré la cara. Con la mirada velada por el llanto me rodeó con sus brazos aunque yo no le correspondí, y me susurró al oído que volvería, que jamás me dejaría, y que no me estaba diciendo adiós. Mientras se alejaba hacia la puerta, donde su equipaje le esperaba ya, no cesaba de repetir “te lo prometo, te lo prometo hijo, regresaré”.
Me enteré años más tarde que a mi padre le perseguía el régimen castrista, y que aquella noche había huido de Cuba en una balsa. Ese día, la realidad que yo conocía se vino abajo porque por primera vez, la teoría de que tal vez no iba a volver a ver a mi padre se hizo tangible,el hecho de que no regresara jamás era una posibilidad real. Mi padre podía no cumplir con lo que me prometió, y entonces todas sus cartas, que enviaba regularmente cada dos semanas, dejaron de tener sentido. Nunca más fueron un consuelo ni me hicieron sentir su cercanía, lo mismo que el dinero que llegaba cada semana. Nunca habíamos vivido mejor, y sin embargo a mamá y a mi nos faltaba todo sin él. Hablamos de ello muchas veces, y con el tiempo, ella también fue tiznándose de ese pesimismo que sólo la realidad de las cosas puede contagiar. Papá no regresaría nunca, no se lo permitirían. Teníamos que aprender a quererle desde lejos.
Y de pronto un día dejaron de llegar sus cartas, y el dinero a escasear. Primero una semana, luego otra... Hasta que tras varios meses conocimos a una mujer, cuyos hijos vivían en Miami desde hacía muchos años. Gracias a ellos supimos al fin que papá había caído enfermo, y que un compatriota de Cienfuegos cuidaba de él. A partir de ese punto, la vida se empezó a apagar en mi. Ahora la certeza de que no volveríamos a ver un crepúsculo juntos en el malecón, leyendo a Buesa o a José Martí era absoluta. Decidí que yo también iba a viajar a Miami, quería estar con él, cuidarle. Ni que decir tiene que mi madre se negó en redondo. Hubo una tremenda discusión. No teníamos con que pagar el viaje y además, mi madre casi había perdido ya un marido y no quería arriesgarse a perder a un hijo también. Confesaré que me sentí perdido, desesperado, y que los sentimientos se enfrentaban en mí como en una fiesta de Montescos y Capuletos. Pasé la siguientes semanas empapado en ron, tratando de ahogar la impotencia en las calles de la noche cubana. Hasta ayer.
Volvía a casa por la tarde, a llevarle a mi madre unos dólares que había conseguido trabajando con unos turistas, y cuando entré por la puerta, ella se me echó encima y me abrazó con fuerza, los ojos rojos y las mejillas húmedas. Al principio no entendí, pero cuando me soltó, descubrí que no estábamos solos en casa. En el cuarto estaba mi padre, tumbado en la cama, agonizando. Corrí a abrazarle, a ver cómo estaba, a decirle lo mucho que le había extrañado, y él me tomó las manos con un gesto débil y bondadoso, me pidió que me acercara y me susurró al oído:
-“ Te dije que regresaría. Ya se que no ha sido pronto, ni como esperabas, pero te lo prometí y aquí estoy. Jamás te decepcionaría, hijo”.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa

En el Fondo del Hueso

- “Toma, no dejes que caiga en sus manos. El GranDuque no lo querría...”
El eco de estas palabras, pronunciadas con voz débil y entrecortada, resonaba aún en las calles, entre la bruma florentina que precedía al amanecer, mientras una figura, apenas una mancha sombría, se movía furtivamente por la Piazza del Duomo. La capucha que cubría su rostro rasgaba la niebla dejando pequeñas volutas a su paso, liviano y discreto. Una inquietud creció en su interior al acercarse a la Piazza della Signoria, y se llevó instintivamente la mano a la cintura: la pequeña bolsa de terciopelo ensangrentado aún pendía de su cinto. “Esto no me gusta nada”, dijo para sí, ante la quietud y aparente soledad del lugar. Su respiración era agitada, y tras una breve carrera, hizo un pequeño alto junto a la fuente de Neptuno. Miró hacia las puertas del Palazzo Vecchio. No había guardia en ellas, cosa inusual, y con paso cauto llegó hasta el David, que flanqueaba la entrada, y se detuvo de nuevo. Era la única persona que había allí, y de pronto creyó escuchar unos pasos. “Porca miseria” pensó, y se agazapó tras la estatua. El sonido parecía provenir de los arcos de la Loggia, pero allí no se veía a nadie. Tras esperar unos minutos, comprobó que reinaba un silencio sepulcral, y decidió seguir avanzando, pues tenía que cruzar el río lo antes posible para llegar hasta el GranDuque. Pero mientras se acercaba a la rivera, su sospecha se tornó en certeza. Era oscuro aún, cuando aquella sombra, que parecía formar parte de la misma noche, le cortó el paso a escasos metros. Llevaba el mismo atuendo que su hermano, a quien había abandonado moribundo unos minutos antes: sombrero de tres picos, máscara veneciana, túnica púrpura y capa.
- “Ante mare, undae”- dijo la corpulenta figura con un susurro gutural, y con un lento movimiento dejó ver la inconfundible silueta de una daga.
No tuvo tiempo de preguntarse qué significaban aquellas palabras, pues aquel extraño se le echó encima con horrorosa determinación, tirando a fondo. La terrible estocada cortó la bruma mientras la figura encapuchada se apartaba a un lado, desgarrando tela y carne en su brazo izquierdo. Cuando su atacante se dio cuenta de que el ataque había fallado, ya le había sobrepasado, y mientras notaba la tibieza de la sangre resbalando hasta su muñeca, corría desesperadamente hacia el Arno. El sicario se dio la vuelta y emprendió la persecución, aunque su víctima era más rápida y había cobrado ya la rivera del río.
“¡El Ponte Vecchio!” susurró entre jadeos, mientras su vista recorría esperanzada la estructura del puente, y llegaba hasta él como una exhalación. Pero cuando estaba ya a medio cruzar el río, se detuvo en seco. Al otro lado, un par de sombras aguardaban. Presa del pánico se giró, sólo para comprobar que retroceder no era una opción, pues su perseguidor penetraba ya en el puente, con paso lento y firme, puñal en mano. Las otras dos figuras comenzaron a acercarse, acechando como lobos hambrientos. Los tres verdugos apretaron el paso blandiendo abiertamente sus armas y, sin otra alternativa para salvar la vida, saltó al Arno encomendándose al altísimo. Con la impotencia de quien se sabe derrotado, los enmascarados maldijeron, se susurraron breves palabras, y se fundieron con las últimas sombras del alba.

Las calles hervían ya de actividad en la ciudad de las flores cuando aquel extraño encapuchado, discutía acaloradamente con la guardia del Palazzo Pitti. Tras su voz pueril, su determinación era incontestable. Pronto apareció un secretario, alertado por el jaleo. “Este desconocido, que se niega a mostrar su rostro, pretende ser recibido por el GranDuque”, informó uno de los guardias. “Me temo que eso es imposible” sentenció el secretario con vehemencia, y se dio media vuelta.
-“Decidle al GranDuque que mi nombre es Antemare Undae, y que porto nuevas de extrema gravedad” – dijo el encapuchado con un gesto deliberadamente abatido. No se le ocurrió otra cosa, pero ante su sorpresa, el secretario le pidió que esperara y se retiró, regresando a los pocos minutos. “El GranDuque os recibirá ahora. Seguidme”.
Tras cruzar una maraña de salas y pasillos repletos de bustos y pinturas magistrales, el secretario se detuvo ante una puerta. “Pasad, en breve se reunirá con vos” apuntilló. El encapuchado entró a un despacho de bellísima factura, y cerró la puerta tras de sí. Se hallaba contemplando los hermosos frescos del techo, cuando el quejido de una puerta lateral captó su atención. Tras ella apareció, con toda su majestad, Cosme I de Médici, la preocupación en el semblante.
- “De modo que Antemare Undae...” – interrogó con suavidad. El desconocido retiró su capucha, dejando caer sobre los hombros su melena negra.
- “¡Alessia, prima!”- se sorprendió el GranDuque.
-“ Ante mare, undae. Antes que el mar, las olas. Un desconocido me lo dijo anoche mientras intentaba matarme, cuando volvía de un festejo.
- “Es el grito de guerra de la hermandad púrpura, una cofradía veneciana que conspira desde hace años contra Florencia. Primero la causa, después la consecuencia. Ese es su significado. Pero ¿qué tienes tú que ver con todo eso?
-“Mi hermano dio su vida para que esto no cayera en otras manos” – respondió Alessia con tono triste – “Esperaba que, ya que casi doy yo también la mía, vos me lo aclararais” añadió dejando sobre la mesa la bolsa de terciopelo manchada de sangre.
El GranDuque abrió la bolsa y extrajo de ella una falange oscurecida por los años.
- “¿Un hueso?” – preguntó la muchacha desconcertada – “¿Me estáis diciendo que mi hermano ha muerto por un maldito hueso? – añadió conteniendo el llanto y la rabia.
- “Maldito no Alessia. Bendito. Este hueso perteneció a San Ambrosio. Es una reliquia. Por cosas así la gente mata y da su vida. Una posesión así desencadena una guerra. Por eso, cuando esta nos fue robada ordené a tu hermano infiltrarse en la hermandad púrpura, con el fin de recuperarla.
- “¿Pero por qué?” – preguntó ella entre lágrimas – “¿Qué hemos de temer de una guerra? A veces hay que luchar. Somos poderosos, ¿quién sería rival para nosotros?
-“Nuestro verdadero poder reside en la iglesia, prima. Si hubiéramos perdido esta reliquia, el papa nos habría retirado su favor, y dejado a merced de los venecianos. Mira a tu alrededor. El hombre es capaz de hacer cosas maravillosas, de crear una belleza sin par. ¿Por qué generar dolor y destrucción cuando podemos hacernos tanto bien y dejar al mundo un legado extraordinario? El hombre puede ser otra cosa. Debe serlo” – concluyó el GranDuque, y abrazándola añadió – “Lo siento, lo siento de veras Alessia”.
La muchacha lloró desconsolada en los brazos de su primo, que embargado por la pesadumbre, perdió el porte de gobernante para ser tan sólo un hombre.
- “Estás herida” – añadió reparando en su brazo – “Mandaré venir al médico y que te preparen una cámara”.

Dormitaba vencida por el cansancio y el dolor, cuando un criado le trajo el almuerzo. “Debéis comer algo, el médico insiste”. Dejó la bandeja sobre la cama y se fue. Alessia hizo el esfuerzo, pero apenas probó unos bocados. Rápidamente comenzó a sentirse indispuesta. Pronto su garganta hervía y su vista se nublaba. Retorciendo sus miembros entumecidos trató de gritar, pero sólo emitió un silbido crepitante. Como pudo, empujó la bandeja de comida, que cayó al suelo con estruendo. Cuando el criado entró de nuevo, sus ojos estaban vidriosos y su cuerpo arqueado, los dedos crispados aferrando las sábanas. Apenas respiraba. “Vaya, se ha roto la porcelana, una lástima” comentó el criado con fina ironía, y acercándose a la cama, le susurró con gutural crueldad:
-“ Ante mare, undae”.


Juanmi, Taller de Escritura Creativa

NORMALIDAD

Ante todo quisiera dejar claro que soy una persona completamente normal. Y es que estoy harto ya de que se me juzgue tan solo por estar locamente enamorado de una pierna ortopédica. Sí, hace ya dos años que duermo abrazado a ella. ¿Y qué?

Aun recuerdo cuando me la encontré en la calle. Sola, desvalida. Era una pierna larga y muy bien torneada. Una pierna de ensueño. Jamás habréis visto una pierna como esta: dura, muy dura, pero a la vez muy tierna. Hacía frío, así que me quité el abrigo, y la envolví en él. Me la llevé corriendo a mi casa y le preparé un baño. Estaba tan sucia que le sentó de maravilla, ¡cómo me gustó verla flotar en la espuma!
El primer problema vino cuando mi madre llegó a casa y se la encontró en el sofá, con una de sus zapatillas puesta. “¿Pero qué haces, anormal?” me dijo. Normalmente me duele que mi madre me llame anormal, pero aquella noche me dio igual. Con ternura me la llevé a la cama. Uff… ¡que nervios! ¡Tenía tanto miedo de no dar la talla en nuestra primera noche! Pero ella me pidió que fuéramos despacio, así que nos limitamos a los preliminares. ¡Teníamos toda la vida por delante!
Lo primero que hice por la mañana fue salir a comprarle ropa. Aunque a mi me gusta mucho más desnuda, hacía frío, y tampoco pretendía ir dando el espectáculo por la calle. También le compré un montón de zapatos. Es una pena que se vendan a pares. Ella es una pierna derecha, ¿para qué necesitamos el zapato izquierdo? Me he quejado muchas veces al respecto, he formalizado incluso una reclamación en la oficina del consumidor, pero todavía no me han dado respuesta.

En casa, la relación con mi madre se hizo cada día más difícil. Es que se convirtió en una suegra entrometida y dominante: nunca la quiso. Así que un día decidí que nos íbamos de casa. Me tuve que poner a trabajar. Con 45 años y sin experiencia laboral, no me fue nada fácil. Pero lo hice por ella, por darle un futuro mejor.
Me contrataron como sexador de pollos en una granja. Tenía que analizar el recto del animal para determinar el sexo mediante la observación de las diferencias de musculatura entre machos y hembras. Después de un cursillo de dos semanas, me facilitaron una buena lámpara y una mascarilla, y empecé a analizar rectos sin parar. 7200 rectos al día para ser exactos. Llegaba a casa tan cansado de analizar rectos, que lo único que quería era estirarme en el sofá y descansar. Y ahí empezaron nuestras primeras peleas. Que si ya no me deseas… que si ya no pasamos tiempo juntos… que si antes éramos más felices…
Dejar el trabajo me costó poco. Nunca me ha gustado mucho trabajar, para qué engañarnos. Así que volvimos a dedicarnos el uno al otro con la misma pasión que al principio, paseando orgullosos al mundo nuestro amor.

Aunque es cierto que en nuestra relación, como en la de cualquiera, ha habido altos y bajos. Como cuando estuve a punto de engañarla con un ojo de cristal. Pero, ¡menudo ojo de cristal! De color violeta. ¿Cuántos conocéis así? Y que conste que no lo digo por justificarme, pero es que a veces un hombre es un hombre, y hay ciertos impulsos a los que cuesta resistirse, ¿o no lo veis normal?
Creo que ella lo notó y nunca me lo ha perdonado del todo. En el último tiempo la he notado más fría que nunca. Ya no se calienta el pie entre mis piernas por las noches, ya no me pide que le quite la bota, ni que le haga cosquillas.
Estoy preocupado y triste, y sólo espero que me perdone.

En fin, chicos, que si queréis seguir juzgándome por estar enamorado de una pierna ortopédica, hacedlo. Pero reconoced por lo menos, que ahora que os he explicado mi historia, os parece todo bastante más normal.

Sonia Ramírez

EL INTRUSO

Ni ella ni él podrían dar una fecha exacta de cuándo fue que el intruso se les instaló en casa. Pero lo hizo sin prisas y en la habitación del fondo, la de los trastos. Lo primero que hizo al llegar fue deshacer sus maletas con parsimonia y acostarse. Él la tranquilizó: “seguro que es algo temporal, no te preocupes”.
Pero ella se preocupaba.

A partir de entonces, el intruso se sentaba cada noche a cenar con ellos, y sin decir ni media palabra, conseguía helar el ambiente. Les acompañaba en cada salida, se sentaba en el sofá entre ellos a ver la película. Poco a poco empezó a estar presente cada vez en más situaciones, incluso cuando hacían el amor. Así que pronto dejaron de hacerlo. Él se conformó y ella no. Organizó viajes con la esperanza de perderle de vista: Roma, Londres, París, Ámsterdam. Pero al girar cualquier esquina, ahí estaba siempre el intruso, echando monedas a la Fontana de Trevi, en el ascensor de la Torre Eiffel, delante del palacio de Buckingham o fumándose un porro en un Coffee shop. Y él empezó a enfadarse cada vez que ella lo mencionaba. “!estás obsesionada con él, no lo pienses y ya se irá!” le decía.

Una noche de invierno, el intruso se metió a dormir entre ellos en la cama. Él siguió durmiendo. Ella se pasó la noche llorando. Y así fueron pasando los días, las noches y los meses: ella callaba y lloraba. Él ignoraba.
Poco a poco ella empezó a pasar mucho tiempo fuera de casa. Él aprovechaba para ver todos los partidos de fútbol del mundo.

Y un día, al volver del trabajo, él se la encontró haciendo las maletas. “Hay otra persona” le dijo. Y se fue cerrando la puerta de un portazo.

Él se bebió tres de las botellas de vino que compraron en Burdeos la última vez que fueron. La cuarta la estrelló contra el sofá color crema que tres años antes habían escogido con tanta alegría.

El intruso le recogió del suelo, le quitó la ropa y le metió en la cama. Antes de marcharse de la habitación, se giró, y por vez primera le dirigió la palabra: “Amigo, me llamo desamor, y parece que vamos a pasar algún tiempo juntos”.

Sonia Ramírez

MASCARAS DE SOLEDAD

"Cuando muera, quiero que en este bosque me dejen libre, que mi polvo, que mis cenizas se las lleve el viento".
Era un primero de noviembre del año 2008, Gabriela había asistido a Michoacán, su estado natal a presenciar el tradicional día de muertos. Ella iba acompañada por un grupo de amigos quienes querían conocer el ritual que llevaban a cabo "los vivos" al reunirse con sus "difuntos" en el cementerio de Ihuatzio, una de las pequeñas poblaciones indígenas que rodea la zona lacustre de la ciudad de Pátzcuaro.
La campana colocada en el arco de la entrada del panteón, sonó discretamente durante toda la noche pues llamaba a las ánimas a que se hicieran presentes en esa gran ceremonia nocturna.
"Los vivos", habían adornado cada tumba de sus difuntos con velas, flor de tzenpazuchil y les habían querido alagar como cada año, con la bebida y alimentos que en vida disfrutaban. Gabriela se apartó un poco de sus amigos pues caminando entre las tumbas, observaba respetuosamente un ambiente peculiar en devoción, tristeza o alegría discreta donde los diversos rostros que velaban, añoraban a sus muertos.
Una vieja anciana que estaba postrada entre la tierra y las piedras de esos caminos sepulcrales, jaló bruscamente el tobillo izquierdo de Gabriela y ella fue a dar al piso.
La joven apanicada encontró sus ojos con los de la anciana que cubría su cabeza y parte de su rostro con un gran rebozo.
-Aquí quedaste. Aquí moriste. No hay vuelta atrás.
Gabriela volvió sus ojos a una lápida en parte cubierta de tierra, sin luz y sin decoración alguna.
Sólo pudo leer lo escrito por el reflejo de veladoras de tumbas de los alrededores.
-Aquí yace Gabriela Martínez Arredondo (1 de noviembre 1971-2008).
Safó bruscamente su tobillo de las manos de la vieja y salió corriendo despavorida del cementerio esa noche que se tornó en una verdadera pesadilla para ella.
Al día siguiente por la mañana, los muchachos salieron de la cabaña donde estaban hospedados para dirigirse a la ciudad de Pátzcuaro. Llegaron a la plaza principal donde se había instalado un mercado en el cual se vendían una gran variedad de dulces; entre ellos cráneos y esqueletos de azúcar, frutas, comida, flores, artesanía. Por ahí se escuchaba una banda y se veía bailar enérgicamente a un grupo de jóvenes. Había una gran fiesta....la fiesta de la muerte. La gente se embriagaba de ruido, de más gente, de colorido.
El padre de Gabriela, dueño de aquella cabaña, los acompañaba. Él, junto con su hija iba caminando entre la masa.
-Papá, ¿te das cuenta que estas aglomeraciones con motivo de estas fiestas son de solitarios?...con las fiestas, la gente se libera y saca lo que guarda adentro. Muchos mexicanos viven con máscaras que ocultan su soledad. Cuántos viven en silencio, apatía, tristeza, con una vida de miseria. Las fiestas mexicanas son alegres y a la vez, muy tristes.
-Y el mexicano se burla de la muerte hija, se divierte pero no enfrenta una vida que pueda trascender. Quien niega la muerte, niega la vida.
Entre la multitud, Gabriela distinguió a alguien muy peculiar......se quedó pálida, helada y sin habla prácticamente. Vislumbró a la vieja anciana de su pesadilla.
Alterada dijo a su padre:
-me voy papá, te veo en la noche en la cabaña, no te preocupes.
Salió corriendo de la plazuela huyendo, aterrada, por una realidad que tenía que enfrentar.
-¡La muerte!, ¡la muerte me ronda!.
Esa noche del 2 de noviembre, la campana del arco del panteón, sonaba fuertemente y acelerándose el ritmo de su corazón llegó a la lápida mortuosa. La vieja descubrió su rostro y con sonrisa macabra dijo:
-te estaba esperando.
-Y yo, sólo he venido a decirte que todos somos polvo y vamos al polvo, pero mi hora de partir aún no ha llegado. Desde tiempo atrás he querido dar un vuelco significativo a mi vida. El tiempo pasado, el tiempo perdido quedó atrás. Ahora sólo me queda vivir intensamente lo que me queda de vida. He tenido que enfrentar mi soledad y ésta ha dado un sentido purificador a mi persona.
Yo acepto mi vida y por ende, aceptaré mi muerte.
Gabriela valerosa, se dio la media vuelta y esa figura sepulcral, en la inmensidad de la noche, se esfumó.

MASCARAS DE SOLEDAD

jueves, 20 de noviembre de 2008

CALLE ABAJO



Me detengo un momento y les observo
-¡Que envidia! ¡Cuanta energía!
Sigo observándoles, me siento inquieto. La envidia y la admiración están desapareciendo.
-Todo esto me resulta tan, tan familiar…y sin embargo no estoy seguro
Pero. ..¿Que ocurre? ¿Ya he vivido esto antes? ¿Estos chiquillos van a… morir?
-Dios mío, ¿Qué hago?
- ¿Y si estoy soñando otra vez?
-No, estoy despierto, muy despierto.
Dos chiquillos corren calle abajo. Entre burlas y empujones, no parece que corran, van rodando. Chillan, se ríen, se paran, siguen rodando, vuelven a chillar. Balancean sus cuerpos, el peso de sus mochilas debe ser considerable.

Hace tres noches, me susurró al oído.
-¡Cuidado con los niños!
-¿Qué niños? Yo no tengo niños
-¡Atento! ¡La segunda esquina!
Ante mi, como si estuviera viendo una película, dos chiquillos corrían calle abajo. Seguí mirando, no me gustaba lo que estaba viendo. Me incorpore empapado de sudor y lagrimas, y una vez más esa angustiosa presión en el pecho.
-Bebí demasiado anoche, lo sabía, y acabe por pagar el precio.
Recordé la última visita con mi buen amigo el Doctor Jonás
-Si no te cuidas extremadamente cualquier día de estos puedes padecer un infarto, si, si, tu ríete. Te estoy hablando muy en serio.

Sigo indeciso sin apenas moverme, miro a un lado y a otro. No hay nadie. Estoy solo.
Ya he visto esto antes .No estoy soñando ¡Esto es real! Si, ahora estoy seguro, es real. Se lo que va a ocurrirles pero no sé como evitarlo.
- Dios mío, ¿Qué hago? ¿Grito?
-¡Ey, chavales!
¿Pero que les digo? Deteneos, vais a…. No, no, no. Pensarán que estoy loco.
Intento detenerlos. Corro calle abajo. Sigo corriendo pero no consigo alcanzarles.
Los chiquillos apenas han sentido la presencia de alguien corriendo hacia ellos. Siguen jugueteando y riéndose.
No llego, no puedo alcanzarles. ¡Como corren los puñeteros! Me detengo, pienso un poco. ¿Qué hago? ¿Grito? No. Estoy enfermo pero no loco.
Sigo corriendo calle abajo. Los chiquillos están acercándose a la primera esquina. Sigo sin alcanzarles.
-¡Por favor No! ¡Deteneos! ¡No! ¡No! ¿Pero que no me oyen? ¿Les estoy llamando? No hagan eso. ¿No saben lo que les espera?….
Me detengo, necesito respirar. Maldita sea el corazón me va a estallar.
-¡Ey! ¡Vosotros!
Vuelvo a correr calle abajo, cada vez los siento más lejos y ya han cruzado la primera esquina. No puedo más. Me detengo e intento recuperarme, respiro despacio, así muy bien, así. No puedo continuar. Quiero gritar, sí gritar. He decidido que voy a gritar.
-¡Ey, no me oís!
Apenas oigo mis gritos solo los latidos del corazón que me fustigan el pecho. Siento presión, mucha presión. Apenas puedo respirar, me estoy ahogando
-Por favor, no crucen la siguiente esquina. Van a… morir…
-¿Pero no hay nadie más aquí?
Estoy solo, sollozando como un niño por no ver morir a otro niño. Tengo miedo, estoy asustado, muy asustado, y no puedo hacer nada. ¿Realmente no puedo hacer nada?
Extiendo los brazos moviéndolos lentamente, arriba y abajo. Nada. Nadie me ve.
A lo lejos uno de los chiquillos tropieza. Se levanta, me ha visto. Se detiene y mira calle arriba. Sigo moviendo los brazos, ahora con más energía, arriba, abajo. El chiquillo sigue parado mirándome. ¡Bien! He captado su atención.
Más abajo el otro chiquillo sigue corriendo ajeno a la situación. De repente se detiene y llama a su amigo.
-Venga Joe ¿Qué haces? ¿Acaso te has rajado?
Joe se ladea y hace gestos a su amigo en dirección a mí
-Hay un hombre ahí arriba. Le ocurre algo.
-Anda déjalo, es un viejo, estará cansado.
-Mira sus brazos, creo que pide ayuda.
-Joe, no seas nena, vamos.
El otro chiquillo emprende el camino y sigue corriendo calle abajo, esta vez solo.
Joe no sabe que hacer, se mueve en círculos. El otro chiquillo vuelve a detenerse.
-Venga Joe, vamos a llegar tarde.
-Ahora vengo. Déjame ver que le ocurre a ese hombre.
Joe empieza a subir lentamente apoyándose en cada una de sus piernas mientras balancea los brazos.
Yo sigo recostado en un árbol, apenas respiro, el dolor es intenso, muy intenso. Me estoy deslizando hacia el suelo. Sigo agarrado al árbol. Joe sigue subiendo tan lentamente… prácticamente no puedo verle. ¿Esto es el fin? Y el otro chiquillo, ¿sigue calle abajo?
Joe está frente a mí, me mira tímidamente.
-¿Esta Usted bien?
No distingo sus palabras, pero sé que me está hablando. A uno lo tengo a salvo, al otro no sé como avisarlo. Miro a Joe y consigo levantar una mano en dirección al otro chiquillo. Joe gira su rostro en dirección calle abajo, vuelve a mirarme, encoje los hombros. No entiende nada.
Sentado en el suelo apenas consigo seguir sujeto al árbol.
A lo lejos, entre una nube gris, (al menos así es como yo lo veo) el otro chiquillo está a punto de alcanzar la siguiente esquina. Pero ¿Qué ocurre? Milagrosamente se detiene, se gira, mira hacia arriba. Ah! Por fin puedo dejar de luchar, relajarme y descansar.
-Joe, ¿Qué haces? Tu madre siempre dice que no hables con desconocidos. ¿No lo recuerdas?
-Creo que este hombre se está muriendo.
-Pamplinas, estará borracho.
Y fatalmente, da media vuelta.
Un claxon, dos. Frenazo. Estruendo. Gritos.
Joe me mira, sus ojos acechan odio, se enoja, mira calle abajo, vuelve a mirarme. Está indeciso. Por fin me habla.
-¿Lo ve? Por su culpa. Han atropellado a Marcos. ¡! Viejo borracho ¡!
Joe sale disparado calle abajo gritando.
Marcos, pienso. Así se llamaba el chiquillo que no he podido dejar a salvo. Estoy cansado. Me desvanezco. Creo que……estoy muriendo.
Mi vida por la de un chiquillo. ¿Y el otro? El susurro apareció de nuevo. Como la primera vez se acercó a mi oído, y entre sollozos.
-Te mostré lo que ocurría pero olvidé enseñarte como evitarlo. Lo siento…..

Angels Enrique

miércoles, 19 de noviembre de 2008

AFONÍA

Marcelo se desperezó, agitó graciosamente el cuello, refrescó su cabeza en el agua de un barreño y se dispuso a hacer gárgaras antes de ensayar el canto matinal que realizaría en breve. Bañado por la luz metálica que separa el tramo entre la noche y la madrugada, humedeció la garganta, hinchó los pulmones y espiró enérgicamente, pero sus cuerdas vocales no produjeron ningún sonido. Extrañado, irguió de nuevo el cuello, cerró los ojos, apretó los puños esta vez, cargó los pulmones de aire y exhaló con todas sus fuerzas. Pero nada. La voz no le salía.

Hubiese querido hacer gala de unos nervios de acero, pero ése no era un rasgo propio de su carácter. Ensombrecido, caminó en círculos e intentó emitir algún sonido, pero en el corral únicamente se escuchaba la respiración acompasada de las gallinas dormidas.

Un gallo sin voz era un gallo acabado, concluyó Marcelo ante aquella manera tan poco gloriosa de poner fin a un historial impecable, a una trayectoria sin tacha. Pero eso no era lo más grave. Sin su canto, obviamente, no amanecería, la tierra dejaría de rodar y el mundo se quedaría a oscuras.

Abatido por estos pensamientos, pegó el lomo a la tela metálica que circundaba el gallinero y se dejó caer. Pero la tristeza le duró poco, porque Marcelo, de naturaleza voluble y un lado práctico bastante marcado, pronto se sorprendió a sí mismo intentando descubrir el lado positivo al asunto.

Un mundo a oscuras tampoco era tan mala idea. Siempre le había gustado trasnochar, pasear a solas cuando el mundo parecía estar parado. Tampoco estaba mal dejar de madrugar o dejar de poner orden entre las gallinas ponedoras. Además se libraría del perro, siempre alocado y amenazante durante el día y ausente durante la noche. Poco a poco, Marcelo empezó a animarse y una sonrisa se le dibujó en el pico mientras encendía un cigarro y observaba a los polluelos.

De hecho, el giro que estaba dando su vida, estaba realmente bien, pensó dando una calada al cigarrillo mientras repasaba los últimos años de su vida. Tendría que haber sido menos riguroso, la responsabilidad había enterrado sus instintos más profundos, los auténticos. Debería haber cantado siempre que hubiese tenido ganas, todas aquellas veces que me sentía feliz, que fueron muchas y reprimidas. Su función de gallo despertador había exigido algunas renuncias y esa había sido una de ellas.

Ahora, sin voz, podría entonar siempre que quisiera, sin riesgo de molestar o despistar a nadie, cantaría para él y para adentro, pero cantaría cuánto deseara. Y estos pensamientos le hicieron sentir más ligero y más libre y al sentirse más libre comenzó a pensar a lo grande, a sentir que todo era posible. En un mundo a oscuras sería lo que siempre había querido ser: un gallo de pelea.

Pelearía, combatiría, pero en serio, nada de refriegas domésticas con el pavo o encontronazos con los pollos. Marcelo se convertiría en un gallo de pelea profesional. Un auténtico peso pluma.

Satisfecho con la nueva vida que ya anticipaba, apagó la colilla en la arena, se acostó sobre un fardo de paja, cerró los ojos y empezó a imaginar. Se vio a sí mismo saliendo por el pasillo de un pabellón deportivo, vestido con calzones negros y un batín rojo de raso con su nombre bordado en letras de oro a la espalda. El público, entregado, corea su nombre. Él da saltitos de calentamiento en el ring y lanza algún gancho al aire mientras el entrenador prepara la banqueta y las toallas en un rincón del cuadrilátero. Un pensamiento le llevaba al otro y todo es realmente nítido. Los gritos del gentío, el sudor de los corredores de apuestas, las esbeltas mujeres que en bikini recorren el ring anunciando el primer asalto...incluso los momentos de concentración y soledad que viviría en el vestuario minutos antes del combate.

Y en esas estaba Marcelo, recreando la que sería su nueva vida en un mundo a oscuras cuando a lo lejos escuchó las campanas de la iglesia y sintió, con el corazón encogido, como un débil rayo de sol le acariciaba el plumaje.

Irene Miranda
Escritura Creativa

martes, 18 de noviembre de 2008

Una tarde con suerte

Fue un robo limpio. Sin heridas, sin gritos y lo más importante, sin disparos. Varios lo vieron, pero por fortuna nadie se atrevió a intervenir. Se limitaron a mirar, mirar y mirar. Una vez el peligro se alejó, sólo dos personas bajaron con timidez sus ventanas y preguntaron desde sus respectivos coches: ¿Estás bien?. Hice un gesto afirmativo con la cabeza, pero pensé: ¡Claro, mejor que nunca. Se llevaron mi móvil, mi cartera y además me acaban de poner una pistola en la nuca!.
Siempre he tenido un miedo excesivo a las armas. Nunca he podido entender como con una ligera flexión del dedo índice puedes acabar con la vida de alguien. Soy de alma pacifista y cada vez que hay un arma cerca, se activa en mí un acto reflejo que me aleja al máximo de la posible desgracia.
Aquella tarde no tuve la oportunidad de alejarme. Mi inocencia me jugó una mala pasada y por eso mi corazón aún late a ritmo de microfusa. Minutos antes estaba muy tranquilo en mi coche. Un Twingo dorado. Venía distraído. Eran las 8 de la tarde y alrededor sólo se veían luces rojas. El tráfico era infernal. Claro, era viernes de quincena. Al parecer un camión se volcó en la entrada más cercana a la autopista y esto provocó que centenares de coches quedáramos atrapados durante 30 minutos.
Busqué distracción en la radio pero el intento fue fallido. Era la hora de las noticias. Lo menos que yo quería escuchar. Era viernes y quería despojarme de mi traje semanal de periodista. Apagué el motor del Twingo por temor a un posible recalentamiento y bajé las ventanas para evitar el sofocón. Con el paso de los minutos comencé a ejecutar una de mis acciones preferidas cuando estoy solo en el coche: observar la fauna caraqueña de conductores.
A mi izquierda una voluptuosa morena embadurnada en silicona habla por el móvil, seguramente planifica su salida de esta noche. Adelante, un taxista calvo, de aspecto guarro, se hurga la nariz y sin disimulo alguno saca su mano para disparar como un obús el contenido pegajoso. Atrás una señora mayor se retoca el maquillaje y a la derecha, un joven en una camioneta ultramoderna se imagina que es un DJ contratado por los presentes en el tráfico.
En el medio de los coches, deambulan los vendedores ambulantes. Uno posee todos los estrenos de la cartelera cinematográfica, Me preguntó: ¿cómo los consigue antes de que lleguen al cine. Sabrá descargarlos por internet?. Otro ofrece comida y cerveza, sin duda el más solicitado. Un tercero oferta juguetes en su mayoría inservibles, aunque una raqueta eléctrica para aniquilar a los zancudos, capta mi atención.
Hago una seña al vendedor de comida y cerveza para que se acerque a mi ventana y le pido patatas fritas y una birra.
- Señor, ¿cuánto es?
- Una patata por 100 y dos por 150. La birra es a 100.
Acepto la oferta. Aunque la segunda bolsa de patatas se debía únicamente a una mezcla de gula con admiración por el marketing callejero del vendedor. La birra era sólo para pasar el calor.
Me dispongo a buscar el dinero en la cartera cuando de pronto siento un escalofrío recorrer todo mi cuerpo. Un material frío y metálico se posa sobre mi nuca. Pensé que podía ser la cerveza pero me volteo despacio y me doy cuenta que el supuesto vendedor, un joven con cara de menor de edad, tenía medio cuerpo dentro de mi ventana y me apuntaba en la nuca con un arma.
- ¡A ver pendejo, dáme la cartera y el móvil! Mis manos comenzaron a sufrir de Parkinson y sólo pude balbucear: ¿Qué?.
- Que la cartera y el móvil. ¡Rápido o te quiebro, maricón!.
- Recordé que en estas situaciones recomiendan mantener la calma y le ofrecí con amabilidad sus dos solicitudes. Mi preocupación ahora era mi vida. Le di ambas pertenencias y él inexplicablemente me tiró las patatas y la birra. A la derecha su cómplice apareció de la nada y también introdujo parte de su cuerpo por la ventana para que el DJ, hipnotizado con su música, no se percatara del robo.
Luego de ser el foco de mira de la pistola durante más de un minuto, reflexioné que lo que mayor temor me daba no era el arma, sino la sonrisa asesina y perversa de ambos. A pesar de sus caras de niños, se alimentaban del miedo ajeno. Era obvio que cargaban con varios muertos a sus espaldas.
¡Gracias huevón, por hoy te salvas! Fueron sus últimas palabras antes de darme un ligero golpe en la cabeza con la base de la pistola. Apenas los perdí de vista respiré profundo, destapé la birra y di un sorbo muy largo. Justo cuando me refrescaba y pasaba el susto, tanto la morena como el DJ bajaron tímidamente sus ventanas y se limitaron a preguntar: ¿Estás bien?
Hice un gesto afirmativo. Di otro sorbo a la cerveza, abrí una de las patatas y les dije: ¡Salud, Es mi tarde de suerte!. Los tres dibujamos una mínima sonrisa en el rostro cuando de pronto retumbaron dos disparos muy cerca: puff, puff!. Venían de atrás.
Del susto se me derramó parte de la cerveza en el jean. Ahora dirán que soy un cobarde y que me mee encima, pensé. Miro por el retrovisor y veo a la vieja de atrás con el maquillaje corrido. Creo distinguir que su cabeza se apoya contra la ventana delantera que ha adquirido un tono rojizo. Los ladrones ya corren a lo lejos. Se escapan. Una vez más nadie hace nada. La indiferencia se hace protagonista. Es lo normal. Ellos tienen armas y nosotros no solemos participar en ése juego macabro.
Me bajo del coche. La gente ya se aglomera alrededor de la señora. Está muerta, dos tiros en el pecho. A quemarropa, estilo sicarios. Un presente comenta: ¿Quién la manda a llevarles la contraria?. Me retiro de la dantesca escena. Camino a mi coche y me doy cuenta que formo parte del combo alienado. Enciendo un cigarro, agarro la cámara para tomar un par de fotos del asesinato y regreso al coche. El tráfico se despeja. Al fin ya puedo avanzar. ¡Qué noche más movida!, pienso. Doy un sorbo al resto de mi cerveza, caigo en cuenta que el asesino ahora tiene mi número de móvil. Oigo una ambulancia venir a lo lejos. Me detengo en un teléfono público, llamo al jefe y le digo: ¡Detén la rotativa, ya tengo una primicia para la portada de mañana!.

Gabriel Medina
(Ésta relato es producto de la segunda práctica del taller de Escritura creativa: comenzar una historia con un detonante...)

Blanco y negro

Nunca me despegué de Inmaculada durante las dos semanas que la conocí. Ni un minuto, ni un segundo. Estábamos unidas por lazos de sangre. Una sangre que me nubló la mente.
Recuerdo con claridad nuestro primer encuentro. Yo paseaba por la pradera junto a Manchas, un viejo amigo canino al que solía visitar todos los sábados para ir a dar un paseo matutino por las afueras del pueblo. Al final de aquella mañana, Manchas se internó por el bosque. Íbamos a toda velocidad por el angosto camino de tierra cuando Manchas se detuvo de forma repentina.
La inercia causada por la frenada provocó mi caída. Iba distraída con las diversas tonalidades de verdes de los árboles y no tuve tiempo de reaccionar. Salí volando, disparada hacia adelante. Cerré los ojos, encogí mis patas, saqué mis garras y me preparé para un fuerte impacto. Por fortuna caí en una suave y extensa alfombra blanca. Pensé que había muerto y que estaba en una nube que me elevaría al cielo cuando tres potentes ladridos, ¡guau, guau,guau!, me sacaron de la confusión.
Manchas se encontraba muy inquieto. Acababa de tropezarse contra una enorme pared blanca que se atravesó de repente. La pared era una vaca. Corpulenta, floja y con mirada triste como todas. Su única particularidad es que no había una mácula a lo largo de su cuerpo. Manchas olfateaba, movía su cola y ponía mirada interrogante.
Al ver su mirada me sentí inteligente y pude aplicar el máster en vacas que el destino me obligó a cursar. Desde pequeña había realizado múltiples viajes familiares por diversas granjas de Europa y la existencia de Inmaculada, así decidí llamarla por su tierna y tentadora blancura, no me agarró fuera de base como a Manchas, quien seguía confundido. En su vida sólo había visto a las frisonas, mejor conocidas como Holstein o lecheras. Ésta sin duda, era una shianina, también llamada italina, utilizadas principalmente para la carga.
Mi felicidad era indescriptible. Podía alimentarme durante semanas sin que nadie me molestara. Comencé a chupar con ansias y percibí que su sangre era un poco más caliente de lo normal y su sabor, a pesar de ser exótico, me era familiar. Sin duda, sangre importada de buena calidad. Capaz argentina o brasileña, pensé.
A los pocos minutos de comenzado el banquete, me acosté un rato y apenas cerré los ojos me vino a la mente un breve flash. Imágenes borrosas del baboso nacimiento de una vaca. Una granja abandonada. Vacas sacrificadas y voces humanas burlonas que decían: ¡Ostia, que no tiene manchas!.
Me desperté sobresaltada. Tomé un poco más de sangre y volví a acostarme sobre el elegante cuero blanco. Una vez más, imágenes desordenadas aparecieron en mi cabeza. Vacas locas, aventuras y desventuras, por supuesto no podían faltar las burlas continuas de la raza humana.
Manchas se aburrió de intentar juguetear con su animal no identificado y emprendió su retorno al pueblo. Lo vi marcharse con ganas de rascarse, pero no podía irme con él. Debía quedarme con Inmaculada. Sentía compasión por ella. Parecía deprimida, solitaria, necesitaba compañía. Además, su sangre me atrapó como un imán. Cada mililitro que sacaba de ella, representaba una nueva aventura para desear incrustarme aún más dentro de ella.
Pasaron las horas y oficialmente me volví adicta a Inmaculada. Era su Drácula privado y ella mi heroína. La admiraba. A pesar de los contratiempos, ella vivía en libertad. Una libertad que le había permitido recorrer gran parte del mundo y que había obtenido exclusivamente por su falta de manchas. Todas sus conocidas seguían recluidas en granjas. Inmaculada era una privilegiada. Sus historias me hacían sentir poderosa, me llenaban de fuerza. Ya no sólo tenía garras y patas. Ahora tenía alma de vaca.
Hoy es sábado. Ya ha pasado una semana. Ahí llega Manchas de su habitual recorrido matutino. Me mira y me busca pero no se da cuenta de que ahora soy una vaca. Vivo dentro de ella. Mi corazón ya casi no late. Se apaga a ritmo de redonda. Yo lo veo pero él no me puede ver. Ahora soy Inmaculada, 100 % blanca, esclava de la libertad.
Ahí se va Manchas. Como era de esperarse no me reconoció como vaca. Para él todas venimos en blanco y negro. Además, una vez alguien me dijo que los perros sólo ven en blanco y negro.

Gabriel Medina
(Éste relato es producto de la 1ra práctica del taller de Escritura creativa: en éste me caso tocó escribir sobre un tema escogido por otro compañero, una Vaca sin Manchas...)

lunes, 17 de noviembre de 2008

La cárcel de Paula

- Paula, ¡no me grites! He dicho que no, y es que no.
- ¡¡Pues yo pienso ir!! No entiendo porque todas las madres de mis amigas les dejan ir a la fiesta y tú a mí me quieres encerrada en casa.
- Paula, sabes que eso no es cierto, yo no quiero que te encierres en casa, pero tienes trece años, hija, y…
- Por eso, porque tengo trece años, ¡¡ya va siendo hora de que dejes de tratarme como a un niña…!!
- Te he dicho que no me levantes la voz… no voy a ceder y lo sabes, no vas a ir a esa discoteca porque eres demasiado joven para que te permitan entrar, porque no vas a salir de casa de noche para volver a las tantas y porque creo que con tu edad te damos la libertad suficiente para…
- ¡¿Libertad?! Pero si solo me dejáis ir al cine o a merendar… ¡y estoy harta! Voy a ir a la fiesta, te guste o no…
- ¡No vas a ir! Sal y diviértete, pero a las 10 te quiero ver en casa. Y no hay más que discutir.
- ¡No te aguanto! ¡Esto es como una cárcel! ¡¡Ojalá tuviera una madre como la de Silvia, a ella la dejan salir cuando le apetece y no le dicen nada!! ¡¡Te odio!!

- No vuelvas a gritar a tu madre si no quieres tener problemas - El padre irrumpió en la sala y miró a su hija con seriedad –Y no se te ocurra volver a decir lo que has dicho, ¿entendido?
- ¡¡Pero es que es la verdad!! ¡¡Nunca me deja hacer lo que hacen todas mis amigas…- Los gritos y los lloros de Paula dejaban el eco de la rabia pasillo adelante.
- ¡Hija, nos vamos a hacer unos recados… ¿necesitas que te compremos algo?!- la madre intentó paliar la furia de su hija al tiempo que recogía su bolso y se abrochaba los botones del abrigo.
- ¡¡No!! ¡¡No necesito nada de vosotros!! ¡¡No os necesito!! ¡¡Iros y no volváis más!!
- ¡Paula, te estás pasando de la raya!
- Déjala, ya nos echará de menos cuando no estemos…-La serenidad del padre chocaba con el disgusto dibujado en la cara de su mujer, antes de cerrar la puerta y dirigirse al coche.
- ¡¡No, no os voy a echar de menos!! ¡¡Ójala no estuvieses y pudiera hacer lo que me diese la gana!! -La ira de Paula se expandió por toda la casa hasta darse de bruces con la puerta de entrada ya cerrada y el sonido del motor alejándose avenida abajo.

El balance de muertos en las carreteras este fin de semana ha superado en 5 personas fallecidas al del mismo período del año pasado. Uno de los accidentes más graves se produjo en la tarde del sábado en la nacional 332, a la altura de Sueca, Valencia. Por causas que aún se desconocen, el conductor de un camión perdió el control del vehículo e invadió el sentido contrario, chocando frontalmente contra el coche familiar que circulaba en ese momento. El impacto fue tan fuerte que sus dos ocupantes fallecieron en el acto. Los bomberos tardaron más de una hora en liberar los cuerpos del matrimonio del amasijo de hierros en que se había convertido el coche. Tenían una hija de trece años, Paula, que quedará ahora bajo la tutela de sus abuelos maternos y deberá vivir el resto de su existencia entre los gruesos barrotes de la peor cárcel: su conciencia.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Maldita muela

Maldita muela:


Hacía una semana que Pedro tenía un insoportable dolor de muelas que no le dejaba ni comer, ni beber, ni tan siquiera dormir. Despertaba cada madrugada con unos sudores fríos que le recorrían el cuerpo, empapándole el pelo y el pijama, dándole una gran sensación de agobio y sofoco.

Esa misma noche, Pedro sintió en el sueño, o más bien, en lo que se volvió una pesadilla, un dolor intenso en su muela que parecía llegar a ser real, tan real, que despertó de repente con pequeñas lagrimas que se escapaban de sus ojos entrecerrados y rojizos por la falta de sueño y, exclamando un pequeño gemido atormentado. No aguantó más, se apartó bruscamente las sábanas buscando un poco de aire, y tanteó con sus pies el suelo buscando las zapatillas. Alargó la mano y encendió la pequeña lamparita. Caminó con cansancio y aun quejándose por el fuerte dolor en su muela hasta el baño y abrió la luz. Se sorprendió al ver, que estaba muy pálido, pero que su mejilla y parte de la mandíbula inferior derecha estaban abultadas, inflamadas y con un fuerte rojo como la grana, totalmente hinchadas. “Pedro, esa muela tiene mala pinta”, “Pedro, ves al dentista cuanto antes”, “Pedro, no seas tan cobarde y....”, “Pedro, Pedro”…La voz de sus compañeros de oficina volvían a recordarle como si fuesen una madre riñendo a su hijo, que tenía que ir pronto al dentista sí o sí, esa muela no le dejaba vivir. “Está bien”, pensó armándose de falso valor, “está bien, mañana sin falta iré, aprovechando que tengo fiesta en el trabajo y…”. Se miró en el gran espejo del baño con un poco de desespero y tragando con dificultad. Se tomó un calmante que sirvió para aliviar un poco el dolor, mitigándolo, y decidió intentar dormir.

Ya estaba en frente de la puerta del dentista. Miró el timbre que conectaba directamente con al recepcionista que tenía el mando para abrir la puerta de la entrada, sin saber si apretarlo o no. Alzó la mano y...

-Anda Pedro, ¿tienes hora en el dentista?- La fuerte voz de su vecina Maria y su indecisión le jugaron una mala pasada y apretó al timbre con fuerza, por lo que por dentro, la recepcionista le miró extrañada mientras le abría la puerta a él y su acompañante.

-Buenos días señora Maria- Carraspeó nervioso, cediéndole el paso a la mujer mayor y dirigiéndose con ella hacia la recepcionista.

-Hola, buenos días, ¿quién va primero?- Preguntó la amable recepcionista.

-Usted primero- Pedro intentó cederle primero el pase con el doctor y sus extraños artilugios ruidosos a la señora Maria, con educación.

-No no, yo sólo vengo a buscar a mi nieta, tú no te preocupes Pedro- Respondió la señora, sonriéndole y sentándose en una de las sillas de recepción-

Pedro se sintió azorado. Volvió a tragar saliva, con una mueca de dolor, contándole a la recepcionista su problema. Ésta le dijo que esperara un momento en la salita a parte de la recepción, junto a la puerta del pasillo donde había los diferentes cuartitos de los dentistas.

Pedro tomó asiento; estaba acompañado de dos niños pequeños y una mujer. Al contrario que él, los niños estaban tranquilamente jugando con sus muñecos, y la mujer ojeaba una revista. De repente escuchó ruidos de unas maquinitas encendidas haciendo un ruido extraño y un quejido que provenía de la salita más cercana del pasillo. Tenía el ruido clavado en el cerebro, y podía imaginar todo tipo de cosas. Se abrió entonces la puerta de la salita y apareció la recepcionista dándole permiso para entrar. Se encaminó detrás de ella hasta llegar donde le esperaba un doctor vestido con un traje y una mascarilla verdes, preparando el material adecuado para tratarle la muela.

Saludó y se tumbó sobre el asiento reclinado. El doctor le puso un pequeño babero de papel azul, y enfocó con una fuerte luz directamente en la boca abierta de Pedro, para verle la muela. Pedro vio en los ojos oscuros del doctor su propia muela inflamada y le dieron ganas de salir corriendo de la consulta aunque fuese con el babero puesto cuando vio que agarraba una jeringuilla con una aguja de unos dos centímetros. Le pedió estarse quieto y no moverse y que sólo sería un pequeño pinchazo en la encía. Cerró los puños y los ojos con fuerza esperando la aguja. Una vez puesta el resultado fue rápido. Sintió su mejilla y mandíbula dormida, insensible apenas a cualquier estímulo. Pero sólo apenas…

Llegó el momento decisivo. Vio al doctor aguantar en su mano una especie de pequeño alicate que entraba en su boca en busca de la famosa muela. Lo único que pudo exclamar después fue un sonoro:

¡MALDITA MUELA!



Joana Domingo Constans

Pretty woman II

Y Ricardo subió la escalera de incendios de dos en dos, evitando mirar hacia abajo y sujetando con fuerza el enorme ramo de flores. Julia, con su cabellera pelirroja ondeando al viento de varios pisos de altura esperaba el beso de su amado, las promesas de un futuro cierto y lleno de comodidades y el aroma de esas rosas que se acercaban escaleras arriba. A cambio ella juró estar disponible y dispuesta cuando él volviera del trabajo y hacerle la cena cada noche, cuidar durante el día a los retoños por venir y regar las plantas cada amanecer para alimentar el amor.

Las primeras noches, pudín de perdiz y trufa de primero, perdices en salsa de caviar de segundo y milhojas de perdices al champagne, de postre. Se inflaron a perdices noche sí y noche también. Durante la luna de miel, los nueve meses de embarazo y los cuatro de lactancia a doble turno. Para celebrar el primer aniversario, el segundo… y hasta el tercero.

“¿Esta noche no hay perdices, cariño?”. “No, mi fiel esposo, para los gemelos filete y para ti huevo frito”. “¿Y las perdices, amor mío?” “En el mercado ni las venden, dicen que ya ni se mueren para engordar el amor del humano caprichoso porque no les merece la pena” “Al menos, vida mía, ¿el postre serás tú?” “Pues va a ser que no… que aún me queda planchar tus camisas, poner la lavadora, fregar los platos y acostar a los niños”…

“Y, ¿adonde vas a estas horas, cariño?” “A trabajar, ¿recuerdas? A ver si tengo tanta suerte esta noche como la que te conocí a ti y me recoge un banquero que me saque de puta y me de mejor vida”. “¿Y qué voy a hacer yo sin ti?” “Pues seguir viviendo del aire, ese con el que tú y tus colegas hinchabais la burbuja financiera, que ahora se desinfla y nadie sabe lo que había dentro”.

Ainara Rivera. Taller de Escritura Creativa

sábado, 15 de noviembre de 2008

David

Sintió que le subía un calor por el tórax hasta las mejillas. Tanto que había ensayado delante del espejo. Tanto que había repasado el discurso por las noches, en la oscuridad de su habitación, buscando la forma más apropiada de encarar la conversación y ahora lo había soltado así, a bocajarro. La suerte estaba echada. No le quedaba otro remedio que seguir adelante.
El joven se pasó la manó por el cabello naranja, mientras se dirigía con pasos rápidos hacia la ventana. Observó que fuera el día estaba claro y pensó que era una buena señal.
Álvaro abrió un poco más los ojos. Incrédulo. Iba a decir algo cuando su hijo volvió a hablar.

–Sé que no es lo que esperabas de mí. Que hubieras preferido que fuera como Rafa o Ángel que tienen unas mujeres estupendas y una vida perfecta. –David señaló en la pared las fotografías de sus hermanos el día que se casaron. –Ya sé que no debe ser fácil que el menor de tus hijos, con diecisiete años, llegue un día y te cuente que le gustan los chicos y no las chicas. Lo sé, pero no quiero ni puedo esconderlo.
–David, supongo que esto es una decisión que…
–Por favor, papá -interrumpió el chico -tienes que escucharme. Esto no es una decisión precipitada. Lo he pensado mucho y no puedo engañarme ni engañaros por más tiempo. He intentado que las cosas no sean como son pero es imposible.

El joven notó como las lágrimas acudían a sus ojos. Sintió rabia porque no quería que las cosas se le fueran de las manos. Se había prometido no llorar. No tenía por qué avergonzarse de su orientación sexual. Era algo totalmente normal. Igual que era alto, flaco, pecoso y blanco como la leche, también podía ser homosexual.
–Mamá ya lo sabe. –Continuó –dice que ya lo imaginaba. Que las madres se dan cuenta de estas cosas. No sé. El caso es que le hice prometer que no te lo contaría. Quería decírtelo yo porque creo que es lo que debo hacer. Sabes que soy responsable y lo seguiré siendo.
David hablaba mientras caminaba dando grandes zancadas por la habitación, mirando a su padre que permanecía sentado tras la mesa de trabajo. El joven se detuvo un momento, apoyó las manos en el respaldo de una butaca, notando el cálido tacto de la tapicería e inspiró con fuerza.

–Así que si después de esta conversación…
–Mira hijo, ya está bien de explicaciones que nadie te ha pedido. Creo que no es necesario que sigas.
–Claro que sí, papá. Sí que lo es porque tengo que hacer las cosas bien y pienso que…
– ¿A caso vinieron tus hermanos, cuando tenían tu edad, a explicarme que eran heterosexuales? –preguntó Álvaro con serenidad.
– ¿Cómo? –David no daba crédito.

¿Significaba eso lo que parecía?
Álvaro se quedó pensativo un instante. Luego se levantó de su cómodo asiento dirigiéndose hasta su hijo. Puso una mano sobre el hombro del chico y apretó un poco, con afecto.
– David, soy tu padre y te quiero. Es posible que en tu camino encuentres algunas dificultades pero eso nunca será aquí. Esta es tu casa y nosotros, tu familia.



SOHO. Taller de Escritura Creativa.

viernes, 14 de noviembre de 2008

en otra parte

!Cojí la pistola! y en cuestión de un segundo, la tenía apuntando mi cabeza, mis ojos estaban más abiertos que nunca, unas gotas de sudor frío, se desprendían por mi frente.
Sentí un choque muy fuerte, eran todos mis recuerdos a la vez, no sabía que hacía más presión, si la pistola o mis recuerdos.
Me vi en mitad de Universidad, solo, sin nadie más, y sentí lo que sentí hace dos años, tristeza, desolación, rabia, impotencia, pero esta vez no estaba ella , en esa parada de metro donde la vi entrar y nunca más supe del primer amor.
Un año más tarde apareció el segundo, pero muy rápido se desvaneció. El tercero llegó en seguida, fue el más intenso y duradero. !Pero como se olvida el tercer amor!, como no recordar sus ojos, su sonrisa, su olor, sus caricias llenas de pasión y vibrato, y sobre todo como no recordar su melodía entre mis sabanas.
Mi cabeza dió un vuelco, sentí timbales y todo era muy verde, estaba en mitad del parque de la ciudadela, me senté en el suelo y la música dejó de sonar, todos me miraban con ojos acusadores, me sentí avergonzado, acomplejado, dévil, me puse a correr, hasta perderme, hasta llegar a una muralla muy grande, tenía que traspasarla para dejar atrás sus miradas, peró ni lo intenté, me senté, estremecí mis rodillas y cerré los ojos.
Mi dedo empezó a tirar y la pistola empezó a temblar.
Otra gran fuerza se apoderó de mi cabeza.
Aparecí caminando por las ramblas, escuché como alguièn rodeado de mucha gente, decía: !como veís la botella medio vacía o medio llena!, yo la respuesta la tenía muy clara, mi botella siempre ha estado llena al vació.
Mis recuerdos no dejaban de pasar por mi cabeza..
Me ví sentado en un gran butacón marrón como tantas otras veces, con un profesional, mirando fijamente mis ojos cristalizados, me sentí más loco que nunca, y como no estarlo, en esta sociedad, donde las cosas no importantes no dejan de evolucionar tan rápidamente.
Por primera vez me sentí fuerte, capaz de apretar el gatillo y dejar de hacerme más daño, una sonrisa se produjo en mi rostro, no quería esperar más.
De repente se escuchó un portazo, una presencia se iba acercando cada vez más a mi , mi mano se convirtió en arena, y mi pistola se desprendió como se desprenden las almas.
Cuando acarició el suelo, la pistola se transformó en un objeto muy personal, el objeto mas querido para mi , dejando en mi habitación el sonido de mi inocencia.
La presencia y el portazo tenían el mismo nombre.
!Tom! ,¿Qué tal?, soy Luisa te dejo el desayuno dónde siempre, hoy ya sabes que vienen las visitas, podrás pasear por los jardines como a ti tanto te gusta. Hazme el favor de coger tu armónica que la tienes en el suelo en frente de ti, que luego te enfadas ,sino la encuentras, y tu ya sabes, que este lugar ,sin tú música, no es lo mismo.

jose ruiz

jueves, 13 de noviembre de 2008

De entre las llamas

Los metieron a empujones en la camioneta. José no tuvo tiempo de acabarse el café. Le arrebataron la taza y dejaron que se descuartizara contra el suelo. Carmen todavía tenía las retinas tintadas con las llamas que devoraban la hacienda cuando la la arrastraron hasta la parte trasera del vehículo.
José distinguió las primeras lenguas de humo cuando apenas habían empezado a conspirar a hurtadillas desde la rambla seca. Carmen le traía el también humeante café de las mañanas a su mecedora del patio. A José le encantaba el café bien cargado, y mirar la huerta desde su mecedora de mimbre. Había amanecido nublo --como el día en el que ardió la plantación de los Rubio-- pero lo que se elevada por encima de los frutales no eran girones de nubes de tormenta. No. Ni los rugidos secos que rompían el aire abajo, en la vega, eran el ensayo de un folletín de truenos. Si amenazara lluvia la castigada rodilla lo habría anunciado entre crujidos. Tenía rodilla de zahorí. No. Aquello que sonaba a tambor afónico de procesión del Santo Sepulcro eran disparos. O cañonazos, a saber.
A Carmen los tableteos de las armas le parecieron silbos, de lo lejanos que eran. El humo, no. Lo respiró tan próximo como el del café de José. Y respiró también amargura en las llamas, que ya trepaban camino arriba, con una parsimonia que también prendía la sangre.
-José, ¡nos queman la hacienda!- ululó la mujer.
El hombre no reaccionó. O hizo ver que no reaccionaba. Agarró el tazón y le clavó dentro la cucharilla, acuchillando el café, y hurgó en sus entrañas como si en realidad hurgara en las entrañas del hijo de puta que acababa de prender fuego a sus tierras.
La cuchara daba vueltas. Las palmeras de la linde de mediodía eran una paleta de lenguas rojas y anaranjadas. Carmen temblaba. Las llamas se acercaban como si no fuera con ellas. Los disparos -eran disparos- sonaron más cerca.
La finca de José y Carmen era de las pocas que aún no había ardido. Todo este lado del cerro de las Cuatro Caras era pura ceniza. A quien no le quemaban las tierras se lo llevaban. O lo mataban. O las tres cosas, porque nadie volvía.
Cuando mataron a los tres hijos de los Carrasco de un tiro en la cabeza, el propio Ginés le escupió en la cara a José.
-¿Dónde está tu hijo? ¿Dónde está el coronel Matías? ¡El coronelito es un cobarde!
Y José no contestó porque hacía meses que no sabía nada de su hijo. Nada. Bajó la cabeza y siguió cavando la fosa de los hermanos Carrasco dando golpes voraces con el azadón como si en realidad azotara las entrañas de los hijos de puta que habían matado a los tres muchachos a sangre fría. Les quebraron las piernas y les volaron los sesos. Y sin vendarles los ojos, a cosa hecha, para que se desplomaran de cara a su propia huerta envuelta en llamas.
El coronelito tampoco acudió cuando se llevaron a los Migas en una camioneta destartalada y después los arrojaron, quien sabe si todavía vivos, por el abrupto barranco del Ortigal con el cuerpo cosido a balazos. No respetaron ni a las mujeres ni a los niños. Los mataron a todos. Los Migas no vieron arder sus fardos, ni sus frutales ni su casa. Y ni el coronelito ni nadie corrió en su auxilio.
También se llevaron a los Paganes y a los Mateos. Y el coronel Matías tampoco acudió. No acudía nunca. Tampoco cuando se llevaron a los Atascaburras. Sólo dejaron vivo al Andresito para que pudiera escupirle en la cara a José.
-¿Dónde está el cobarde de Matías? ¿Nos va a dejar morir a todos?
Y José tampoco dijo nada, bajó la cabeza y golpeó con el pico las riscas, como si golpeara los cráneos de todos los guerrilleros hijos de la gran puta que estaban aniquilando a los suyos sin que el coronel Matías, el coronelito, ni se asomara para darles el pésame.
-Igual nos lo han matado, José, igual nos lo han matado. Si no vendría. Él no es así- le consolaba Carmen. Pero José no la escuchaba. Golpeaba la tierra con el pico o la azada, pero en verdad se inmolaba. Sabía que Matías nunca volvería.
Carmen fue la primera en ver la siniestra camioneta escurriéndose de entre las llamas como si no temiera al fuego que estaba a punto de saltar la tapia que protegía la casa. Los disparos habían cesado. El destartalado vehículo ascendía por el camino colina arriba arrastrando la panza.
-¡Vámonos, José, vámonos!- gritó la mujer, agarrando a su marido por la pechera. Pero José no hizo caso, siguió removiendo el café y dándole pequeños sorbos, conteniendo la rabia entre los dientes.
-José, por Dios, hemos de irnos-insistió Carmen, intentando levantar la cabeza de su marido-. Podemos escondernos en el chamizo de la sierra. Allí no nos encontrarán...
Pero José no respondía. Su vista era un arpón que hacía blanco en la herrumbrosa camioneta que se aproximaba a regañadientes evitando los brazos amorfos de las llamas. Siguió agitando el café y dando sorbos a sus propios recuerdos.
Carmen entró en la casa y volvió a salir. Entró y salió de nuevo, arrugándose el delantal. Las llamas lamían los rosales y el pozo. La camioneta, del color de la tierra, ya había atravesado el puente sobre la rambla seca.
-¡José, José! ¡Que ya se acercan. Huyamos a la sierra!- suplicó la mujer, postrándose de rodillas frente a su marido y apretándole las manos con fuerza. Sus ojos ardían de lágrimas.
-Yo me quedo aquí. -contestó José muy serio pero con voz serena-. Esta es mi casa. Estas son mis tierras. Que me quemen con ellas.
-No, José, no. Podemos irnos...- clamó Carmen.
Pero José le cerró los oídos. Se los cerró al mundo. Se mordió el labio, dejó a sus pupilas volar libremente sobre la hacienda en llamas en busca del pasado y agarró con ansia la taza de café, y no la soltó hasta que aquellos hombres armados se la arrancaron antes de meterle arrastras en la parte trasera de la camioneta. Tan arrastras como a Carmen, último testigo de la destrucción de la casa, que se vino abajo en mitad de una envenenada bocanada de fuego.
El vehículo atravesó kilómetros y kilómetros de campos arrasados, de humeantes rescoldos, hasta que Carmen se atrevió a hablar, porque José seguía mudo, agazapado en la parte trasera del vehículo.
-¿A dónde vamos?-, preguntó entre balbuceos.
-A un lugar seguro, lejos de este infierno- respondió el coronel Matías sin soltar el volante de la achacosa camioneta militar.
-Volviste a por nosotros, volviste…- suspiró la madre, y se quedó dormida, acurrucada en un rincón del remolque. José bajó la cabeza e hizo lo mismo.

Xavier Adell

miércoles, 12 de noviembre de 2008

CASA AUSENTE

Bañándole el dorso una suave luz otoñal que cruzaba la ventana una diáfana mañana, Matilde miraba el impecable orden del mobiliario, la limpieza y brillo por todo lado, entre sus pies el cariñoso y prolongado saludo de Pelusa, la jarra de granizado de mandarina servido como le gustaba, percibía el perfumado olor a Channel y Canela que para este día llenaba los rincones de su casa. Pero ella no estaba bien -¡No soporto esta intranquilidad, este desasosiego que siento por dentro, este inexplicable deseo de estar fuera de este sitio! ¡No entiendo qué me pasa!

Así se encontraba ella dentro de su amplia casa, y así se venía sintiendo las últimas semanas. Recordaba que allí nació y vivió con sus tres hermanas y ahora era la única heredera en medio de un hogar que consideraba ejemplar con su compañero y sus dos hijas.

Miró el estante al lado de la biblioteca con el espacio justo para colocar las dos cerámicas precolombinas traídas el día anterior del viaje de vacaciones por Ecuador, pero las dejó sobre el escritorio sin desempacarlas y salió a la calle. Caminó despacio, respirando profundo, dispuesta a tomarse un café y encontrar la calma. Sin haber terminado de cruzar la acera se encontró con Leo, excompañera del colegio a quien no veía desde hacía varios años. Juntas en la cafetería recordaron viejos tiempos, se comentaron sus vidas pasadas y actuales y Matilde con un gran deseo de desahogarse le refería como a pesar de tener una hermosa casa, viviendo en paz familiar no se sentía bien cuando estaba dentro de ella, como si le fuera un sitio extraño que la impulsara a salirse y se sentía mejor afuera. Esto le causó curiosidad e intriga a Leo quien no entendía bien qué le pasaba a su amiga y le expresó su mayor deseo de ayudarla. Entraron en casa de Matilde.
-Todo se ve en su puesto –señaló Leo al recorrer la casa. –Pero siento
una gran nostalgia. Yo que no te visitaba hace tantos años puedo ver
todo cambiado: ahora tienes otros muebles, otros pisos, otros colores en las paredes, pero no veo el azul que era tu color preferido por ningún lado.
¿Todavía que te gusta el azul? -preguntó Leo al seguir mirando la casa.
-Sigue siendo mi preferido- le dijo Matilde, solo que esta combinación de verdes y amarillos son del gusto de él –refiriéndose a su esposo.
-Que hermosa colección de carros –deteniéndose Leo junto a una mesa de vidrio en la sala.
-Eso le gusta hacerlo a él desde niño.
-Que lindas y extrañas cucharas.
-Él las heredó de su abuela traídas de todos sus viajes y se siente orgulloso de tenerlas y exhibirlas.
-También colecciono cerámicas como ésta. ¿Dónde las vas a colocar?
-En aquel sitio junto a su biblioteca -señalando el espacio que quedaba libre en el mueble.
-¿Dónde está tu colección de relojes?
-Guardados en mi armario y te agradezco que hayas seguido enviándome uno en cada cumpleaños.
- No veo aquí el reflejo de tus gustos, ni algún recuerdo del tiempo pasado, es como si estuvieras en la casa de él.-Señaló Leo.
Matilde se quedó en silencio un par de minutos con la mirada perdida en el espacio, hasta que sus ojos empezaron a lucir con más claridad. -Gracias Leo por venir a descubrir mi casa cargada de recuerdos y cosas nuevas que es su mayoría no son mías, ni son de mi gusto personal. Con el paso del tiempo los espacios y las cosas que habitaban esta casa fueron reemplazados, y ahora con tus comentarios caigo en cuenta que son todas del gusto de él. Esto ya no es compartir en el hogar, es ceder tanto hasta perder. Tal vez la costumbre de los años no me ha dejado ver que lentamente todo aquí dejó de ser como yo. Me pregunto: ¿cuán poco de mi queda aquí y cuánto entregué? En realidad hay un vacio, una ausencia mía en esta casa.

Melqui Barrero G.

martes, 11 de noviembre de 2008

AMNESIA

Se despertó en la cama de un hospital, con la mente del color de las paredes de la habitación: En blanco.
No recordaba su nombre, no recordaba su cara, no recordaba el motivo que le llevó a su situación.
Le dieron el alta a los pocos días, y como único equipaje le entregaron su expediente médico y su cartera. Registró ésta última con la vehemencia de una mujer celosa, buscando indicios, pistas, información sobre su vida. Encontró tarjetas, dinero y su DNI. Se llamaba Francisco Rodríguez Calvo. Y un mapa de metro con dos paradas señaladas.

Decidió, como primer paso para reconstruir su vida, acercarse a la dirección que constaba en el DNI como su domicilio. Calle Amapola 21. No tenía llaves y nadie le abrió la puerta. Buscó una copia debajo de la alfombra, encima del marco de la ventana. Picó a todos los vecinos, empezó a desesperarse. Aporreó la puerta y gritó desesperado. Nadie vino a ayudarle.

Salió del portal furioso y desanimado; no sabía dónde ir ni qué hacer. Recordó entonces las estaciones de metro marcadas en el plano, y pensó que podían significar algo.
Caminó durante media hora hasta llegar a una de ellas, a la estación de Fontana. No sabía qué esperaba encontrar allí, pero no tenía nada que perder.
Mientras bajaba las interminables escaleras que conducían al andén, un hombre de traje azul que caminaba a corta distancia delante de él, se giró, pareció reconocerle y huyó confundiéndose entre la multitud. Salió corriendo tras él sin temor a empujar a ancianas, atropellar a turistas, pisotear a niños. Le persiguió con la urgencia y la rabia de quien necesita recuperar sus propios recuerdos.
Al llegar al andén se hizo obvio que el hombre del traje azul no tenía escapatoria.

-Lo siento Paco, lo siento… Yo…Nunca quisimos hacerte daño…

El hombre del traje azul hizo el amago de escapar y al intentar retenerle, en el forcejeo, el hombre tropezó con su pierna y cayó a las vías justo en el momento en el que el tren llegaba. En su cara una mueca de terror justo antes de desaparecer bajo el vagón.

Amparado en la confusión creada en el andén por el suceso, consiguió escapar de la estación pasando desapercibido. No hubiese podido soportar un interrogatorio, dar las respuestas que él mismo no tenía.
Con lágrimas en los ojos y sin rumbo fijo, caminó durante varias horas, con un zumbido instalado en su cabeza como un hilo musical, y con la creencia en firme de enloquecer por momentos.

Calle Amapola 21. Ahí estaba de nuevo, en su supuesto domicilio. Y esta vez no pensaba irse sin más. Aporreó la puerta con furia, dejando como recuerdo en ella el estampado de la sangre que abundantemente manaba de sus nudillos. Finalmente una mujer de mediana estatura le abrió la puerta y le hizo pasar.
Dos hombres vestidos con los mismos trajes azules le agarraron. Intentó soltarse, forcejeó. Y de repente todo se hizo oscuridad.

Despertó con sed. Estaba sólo en la casa. Empezó a rebuscar en los cajones: fotos, cartas, cualquier cosa que pudiera explicar algo. No encontró más que cajones vacíos. Y en un armario, 4 trajes azules, todos iguales.

Volvía a estar en la misma situación que al principio, sin saber quien era. Pensó que quizás su última opción de encontrar las respuestas que necesitaba, la encontraría en la otra estación de metro señalada en el mapa. Y se dijo que esta vez no podía fallar.

Se dirigió hacia ella de manera casi automática, no le hizo falta ni mirar la dirección. Aquel bar… aquella tienda… todo le empezaba a resultar vagamente familiar. Bajó las escaleras de dos en dos y ahí se encontró con ellos. Todos con trajes azules, todos mirándole con cara de espanto.

-¿Quiénes sois? - gritó desesperado mientras se derrumbaba en el suelo llorando. Quienes sois, quienes sois…

De repente, tirado en el suelo, empezaron a llegar a su mente una sucesión de recuerdos.
Cada imagen era una espina que se le clavaba por dentro, retorciéndose y llenando su vacío de dolor.
Se vio a si mismo salir corriendo de su casa tras haber visto a su mujer con su mejor amigo, el mismo al que había perseguido por la mañana en Fontana. Se vio cruzar la calle sin mirar, vio la cara de aquel taxista despistado justo antes de arrollarle.
Recordó cómo odiaba su trabajo como conductor de metro. Recordó a sus compañeros, aquellos que le habían golpeado en su casa y a todos los demás.
De repente sólo deseaba dejar de recordar.

-Paco, por Dios… ¡porqué lo has hecho! – se abalanzó sobre él uno de sus compañeros- ¡La policía te está buscando! ¡Las cosas no se resuelven así! Ella nos llamó esta mañana asustada, habías estado aporreando la puerta, gritando y asustando a todos los vecinos… Sólo queríamos ayudar con la mudanza. No queríamos golpearte tan fuerte, pero ¡dabas miedo! Y después nos enteramos de lo de Miguel. ¿Cómo has podido tirarlo? Nadie merece terminar así, ¡has perdido la cabeza!

Sonia Ramírez

El router de Telefonica

En el centro del dormitorio tenemos el router SMC 7904 WBRA recién sacado de su caja, de entre cables de colores, microfiltros y cuartillas en portugués y ruso. De color negro mate y con antenitas, parece una pequeña raya marina que, lejos de su amado Atlántico, no acaba de encontrarse a gusto en mi alfombra afgana beige. Su silencio de profundidades oceánicas y expresión ceñuda contrastan con el supuesto don de comunicación (su interfaz como una gran boca de la que nunca paran de salir noticias deportivas, emails de antiguos compañeros de facultad, videojuegos multiplayer y porno, porno, porno) por el que hemos pagado 90 eurazos.
Parece sencillo: fuente de alimentación, roseta con cables telefónico y RJ-11… todo ello enchufado a la raya y abran paso a los 6 megabytes de ADSL.
Pero antes de amarrar el router, y esclavizarlo a la red Livebox 5560 de por vida, me lo imagino huyendo despavorido, como un ratón tras ser pillado in fraganti husmeando al lado del frigorífico, hasta meterse debajo de la cama. Y cuando Irene y yo nos arrodillamos, levantamos el telón de colcha y echamos un vistazo al interior, tan sólo vemos 5 centímetros de cable USB desaparecer por un agujero roído en el rincón.

Esteban Muñoz
Curso: Práctica del cuento moderno
Ejercicio: Descripción de un objeto

Dominique

Dominique tenía que hacer un viaje al extranjero por razones de trabajo y necesitaba poner al día algunos documentos.
La mañana era espléndida y a pesar de estar ya a comienzos de octubre el sol se derramaba con fuerza.
Su andar era alegre; la acera ancha y muy arbolada, era un grato lugar para el paseo.
Llego a la comisaría y buscó en el directorio la oficina de pasaportes; ésta se situaba en el segundo piso y a él se encaminó.
Llega al mostrador y se pone a la cola, había algunas personas antes que él y debe esperar. Después de algunos minutos llega su turno y se arrima al mostrador, el funcionario le pide el carnet de identidad.
El funcionario teclea y se queda fijo mirando la pantalla del ordenador; gira la cabeza buscando algo, mira en varias direcciones pero parece que no encuentra lo que busca.
Por una puerta a la izquierda del mostrador aparece un miembro de la Policía Nacional, el funcionario le hace una señal y éste se acerca; coge el carnet de Dominique y se queda mirando la pantalla del ordenador.
Sin prisa el policía sale de detrás del mostrador y se acerca a Dominique.
-Me puede acompañar, por favor-le dijo con firmeza.
Dominique extrañado sin saber qué decir, acompaña al policía. Pasan a un despacho donde le invita a sentarse.
-Señor ¿Sabe que está en busca y captura?-dijo el policía
-¿Cómo? ¡No lo entiendo! ¿Qué quiere decir?
-¿Se llama usted Dominique Lara Trujillano?-preguntó el funcionario.
-Sí-
-Se le busca desde hace años por algún delito que cometió; me tendrá que acompañar- siguió diciendo el agente.
-¡¿Qué delito?! ¡Yo no he cometido ningún delito!-gritó Dominique
-Hay una orden de arresto contra usted que viene de un juzgado de la región; usted sabrá que ha hecho por esos mundos de Dios-le espetó con sorna el policía.
Dominique estaba temblando, no daba crédito a lo que oía; tuvo ganas de gritar y salir corriendo.
Su mente retrocedía a toda velocidad en el tiempo buscando alguna acción que pudiera considerarse delito y que fuera el origen de esta situación inverosímil.
El agente le agarró del brazo con fuerza y tiró de él hasta que se hubo puesto de pié. Le instó a dirigirse hacía las escaleras que quedaban cerca del despacho.
Ambos bajaron varios pisos hasta que llegaron a un sótano bien iluminado con varias puertas metálicas pintadas de color rojo, con la parte superior enrejada que daban al lugar un cierto aire taurino.
Todas tenían su llave puesta, el policía se acercó a una y la abrió; Dominique le seguía sin oponer resistencia, estaba aturdido y seguía a su carcelero como un perrillo sigue a su dueño.
El detenido entró en el calabozo y la puerta se cerró tras él.
-Tendrá que esperar aquí hasta que vengan para llevarle al juzgado.
Dominique abatido escucha apenas sin oír; no entiende nada, sólo hace lo que le piden.
El policía desaparece; todo queda en un absoluto silencio y da gracias por tener las luces dadas. El interior era frío a pesar de que fuera hacía un día espléndido; las paredes estaban alicatadas hasta el techo con baldosines blancos y para sentarse había un banco corrido de construcción tapizado por unas blancas baldosas similares a las que cubrían las paredes; el lugar era desolador.
En silencio, su mente vagaba por recuerdos lejanos buscando algo que le diera la clave de esta situación “¿Robos? ¡Pero si no he robado nunca nada! ¿Alguna pelea?” Buscaba en lo más recóndito de su ser alguna acción punible que hubiera hecho pero también olvidado; ya sabemos cuán traicionera puede llegar a ser la mente; como solemos olvidar los malos momentos o malas acciones para crear un pasado hecho a nuestra medida.
Se oyen algunas voces cada vez más cerca… alguien baja por las escaleras.
Son dos policías, el de antes y otro más. El de antes abre la puerta e invita a Dominique a salir.
Se levanta con dificultad, lleva horas sentado sobre la fría baldosa y tiene sus partes completamente dormidas.
-¿A dónde vamos?
Apenas le salía la voz, tenía doloridos el cuerpo y el corazón.
-Le llevaremos al juzgado de guardia para que le vea la jueza.
Entre los dos guardias avanza despacio y algo aturdido; bajan unos pocos peldaños y se dirigen por un estrecho pasillo; al fondo aparece una puerta gris de grueso acero con un letrero que indica que da al garaje.
Al cruzar la puerta llegan hasta un coche patrulla donde le sientan en la parte trasera; los dos agentes se sitúan delante y arrancan el vehículo; éste sube por la rampa hasta llegar a la calle.
Dominique no habla, al salir al exterior la luz le sorprendió y tuvo que cerrar los ojos unos segundos.
Miraba a su derredor buscando algo pero sin saber el qué; la parte trasera del vehículo estaba separada de la delantera por una pantalla transparente “como la de los taxis” se decía; se fijó en que las puertas del vehículo no tenían maneta para abrir desde dentro ”por eso no me han puesto las esposas” Sus ojos escudriñaban sin cesar; estaba más tranquilo, la vida de la calle le tranquilizaba y empezaba a pensar que una vez le viera la jueza le dejarían libre.
-¡No tienen motivos para encerrarme!- los agentes no podían oírle.
La calle estaba llena de gente, era sábado por la mañana y la actividad suele ser frenética.
“¡Qué día tan bonito hace! ¡¿La vida sigue ajena a mi desgracia?! ¡Claro, qué pensabas, que el mundo se iba a parar! “ Su mente caprichosa se hacía preguntas.
Un duro cristal se interponía entre él y la vida.
A los pocos minutos llegan a un edificio que parece ser el juzgado, entran por el garaje, la oscuridad vuelve de nuevo a sus pupilas.
La puerta del ascensor se abre, están en el tercer piso del edificio, las oficinas tienen un aspecto anticuado, despachos con separaciones de madera con grandes cristaleras. Muchos montones de papeles que apenas dejaban ver las cabezas de los funcionarios.
Uno de los policías se queda con el arrestado mientras el otro se acerca hacía uno de los despachos.
Dominique está cansado, son muchas las emociones que ha sufrido y empiezan a pasarle factura.
-¿Puedo sentarme?
-Claro hombre, aunque no vamos a tardar mucho ¡De esto sé mucho y una vez que la jueza vea tu documentación firmará, lo que no sabemos es qué firmara! ¡Tu tranquilo que esto va rápido!- El policía hablaba con gran suficiencia, era un hombre en la cincuentena y de su cuerpo resaltaba una prominente barriga y sus explicaciones no tranquilizaron a Dominique.
Apenas han pasado unos minutos y ya les avisan que deben pasar al despacho.
-¡Siéntese!-Un funcionario con unos papeles en las manos se dirige al arrestado con sequedad.
-La jueza está viendo el caso y ahora sabremos qué dictamina; esperen un momento- el funcionario se dirigió a los presentes con cara de pocos amigos.
Una mujer en la cuarentena con traje de estilo inglés se levanta en uno de los despachos con ventana a la calle, mira al arrestado y después de unos segundos le da al funcionario de antes unos documentos.
El funcionario se acerca al arrestado y le presenta el documento para su firma.
-Ingresará usted en la cárcel a la espera de juicio-las palabras del funcionario detonaron en su cabeza como una bomba, solo el estar sentado le libró de caerse.
Dominique se puso blanco y apenas oía las voces a su alrededor, se sentía como sumergido y ahogándose.
Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para balbucear unas palabras.
-¡¿Por qué?! ¡¿Qué he hecho?!
-Usted tuvo una pelea y se le condenó a una multa que no pagó, además no hizo caso a las notificaciones posteriores.
La respuesta de aquel hombre dio lugar a una tempestad en la cabeza de Dominique, todo le daba vueltas.
-Me tiene usted que firmar aquí- el funcionario le indicaba a Dominique un pequeño espacio en la parte inferior del documento.
Éste con lágrimas en los ojos y tembloroso no sabe qué hacer, no tiene la mente clara y tiene miedo “¿Me puedo negar? ¡¿Dios mío, qué puedo hacer?!” Sus pensamientos a cámara lenta buscan respuestas a su situación, pero…no las encuentran.
El funcionario le da un bolígrafo, Dominique lo coge y tembloroso lo firma “¡¿Dios mío, qué puedo hacer?!” se repetía.
A duras penas consigue levantarse, se siente observado por todos; decenas de miradas aleladas convergen en él.
Los policías le sujetan y despacio se lo llevan a los ascensores, entran en uno y se dirigen a los sótanos.
-“¿Debería llamar a alguien? ¡Claro como en las películas! Siempre pueden llamar a su abogado o a un familiar” Dominique intentaba razonar y buscar algo de luz en la oscuridad.
Se abre la puerta del ascensor y enseguida aparecen unos guardias civiles a su encuentro.
Uno grandote y con las manos protegidas por unos guantes de cirujano se dirige al detenido y le pone unas esposas.
-¡Así que este es el chorizo!- dijo con desprecio el guardia
El número agarra al detenido con fuerza por el brazo y entre risotadas le lleva a una furgoneta sin ventanas de las que sirven para el traslado de presos.
Dominique no era capaz de articular palabra alguna; le parecía estar viviendo una película y su cuerpo tembloroso se dejaba llevar.
Le encerraron en la furgoneta y a gran velocidad salieron del aparcamiento, no sabía a qué cárcel le llevaban. Resignado, en una furgoneta ciega y como un delincuente común se acercaba a un futuro incierto y negro.

Antonio Vallejo.