lunes, 9 de enero de 2012

EL JINETE DE ABULABBAS ( David Rubio Sánchez )

Muchos son los años que han pasado desde que mis ojos vieron por primera vez el palacio de Aquisgrán. Montaba a lomos del elefante blanco Abulabbas, escoltado por la embajada que mi señor el califa Harun al- Raschid dispuso para hacer entrega de valiosos regalos a su amigo y aliado el emperador Carlos. Todavía resuenan en mis oídos los vítores de las gentes que desde la ciudad seguían asombrados a un animal nunca visto hasta entonces en Occidente. Yo compartía su alegría porque después de un viaje de cinco años podría volver a Bagdad para poder casarme con mi amada Judith.

Pronto esa alegría desapareció. Tras ser recibidos por el mismo emperador, los médicos de palacio le informaron que nadie en todo el Imperio tenía ni idea de cómo cuidar, alimentar o sanar a un elefante. Me ordenó entonces quedarme a su cuidado dado que según le habían informado yo era su mouth, su jinete, su cuidador desde que nació. Al apenas conocer su idioma imploré en el mío al emisario que nos acompañó desde Bagdad para que informara al emperador que allí me esperaba mi prometida. Pero fue en vano, poseer el único elefante de toda Europa le entusiasmó sobremanera. Me dio su palabra de que informaría de mi situación a través de sus emisarios a la misma Judith para que se enorgulleciera de mí porque iba a servir personalmente al emperador de la cristiandad, Carlomagno así proclamado por el mismísimo Papa de Roma.

Aquella noche y las que siguieron las pasé llorando mi soledad en aquella fría tierra tan distinta a la mía, maldiciendo a ese elefante al que un día decidí criar pese a las advertencias de los viejos de mi aldea que consideraban de mal augurio el nacimiento de una criatura albina. Ese augurio se cumplió cuando el día anterior a mi boda con Judith, un soldado del califa me ordenó partir con Abulabbas con la embajada a Occidente, pues había decidido ofrecérselo junto con otros regalos. “¿Por qué yo y mi elefante?”, pregunté. “Por judío y por albino”, me respondió.

Una mañana mientras cepillaba a Abulabbas en la casa de las fieras, como así se llamó el recinto donde se guardaba en las afueras del Palacio, me sorprendió la presencia de la mujer más hermosa que jamás vi. Vestía una camisola blanca y calzas. El viento parecía acariciar su larga melena rubia coronada con guirnaldas de flores. Me miraba con cara divertida y me decía cosas que apenas entendía. Se acercó y comenzó a cepillarlo mientras tarareaba una canción. Puso la mano sobre su pecho y escuché su nombre: Gisela. Yo hice lo mismo y le dije el mío, Isaac. Sus visitas se repitieron día tras día, y pronto supe que era hija del emperador pese a que su vestimenta difería tanto de la de sus altivas hermanas que llevaban cubierto su pelo con un velo y bellas túnicas, doradas o lilas, de seda. Siempre lucía una sonrisa y no tenía reparos en juguetear con el elefante ni en enseñarme a hablar su lengua.

Poco a poco el recuerdo de Judith ya no apenaba mi corazón tanto como lo alegraba la presencia de Gisela. ¿Tan frágil era mi amor?, ¿tan vacías mis promesas de fidelidad que los años transcurridos sin verla hacían que mi pecho ardiera por otra mujer? No debía ser así, era necesario que volviera a Bagdad, pero no podía hacerlo mientras Abulabbas viviera. Y así decidí una noche verter un preparado, que le haría morir, en el barreño donde bebía agua. Sentí hastío al verle confiado dispuesto a saciar su sed, como una ofrenda inocente a un sacrificio. Acaso no era yo el único culpable de que mi corazón clamara por quedarse en Aquisgrán con Gisela. Yo era el que debía beber de esa agua y corrí dispuesto a sumergir mi cabeza en el barreño. En ese momento Abulabbas lo volcó con su pata como si supiera el contenido. Me abracé a él y él rodeo mi cuello con su trompa. Nunca sabré si fue un abrazo de redención, pero así lo tomé.

Y llegó el día, en uno de los paseos que terminaban con Abulabbas bañándose en el Rin, en el que mi cuerpo de piel oscura se unió con el de Gisela. Allí, bajo la arboleda, comprendí que me había enamorado de quien jamás sería mi esposa ni la madre de mis hijos. Gisela me acarició el pelo “no pienses en lo que pasará, piensa sólo en amarme día a día”, dijo y me contó el gran amor que su padre sentía por sus hermanos y, especialmente, por ellas. Tanto, que nunca las dejaba abandonar el Palacio sin él. Tampoco aceptó desposarlas con ningún pretendiente de la alcurnia que fuera con tal de poder verlas cada día. Por eso sus hermanas, siempre con discreción, tenían encuentros con hombres de palacio, como lo hacía Berta con el poeta Angilberto. De esta manera consumábamos nuestro amor en recodos escondidos, a deshoras en la termas o incluso en su alcoba. Para no levantar sospechas entre la guardia llegué a explicar que los paseos nocturnos eran saludables para Abulabbas y con ello podía deambular a mi antojo por el Palacio. Siempre bajo el cobijo del elefante nuestras almas se desnudaban y compartíamos ilusiones rotas y deseos escondidos, como su anhelo por conocer las tierras que había más allá de Aquisgrán, por las que tanto me preguntaba, y que sólo podría conocer a través de sus maestros en la Academia palatina.

Pero la felicidad no pertenece a los siervos si no a sus señores y llegó el día en el que el mío quiso que fuera con Abulabbas a una guerra contra los normandos en tierras danesas, quería utilizarlo como lo hacían los reyes persas. Traté de explicarle que los elefantes de guerra debían ser entrenados desde su nacimiento si quería que fueran útiles en la batalla. No me escuchó como tampoco lo hizo años atrás. La noche anterior a la partida hubo un eclipse de luna, abrazada a mí, Gisela lloró al creer que era una mala señal. Para consolarla le expliqué que sólo era la consecuencia del movimiento de las esferas celestes concebido por el griego Tolomeo como me explicó una vez un sabio en Bagdad. Otra vez hice caso omiso a los augurios. Cuando regresé cinco años después lo hice sin Abulabbas que falleció no por las flechas pero si por el frío y lo que era peor con la palabra del emperador de que ya debía volver a Bagdad y casarme con Judith si todavía me esperaba.

Gisela seguía igual de hermosa como la conservaba en mis recuerdos y tras llorar la muerte del elefante, tal era el cariño que sentía por él, nos amamos por última vez. Yo no podía quedarme en Aquisgrán sin explicarle el motivo a su padre y éste jamás aprobaría nuestro amor. Por eso decidimos marcharnos de noche y quedamos en la casa de las fieras. Ya tenía recogidas mis provisiones y preparado el caballo cuando apareció no la bella figura de Gisela sino la regia presencia del emperador. Por su mirada comprendí que se había enterado de nuestros planes. Se quedó de pie sin decir nada. Su figura alta y poderosa me hacía más pequeño mientras trataba de explicar cuanto amaba a su hija. Finalmente me habló “como hombre entiendo tu proceder, como emperador nunca podré consentir que un siervo judío se despose con una hija mía, como padre no podría soportar que Gisela abandonara Aquisgrán”. Me dijo que no debía temer por mi vida porque así se lo había prometido a su hija, pero me ordenó marchar. Y partí de noche a lomos de un caballo rumbo a ninguna parte, en silencio, pero sobretodo sin ella.

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