sábado, 16 de octubre de 2010

Le dieron 15.000 euros -Práctica 1 Curso Creatividad y Estructuras Narrativas-M. R.L.

Título: Le dieron 15.000 euros

Le dieron 15.000 euros de indemnización, un apretón de manos, y eso fue todo. Allí acababan dos décadas de trabajo en aquella empresa. Un expediente de regulación de empleo, los famosos EREs, se lo había llevado por delante en menos de un mes, al igual que a otros 59 compañeros. Ni siquiera había tenido tiempo para sufrir ni preocuparse, había escogido mantenerse ocupado hasta el último momento, para no pensar.

Luego vinieron meses de interminable ansiedad, el rastrear las páginas de los periódicos y de las bolsas de empleo de Internet en busca del empleo soñado. Y el llamar a todos sus conocidos, pero no había nada para él, le repetían una y otra vez. De hecho, no había nada para nadie, con la crisis económica. Menos mal que la transferencia del paro le seguía llegando puntualmente mes tras mes. Pero cada vez le costaba más levantarse por las mañanas.
Y fue entonces cuando se encontró a su amigo Mauricio. Había trabajado codo con codo con él en la empresa por muchos años, y lo conocía por eso mejor que a muchos de sus familiares. Sabía de su honorabilidad, de su buen hacer, de su inquebrantable sentido del deber. Él siempre había admirado a Mauricio, y lo había considerado un ejemplo a seguir. Pero igualmente a Mauricio lo habían despedido al mismo tiempo que a él, quizá resultaba demasiado intachable para los crápulas que gestionaban la empresa.
El Mauricio que se encontró parecía sin embargo algo distinto que aquel que recordaba de las largas jornadas de trabajo en la oficina. Más vivo, más alerta, y definitivamente también más contento, pero al mismo tiempo reservado, como un niño que guarda en la mano una concha preciosa que ha encontrado en la playa, y no quiere abrirla por miedo a que le quiten su tesoro.
Hablaron largo tiempo sentados delante de una copa. Pese a lo vacío de su vida en el paro, él parecía tener más que contar, más que desahogar que el otro, que todo lo callaba.
La reserva de Mauricio se vino abajo tras la tercera ronda, sin embargo. Era obvio que le había estado observando, y había detectado su desesperación. Mauricio siempre había sido un buen compañero, y ésta vez tampoco lo decepcionó.
Cuando le contó al fin su secreto, se horrorizó. Iba contra todo aquello que le habían enseñado. Pero por sorpresa de lo más hondo de su alma surgió también el rencor acumulado, contra aquellos que lo habían despedido sin piedad y sin una mínima consideración. Había jugado por las reglas y el resultado era que sólo los tiburones sin principios se habían beneficiado. Bueno, pues él se convertiría en tiburón, decidió.
Mauricio le enseñó todo lo que sabía en un par de horas. Los primeros días le acompañó a recorrer los barrios de gente bien de la ciudad. Llamaban a los telefonillos, decían que eran de una agencia de mudanzas, de la compañía de la luz o del gas, de una empresa de transportes, y los dejaban entrar. Luego robaban toda la correspondencia que podían de los buzones. Especialmente apetitosos eran las nóminas y los extractos bancarios. Allí podían encontrar información extraordinariamente valiosa. De esos papeles al alcance de cualquiera extraían números de cuenta y teléfonos, entidades bancarias con las que trabajaban los destinatarios de las cartas, su solvencia, e incluso en ocasiones sus números de teléfonos.
Datos en mano, Mauricio y él se situaban delante del ordenador y confeccionaban documentos falsificados gracias a un programa de edición de imagen. Aquellos apartados que no sabían rellenar los inventaban. Ambos habían sido siempre bastante habilidosos con la informática, modestia aparte, y habían saltado la brecha digital sin problemas. Ahora aquella capacidad les vino muy bien.
Con los documentos falsificados contrataron líneas prepago de telefonía móvil y solicitaron multitud de créditos rápidos y de baja cuantía. Usaban buzones de correo que sabían vacíos para recoger la documentación de los préstamos, y un teléfono móvil que era diferente para cada víctima como contacto. Mauricio había leído mucho sobre estafas en prensa, y había aplicado aquellos conocimientos para convertirse él mismo, con éxito, en experto en la materia.
Ambos querían dinero, y el dinero entró, a raudales y por cientos de miles, en sus bolsillos. Fueron tiempos felices aquellos. Establecieron una rutina de trabajo de lunes a viernes, porque ambos en el fondo eran animal de costumbres, y así se sentían más seguros. Por las mañanas se recorrían las calles y por las tardes manipulaban la documentación e informaciones de que disponían.
Él disfrutó en esa época del día más dichoso de su vida: aquel en que localizó el nombre de uno de sus antiguos jefes en el buzón. Había sido aquel cabrón el principal impulsor del ERE y ahora el destino le ofrecía la oportunidad de desquitarse. Lo dejó sin un céntimo, exprimió sus datos una y otra vez con una ansiedad mezquina. Sólo las súplicas de Mauricio lograron que parase al final. Mauricio, que se moría de miedo a que tanta inquina en el mismo sujeto acabara siendo su desgracia.
Finalmente de todas formas los localizaron. Fue por una minucia que la policía comenzó a sospechar, cuando un hombre manifestó que alguien le había cargado en su cuenta bancaria un gasto por valor de 954, 96 euros. Y desmadejando el ovillo, llegaron hasta ellos. Sólo que el policía encargado del caso se comportó de forma rara cuando vino a detenerlos. Como Mauricio aquel primer día en el bar. Y como él, también explotó y les contó: turnos interminables mal pagados; fines de semana de vacaciones, rotos de improviso por una llamada del jefe, en que le decía que había que hacer guardia, porque tocaba y tocaba, sin más; y otras mil afrentas sin cicatrizar.
Se habían manifestado, y habían organizado protestas, pero las fuerzas del orden, curiosamente, no tenían mucho impacto social cuando de mejorar sus condiciones laborales se trataba. Ellos eran los que rompían las manifestaciones, no los que las convocaban. Los dos antiguos empleados escuchaban en silencio. Como siempre, Mauricio fue el más rápido en reaccionar.
Al final, el trato no fue tan dañino para sus intereses. El policía se llevaba la mitad, pero con tal volumen de beneficios aún les quedaba una bonita renta para vivir como maharajás. Y la garantía de que el expediente se mantendría a buen recaudo en el fondo de un cajón de la comisaría. Por fin Mauricio, el policía y él eran tiburones. Como los demás.

Fdo: María Rosario López

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Un tema muy actual, por desgracia, y a cuantos de nosotros no se le ha pasado por la cabeza hacer lo mismo que tus protagonistas.
Un final sorprendente.
Muy bien.
Mary Aranda

Anónimo dijo...

Impulsivo y revolucionario....pero ¿esto aporta una solución? o es el grito agónico de la deseperación desorganizada

Felicidades
Ferran Villergas

Aula de Escritores dijo...

Actual, interesante pero para mi gusto le falta un toque de intensidad en algunas partes. Por ejemplo cuando los pilla la policía, o cuando se anexa a ellos. Sin embargo me ha gustado mucho.