sábado, 19 de febrero de 2011

El alma de los objetos

—¿Qué es esto? —le pregunta Sonia a su primo apuntando con el dedo a un objeto redondo situado en la vitrina del salón.
—El cenicero del abuelo —responde aburrido Pedrito, levantando la vista del cuaderno. Hace una hora que están solos en casa, mientras sus madres aprovechan para ir a comprar los últimos detalles para la cena de Nochebuena. Los niños se suponía que debían quedarse haciendo deberes, pero ya han empezado a cansarse y Sonia hace un rato que anda curioseando por el salón.
—Qué color tan bonito... Y mira, ¡tiene un elefante en el fondo! —exclama ahora con la nariz pegada a los cristales—. ¿Lo puedo sacar?
—No —responde apresuradamente Pedrito—, mamá dice que no se puede tocar, que es muy caro y, además, peligroso.
—¿Cómo va a ser peligroso?
—Dice papá que, si lo tocas, pasan cosas raras —afirma mientras se sitúa al lado de su prima y se pone de puntillas para poder ver el objeto de más cerca. Aunque tiene la misma edad que Sonia, siete años, es un poco más bajo.
—Bah... no me lo creo. Seguro que lo dicen para que no lo rompas, que a ti se te cae todo —se ríe la otra mientras estira el brazo para poder llegar a la llave que cierra la vitrina.
—¡Qué haces! —se alarma Pedrito— ¡cómo se entere mi madre!
Pero Sonia no hace caso a su primo. Da un par de vueltas a la llave, abre la vitrina y alarga el brazo para coger el cenicero. Pedro se queda quieto observándola, sin atreverse a impedírselo. No quiere llevarse ninguna patada, como la última vez que intentó evitar que Sonia usara el maquillaje de su madre. Sin embargo, tan pronto como la niña alcanza el cenicero y lo agarra con la mano para acercárselo, se abre la ventana del salón, entra una cálida racha de viento —a pesar de que están en pleno diciembre— y Sonia desaparece.
—¡Sonia! —a Pedro se le quedan los ojos como dos platos. No hay rastro de su prima y el cenicero da vueltas solo en el suelo.
—¡Sonia! —vuelve a gritar mientras la busca desesperadamente a su alrededor.
—¿Qué le has hecho? —pregunta al elefante del fondo del cenicero mientras se agacha y, muy despacio, acerca la mano al objeto.
Tan pronto como el niño coge el cenicero, vuelve a entrar otra racha de viento cálido. Pedro, al sentirla, quiere soltar el platillo, pero es demasiado tarde. Nota como el aire envuelve su cuerpo, todo lo que le rodea empieza a dar vueltas descontroladamente, sus pies se elevan y una gran fuerza tira de sus manos, como si quisiera arrastrarlo. De repente, el impulso desaparece y Pedro cae al suelo.
Poco a poco abre los ojos y, a medida que se le va pasando el mareo y recupera el aliento, se tranquiliza al darse cuenta de que no se ha hecho daño y que está sentado en medio de unos hierbajos altos, de color pajizo. Se levanta para poder hacerse una mejor idea de dónde se encuentra y el sol, que brilla con fuerza, lo deslumbra. Cuando sus ojos se acostumbran a la nueva luz, se sorprende al ver que, hasta donde alcanza el horizonte, no hay nada más que hierbas y matorrales, con excepción de algún árbol aquí y otro más allá.
—¡Pedrito! —oye que gritan por detrás.
El niño reconoce la voz de su prima y le falta tiempo para girarse y correr a abrazarla.
—¡Chsss! —le insta ella mientras con el dedo apunta unos metros más allá de donde se encuentran.
Pedro se tapa la boca con las manos para evitar soltar un grito de sorpresa. A poca distancia de ellos, hay una cría de elefante revolcándose felizmente en una pequeña charca de barro. ¡Qué risas! Los dos niños observan boquiabiertos los juegos del animal, que parece estar pasándoselo en grande cogiendo barro por la trompa y luego echándolo a chorro por todo su cuerpo. Algo más lejos, Sonia divisa la figura de un elefante más grande que se acerca. Cuando llega junto a la cría, enrolla su trompa con la del pequeño y tira suavemente de ella para sacarlo de la charca.
—Será su madre —susurra Sonia.
—Tiene un agujero con forma de luna en la oreja —cuchichea él.
—Y cómo brillan sus colmillos… Fíjate ¡si son del mismo color que el cenicero!
«Es cierto» piensa Pedro, «el cenicero…», y siente como se le hace un nudo en la garganta.
El pequeño elefante está tan a gusto en el barro que su madre tiene que insistir mucho para que se vuelva con ella. Al final, se lo lleva arrastrándolo por la cola.
—¿Sonia, dónde estamos? —pregunta Pedro con la mirada fija en la espalda los animales, que ya han empezado a andar para reunirse con su manada.
Al no recibir respuesta, gira la cabeza y se percata de que, Sonia, de nuevo, ha desaparecido. Mira a su alrededor alterado y suspira aliviado al verla un poco más allá. La curiosidad la ha llevado a levantarse para seguir sigilosamente al elefante y a su madre.
La manada, un grupo de unos veinte ejemplares de todas las edades, arranca la marcha y los dos niños los van siguiendo unos metros por detrás.
—¡Qué familia más grande!
—Y todos los mayores tienen colmillos de ese color tan bonito.
—Qué graciosos cuando mueven la trompa y las orejas.
Andan una media hora tras el grupo y, cuando a Pedro ya empiezan a dolerle los pies, Sonia observa:
—Parece que se están parando. ¿Qué es eso?
Sonia avanza un poco más y se esconde tras unas matas algo más altas. Si bien durante el camino hasta allí los elefantes habían estado moviendo las orejas, jugando con las trompas y barritando animadamente, ahora se habían quedado quietos y en silencio, reunidos con solemnidad alrededor de unos cinco o seis cuerpos tendidos en el suelo. Sonia nota como una lágrima le baja por la mejilla al darse cuenta de que son elefantes muertos y que a todos ellos les han cortado los colmillos.
De repente, a lo lejos, se oye el rugido de un motor. Pedro ve como una nube de polvo avanza a toda velocidad hacia los elefantes. A medida que el vehículo se acerca, puede distinguir que en él van montados cinco hombres armados con rifles. Los elefantes, asustados, levantan sus trompas, zarandean sus grandes orejas y, desordenadamente, se atropellan para abandonar el lugar.
Sonia busca a la cría que había estado jugando en el barro y se da cuenta de que con el caos ha caído al suelo y le está costando levantarse. Su madre, que había empezado a huir, vuelve corriendo en su busca. Llega junto a ella al mismo tiempo que el todoterreno, que se detiene a unos diez metros de los animales. Pedro observa como la elefanta dirige la mirada de su cría a los hombres y de estos a su cría. Al ver que el grupo apunta al hermoso ejemplar con las cinco armas y se prepara para apretar el gatillo, Pedro arranca a correr hacia los dos elefantes, con las lágrimas saltándole de los ojos.
—No lo hagáaaaais… —grita gesticulando a los hombres, a la vez que sigue corriendo con todas sus fuerzas para ponerse delante de los elefantes.
—Pedro, ¡vuelve aquí! —chilla Sonia.
¡Pum! ¡!Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! El estallido de los cinco disparos retumba en los oídos de Sonia y Pedro. Tras unos segundos ven desplomarse a la madre del pequeño elefante. Un gran vacío los invade, todo se vuelve negro a su alrededor, regresa la racha de viento cálida, el tirón de brazos y, sin saber cómo, se encuentran de nuevo en el salón de casa, con el cenicero entre las manos.
Los niños lo miran fijamente y, con los ojos aún vidriosos, ven como el elefante grabado en el fondo mueve las orejas y les enseña como, una de ellas, tiene un agujero en forma de luna.

(3r ejercicio del curso - Marta)

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