martes, 9 de noviembre de 2010

EL ÚLTIMO DOMINGO - Rosa Llauradó

Olivia despertó inundada de sudor, había vuelto a tener la misma pesadilla de siempre infundada en el recuerdo de su infancia. Aún no había sonado su despertador pero prefirió levantarse y empezar a pensar en las cosas que debía hacer durante el día para impedir que su mente la llevara de nuevo al recuerdo que había incitado ese sueño.
Mientras escogía su ropa de domingo, se vio de reojo reflejada en el espejo viejo de su habitación. Hacía tiempo que no paraba a observarse. Su extrema delgadez había dejado al descubierto los huesos de sus hombros, y sus ojos claros se rodeaban de unas ojeras oscuras que perfilaban un desgaste precoz.
Aunque Olivia detestaba los domingos, debía procurar disfrazarse de amabilidad, dulzura y bondad, pues era el día en que su adorable madre católica la obligaba a ir a misa para sentirse formar parte de algo importante. En cierta manera, no culpaba a su madre por su creencia en Dios sino por la ignorante credibilidad que les daba a los curas.
– ¿Si mamá supiera lo que me hizo el padre Arthur, me creería? ¿O pensaría que fui yo quién me insinué con doce años?- Se decía Olivia para sí misma desde hacía ya siete años. Sabía que la fe ciega de su madre, la falta de pruebas y la decreciente confianza en sí misma le daban desventaja en este juicio. Tarde o temprano tendría que sacarlo, tendría que deshacerse de la carga que el silencio le hacía soportar.
Lamentándose de su cobardía, salió de la habitación. Hoy era su cumpleaños y tenía que estar más comunicativa de lo habitual pues venía a verla su abuelo, la única persona que aún significaba algo para ella. Su madre ya debía estar levantada, pues le delataba el olor a perfume barato que hacía todo el pasillo.
- ¡Felicidades cariño! – dijo su madre con un tono demasiado agudo y gesticulando una sonrisa exagerada, mientras repasaba minuciosamente el aspecto y la ropa de Olivia.
- ¿Piensas ir así a la iglesia siendo hoy tú cumpleaños?, acuérdate que luego iremos a comer y ya no pasaremos por casa. –
- ¿Y qué quieres que me ponga, mamá?- Respondió Olivia con tono de resignación.
- Podrías ponerte la falda que te regalé las navidades pasadas.-
- Mamá, estoy bien con los pantalones, voy más cómoda, ya lo sabes.-
- Muy bien, pues al menos maquíllate que tu cara parece enferma, niña.-
Olivia siguió su camino hacia la cocina, antes que nada necesitaba un café. Su padre ya había puesto el canal de deporte y fumaba el primer cigarro del día para acompañar su copa de Brandy. Todavía llevaba puesta la bata de estar por casa y hacía callar al abuelo, que ya había llegado y que se quejaba por el frío que hacía en la sala de estar. Evidentemente, papá tenía que escuchar los resultados de todos los partidos de todos los deportes habidos y por haber. Olivia nunca entendió como podía gustarle tanto algo que nunca había practicado. El abuelo se percató rápidamente de la presencia de Olivia y la miró con un brillo especial en los ojos. Él, todavía mantenía esa inocencia que parecía haber perdido el resto de la familia.
– ¡Felicidades preciosa! ¿Cómo está mi nieta? Tengo tu regalo esperándote fuera, ¿quieres verlo ya?- Le dijo emocionado mientras sacaba unas llaves del bolsillo de su pantalón.
- Abuelo… ¿tu Cadillac?- Olivia sabía que su abuelo quería regalarle su coche algún día pero no esperaba que tan pronto. Esa era la mejor virtud de su abuelo, sabía cómo recuperar la sonrisa de su nieta.
- Ya tienes 19 años y te has sacado el carnet. Sé que siempre te ha gustado mi coche y yo ya soy muy mayor para conducirlo. Hoy nos llevarás tú a la Iglesia.- Le dijo el abuelo mientras le daba un beso en la frente a Olivia.
Unas horas más tarde, Olivia cogió el coche para llevar a toda su familia a la segunda casa de mamá, la iglesia. Ese domingo había mucha gente, todos bien vestidos y forzando una falsa cara de felicidad. Olivia no tardó en detectar la presencia del padre Arthur. Tenía cogido de la mano al hijo pequeño de los Thompson, primero le susurró algo al oído y luego le sentenció con su depravada sonrisa. Olivia sintió de nuevo ese veneno recorriendo sus venas, infectando sus recuerdos, su inocencia. Un torbellino de malezas instaladas en su hígado la pudría lentamente. Aunque ya había sanado parte de sus heridas, verlo cerca de un niño era algo que todavía no podía digerir. Pues era la evidencia de que su silencio no era una solución sino una invitación a que le hiciera lo mismo a otros niños. La furia empezó a incendiar sus ojos y el padre Arthur alzó la vista un instante y sintió la mirada penetrante y desafiante de Olivia, sus miradas se cruzaron mudas pero significantes. Era hora de entrar a la iglesia, hoy Olivia deseaba confesar sus pecados.
Cuando llegó su turno, entró en ese zulo oscuro y aparentemente vacío, con una especie de taburete bajo y una cortina como las del cine. El olor era fúnebre, mezclado de diferentes perfumes y olores corporales de las personas que se habían postrado en este lugar con el olor rancio de la madera. Entre los agujeros de la rejilla podía entrever la cara de un perturbado siervo de Dios, era el Padre Arthur.
- Hola Olivia, ¡Cuánto has crecido! ya eres toda una mujer. ¿Qué quieres contarme hoy?-
- Padre, si le parece, me confesaré por algo que aún no he hecho – Empezó Olivia.
El padre Arthur asintió con cara intrigada.
- Hoy voy a quitarle la vida a un hombre – Dijo Olivia en tono seco y rotundo, luego, apretó sus labios y tragó la poca saliva que quedaba en su boca.
- No hagas bromas con eso. ¿Por qué querrías hacer algo así? ¿A quién quieres matar?- El padre Arthur empezó a perder el control de su amarga serenidad y tensó la mandíbula.
- Me estoy confesando, no respondiendo a un interrogatorio policial. Por ese motivo, no me hace falta una causa que me justifique plenamente ¿no, Padre? Tan solo el deseo de perdón, pues todos somos iguales ante los ojos de Dios. ¿Puede entonces, ofrecerme su perdón?, ¿puede exculparme del pecado?-
- Nadie merece la muerte, además, Dios nunca te lo perdonará. Sabes lo que aprecio a tu familia y no me gustaría verlos sufrir. Tampoco querrás que le explique nada a tu madre.-
- ¿Qué vas a contarle, si no he hecho nada todavía? Sólo quiero que me des el perdón-
El padre Arthur se detuvo un instante para recapacitar y se relajó al pensar en la cobardía de Olivia. Sabía que nunca sería capaz de nada, ni de hablar ni de hacer. La experiencia le avalaba. Tras meditarlo, una infundada seguridad invadió su conciencia.
-Muy bien, te exculpo de tu pecado, recapacita y reza tres avemarias.- Olivia bajó la mirada y salió del confesionario con una pequeña sensación de ligereza en sus piernas. Cuando la misa terminó, Olivia llevó a su familia al restaurante dónde celebraba su cumpleaños y luego volvió a la iglesia con la excusa de haber olvidado su gorro en la silla del confesionario. El Padre Arthur estaba ya saliendo en dirección a su casa. Olivia le siguió sigilosamente con su nuevo Cadillac. Ese coche había cambiado algo en ella, se sentía enérgica, con la fuerza de la que había carecido los últimos años, sólo le quedaba una cosa dentro y tenía que sacarla. Cuando el Padre Arthur tumbó por una de las calles menos transitadas del pueblo, Olivia apretó el acelerador al mismo tiempo que su corazón incrementaba el ritmo de sus latidos. Cuando se produjo el impacto, el cuerpo del Padre Arthur se estampó contra el parafango y la cabeza rebotó contra la luna delantera dejando un surco de sangre a su alrededor. Luego, el cuerpo se desvaneció y cayó al suelo. Olivia dejó que el sueño que había tenido esa noche sobre el recuerdo de su infancia, la invadiera de nuevo, ahora sin miedo y pasó con el coche lentamente por encima del cuerpo. Luego, se imaginó al Padre Arthur haciéndole lo mismo al hijo de los Thompson, y un impulso emocional le hizo poner la marcha atrás y volvió a pasar, una segunda vez, por encima del cuerpo. A medida que Olivia escuchaba el crujir de los huesos del Padre Arthur se hacía más fuerte. Se detuvo un instante y sintió que volvía a nacer.
- Perdóname Padre, porque hoy he pecado.- Se dijo, mientras volvía a poner la primera marcha para pasar una última vez por encima del cuerpo y dejaba escapar la primera y última lágrima por él. Se acabaron las misas para el padre Arthur, se acabaron los domingos para Olivia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un tema muy apropiado en estos días y perfectamente narrado. Podía meterme en la piel de Olivia con facilidad. Me ha gustado mucho.
Mary Aranda