sábado, 21 de junio de 2008

El Viento del Bierzo --Carmen Mirones

El Viento del Bierzo

Isabel estaba impaciente por saber a donde iría con Alonso la semana de vacaciones que cogerían por el Pilar. Hacía días que estaban discutiendo por ello. Así que ni corta ni perezosa había decidido hacerlo por fórmulas mágicas.

Entró muy decidida en el cuartito de estar donde Alonso estaba sentado tranquilamente mirando la televisión. Muy sería, con voz que simulaba una orden le dijo.

─Alonso saca el mapa grande de España.

Alonso; saliendo de su ensimismamiento la miró con asombro.

─!Bueno, bueno¡ ahora voy ─y del revistero sacó el mapa que hacía un mes que estaba dando vueltas por toda la casa.

Isabel sacó del fondo de los grandes bolsillos de su falda marrón favorita, un péndulo de cuarzo.

─¿Me puedes decir qué es eso? ─le preguntó con cara de asombro.

─Mira, Alonso, estoy tan aburrida de discutir sobre el sitio donde vamos a ir de vacaciones, que he decidido ir a la tienda esotérica de la esquina para que me dieran una solución, y me han vendido esto. ─Dicho lo cual se puso a bambolear el péndulo─. Anda, pues es verdad que gira. Me han dicho que tengo que pasarlo por todo el mapa hasta que se pare. Eso querrá decir que es ahí donde tenemos que ir.

Alonso la miraba asombrado, mientras la decía.

─Estas como una cabra.

De pronto el péndulo se paró.

─Astorga ─dijo Isabel, con voz un poco desconsolada, pues le hubiera gustado ir a Canarias para disfrutar de unos días de sol. Mientras, Alonso, con la boca abierta, asentía con la cabeza; mientras rebobinaba un recuerdo.

“Hacia unos años, había leído un legajo que poseía su padre. Era un incunable en el que se contaba una leyenda”.

Alonso e Isabel habían alquilado una habitación en un albergue; era enorme, y tenía dos grandes sillones delante de una magnífica chimenea de mármol blanco, que siempre estaba encendida, con un cuadro de la Virgen sobre ella; dándole un agradable sabor medieval

Era el segundo día de vacaciones, cuando bajando de la montaña comenzó a soplar un frío viento que producía un extraño sonido; parecía una melodía tocada por los oboes de una gran orquesta. Isabel sintió que un frío recorría todo su cuerpo; no era producido por aquellas rachas, era algo más profundo que la estremecía.

─Alonso, ¿no te suena como una nana? ─preguntó con voz temblorosa.

─Eso dice la leyenda ─repuso, pasando un brazo por sus hombros.

─¿De qué leyenda me hablas?

─Ya te lo contaré delante de la chimenea.

Isabel se dejó conducir por el brazo de Alonso hacia el albergue. La posadera al verla tan descompuesta, les condujo al comedor y se apresuró a llenarles un plato de una humeante y olorosa sopa que acababa de traer de la cocina.

─Coma señorita. Ha debido de coger frío, ha salido este viento del Bierzo y…

Inés, más confortada, subió con su marido las escaleras que les conducían a la habitación. Se puso su falda marrón y fue a sentarse sobre las rodillas de Alonso; que estaba fumando su pipa.

─Bueno, ahora cuéntame lo de la leyenda. Le dijo con voz curiosa, mientras se arrebujaba en sus brazos.

─Pero Isabel; si estabas aterrorizada.

─Sí, pero eso era antes de tomar la sopa. Es que hacía mucho frío ─musitó.

Alonso, dejando la pipa en el cenicero, comenzó a contar la historia de Inés.

Verás: por aquella época; un antepasado mío, llamado Aureliano Señor de Liébana: luchaba junto al rey Ordoño I. En esas guerras lo que se buscaba era continuar defendiendo la tierra yerma, libre de moros, hasta el río Duero. Otro que también tomaba parte era el joven conde de Astorga. Estos dos personajes le interesaban mucho al rey, pues mi antepasado le proporcionaba guerreros y Fernán, que así se llamaba el conde, una defensa desde las montañas de León. Todo eso dio lugar a que el rey le propusiera a Aureliano que ya que tenía una hija en edad casadera, lo hiciera con el joven Fernán, y a cambio le compensaría con tierras en el llano. Lógicamente le interesaban a Aureliano estas condiciones; pues de esa manera, sus siervos, tendrían trigo sin tener que hacer incursiones peligrosas para robarlo en las tierras de la meseta. Pero esa es otra historia, quizás necesaria para comprender a los personajes de aquella época.

Ines, que así se llamaba la hija de Aureliano, era una bella jovencita de quince años que vivía feliz en el valle de Liébana; quizás, por ser un sitio que siempre estuvo libre de los moros se vivía con cierta libertad…

─Continúa con tu historia ─le repuso, arrellanándose más entre sus brazos.

─Bueno, prosigo: Al principio todos los pormenores del ajuar de novia la entusiasmaron. Sus nuevos vestidos; incluyendo el de novia. A esto había que añadir diferentes brocados que llevaba de dote. Los cuales habían sido requisados por su padre a los moros y judíos en sus incursiones por las tierras llanas.

Inés acudió a Astorga acompañada por su aya; ese fue el único apoyo y compañía que llevaba. Al llegar vio un castillo con almenas que parecía se iba a desplomar de un momento a otro entre las peñas.

Fernán era un joven bien parecido que se le presentó de una manera afable. Cosa que agradó a Inés, pero ese sentimiento fue cambiando por el de miedo, ya que advirtió una mirada de odio hacia ella, procedente de su futura suegra.

A los dos días se celebró la boda a la que acudieron representantes del rey Ordoño I, que les llenaron de presentes. Fueron, incluso, casados por el arzobispo con gran fausto. Inés ante tantas emociones estaba aturdida; y no era consciente que la noche se acercaba. Fue acompañada por su aya a sus aposentos donde la ayudó desnudarse y prepararse para la noche nupcial. Su madre, parece ser que la instruyó un poco sobre la noche de bodas. La suya había sido dichosa, pues ella había conocido de siempre a Aureliano; y cosa extraña en aquella época, se puede decir que su boda fue por amor.

Inés estaba temblorosa y más cuando vio que su flamante marido llegaba a la habitación rodeado de todos los nobles que asistieron a la boda, y de su temida suegra. Fernán había bebido en abundancia y no tuvo precisamente miramientos con ella. Inés vio, olió y sintió una boca que la recorría por el cuerpo. Un fuerte dolor sintió en sus entrañas; entonces Fernán mostró a todos los presentes su trofeo, un paño manchado por abundante sangre que demostraba la perdida de la virginidad de su joven esposa.

Pero no sólo acabó con su virginidad… lloró por la perdida de sus ilusiones, de su infancia, de su madre y de sus hermanos. Su única compañía era su querida aya que la consolaba de su añorada merma de libertad, en aquellas frías habitaciones donde le había encerrado su suegra para darle más independencia, según decía.

Fernán, al ver que ella no colaboró mucho en sus satisfacciones carnales, por no decir animales, decidió pasar el resto de su estancia en el castillo frecuentando la compañía de las criadas, cosa que a ellas si parecía satisfacerlas, dado las risas que por la noche se podían oír saliendo de los establos y las cocinas.

El rey reclamó a Fernán para que tomara parte en la siguiente escaramuza: así que se dispuso su marcha. Cuando se iba a despedir de Inés; a la que casi no había visto desde la noche de bodas, se le acerco su madre llevando en sus manos una especie de corsé de hierro con un candado. Él la miró extrañando, pero penetraron juntos en los aposentos de Inés. Y les dijo.

─Este cinturón es el que llevé yo cuando tu padre abandonaba el castillo para luchar contra el moro, ahora será Inés la que lo tenga que llevar cuando tú te ausentes.

La voz de triunfo de la suegra vino acompañada de una sonrisa y una mirada de serpiente, en la que se vislumbraba la venganza por sus experiencias pasadas.

Inés no entendía nada; nunca había visto semejante artilugio; y de pronto se vio enfundada en un corsé de hierro con una ligera apertura en la parte baja. El pánico fue tan grande que no supo que decir, se sintió paralizada cuando su suegra lo cerro con una llave que dio a su hijo. Éste se la colgó del cuello, y haciéndole una reverencia salió del cuarto acompañado de su madre que le miraba sonriente, mientras miraba a Inés de reojo.

Por la noche volvió a llorar entre los brazos de su aya y le preguntó qué era aquello que la habían puesto. Ella se lo explico lo mejor que pudo.

─Es para que no puedas estar con hombre alguno mientras el señor conde este fuera.

“Pero ¿con quien iba a estar ella si estaba prisionera en sus habitaciones?” Se preguntaba una y otra vez; en las frías habitaciones, donde nunca entraba el sol por las pequeñas ventanas; pero si el frío del invierno, por muchos tapices que las cubrieran.

Durante los primeros días el corsé fue una incomodidad, pero pasados quince días, el sudor, mezclado con restos de orines, heces y sangre menstrual; se puede uno imaginar que un olor nauseabundo se estaba haciendo dueño de su cuerpo. Las llagas comenzaron a hacer presencia, y los dolores inaguantables, pese a que la buena aya procuraba calmarlos con un ungüento que daban a los caballos en las cuadras.

─Los sufrimientos de la pobre niña debían de ser horribles ─murmuró Isabel con voz acongojada.

─Era la época. Pero si te va a hacer sufrir no sigo.

─Ni se te ocurra dejarme a medias ─dijo con voz enfurruñada.

─Bueno, continuaré.

A los cuatro meses regresó Fernán. Llegó con su lleve y la quitó el corsé. Parece ser que se horrorizó al ver el cuerpo de su pobre mujer. Pero su madre se encargó de quitarle cualquier sentimiento de misericordia.

─Esto es lo que tiene que sufrir todas las mujeres para que nadie dudara de su fidelidad.

Unos días después de curas con agua de rosas y tomillo, a la que la sometió su aya, tuvo relaciones por segunda vez con su marido; no es que fueran muy afectuosas, pero menos desagradables que la primera, según ella recordaba. No obstante él continuó frecuentando las cocinas y las cuadras para obtener más satisfacción física. Pero alguna vez volvía con Inés, pese a la repugnancia de ésta. Al cabo de dos meses supo que había quedado embarazada, cosa que la salvó del cinturón de castidad durante unos meses, ya que Fernán volvió a las escaramuzas.

Al cabo de siete mese Inés se puso de parto, todo el mundo pensó que el niño moriría, pero vivió. Hubo una sorpresa: tuvo mellizos, un niño y una niña. El niño fue trasladado inmediatamente a los aposentos de la abuela, diciendo ésta que dos eran mucho para que los cuidara ella, y además era muy pequeño, así que necesitaría que lo amamantara un ama de cría.

Inés se vio separada de su hijo, al que apenas veía, ya que la suegra siempre encontraba alguna disculpa para que no pudiera hacerlo.

Cuando regresó Fernán de sus batallas o escaramuzas, se entero de que tenía dos hijos, no fue una cosa que le impresionara mucho, y no entendió las quejas de su mujer reclamando el tener al niño con ella.

Pasaron unos meses en los que Fernán estuvo, como siempre, con escarceos entre las criadas, y visitando a Inés de vez en cuando.

Al cabo de tres meses llegó otra vez su marcha para luchar contra los moros, y la suegra volvió a aparecer con el flamante corsé de hierro y su sonrisa malévola. De nada sirvieron las lágrimas de Inés, y otra vez comenzó su suplicio.

Una noche, cuando iba a meter a la niña en su cuna, estuvo contemplando el cuerpecito sonrosado y las diminutas piernas moviéndose en libertad, sin ninguna llaga. Algo se apoderó de ella y con voz lastimera dijo. “Tú no vas a sufrir lo que yo estoy sufriendo.” Se arrodilló ante el pequeño altar, que tenía en su cuarto, con una imagen que representaba a la Virgen. Llorando la pidió perdón por lo que iba a hacer. Se levantó del reclinatorio, y envolviendo a la niña en un manto, la acercó a sus pechos para amamantarla; cogió otro más grande que estaba sobre la cama y se envolvieron las dos.

Todos se habían retirado en el castillo. En las almenas la guardia se había ido a las cocinas a calentarse, aprovechando que sus superiores se habían retirado a dormir. Inés subió sigilosamente las escaleras que la conducían a ellas, se dirigió a la parte donde el castillo parecía que se iba a desplomar al abismo. Era febrero, y el viento del Bierzo se oía runfar por entre las montañas. Inés apretando más a la niña entre sus pechos cerró los ojos y se lanzó al vacío mezclándose entre los copos de la nieve que caían del cielo, como si quisieran acompañarlas y arroparlas. No se sintió un quejido, nadie las oyó. Sólo que al día siguiente ni Inés ni la niña aparecieron, pese a la búsqueda por todo el castillo. Posiblemente su suegra se legrara de esa desaparición. Ahora ya nadie se interpondría entre su querido Fernán y ella. La única que lloró por ella fue su fiel aya.

Las montañas estaban cubiertas de nieve y fue, a partir de entonces, cuando el viento del Bierzo comenzó a sonar de una manera diferente. Sus cuerpos no fueron encontrados hasta la primavera, cuando después del deshielo, un pastor vio a unas aves de rapiña hacer círculos sobre unas peñas; él creyó que era una oveja que se le había perdido hacía dos días. Pero al acercarse vio un bulto de ropas. La cara de Inés no existía, había sido comida por las alimañas, pero la de la niña se había mantenido intacta al estar protegida por los mantos, apretados todavía por los brazos de su madre y la nieve que las había cubierto hasta entonces.

Hubo gran alboroto en toda Astorga. “El fuerte viento del Bierzo las debió de lanzar fuera de las almenas”, decían las gentes. Nadie quiso decir o saber que fue Inés la que se lanzó entre la nieve aquella noche de febrero. El conde Fernán hizo que se celebraran unos grandes funerales a los que asistió toda la nobleza. El acongojado padre de Inés también estuvo presente. Sus cuerpos fueron enterrados en uno de los muchos monasterios que existían en Astorga. El aya regresó de nuevo a Liébana, y con sus historias dio pábulo a la leyenda.

Fue entonces cuando las llamas en la chimenea chisporrotearon y saltaban como fuegos artificiales, iluminando el cuadro de La Virgen amamantando al Niño.

Isabel sollozando se dejó resbalar hasta la alfombra; unos gruesos lagrimones corrían por su rostro; y al sacar un pañuelo del bolsillo, el olvidado péndulo salió enroscado a él. Al tenerlo entre sus manos le dejo que se moviera libre a la manera de un manómetro; y a su ritmo, el viento del Bierzo que entraba por las ranuras de las ventanas comenzó a sonar como una vieja nana.

…duérmete lucerito

De la mañana…

Carmen Mirones 10/04/08

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