martes, 22 de marzo de 2011

Veinticuatro rosas rojas (Jovita Ferrer)

Abre bien los ojos, mira.
Jules Verne, Miguel Strogoff


Todavía no ha amanecido en la plaza Tetuán, pero ya se desplazan por su rotatoria cientos de coches que se apresuran a pasar con los semáforos en verde o frenan para dejar pasar impacientes a los pocos peatones que transitan por ella. Es ésta una secuencia del ciclo de la vida ciudadana que se repite incansablemente hora tras hora, día tras día, sin apenas cambios. Al menos aparentemente, porque en realidad a un observador atento siempre se le ofrecen detalles interesantes en un lugar como éste.
Ahí está, por ejemplo, ese curioso objeto tirado en una papelera. A primera vista parece una cometa multicolor abandonada ahí por algún niño, pero basta acercarse un poco para ver que se trata de un ramo de rosas. No es un ramo de rosas cualquiera, sino una de esas composiciones triunfales que sólo salen de las mejores floristerías de la calle Valencia, como indica muy bien la etiqueta sobre el lúcido celofán verde. Son veinticuatro preciosas rosas escarlata dispuestas en espiral dentro de un cesto de mimbre rojo con ribetes dorados, que resaltan sobre un elaborado entresijo de hojas de tuya y helecho. La composición, envuelta en un llamativo celofán, está rematada por un pomposo lazo de rafia dorado.

Mientras el sol naciente va arrancando destellos al ramo de rosas, nada parece cambiar en derredor de la papelera y su extraño contenido. Sólo un perro solitario se acerca a husmearla y encontrándola de su agrado levanta unos instantes una pata trasera para rendirle homenaje.

Cuando, poco después, se multiplican los transeúntes que pasan por la plaza, paseo arriba, paseo abajo, del edificio más cercano a la papelera sale Manuel. Se ha levantado de mal humor esta mañana. El empleado del banco, al que él y sus compañeros llaman el Corbatas, no se ha andado con muchos miramientos para despejar el cajero donde duermen desde hace unas cuantas noches. Le habría gustado dormir un poco más arropado en su manta, le irrita ser arrancado así del sueño, pero no ha dicho nada, no fuera a ser que el Corbatas acabara impidiendo del todo que pasaran la noche allí, justo ahora que habían encontrado un lugar tan cómodo y caliente donde pernoctar.
Manuel acaba de arrastrar la manta mugrienta y el cartón hasta el hueco de la entrada de una tienda que siempre tiene las persianas bajadas, se rasca un momento la espalda con las dos manos, se ajusta los pantalones raídos y recoge del suelo todas sus pertenencias: una mochila ligera y un alambre grueso, curvado por uno de los extremos. Le gustaría irse a tomar un café con leche con el Cojo y el Charli, sus dos compañeros de fatiga, pero hoy ninguno de los tres tiene dinero, así que cada uno toma un camino distinto y se disponen a ir buscando por ahí, en los contenedores de basura, algo que llevarse a la boca o vender por un par de euros.
Sus pasos lo llevan en línea recta hasta el semáforo más cercano y a la papelera que hay al lado, donde a veces se para a mirar si hay alguna colilla aprovechable para liarse un cigarrito. Sólo que hoy en la papelera hay tirado algo que atrae inmediatamente su atención de hombre rastreador. Es, sin duda, una de las cosas más bonitas que ha visto nunca y no es que Manuel no vea nunca cosas bonitas. ¡Al contrario! Su vida de clochard lo lleva a pasar por muchas calles y ha visto escaparates magníficos en muchos puntos de la ciudad. Además, él suele tener tiempo, para mirar y remirar las cosas, con toda calma, meticulosamente, saboreando a través de la sola vista, lo que no le es dado catar con el resto de sus sentidos. Pero es que ese ramo de rosas rojas, envueltas en ese papel tan fino y brillante, tirado así, en esa papelera donde habitualmente sólo se encuentran porquerías, no es algo normal. Manuel se pregunta qué hace ahí “esa cosa” con la desconfianza propia de quien no está acostumbrado a recibir nada gratuitamente y mientras alarga una mano para tocar el extraño objeto ya está pensando en retirarla. Es como si temiera quemarse al tocarlo.
Ahí delante tiene ese precioso ramo de rosas, podría cogerlo, podría llevárselo a alguna de las chicas del puerto y apabullarla, podría ir a vendérselo a los Encantes, pero no puede evitar pensar que algo así no es normal, seguro que trae mala suerte. Por algo será si alguien se ha deshecho de algo tan bonito. Manuel piensa que debe ser porque le ha dado mal de ojo a quien lo haya recibido. Y además fulminante, porque está impecable, sin un pétalo fuera de su sitio, como recién salido de la tienda. La mala suerte te debe asaltar bien rápido si las flores aún no han tenido tiempo de marchitarse un poco. Manuel suelta algunas palabrotas que suenan a conjuro y se aleja de la papelera haciendo gestos groseros con una mano. En cualquier caso, el cenizo no ha llegado a echársele encima, porque no pasa ni media hora y ya tiene el dinero suficiente para ir al bar de la plaza a tomarse un café con leche bien calentito.

Hace ya más de una hora que el sol ilumina ya de pleno la plaza, cuando del banco donde trabaja sale Miguel para ir a almorzar al bar más cercano. Como siempre, dedica unos instantes a recorrer con la vista los jardines de la plaza, con sus plantas siempre verdes, sus magnolias y palmeras, una imagen que le gusta imprimir en sus retinas para tenerla ante sí, en su mente, durante toda la mañana. Pero hoy hay algo ahí delante que llama su atención. Miguel se pregunta qué será, casi se lleva la mano al bolsillo para sacar las gafas y ver mejor de qué se trata, pero al acercarse un poco más ya ve bien lo que es: un precioso ramo de rosas rojas. Se le escapa un silbido al leer la etiqueta. ¡Un cesto de rosas de Navarrete! Nada menos. Ahora ya no le extraña que una cosa así le haya llamado la atención, desde luego. Lo extraño es que esté tirado ahí, en esa papelera. Ensimismado en estos pensamientos, sus manos se alargan para tocar el cesto, sin levantarlo, como para asegurarse de que es real o para sospesar la oportunidad de cogerlo o no. No sabe si pasa mucho o poco tiempo jugando con la idea de llevárselo, pero de repente parece darse cuenta de que alguien podría estarle viendo ahí, cogiendo algo de una papelera. Quizás un compañero de la oficina o incluso el jefe. Siente que le sube por el cuello una oleada de vergüenza y se pregunta cómo se le puede haber ocurrido una cosa así ¿Y si encima estuviera infectado de bichos o algo así y por eso lo habían tirado?
Sin las gafas no puede ver si hay por ahí algún pulgón, pero ahora no va a perder ni un minuto para sacarlas del bolsillo y ponerse a comprobarlo. Se da la vuelta, se ajusta el nudo de la corbata mirando a derecha e izquierda, como comprobando que no le haya visto nadie, y a grandes zancadas se dirige al bar.

Hacia las doce del mediodía, Ramón, el chico del bar, ve salir al último cliente del almuerzo, deja el trapo con el que está secando unos vasos sobre la barra y sale a respirar una bocanada de aire. Ahora recuerda que hoy dos clientes le han venido con el mismo cuento, no los ha acabado de entender bien, pero hablaban de un extraño ramo de rosas tirado por ahí. No es que Ramón les haga mucho caso a los clientes cuando hablan de esto y lo otro y lo de más allá, pero le choca que dos personas tan diferentes, como Manuel, el mendigo, y Miguel, el empleado del banco, al que en la zona muchos conocen como el Corbatas, le hayan venido a contar más o menos la misma cosa. Picado por la curiosidad, estira un poco el cuello para dirigir la mirada hacia el centro de la plaza y entonces ve los colores vivos y brillantes del ramo de rosas. Se acerca y se queda mirándolo fijamente. A Ramón, que desde hace un tiempo ha descubierto su alma de poeta, el ramo de rosas le hace evocar un amor desgraciado. Casi le parece ver sobre los pétalos rojos las lágrimas de honda pena de alguna mujer traicionada, que arrojando las flores a la papelera hubiese querido deshacerse de un gran desengaño, de un dolor inmenso…
-Una gran mujer, que no se ha dejado comprar por quien no la merece… –musita apartando la vista del ramo. Vuelve al bar y sigue secando vasos, maquinalmente, imaginando cómo debe ser la misteriosa y desafortunada desconocida.
Ni por un momento se le ha pasado por la cabeza la idea de quedarse con el ramo.

Son casi las doce y media cuando una furgoneta se para bruscamente junto a la papelera y Toni, el conductor, baja de ella precipitadamente y aferra rápido el ramo. Casi tiene ganas de besarlo, de lo contento que está. A pesar de haber recorrido muchos kilómetros con la esperanza de encontrarlo en alguna parte del recorrido matinal, ahora todo lo que ve le parece increíble: que esté aún en tan buen estado, que nadie se haya llevado ni una sola rosa, que esté ahí impecable, exactamente como si se acabara de caer de la furgoneta.
Toni se siente feliz por la porción de buena suerte que acaba de recibir en este día y piensa que se ahorrará los setenta euros que vale el ramo y la bronca del jefe, lo que vale aún mucho más. Aún así no puede evitar hacerle un comentario al compañero que viaja con él haciendo los repartos:
-Digo yo, que hay que estar ciego para no ver una cosa así y llevársela corriendo. Pero ya es eso, ya, que la gente va por el mundo como ciega, corriendo de aquí para allá sin ver nada, vamos. Nadie le presta atención a nadie ni a nada. Así va el mundo…



Barcelona, 1 marzo 2011

1 comentario:

ANTONIO PEDRO RIERA dijo...

Muy buenas compañera,

Soy Antonio, estamos en la misma clase, es muy bueno el relato. Costumbrista y tierno, inevitablemente se forma en la cabeza un retrato muy realista del cuento.