lunes, 27 de octubre de 2008

Cuando desperté no había nadie

Cuando desperté no había nadie. La casa estaba vacía. Llamé a mi esposa, a mis dos hijas y el piso hueco me devolvió sus nombres con un matiz metálico, extraño. En el piso no había nada. El sofá gris, la mesa de cerezo y vidrio del comedor, la tele, los CDS, los libros. Nada. Los armarios de la cocina estaban desiertos. La nevera y la lavadora tampoco estaban, solo quedaban las marcas en el suelo dibujadas tras años de estacionamiento disciplinado, roto ahora Dios sabe a través de qué extraño mecanismo. Decidí llamar a la policía, o a mis padres, o a un amigo. Pero no había teléfono. Pensé en salir a la calle, fui a ducharme pero los grifos no estaban, en su lugar un agujero en la pared. No pude vestirme porque no había ropa en mi armario. Así que salí de casa en pijama y zapatillas. Tuve que dejar la puerta entornada, obviamente no había llaves y de todas manera qué hubiese podido robar un eventual ladrón, la pintura de la pared quizás, o el felpudo de la puerta, eso sí que seguía ahí, fiel, con sus círculos concéntricos que viraban del amarillo al naranja luego al rojo.
Bajé la escalera casi de puntillas, cohibido y temeroso de que algún vecino me encontrase con esas pintas. Pero no me crucé con nadie. En la escalera había un silencio casi palpable, oprimente y oscuro. Al llegar a la portería busqué al conserje, pero no estaba en su garita.
Salí a la calle. Desierta. Ni un solo coche, ni un peatón, ni un perro. Miré mi reloj, eran las doce y media de un sábado. Caminé hacia la esquina para ver qué pinta tenía la avenida. Lo mismo. Una brisa cálida aulló de repente. Me sorprendí hablando solo. Para cagarse, qué coño está pasando aquí…Me puse a caminar avenida abajo, con mi pijama de rayas y mis zapatillas de cabeza de perro. Ya no pensaba en mi pinta rídícula, estaba demasiado sorprendido para estar asustado. Seguí caminando media hora, empecé a sudar por el calor. No vi a nadie, todo estaba en calma. Echaba la vista arriba para ver alguna señal de vida en las ventanas de los edificios. Estaban cerradas. Pensé que quizás debería buscar un lugar alto desde el que intentar aprehender toda la ciudad y sacar algo en claro. Me dirigí a la colina. Llegué a la cima en media hora y con mis zapatillas de cabeza de perro en un estado bastante lamentable.
La vista era clara. La ciudad se mostraba serena y elegante. La inmensidad del horizonte y el silencio atronador me provocaron una incomprensible paz de espíritu. Me libré de mis zapatillas de cabeza de perro, que a duras penas habían sobrevivido a la excursión campestre. El tacto áspero del suelo me devolvió a mi nueva realidad. Mis pies decidieron empezar a caminar, y nunca volví a mi ciudad.

Albert Monforte

2 comentarios:

Aula de Escritores dijo...

Mmm. Inquietante despertarse de ese modo. Me gusta el final. Más de una vez me habría gustado hacer algo así en la vida real.

Manuel.

Anónimo dijo...

Bueno. Qué mezcla más especial.
con lo de las zapatillas cabeza de perro, parecía un relato cómico.
Pero luego, resulta inquietante cómo dice Manuel.