miércoles, 29 de octubre de 2008

EL CERDO

Mi vecino Carlos es un buen tipo. Es bonachón y un poco ingenuo, sin embargo le ha ido bastante bien en la vida. Casi cada mañana me lo encuentro en el rellano y bajamos juntos al parking charlando sobre cualquier noticia relevante o sobre fútbol. Como nos entendemos bastante bien y yo no tengo demasiados amigos, ni invitaciones, ni familia, se me ocurrió pedirle que se viniera un viernes a cenar. Algo informal, un pica-pica, unas cervezas, charla distendida y sin complicaciones. Llegó muy puntual y me trajo una botella de Rioja Reserva. Saqué un par de copas de vino y los embutidos que ya tenía preparados junto con el pan con tomate. Tras comer, bebernos casi toda la botella y discutir sobre el derbi del siguiente domingo, se me ocurrió preguntarle cómo le habían ido las vacaciones. Desde hace años sé que se marcha por lo menos quince o veinte días con el coche a recorrer Europa.
Me contó que éstas habían cambiado su vida. Ahora tenía un cerdo valiosísimo que pertenecía a la realeza Austriaca. Me quedé atónita y con la boca abierta ante tremenda revelación. Yo, que no podría ni con un caniche… Sin tiempo para reaccionar ni para articular palabra alguna, Carlos empezó a contarme lleno de excitación su viaje y cómo encontró sin querer la Granja de los Cerdos de Sissi, Emperatriz. El nombre le llamó tanto la atención que entró para ver de qué se trataba. Allí conoció a Ingrid, tataranieta de la Emperatriz Sissi de Austria, la más grande, la más bonita, la más noble y fina del mundo, según palabras de la propia Ingrid. Le explicó que esa Granja había pertenecido a su tatarabuela, y la familia la había conservado por generaciones dedicándose a la cría de ¨cerdos reales¨, mismos que, aparte de ser hermosos e inteligentes, proporcionaban los mejores productos porcinos de todo el planeta.
Todos tenían su propio nombre ¨real¨ y desde que nacían hasta su matanza ella personalmente los alimentaba, bañaba y cuidaba, procurándoles las mejores atenciones dignas de su ¨real¨condición animal.
Vendía tanto sus productos como a los propios animales, eso sí, con su correspondiente certificado de garantía. Amablemente le invitó a probar una degustación de jamón y salchichas que Carlos encontró extraordinarios, así que le preguntó todo lo necesario para comprar y mantener a un cerdito hasta su matanza y posterior fabricación de los productos.

Pensé que bromeaba, pero no, compró a Herbert Von Furst y se lo trajo. Pagó por él tres mil quinientos euros. Lo tiene en su salón, el cual ha sido habilitado para que el cerdo esté como en su granja natal. Lo cuida con mucho esmero, siguiendo al pie de la letra las instrucciones que Ingrid le dio, afortunadamente, en castellano.

Me invitó a conocerlo en horario de tarde, antes de su baño, por si me apetecía cepillarlo…

Ahora me levanto quince minutos antes y bajo por las escaleras.

Libertad Ordovás Joven
Taller de Cuento

4 comentarios:

Aula de Escritores dijo...

Ja, ja ¡no sabes cómo te entiendo!
Gracias por compartirlo.

Aula de Escritores dijo...

Ja, ja, ja.
¿Por qué será que nos asustan las cosas que no entendemos?
Manuel Santos.

Aula de Escritores dijo...

ES INCREIBLE COMO PODEMOS SOSLAYAR NUESTROS PROPIOS PREJUICIOS, COMO PALABRAS TABU, PUEDEN SER TROCADAS CONVIRTIENDOSE EN USUALES.
TODOS TENEMOS UN CERDO EN CASA AL QUE PERSONALMENTE IDOLATRAMOS.
UN SALUDO.
...SOMBRAS...

Anónimo dijo...

No puede ser!!!! Muy bueno!!!!! NV