lunes, 15 de noviembre de 2010

Una garra en el corazón

Caía la tarde y el sol empezaba a esconderse. Todo el mundo andaba atareado trayendo y llevando cosas de los camiones al interior de la carpa. El señor Juan lo observaba todo cómodamente sentado en una tumbona que había colocado delante de su caravana. Ésta, como siempre, estaba estacionada en un lugar privilegiado desde el cual controlaba gran parte del campamento. Fumaba un habano que de tanto en tanto dejaba reposar en un cenicero en forma de garra que mantenía en equilibrio sobre su barriga. A sus setenta y siete años se sentía más vivo que nunca y aunque la edad le impedía participar en trabajos físicos, nada se hacía en el circo sin su aprobación. No en vano era el único representante de la familia de acróbatas que cien años atrás, en mil novecientos cinco, había puesto en marcha el Circo Imperial.
Lo primero que habían hecho al llegar, fue montar la gran carpa azul bajo la cual tenía lugar el espectáculo. Al día siguiente, por la noche, sería la primera función. Quedaban sólo pequeños detalles para que todo estuviera listo y algunos aprovechaban para entrenarse antes de la cena. El señor Juan miraba el reloj con impaciencia, todavía no había aparecido Toby, el elefante, y se estaba haciendo tarde. Era muy importante ensayar con él el número que estrenarían al día siguiente. Para Toby sería su primera vez, era un elefante muy joven como joven era su entrenadora. Ambos habían llegado al circo dos meses atrás y con ellos el pasado del señor Juan. Aunque éste nunca le había abandonado. Exhaló una bocanada de humo y sujetó con fuerza el cenicero dejando caer la ceniza en él.
Un bramido resonó y al poco apareció Toby con Mariela, su cuidadora, camino de la pista. “Qué guapa es, se parece a su abuela”pensó el señor Juan acariciando el cenicero. -Ya solo quedamos tú y yo- dijo dirigiéndose a la garra cada vez más llena de ceniza.
El viejo era carne de circo. Nació, vivió y posiblemente moriría en su caravana, lo cual sin duda le haría feliz. Mucho se habían modernizado las cosas, de las antiguas carretas habían pasado a tener cómodas caravanas que no tenían nada que envidiar a un piso, y la carpa lucía esplendorosa. Lejos quedaban ya aquellos tiempos en los que utilizaban una carpa hecha con restos de telas de colores heredada de sus abuelos. Pero una cosa se mantenía inmutable desde que yo podía recordar: el señor Juan ojo avizor, con un puro en una mano y cerca de él su cenicero en forma de garra.
Fue extraña la forma en que Toby, el elefante, llegó a nosotros. Desde mil novecientos cincuenta y tantos no había animales salvajes en el Circo Imperial. Trabajábamos con caballos, perros y algunos loros ya que nunca se habían repuesto los leones, tigres y elefantes que antiguamente dieron tanta fama al circo y que fueron envejeciendo y muriendo en sus jaulas. Eso sí, rodeados de mimos y cuidados, como no podía ser de otra manera. El señor Juan había argumentado que resultaba muy costoso mantener ese tipo de animales, aunque los mantuvo hasta el final de sus días, y añadía que al público ya no le interesaba verlos. Nadie le creyó, todos sabían que se había tomado esa decisión después del terrible suceso con Damián, el domador.
Fue, a partir de ese acontecimiento, cuando se le vio fumar por primera vez y desde entonces puro y cenicero formaron parte de su imagen. De todas las posesiones que tenía el viejo, ese sencillo objeto era el más preciado. La garra estaba fabricada en hierro colado que el tiempo había vuelto negro. Nunca me gustó y no comprendía la relación casi fetichista que mantenía el viejo con él. ¡Si hasta le había sorprendido alguna vez hablándole como si de una persona se tratara! De pequeño me daba miedo, creía que por la noche la garra tomaría vida y vendría a por mi. Dejé de dormir para estar preparado por si aparecía por lo que de día era incapaz de concentrarme. Me dormía en la escuela y fallaba las rutinas con pelotas que mi padre, malabarista, trataba de enseñarme. Una noche harto de no dormir y de regañinas, decidí hacer desaparecer el cenicero maldito. Las caravanas, a diferencia de estos tiempos, no se cerraban nunca con llave. Tuve mala suerte, se me cayó nada más cogerlo. Era demasiado pesado. Sonó como un trueno al estrellarse contra el suelo y antes de que pudiera reaccionar el señor Juan me tenía cogido de un brazo y me zarandeaba violentamente. Me llamaba ladrón a gritos y amenazaba con echarme del circo. La cosa se saldó con tres meses de castigo sin poder salir del campamento, ayudando en las cuadras y un enfado monumental de mi padre, que estuvo días sin dirigirme la palabra. Aún hoy me da escalofríos ver como el viejo acaricia esa garra con dulzura, casi con amor.
Toby y Mariela llegaron al circo a mediados de mayo pero todo empezó un mes antes con la llegada de un paquete misterioso dirigido al señor Juan. A todos nos sorprendió. El viejo no recibía correspondencia y algo muy importante tenía que ser porque se paso varias semanas nervioso y distraído. El mensajero que había traído el paquete vino varías veces más, de lo que se conoce que el señor Juan mantenía un intercambio de correspondencia con alguien del que, ni siquiera mi madre que por ser la nieta mayor tenía más influencia sobre el viejo, pudo averiguar nada.
Una mañana el señor Juan nos anunció la llegada del elefante con Mariela. Todos pensamos que se había vuelto loco. En aquel momento el circo no podía permitirse un gasto así. La taquilla era más bien escasa. Pero la palabra del señor Juan era ley y nadie se atrevió a contradecirlo.
Mariela enternecía al anciano cuando la veía entrenar al animal. Toby levantaba una pata, luego otra y se aguantaba en pie. Caminaba esquivando el cuerpo de la chica tumbada en el suelo. Bella y bestia eran un tandem inseparable y el viejo estaba seguro que su debut sería un éxito. Y así él podría morir en paz, ansiada paz.
Era otro elefante y otra la mujer que en otro tiempo le había robado primero el corazón y después el seso. Aunque muchas veces dudaba de que entonces tuviera seso. Sobretodo cuando miraba ese cenicero que le recordaba a Damián, su amigo Damián.
Luisa llegó con su elefante en 1951 y encandiló a todos con su belleza pero fueron Juan y Damián los que se enamoraron de ella. Este último, adelantándose a Juan, comenzó a cortejar a la chica. Como domador la ayudaba en los entrenamientos lo que le daba ventaja pero no evitaba que Luisa hablará y coqueteara inocentemente con Juan. La rivalidad entre ambos crecía día a día sin que ella se diera cuenta. En el circo todos esperaban que la chica se decidiera pronto por uno de los dos, ya que la situación se tensaba por momentos. No tardaron en aparecer las primeras discusiones y la distancia entre los dos amigos se hacía insalvable. Al final cualquier excusa era buena para acabar a golpes en algún rincón. De nada sirvieron las advertencias del padre de Juan, director del circo por entonces. Aquella chica rubia, menuda, con rasgos exóticos había creado el caos y al final pasó lo inevitable. Ella escogió a Damián y se casó poco después. Nunca hubo novia tan hermosa sobre el lomo de un elefante, ni novio tan emocionado esperando en el altar improvisado bajo la carpa, ni dolor tan profundo como el de Juan que lloraba medio escondido tras las cortinas del fondo de la carpa.
Toby bramó contento cuando Mariela le dio una golosina mientras le acariciaba la panza. La chica saludó con la cabeza al viejo y siguió su camino seguida del paquidermo. El señor Juan agarró con fuerza el cenicero y éste le llevó a aquella fatídica noche. Luisa quiso que los amigos se reconciliaran e invitó a cenar a Juan. Parecía que todo iba bien, Juan creyó tener los celos bajo control, Luisa se mostró recatada y Damián estaba relajado pero el alcohol les jugó una mala pasada. El viejo no recordaba muy bien lo que pasó, tan solo que la pareja se besó y el mundo desapareció y poco después, Damián estaba en el suelo con una brecha en la cabeza, Luisa lloraba a su lado y en su mano aquel cenicero en forma de garra manchado de sangre. Ella no le denunció, se limitó a meter cuatro trapos en una bolsa y desapareció. Los leones y tigres se encargaron del cadáver del domador. Nadie en el circo dijo nada, la ley del silencio era sagrada y los trapos sucios se lavaban en casa. Pasó el tiempo pero no llegaba el alivio para Juan. Se quedó con el cenicero como penitencia, para no olvidar. Aquella garra de hierro le atenazaba el corazón.
El viejo agarrando el cenicero se dirigió a la pista. Recordaba la sorpresa que tuvo al ver el contenido del paquete que llegó meses atrás. Un fajo de fotografías de Damián, de Luisa y de él junto con un álbum de fotos de una chica muy joven, rubia, menuda con rasgos idénticos a los de Luisa todo ello acompañado de una carta: “Ha pasado mucho tiempo y he aprendido a perdonar. Me queda poco tiempo ya. Ella es mi nieta, Mariela. Esta sola en el mundo. Ayúdala. Por ti, por mi, por Damián. Luisa”
Mariela hacía dar vueltas a Toby por la arena. Una sonrisa surcó la cara del señor Juan, tiró el viejo cenicero a la papelera más próxima y saludó con la mano a la chica antes de salir. El elefante bramó feliz de recibir otra golosina y siguió trotando por la pista.
-Por ti Luisa- dijo el viejo mirando al cielo y regresó a su tumbona liberado de un peso que hacía años que ya no podía soportar.

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