viernes, 29 de mayo de 2009

OLIVIER

Es mediodía en el pueblo de Coubardot y aún así la noche no se ha ido.
Espesas nubes marrones permanecen estáticas sobre el pueblo cuando los ecos de tormenta se hacen presentes. Los Coubardotianos ya están acostumbrados a caminar durante el día con faroles de aceite para iluminar sus pasos, pero les siguen asustando los sonidos que bajan de las nubes cada vez que comienza a llover tierra. En lugar de truenos, terremotos inmensos sacuden las arenosas nubes del cielo.

Comienza a llover. Diminutos terrones de arena caen en cascada, repiqueteando contra tejados y calvas de pueblerinos despistados.
-¡Mierda! Ya me estoy secando otra vez. –Exclama Marcel “el gruñón” corriendo a refugiarse bajo el toldo de la panadería.
Ésta es la desdicha del pueblo de Coubardot desde que decidieran ocultarse de la inminente guerra que los acechaba: nubes de tierra y apenas unos pocos rayos de luz durante el día.
El pueblo de Coubardot nunca había sido famoso por su festival de la patata, ni por sus amables parroquianos (que en realidad eran bastante ariscos), ni por sus bellos paisajes (que eran más bien feos). Y así querían seguir siendo, un pueblo eludido por la historia. Marcel “el esquivo” expuso un plan para evitar la guerra durante la reunión de emergencia.
“El enemigo no hace más que cavar zanjas y trincheras desde las que disparar…”
Todos los parroquianos se estremecieron. Algunos ante la amenaza de los disparos, pero la mayoría ante la agotadora perspectiva de cavar zanjas.
“…pues nosotros haremos lo contrario. ¡Levantaremos montañas tras las que ocultarnos!”
Los lugareños comenzaron a protestar pensando que igual sería mejor recibir un balazo en lugar de levantar enormes montañas de tierra alrededor del pueblo, pero como Marcel “el de las ideas estúpidas” además era Marcel “el alcalde” hubo que hacerle caso.
De este modo Coubardot quedó sepultado en las sombras a medida que toneladas de tierra eran removidas del suelo y titánicas bolsas de polvo ascendían hacia los cielos. Bolsas muy poco creyentes en la teoría de la gravedad y que en lugar de bajar como todo lo que sube, decidieron seguir subiendo y subiendo hasta alcanzar un lugar mullidito entre las nubes donde quedarse. Desde entonces del cielo sólo caía tierra y la lluvia no mojaba sino que secaba.

Es en este punto donde encontramos a Olivier. Vestido de marinero, caminando con la cabeza gacha bajo la lluvia de terroncitos de arena.
-¡Olivier! ¡Marinero de agua dulce! ¿No ves que te vas a secar todo? –Le grita Marcel “el que ya podía haberse callado” desde su refugio de la panadería.
-¡Madre dice que tengo que secarme y pensar en lo que he hecho!
Aunque Olivier no ve muy claro qué ha hecho de malo.
“Madre me pidió que vistiera a Padre” pensó para sus adentros, levantando la cabeza en dirección a una casucha destartalada. Bajo el diminuto porche el padre de Olivier mira al infinito sentado en su silla de ruedas y vestido de pirata. El traje le va perfecto, incluso el garfio, el parche y la pata de palo le van de maravilla. Si antes se vestía de piloto porque pilotaba un avión, ahora a su regreso de la guerra sin una pierna, una mano y un ojo, lo lógico era vestirlo de pirata. Y eso había hecho, así que el enfado de Madre debía ser por lo del azúcar.
En vista de que ahora su padre era un pirata, él había decidido ser su grumete, con uniforme y todo. Pero al verlo de marinero, los del pueblo se mofaban de él llamándole “marinero de agua dulce”. No entendía el porqué de las risas, pero supuso que le faltaba algo. Así que vació el último paquete de azúcar en los últimos litros de agua limpia que quedaban y se bañó en ella con su traje para ser un auténtico marinero de agua dulce.
Al verlo de esta guisa, su madre sólo atinó a decir “Bien, ahora no sólo moriremos de hambre sino de sed. Olivier, sécate y piensa en lo que has hecho”.
-¡Madre hace mucho que dice cosas que no entiendo!
-Ya lo sé pequeño. Esta hambruna y sequía nos pasa factura a todos. –Le contesta Marcel “el repentinamente anciano sin brillo en los ojos”.

Es cierto que últimamente pasan más hambre y sed que antes de la guerra. Todos se han vuelto más pálidos desde que el sol no sale a través de las nubes y de la tierra ya sólo brota mal humor y desdicha.
Olivier mira a su padre, antaño piloto con todos sus miembros, ahora pirata por derecho propio. Alza la cabeza hacia la tierra, la baja hacia la otra tierra y se le ocurre una idea.
Se dirige bajo la lluvia terrosa hacia la tienda de empeños de Monsieur Leclerc donde tiempo atrás habían vendido el aeroplano de Padre para comprar las últimas patatas del mercado.
-Necesito el aeroplano de Padre.
-Y yo volver a ver el sol. –Le contesta un cadavérico M. Leclerc- ¿Tienes un sol a mano, chaval?
Olivier pestañea un par de veces, se tantea los bolsillos.
-¿Dónde le puedo conseguir uno, M. Leclerc?
-¿Tú no tienes muchas luces, verdad? –Le suelta el viejo desganado.
Olivier vuelve a tantearse los bolsillos, pestañea un par de veces y sale corriendo a la lluvia pedregosa. Al poco rato vuelve y deposita ante él dos velas medio gastadas, una lámpara de aceite oxidada y una bombilla rota.
-¿Son suficientes a cambio del aeroplano de Padre? –Pregunta un Olivier reposado.
M. Leclerc deja que dos lágrimas hagan patinaje artístico sobre su cadavérico rostro y le tiende la llave del aeroplano sin decir palabra.

Los terroncitos arrecian pero Olivier avanza decidido empujando el aeroplano, tratando de recordar todas las lecciones que su Padre le había dado antes de irse a la guerra.
“El que surca los cielos, hijo mío, comprenderá mejor que nadie la belleza de la tierra que nos da de comer”.
Aeroplano y Olivier corren, empujan y por fin se elevan en dirección a las nubes arenosas.
“El que surca los cielos”. Eso le había dicho su padre. Olivier se eleva todo cuanto puede, alcanza el techo marrón de las nubes y tras unas cuantas vueltas consigue pasar por un leve resquicio entre dos montículos de tierra caliza.
El primer destello de sol al salir disparado hacia el cielo azul casi lo ciega. No puede evitar pensar en que ahora sí que es un grumete por completo. Su padre le había enseñado a volar pero Olivier había aprendido a navegar.
“El que surca los cielos”, se repite. Y eso hizo, comenzó a surcar los cielos, o mejor dicho, a hacer surcos en ellos.
El arado de acero que ha enganchado a la cola del aeroplano aguanta muy bien y con un vuelo rasante se está convirtiendo en el primer agricultor celeste de la historia.
Tras varias pasadas de arado, todas las nubes marrones que cubren Coubardot se convierten en gigantescos campos de cultivo llenos de surcos.

Meses después, la enfermería del pequeño pueblo de Coubardot se llenó repentinamente de vecinos llenos de moratones.
-¿Pero ya han perdido Uds. el poco juicio que les quedaba? ¿Ahora se dedican a tirarse piedras los unos a los otros? -les recrimina la enfermera Luciaan.
-No querida, es que ha comenzado a llover. -Marcel “el magullado” señala sonriente a través de la ventana.
Afuera, en la plaza del pueblo cientos de enormes y sabrosas patatas caen sobre Coubardot mientras sus habitantes salen corriendo a las calles con sacos, recogiéndolas y aguantando estoicamente los golpes en la cabeza.
Y arriba, muy arriba, un aeroplano pintado con una calavera y dos tibias, se eleva cargando con un enorme tonel mientras el marinero que lo tripula se pregunta qué pasará si rocía las patatas con un buen montón de aceite hirviendo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho. Es divertido y a la vez muy dulce. Da gusto ver de vez en cuando la vida a través de los ojos de un niño.

Andrea

Lapiz 0 dijo...

Muy dulce e inocente el contenido,,desde los ojos de un niño se reconoce la mirada... idealizando imagenes de superheroes a quienes reconoce como formador o maestro...

Buen relato en contenido, un poco mas lento de lo que a mi me agradan pero lo compensa mucho el contenido.

saludos