lunes, 18 de mayo de 2009

AMOR DE MADRE

Mi abuelo siempre dijo que mamá era una nulidad. Que no servía para nada más que para barrer y llevar la casa. En su opinión, el único mérito de su hija era haberle dado un nieto. Yo. Cuando él murió mamá suspiró profundamente, se sumergió en sí misma durante un rato y esbozó luego una sonrisa discreta que sólo yo vislumbré. Se vistió de negro durante un año, pero desde aquel día me pareció que no andaba tan encorvada.
Mamá siguió barriendo y llevando la casa durante años. Yo entretanto crecí, estudié y encontré trabajo al otro lado del mundo, en Tailandia, en una cadena hotelera. Internet no existía entonces y las conexiones telefónicas eran complicadas, así que para mantener el contacto con ella le enviaba postales, algún paquete con tela de seda para Navidad y una vez al año la empresa me pagaba el viaje de vuelta a España para ir a visitarla.

En una ocasión, al llegar a casa, en lugar de encontrar a mamá en la cocina y con la escoba en ristre, me recibió arrellanada en un sofá nuevo, ante un televisor de color enorme, y vestida con ropas caras que nunca antes le había visto. El piso estaba inmaculado, como siempre, pero sospeché que si estaba así era gracias a la muchacha de gesto huraño que anteriormente me había abierto la puerta.
Al verme mamá me agarró de la manga de la americana y, sin preguntarme siquiera cómo me había ido el viaje, me llevó hasta un rincón apartado de la terraza; miró a un lado y a otro, como si temiera que alguien la oyera y ahí me confesó entre cuchicheos su secreto: «Los ciegos —me dijo alargando mucho la e—... Figúrate —Esta vez alargó la u— a mííí. Soy rica. Mucho. Pero no digas nada —me advirtió, muy seria—. He dicho a todo el mundo que eres tú quien me envía el dinero, que me cuidas como una reina. No quiero moscardones a mi alrededor.»

En ese instante no la comprendí, pero al cabo de unos días supe lo que me había querido decir. Mi madre, la nulidad, el cero a la izquierda, y, de hecho, la afortunada mamá de niño rico y soltero, se había convertido en el centro de las atenciones de la familia y de su escalera. De pronto asomaron por casa interesándose por mí primos y parientes de los que yo apenas tenía noticia, una vecina de la escalera me dio una cuenta detallada de todas las atenciones que había tenido como mi madre, me dieron a conocer a un par de chicas de mi misma edad por si quería salir un poco... Y, al final, todo el mundo acababa hablando de la crisis y de lo mal que iba todo en España mientras miraban de soslayo a mi madre. Me di cuenta de que la envidia se había adherido a las paredes de nuestro hogar.

Fue posiblemente por esto por lo que dos días antes de mi regreso a Tailandia, mamá se empezó a interesar por ese país, que si hace falta visado para ir, que si cuánto cuesta un billete, que si hacía buen tiempo... Aunque en mi mente la imagen de mamá en una habitación de hotel en Phuket era casi ciencia ficción, le sugerí sin pensarlo siquiera que se viniera conmigo una temporada, para alejarse un poco de los moscardones, le dije. Yo confiaba en que no se avendría, pero, para mi asombro, al oírme le brillaron los ojos. Dijo luego que era algo que tenía que consultar con sus muertos y se marchó de pronto a Montjuïc. Regresó al cabo de unas horas, me comunicó que vendría conmigo, y salió de nuevo para comprar una maleta y ropa adecuada.

Según decía mi padre antes de irse con una vecina de la escalera, mamá, además de ser inútil distaba mucho de ser sofisticada. En eso no le faltaba razón. A pesar del precio exorbitante de la ropa que ahora llevaba y de sus cremas y perfumes, mamá parecía adornada por una especie de costra fosforescente que delataba sus luces escasas y su modo estrecho de ver el mundo.

Tras un vuelo tranquilo sin más incidentes que sus quejas por las películas que ponían en el avión y por algunas manchas que había advertido en los asientos, llegamos a Bangkok y luego nos trasladamos en taxi al hotel de mi empresa donde se había de alojar. Le obsequié con la mejor de las suites, pero ello no impidió que se lamentara a diario de lo mal que limpiaban las camareras y de los lamparones que encontraba en las sábanas. En una ocasión, una empleada vino a mi para informar de que no podía limpiar la suite de mi madre, que la señora le había cogido los trapos para quitar el polvo y el mocho para fregar el baño y que la había dejado cuando pretendía descolgar las cortinas para limpiarlas. Quise llevarla a un restaurante excelente para agasajarla y que se olvidara de las tareas domésticas. Fue un error. Mamá se negó en redondo a probar una comida tan rara para ella. Sólo accedió a tomar arroz y, aún así, con reparos. «Si limpian la cocina como las habitaciones, seguro que pillo algo malo», aseveró. Harto de las quejas de ella y también, aunque más veladas, del personal del hotel, decidí buscarle un pequeño apartamento para que ella pudiera cocinar a su gusto. Mamá, lejos de visitar pagodas, pasear por playas paradisíacas, o asistir a alguna de las muchas excursiones que organizaba mi hotel, convirtió ese apartamento en una sucursal de nuestra casa en Barcelona y barrió y limpió cristales a diario, hizo la colada cada día, y se empleó a fondo en la exterminación contumaz de escarabajos y cuanto animal quisiera adentrarse en sus dominios. Viéndola recordé a mi abuelo y fui presa de la inquietante sensación de que tal vez él estuviera en lo cierto cuando afirmaba que mamá sólo servía para barrer, arreglar la casa y quitar manchas.

Cuando su estancia estaba a punto de tocar a su fin, la convencí de hacer juntos un crucero de siete días hasta Singapur. Ella accedió a acompañarme; yo tenía que visitar algunas instalaciones turísticas y pensé que me vendría bien su compañía y su modo, tan peculiar, de ver el mundo. Partimos de Phuket un viernes al mediodía. Al oír la sirena del buque, mamá se santiguó y musitó un Avemaria. «A mí, el agua en vaso, ¿sabes? Lo mío es la tierra», se excusó. Pasó el primer día recluida en su camarote, y sólo salió cuando supo que había tiendas de ropa de marca. «Necesito ropa de noche para la cena de gala de hoy con el capitán», me dijo, coqueta. La dejé en la zona de tiendas, absorta en los escaparates, intentando decidirse entre un vestido amarillo y otro violeta. Quedamos en reencontrarnos para cenar.

La cena se tuvo que cancelar por problemas meteorológicos. Al caer la tarde el cielo se cubrió de nubarrones espesos, las olas empezaron a cobrar unas dimensiones considerables y empezaron a zarandear el barco como si fuera una hoja. Mamá insistió en enseñarme su nuevo vestido amarillo. «Por si amaina», dijo. «No es cuestión de hacer esperar a nadie». Luego, ella vestida de gala y yo en bermudas, nos sentamos en su camarote para esperar a que la tormenta pasara. Ella no dejaba de rezar Padrenuestros y Avemarías; al final, harto de aquella letanía, la dejé sola un rato y fui a mi camarote a leer.

No sé exactamente qué ocurrió a continuación. Recuerdo la sirena de alarma del buque y las carreras de la tripulación por los pasillos del barco para iniciar el plan de evacuación. La confusión me impidió acercarme al camarote de mamá, pero supuse que la encontraría en cubierta, donde se empezaban a desarmar las barcas de salvamento, que de pronto se volvieron diminutas, escasas y pavorosamente frágiles. La vislumbré al otro lado de la cubierta: tenía la vista clavada en el chaleco salvavidas y, lejos de ponérselo, lo restregaba como posesa. Parecía obcecada en quitarle una mancha cuando, de pronto, una ola se alzó y se la llevó entre los gritos de horror de los demás pasajeros. En su lugar aparecieron unos peces boqueantes, y un par de algas oscuras.

Instantes más tarde me vi en una barca diminuta, acompañado de rostros mojados y horrorizados y rodeado de olas inmensas que acechaban con avidez nuestra minúscula embarcación, como lobos esperando el mejor momento para atacar. Me di cuenta de que no llevaba salvavidas, posiblemente olvidé ponérmelo al ver desaparecer a mi madre en el mar. Por unos instantes cerré los ojos y me despedí de la vida. Sentí entonces un golpe en la cabeza y quedé aturdido unos instantes. Cuando abrí los ojos de nuevo la luna brillaba muy tenue y me vi en alta mar rodeado de escombros, que aparecían y desaparecían de mi vista al ritmo que marcaba el oleaje. Me fui agarrando a cuanto encontré hasta que dí con un objeto mullido y cubierto con una tela amarillenta y vaporosa. Me pareció una cama y recosté la cabeza en él. Cerré de nuevo los ojos y me abandoné al cansancio y al terror, dispuesto ya a morir esa noche.

Recuperé la conciencia con el ruido de los primeros helicópteros de rescate. Amanecía y el mar ya había amainado. Quise abrir los ojos, que tenía cubiertos de sal, y noté que me escocían. Me agarré entonces a mi tabla de salvación, di gracias a Dios, al fabricante que había hecho aquello, al comercial que lo había comprado, y al destino que lo había puesto en mi camino. Agité un brazo con desesperación. Y luego tuve fuerzas para sacudir el agua con las piernas. Un helicóptero se posó sobre mi cabeza; yo, ciego aún, seguía sacudiéndome. Noté como la proximidad de las aspas levantaba remolinos de espuma a mi alrededor. Un hombre vestido de rojo me gritó en tailandés que me tranquilizara, me agarró por las axilas, me pasó un arnés por el cuerpo y me elevó por encima de las aguas. Ya en el helicóptero, me hidrataron, me humedecieron la cara y pude abrir los ojos. Volví la vista hacia abajo. El sol había empezado a colorear el mar; vi por doquier restos del barco: recuerdo dos tumbonas de madera, una planta, una tabla de surf, una cacerola...

Minutos más tarde izaron una camilla con un cadáver en el que reconocí de inmediato el nuevo vestido amarillo de mi madre. La miré detenidamente, sin asomo de horror. Parecía feliz de haber estado ahí, en silencio, hinchada, boquiabierta, moribunda, volviéndome a regalar la vida.

6 comentarios:

Sonia dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Sonia dijo...

Pues la verdad es que me ha encantado la historia. Caracterizas muy bien a la madre, que se hace entrañable a medida que avanza el relato, siempre con su paño en la mano.
Sólo me ha extrañado mucho la frialdad del personaje en los últimos dos párrafos, y es que se le cae la madre del barco y el tío se queda tan conforme, y después cuando se la encuentra muerta pues lo mismo, sin dramatismo. Hombre! Que una madre es una madre, y que el tío diga tan fríamente sin asomo de horror en el rostro que le ha regalado otra vez la vida, me parece un poquillo fuerteeee!
Pero por lo demás genial, me ha gustado mucho, la historia no se hace larga, super bien hilvanada, con algunos toquecillos de humor muy buenos.

Anónimo dijo...

Gracias Sonia, por la lectura y por los comentarios. Sin duda, el texto necesita más profundidad. Mar

Sonia Sánchez dijo...

Me ha faltado sentir un poco de ese amor de madre. Pero me gusta el fondo de la historia y cómo lo cuentas.

Marien dijo...

Me ha gustado la historia, tiene algo de fantástico que hace que la sigas hasta el final. La caracterizacion de la madre es muy buena y continua durante todo el relato. Me imaginaba a lo que se agarraba era a su madre, este final le hubiera dado un poco más de dramatismo y sentimiento. Como dice Sonia, una madre es una madre aunque te la inventes. Pero me ha gustado mucho su desarrollo.

Mar dijo...

Gracias por los comentarios. Está claro que el texto necesita una revisión, pero antes me he de distanciar un poco de él.
Saludos