martes, 5 de mayo de 2009

El Campo del Moro

Juan II de Castilla, padre de Isabel La Católica, nació en 1405 en Toro, Zamora, con 14 años fue declarado mayor de edad, se educó por tanto como Rey, como tal se comportaba y entre sus aficiones destacaba la caza mayor, que es una afición de obligado cumplimiento si eres Rey y tal era el gusto por derramar la sangre de los pobres animales que hasta Madrid se desplazaba con toda su cohorte de vasallos, damas, nobles, armas y todo lo necesario para la caza del oso en los alrededores de la ciudad y por supuesto la ciudad correspondía a su visita tanto como la humilde condición de los madrileños les permitía. En cierta ocasión, el pueblo de Madrid sabedor del gusto del monarca por los osos y con motivo de su ascensión al trono, le obsequió con un osezno en una jaula encerrado, no en vano el oso era ya el símbolo de la ciudad al menos desde el siglo XIII. Sin embargo, el obsequio no fue del agrado del Rey que abandonó al oso y a su cruel domador húngaro en el Campo del Moro, espacio anexo al actual Palacio Real y así conocido porque en ese lugar acampó Alí-ben-Yusuf en 1109 para reconquistar Madrid.

El domador húngaro enseñó al oso algunos ejercicios con los que ganaba lo justo para comer, el día que lo ganaba y tanto si el oso hacía su trabajo como si no, el húngaro castigaba al animal, bien usando la cadena y la argolla que atravesaba brutalmente el tabique nasal del animal, bien abusando del látigo que tan hábilmente manejaba el domador. Así transcurrió algún tiempo y el oso creció a pesar de la mala alimentación que recibía, pero también crecieron sus cicatrices, su ansia de libertad y su necesidad de romper la cadena que le condenaba a la esclavitud. Por fin, una noche de luna llena consiguió escapar y desapareció sin dejar huellas ni rastro alguno. El domador, desconcertado, inició su búsqueda por los alrededores pero incomprensiblemente también él desapareció. Nunca más se volvió a ver al oso ni al domador húngaro por las calles de Madrid.

Hoy día el Campo del Moro es un parque por el que acostumbro a pasear, disfrutando de las sequoias, pinos, tejos y vistas del Palacio Real, pero solo hasta las seis de la tarde, hora en la que cierran las puertas. Siempre me pregunté porqué un espacio tan maravilloso se cierra tan temprano, justo antes del anochecer. Una tarde de primavera de mi ya lejana y siempre arrogante juventud decidí quedarme escondido entre unos matorrales y aprovechar la tarde e incluso la noche, a fin de cuentas aunque los guardas cierran con llave las puertas del parque, hay otras salidas alternativas.

El atardecer era fantástico, el sol se reflejaba en el Palacio que resplandecía como dueño de los rayos de luz. Los pavos reales, los patos y los faisanes correteaban de un lado a otro buscando donde dormir. La oscuridad iba apagando la luz del Palacio, que ahora aparecía sombrío. A mi alrededor, los setos y las piedras se tornaban en claros-oscuros y los árboles formaban figuras chinescas bajo la luz de la luna llena. Ahora el parque estaba en silencio, el olor de la noche se hacía sitio invadiendo mis sentidos, la humedad iba creciendo, atravesaba mi piel, invadía mi cuerpo. Me sentía como si mis pies hubieran echado raíces y mis sentidos se confundían con la noche como si abandonaran mi cuerpo.

Desconozco el tiempo que llevaba en esta especie de trance cuando oí el primer sonido, como de cadenas. De nuevo lo escuché, ahora el sonido es más pronunciado y estoy seguro, son cadenas que se arrastran por el suelo, lo escucho por la izquierda, justo por el camino de pálidas piedras, pero no veo más que sombras inertes. Un golpe seco acompaña a las cadenas, otro más, ahora reconozco el sonido de un látigo. Un rugido es la respuesta al látigo, mi corazón se acelera aún más, mi pecho se encoge, no me muevo, no puedo hacerlo. De nuevo las cadenas, justo a mi lado, el látigo silba en mi oído, giro la cabeza y les veo muy cerca, me llega un aliento cálido y húmedo, están casi encima de mí: un oso y su domador. Pasan a mi lado, despacio, es imposible que no me vean pero ni siquiera me miran. Los latidos de mi corazón han alcanzado mi cabeza, todo mi cuerpo palpita, se estremece, cada latigazo me duele, con cada rugido tiembla todo mi cuerpo. El oso se estremece bajo el látigo, se revuelve contra el domador una y otra vez. Las cadenas ya no se oyen, no se mueven, el oso ya está libre. El látigo chilla desesperado, el domador también. Pálidos a la luz de la luna se entremezclan las figuras del oso y del domador. Estoy paralizado, solo mi corazón es capaz de moverse y lo hace con tanta fuerza que parece que me romperá el pecho. Veo alejarse a las dos figuras, se desvanecen, ya no se oyen los rugidos, ni el látigo, ni sus pisadas. Todo vuelve a ser silencio, a mis oídos sólo llegan los pálpitos de mis sienes. Despacio, muy despacio empiezo a recuperarme, estoy encogido en posición fetal y aún no me muevo, me iría corriendo pero el miedo me lo impide, hace frío pero estoy empapado en sudor.

Una mano sobre mi hombro me sobresalta y me giro a la izquierda, instintivamente me echo hacia atrás y golpeo dolorosamente mi espalda contra el árbol que tenía a mi lado. Mi camisa sobre mi pecho se mueve empujada por los latidos de mi corazón. El guarda de seguridad me mira sorprendido bajo la luz de su linterna que me deslumbra totalmente y cierro los ojos. "Y tú ¿qué haces aquí?, te acabas de meter en un buen lío, chaval", me espetó. Como puedo, le cuento lo ocurrido durante la noche, aún a riesgo de que piense que estoy loco o drogado.”¿No has oído nunca la leyenda del Campo del Moro?”, me pregunta con acento de algún país del este y continúa contándome que mucho tiempo atrás un oso y su domador húngaro desaparecieron en ese lugar y que según la leyenda, se aparecen en el Campo del Moro cada noche de luna llena.

Me tranquiliza diciéndome que no llamará a la policía y me ofrece ir con él a la caseta en la que pasan la noche los guardas. Voy recuperando la calma mientras camino detrás de él, mis piernas empiezan a obedecerme y mi cuerpo va dejando de temblar, llegamos a la caseta donde me tomaré algo caliente, el guarda entra delante de mí toma una taza de café con leche y me la ofrece. Mis piernas vuelven a temblar, mi pecho se encoge y mis sentidos me abandonan cuando bajo la luz de la caseta reconozco en el guarda al domador húngaro.


Pedro.

1 comentario:

Marien dijo...

Hola Pedro,
Curiosa historia que no sé si es una leyenda o te la has inventado, me ha gustado como se desarrolla y la cuentas bien, me gusta el aire historico del principio y como te traes la historia al presente.
Lo único que a mi parecer no me ha terminado de encajar es el final, me deja más convencida si simplemente se toma un café en la caseta oyendo historietas del guardia. Prefiero un final más realista, aunque me convences con la visión del oso y el domador. Esto sólo es una opinión de novata a la que le queda mucho por aprender.
Saludos