miércoles, 29 de octubre de 2008

ANA

Estaba paralizado en el interior de mi coche. Ana yacía inmóvil sobre el asfalto con la pierna ensangrentada. Apenas podía oír su llanto porque el casco cubría su cabeza pero sus ojos reflejaban un intenso dolor. Su motocicleta, aún en marcha, invadía el carril contrario de la carretera. Pronto se formaron dos largas colas de coches en ambos sentidos de la carretera y pocos minutos después pude escuchar las sirenas de una ambulancia y un coche de policía. Yo no estaba herido. Un policía descendió de su coche, se acercó al mío, me pidió la documentación y me hizo la prueba de alcoholemia. Yo estaba pendiente de Ana. Todo sucedió muy rápidamente. Solo pude ver la suela de sus botas que sobresalían ligeramente de la camilla. La puerta de la ambulancia se cerró y se marchó a toda pastilla con la sirena sonando.
Los policías me dijeron que debía acompañarles a comisaría para tomarme declaración. Se quedaron mi documentación y las llaves de mi coche. Llegaron dos policías más para controlar el tráfico. El camino hasta la comisaría se hizo eterno. No podía dejar de pensar en Ana. Estaba asustado, se me rompía el corazón de pensar en el dolor que ella podía sentir. Era sólo una niña de dieciocho años, como yo. La quería tanto que hubiera dado mi vida por ella.
El coche se detuvo delante de la comisaría. Un policía me abrió la puerta y me acompañó hasta el interior de aquel edificio gris y frío. Nos detuvimos en la recepción donde me hicieron firmar un impreso y seguimos por un largo pasillo hasta una sala donde por fin me interrogaron. Conté lo ocurrido con todo detalle. Lo recordaba perfectamente. Había ido a casa de Ana para hablar con ella. Habíamos discutido y ella no contestaba a mis llamadas. Cuando me vio llegar en mi coche salió de su casa, se puso el casco, subió a su moto y arrancó apresuradamente. Yo la seguí y ella aceleró. Sabía que estaba nerviosa y no controlaba la moto. La quise adelantar para que redujera la marcha, tenía miedo de que sufriera un accidente. Yo también estaba nervioso y me acerqué demasiado a su moto, hasta el punto de tocarla y hacerla volcar.
Pregunté por Ana pero nadie me supo dar ninguna explicación. Le pedí al policía que me había interrogado si me podía marchar porque necesitaba ver a Ana pero me dijo que de momento debía esperar hasta que llegaran noticias de ella. Pasaron más de dos horas. Yo seguía sentado en un banco de la sala de espera. Un policía al que no había visto en todo el tiempo que estuve en la comisaría me llamó, me hizo levantar, me colocó unas esposas y me dijo que debía acompañarle a una celda donde pasaría la noche porque había una denuncia contra mí por violencia de género e intento de asesinato. También supe por él que Ana estaba bien. Sólo tenía una pierna rota, algunas heridas y contusiones pero ya había salido del hospital.
Mi padre y mi hermano han venido esta mañana a la cárcel para llevarme a casa. Han pasado tres años y ciento veintisiete días desde el accidente. Al llegar a casa he encontrado a mi madre en la cocina con los ojos llorosos. No la he visto durante todo el tiempo que he pasado en la cárcel. He sabido de ella porque mi hermano me ha ido contando que sufría una fuerte depresión. Mi madre siempre fue una persona depresiva y a menudo me echaba las culpas a mí y a mi padre diciendo que nosotros le habíamos amargado la vida con nuestros reproches y falta de cariño hacia ella. Me he acercado a ella para abrazarla pero me ha rechazado y ha estallado a llorar y gritar que no la tocara, que ya no era su hijo y que para ella yo había muerto. Mi hermano me ha llevado a mi habitación y me ha pedido que comprendiera a mi madre. Según me ha dicho ella se ha puesto del lado de las mujeres maltratadas y nunca ha creído mi versión de los hechos y también me ha dicho que él y mi padre han intentado por todos los medios que me creyera pero que ella estaba muy asustada.
En mi habitación ya no está mi cama, ni mi ordenador, ni mi ropa. Ahora hay un sofá, una máquina de coser y una tabla de planchar. Sobre el sofá hay un paquete y una nota que no me atrevo a leer. Estoy desorientado, no se que hago en esta casa. Por un momento he tenido ganas de volver a la cárcel, donde ya tenía una rutina, una vida ordenada, aunque siempre fui rechazado por los demás asesinos, ladrones y todo tipo de delincuentes. Para ellos yo era un niñato perturbado que había intentado matar a mi novia.
Mi hermano ha cogido la nota, me la ha dado y al final la he leído: “Toma este paquete y ábrelo donde quiera que vayas. Aquí no te quiero ver más. No te mereces ni mi cariño ni mis cuidados”. Después me ha dado el paquete y me ha dicho que me acompañaba al lugar donde iba a vivir provisionalmente hasta que me pudiera conseguir algo mejor. Hemos caminado unos veinte minutos hasta llegar a un barrio alejado del centro, cercano a un polígono industrial, me ha dado unas llaves con una dirección escrita en una etiqueta: “24, 4º 3ª.” Nos hemos despedido y he entrado al edificio con el número 24. Una escalera fría, vieja y mugrienta me ha conducido hasta el cuarto piso. He puesto la llave en la cerradura de la puerta con el número tres grabado. He entrado a una sala oscura, sin ventanas, con una cocina diminuta, un baño con ducha y nada más. Aquí es donde tengo que vivir ahora, una celda un poco más grande que la de la cárcel, pero más oscura y solitaria. Me he sentado en el suelo y he mirado el paquete. He abierto todos los cajones de la cocina buscando un cuchillo o unas tijeras para abrir el paquete, pero están vacíos. Con las llaves he conseguido abrirlo. Me he pasado la tarde mirando las fotos de mi infancia, todo lo que contenía el paquete. El mensaje es claro. Mi vida empieza a partir de este momento, en una sociedad donde los hombres siempre estamos bajo sospecha.





Esta párrafo adicional es para aclarar que aunque lo parezca no estoy a favor del protagonista. Sólo he querido intentar ponerme en la piel de un hombre maltratador que piensa, como la mayoría, que lo que ha hecho es por el bien de su pareja, porque la quiere con locura y tiene que protegerla porque no es nada sin él. Los hechos, tal y como él los cuenta son claros. También está claro que desde su punto de vista él no ha hecho nada malo, simplemente ha hecho lo que debía hacer y lo ha hecho por amor.

5 comentarios:

Aula de Escritores dijo...

Saludos. Acabo de leerlo. Aún estoy en el trabajo y no pretendía entretenerme demasiado, pero tengo que confesar que no he podido despegar los ojos de la pantalla hasta llegar al final. Me ha enganchado mucho.
Tan solo querría comentar que (en mi opinión) no hacía falta el párrafo justificatorio. Creo que ya se da por sentado que un escritor es alguien capaz de contar una vida ajena sin compartirla (en ocasiones sin comprenderla).
Un saludo.
Manuel Santos.

Aula de Escritores dijo...

Manuel, gracias por el comentario. Tienes razón, el párrafo sobra pero por supuesto és solamente para que los compañeros de clase no me miren con malos ojos... Un saludo. Hasta pronto.

Aula de Escritores dijo...

ES FASCINANTE COMO EN UN MOMENTO DE FRENESI, EN UN ARREBATO LLENO DE COLERA, PODEMOS DESTROZARNOS NUESTRA EXISTENCIA Y LA DE LOS QUE ESTAN ALREDEDOR.
MUCHAS VECES NOS GUIAMOS POR NUESTRAS EMOCIONES, SIN PENSAR EN LAS REPECURSIONES. CREO QUE NOS ESTAS ENSEÑANDO MAGISTRALMENTE A SOPESAR LAS SITUACIONES ANTES DE ACTUAR.
UN SALUDO
...SOMBRAS...

Aula de Escritores dijo...

Un accidente y nada más...los coches y las motocicletas son peligrosos. No terminamos de darnos cuento de esa realidad.
Me parece interesante el esfuerzo que haces para introducirte en la mente de un hombre.
El relato engancha y se lee fácil.Me parece que la descripción de la madre, de su situación,de sus sentimientos,no es lo mejor(en mi humilde opinión).
En el párrafo final donde de forma explícita el narrador habla del "mensaje" podría suprimirse. Estoy de acuerdo con Manuel Santos, no debes justificarte; escribiras más cuentos con contenidos politicamente incorrectos ¡Y qué! Esta es la grandeza de la escritura, tu libertad, tu creatividad.
Enhorabuena.

Antonio Vallejo.

Anónimo dijo...

Me remito a las razones que da el resto de lectores acerca de lo innecesario de tu intervención como autora en el último párrafo. Creo que las situaciones, acontecimientos y personajes de un relato surgen de la mente de su autor, sin que por ello éste entre a juzgar el propio relato.

Merece mi enhorabuena el esfuerzo volcado en este escrito para llegar a ponerse en la piel de su protagonista sin juzgarlo... sin duda, haría falta más capacidad de empatía frente a esta realidad, y no tanto juicio barato, que de eso sobra mucho y no ayuda nada.

Ainara Rivera.