lunes, 16 de enero de 2012

Aquel día en que se aclaró la noche por Javier Montes de Oca Rodríguez

El día en que Florencio Torres haría el descubrimiento de su vida completamente por azar, se había levantado con exageradas ganas de tomar café. Quizás hubiera sido la taza de cerámica tradicional de estilo precolombino que tenía como amuleto cada vez que iba a trabajar, pero la magnífica ciudadela maya que descubriría para el mundo aquel día lo haría sentirse como un arqueólogo con suerte.

La noche anterior, muy estrellada, no había logrado dormir porque su equipo estaba de guasa. Había sido el cumpleaños de uno de sus aprendices de investigador y el aguardiente de coco había rodado bastante bien por todo el equipo. A Florencio no le molestaba en absoluto que su equipo se distendiera un rato del agobiante trabajo de excavar, recoger, limpiar e identificar los restos de aquel conocido sitio maya en la selva guatemalteca. Él mismo le había dado un par de tragos a este embriagante alcohol de la jungla. Probablemente gracias a él hubiera podido dormir tan bien en su rudimentaria tienda de campaña cerca del paso de un arroyo, omitiendo las incesantes picaduras de mosquitos y otras plagas entomológicas. Pero no, igualmente había dormido fatal.

El día del descubrimiento, bebió dos tazas del mejor café de la región y revisó los planos del sitio que ahora estaba estudiando, para complementar investigaciones previas realizadas por su mentor. Se untó pomada mentolada para aliviar las picaduras y se acicaló un poco, afeitándose ligeramente los poblados bigotes amarillentos de tanto fumar. Florencio no tenía pensado realizar algún día un hallazgo que lo catapultase al salón de la fama de los principales expertos en el mundo maya. Tan sólo tenía pensado hacer un pequeño recorrido en torno al sitio de Uaxactún con parte de su equipo y de ahí nuevamente a proseguir con el arduo trabajo de identificación de vasijas y otros enseres funerarios del período clásico maya. Nada más.

Así que cogió su mapa, sus binoculares, su mochila raída por el uso con un parche de una bandera incaica cosido y se encaminó por la trocha que se pierde desde el sur del sitio adentrándose en los verdores de la selva del Petén. Florencio fumaba como chimenea, cosa que hacía indiferentemente si se encontraba dando clases en la Universidad de San Carlos de Guatemala, en su confortable pero altamente étnico apartamento de Ciudad de Guatemala o en medio de la selva del Petén entre piedras labradas por alguna mano indígena hace alrededor de un milenio y medio. Él iba fumando al caminar mientras se hundía entre diferentes teorías de cómo los pueblos mayas se habían absorbido unos a otros, como arañas que se alimentan de sus presas y engordan creciendo en conocimientos, siglos tras siglos. Y un buen día, nada. La cultura maya había desaparecido tal y como vino. Como tragada por el jaguar, la serpiente o el águila, sus indiscutibles padres creadores. Eso sí, y él bien que lo sabía, dejando tras de sí las huellas mohosas de su pasada gloria.

Sus pasos firmes en la trocha, eran seguidos con amplio respeto por su equipo que lo idolatraba por sus enormes conocimientos y su gran calidad humana. Además Florencio, amaba lo que hacía, amaba con todo su fervor el antiquísimo legado que los pueblos mesoamericanos habían dejado para que un día, él, Florencio Torres, los recogiera de la Tierra y se los diera a conocer a su gente. A los herederos de los pueblos del Sol.

En un alto en el camino, alzó los binoculares y creyó distinguir una especie de claro en la tupida manta arbórea que se cernía sobre el equipo.

- ¡Tomás, César, Jacinto, Olivia, miren allí! – les indicó a sus arqueólogos y acto seguido se pasaron uno a uno los binoculares.

Ninguno de ellos, incisivos visitantes de Uaxactún, se habían percatado nunca de ese poco definido claro, como dejado expresamente por la naturaleza. Cóatl, el guía del sitio, baquiano del Petén creía haberse adentrado alguna vez por él, aunque igual era un chico bastante joven, delfín del oficio de su ya nonagenario padre. Todos descendientes directos de aquellos pueblos del Sol.

Por cierto que a las diez y media de la mañana, el sol ya había despuntado en todo su esplendor y picaba un poco en la piel de los arqueólogos. Decidieron encaminarse utilizando los machetes que el guía maya había traído en casos como éste. Tres afiladas hojas aparecieron como el conejo de un mago, en el fondo de la mochila del joven. Labrando un estrecho sendero, evitando las espinas de los árboles y las hojas que provocan urticaria al contacto de las pieles sensibles de ciudad, Florencio marchó atrás de Cóatl y en fila india el resto de la expedición que ya se estaba saliendo de los linderos históricos de Uaxactún.

Por la mente de Florencio no pasaba nada más que el posible descubrimiento de alguna pequeña muralla o de algún puesto de vigilancia adelantado. Al cabo de dos horas, a ese ritmo y con el incesante blandir de las cuchillas entremezclado con el encantador sonido de la selva guatemalteca reclamando su lugar en ese mágico mundo, hasta pensó en abandonar. Probablemente, Cóatl los había extraviado y estaban perdiendo un valioso y costoso día de investigación en el sitio. Después de un debate interno, se decidió por confiarle media hora más a su guía, al fin y al cabo, el trabajo no iba nada atrasado y podían darse ese pequeño lujo.

Sorprendido por su exactitud, Florencio puso un pie en el descampado que habían visto desde la trocha, dos horas y media después del primer machetazo al margen del camino.

A primera vista, no observaron nada más que jungla alrededor del pequeño círculo. Sin embargo, al sentarse a comer sobre unas salientes de roca las provisiones que habían traído, pudieron escuchar a lo lejos un feroz rugido.

- ¡El jaguar! – exclamó pasivamente Cóatl.

- Es raro escucharlos tan nítidamente en estos días – se sorprendió Florencio.

En un par de minutos más, escucharían ahora sí, con más vehemencia el rugido del mayor felino en tierras americanas. Esta vez se aterrorizaron. En breves segundos, el espléndido animal se detendría a unos doscientos metros de los arqueólogos y los miraría fijamente durante unos maravillosos segundos. El jaguar, después, salía del descampado a paso despreocupado.

Florencio no abandonaba su asombro y con la curiosidad característica de un investigador de campo, alcanzó en breves zancadas el lugar que hace un minuto ocupaba el bello animal. Al llegar, comprobó que se trataba de una zona ligeramente cenagosa, por lo que la fiera marca de sus cuatro huellas, se habían impreso en la milenaria tierra a fuego.

Siguiendo un instinto de furia, casi de locura ancestral, de rabia empalagosa, de devolverle a la larga noche de los 500 años, la luz que un día tuvo, extrajo un pequeño pico que traía consigo todo el tiempo cuando salía de expedición y con todas sus fuerzas empezó a cavar en ese lugar mítico marcado por las patas del jaguar. Cóatl y los demás, lo acompañaron cada quien con lo poco que tenía a mano y en un par de horas entre los seis, lograron hacer un agujero respetable que dejaba observar con sorpresa una enorme piedra rectangular, que Florencio rápidamente identificó como maya clásico.

No podían abandonar este descubrimiento a su suerte. Hoy en día, aún rondan quienes hacen negocio lucrativo de estos tesoros de la Humanidad. Rápidamente, Florencio se comunicaba con su campamento base en Uaxactún y toda su gente se desplazaba con el mayor equipo posible y con mano de obra indígena del lugar, al descampado.

Al cabo de tres semanas de dura labor dirigida por Florencio Torres, un inmenso edificio potencialmente un templo sacerdotal, según las opiniones del grupo, emergía claramente del corazón del Petén. Todo debido a la aparición casual del jaguar en medio de un descampado olvidado por los siglos y casi tragado por el manto de árboles tropicales.

Una década después, el Dr. Florencio Torres, puede recordar con tranquilidad aquel día, en el que su aguzado instinto y su amor por la tierra sagrada de sus antepasados, al hacerle caso a las señales crípticas de la naturaleza, descubriría el templo sacerdotal, pilar y eje fundamental de toda la ciudadela maya que se descubriría tras dos intensos años de excavaciones.

Ese día, aquella gloriosa jornada en la jungla que había empezado con un par de tazas de café, Florencio había inscrito su nombre en el salón de la fama de los arqueólogos expertos en el mundo maya, pero más que una satisfacción personal, había significado una gran reivindicación para la memoria colectiva de aquellos descendientes de los hijos del jaguar, que una larga noche de 500 años le había arrebatado su identidad trucada por una cruz.

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