sábado, 6 de junio de 2009

Sube, Quique

“Sube, Quique” decía la suave voz de mi madre a través del portero electrónico, cuando cada tarde volvía del colegio y mis pasos terminaban por dejarme, muerto de miedo, ante el gran portal de hierro de mi edificio.

Por aquel entonces era un chaval de ocho años, que acababa de quedarse sin padre.

Cuando la puerta se abría y el frío del amplio rellano empezaba a filtrarse bajo mis pantalones cortos, yo la empujaba hasta que no podía forzar más el muelle que la cerraba. Para entonces, ya notaba su presencia invisible, justo detrás de mí.

Sin atreverme a perder la calma, con mi mano derecha aferraba el asa de la cartera del colegio y, soltando la puerta, echaba a correr como un loco hacia los escalones: no sé como se me había metido en la cabeza que debía sobrepasar el tercero antes de oír como la puerta se cerraba, o él se vería libre para atraparme.

Primer escalón… segundo… ¡Tercero! Pensaba y, entonces, el estrépito de la puerta al cerrarse me sobresaltaba y yo continuaba subiendo, sin mirar atrás, forzándome a ir cada vez más deprisa, alejándome de la figura invisible que imaginaba rabiosa y frustrada; llegaba asfixiado al primero primera, clavando mi dedo índice en el timbre de casa.

Sólo me sentía a salvo cuando hundía la cabeza en el delantal de mamá y ella me abrazaba.

Mi madre, “la señora Paquita”, era regordeta como una muñeca de trapo, pero nada blanda: el día que mi padre llegó a casa borracho y le dio por golpearme con más saña que nunca, aquella mujer bajita y dulce corrió a la cocina y, tomando el cuchillo más grande que pudo encontrar, atacó decidida a un hombre furioso que la doblaba en tamaño. Recuerdo a mi padre huyendo de casa, gritando con el cuchillo clavado entre las tripas. Oí como tropezaba y rodaba por las escaleras hasta caer en el rellano como un saco de patatas.

 

Veinte años después, aún me daba prisa al subir aquellas escaleras; el último día que visité a mi madre también suspiré de alivio al sobrepasar el tercer escalón.

Cuando me abrió la puerta, forcé una sonrisa a sabiendas del mal estado de mis dientes. Estaba pálida, aún más débil y vieja.

—Hola, mamá.

 Su mirada triste me hirió más que nunca.

—Hola Enrique —me dijo, mientras le plantaba un par de besos.

—¿Ya has encontrado trabajo? —me preguntó, bajando la mirada al dejarme pasar.

—Ayer tuve una entrevista. Supongo que me llamarán —mentí, esperando que mi ropa no oliera demasiado.

Sobre el pequeño mueble del recibidor, descansaba un busto de la virgen y una vieja foto mía dónde mis ojos castaños aún parecían vivos y mi melena oscura no era tan rala y estaba libre de canas; aparté la vista y terminé por seguir a mi madre por el pasillo. La artrosis apenas la dejaba andar arrastrando las zapatillas. Pero el piso era pequeño y ella apenas tenía que caminar; aún así, era mucho mejor que la chabola donde yo malvivía.

Llegamos al comedor. Salvo por un pequeño televisor, todo era viejo, aunque limpio y bien cuidado. Me senté en el sillón que solía usar mi padre.

¡Que recuerdos! Mi madre solía ayudarme a hacer los deberes en aquella mesa cuadrada, aunque estuviera cansada de fregar suelos.

—Espérame aquí, que cenarás algo. ¿Quieres una tortilla, hijo?

—¡Si! —dije, quizás algo impaciente.

En cuanto me dio la espalda, me lancé a por el bolso que había visto sobre una de las sillas. No era la primera vez que abría su cremallera y “limpiaba” el monedero.

Ni me di cuenta de que mi madre me espiaba desde el pasillo. Se acercó y, sin decir nada, me arremangó la manga izquierda de la camisa.

Al ver la gran cantidad de pinchazos se apartó de mí, negando con la cabeza.

—¡No pasaré por esto otra vez! ¡Vete! ¡Vete y no vuelvas! Vete…—me repetía.

Algo pasó: se encogió y, emitiendo un quejido, se llevó una mano al pecho, mirándome fijamente a los ojos.

—¿Mamá? —acerté a decir, mientras ella caía de rodillas. Me miró y, sin decir nada, me señaló el teléfono que reposaba en una repisa del armario junto al televisor.

Di un paso hacia él… y me detuve.

La miré. Siguió señalándome el teléfono, hasta que leyó en mi mirada que la heroína ya me había helado el corazón. Murió maldiciéndome con un hilo de voz.

 

Me mudé a nuestro viejo piso la primera noche tras el entierro. Desde el sillón de mi padre, observé mi reflejo oscuro en el televisor apagado.

A veces, mi madre también se me había quedado mirando; “Como te pareces a él” decía.

Nunca quise creerla, pero ahora yo era la viva imagen de mi padre: ojos saltones, demacrado, incluso los dientes podridos. Mi peor pesadilla.

—¡Mamá! —exclamé, sollozando desesperadamente.

Entonces oí los roces: unas zapatillas tras la puerta del comedor. Me levanté en silencio y escuché; se fueron alejando hasta que ya no pude oírlas. Despacio, abrí la puerta y me asomé al pasillo. Era casi tan largo como recordaba de pequeño. Cuando ya casi me había convencido de que debían ser ruidos de los vecinos de arriba, vi que la puerta del dormitorio estaba abierta. Recordaba haberla cerrado al volver del lavabo.

Oí con claridad el chirrido de los muelles de la cama, sólo un poco más allá de aquel umbral oscuro. Corrí hasta la puerta de la escalera, la abrí, y abandoné el piso sin molestarme en cerrarla, bajando los escalones a toda prisa.

Estaba a punto de llegar al rellano, cuando me percaté de la sombra borrosa que oscurecía parte de la puerta de la calle. Tuve la certeza de que avanzaba lentamente hacia mí.

Me volví sobre mis pasos, sintiendo una terrible punzada en el pecho. Estaba en el primer escalón, sólo debía subir dos más. Ya levantaba un pie con dificultad, cuando escuché el chirriar de unos goznes y levanté la vista. Con la boca abierta, observé como la puerta de mi casa se cerraba a toda velocidad, terminando por dar un gran portazo.

Joan Villora Jofré

Ejercicio de cuento de terror con dos fantasmas diferentes

4 comentarios:

milagros dijo...

Me ha gustado tu relato, con esos dos fantasmas distintos, con buenos toques de misterio, con un argumento que logra atraparte en toda su historia

Lapiz 0 dijo...

Buen tema de fondo, un tanto de drama y terror de la realidad... mas que de los fantasmas...

Me gustaria verlo modificado y con un final...

Saludos

Sonia dijo...

Hola Joan,

Creo que el tema de los fantasmas y el terror se ven totalmente eclipsados por el dramón familiar. Si te tengo que ser sincera, no me ha dado miedo, ni me ha inquietado, pero tampoco sabría decirte el motivo... quizás porque los fantasmas están al principio y al final, pero como que muy de pasada, como si no pintaran mucho en la historia. Faltaría quizás crear más atmósfera, más descripción, o no sé... La verdad es que nunca lo he intentado con el terror, y no debe ser fácil. Espero que no te moleste mi crítica, Joan, va con cariño.

Joan Villora dijo...

¡Muchas gracias por leerlo y comentarlo!

Sonia, ¡que me va a importar! !Po dió! si es de lo que se saca algo en claro al final.

Pues si, el tema era el de dos fantasmas distintos, pero el pequeño drama del medio los eclipsa bastante.

Quizá se puede intercalar más las dos historias, fundir el niño con el joven (pero sin liarla).

Ya veré.

Gracias.